viernes, 13 de enero de 2012

OCTAVIO PAZ

De su libro “Los signos en rotación”
Alianza Editorial, 1971

Conquista y colonia

Cualquier contacto con el pueblo mexicano, así sea fuigaz, muestra que bajo las formas occidentales laten todavía las antiguas creencias y costumbres. Esos despojos, vivos aún, son testimonio de la vitalidad de las culturas precortesianas. Y después de los descubrimientos de arqueólogos e historiadores ya no es posible referirse a esas sociedades como tribus bárbaras o primitivas. Por encima de la fascinación o del horror que nos produzcan, debe admitirse que los españoles al llegar a México encontraron civilizaciones complejas y refinadas.
Mesoamérica, esto es, el núcleo de lo que sería más tarde Nueva España, era un territorio que comprendía el centro y el sur del México actual y una parte de Centroamérica. Al norte, en los desiertos y planicies incultas, vagaban los nómadas, los chichimecas, como de manera genérica y sin distinción de nación llamaban a los bárbaros los habitantes de la Mesa Central. Las fronteras entre unos y otros eran inestables, como las de Roma. Los últimos siglos de Mesoamérica pueden reducirse, un poco sumariamente, a la historia del encuentro entre las oleadas de cazadores norteños, casi todos pertenecientes a la familia Náhuatl, y las poblaciones sedentarias. Los aztecas son los últimos en establecerse en el Valle de México. El propio trabajo de erosión de sus predecesores y el desgaste de los resortes íntimos de las viejas culturas locales hizo posible que acometieran la empresa extraordinaria de fundar lo que Arnold Toynbee llama un Imperio Universal, erigido sobre los restos de las antiguas sociedades. Los españoles, piensa en historiador inglés, no hicieron sino sustituirlos, resolviendo en una síntesis política la tendencia a la disgregación que amenazaba al mundo mesoamericano.
Cuando se reflexiona en lo que era nuestro país a la llegada de Cortés, sorprende la pluralidad de ciudades y culturas, que contrasta con la relativa homogeneidad de sus rasgos más característicos. La diversidad de los núcleos indígenas y las rivalidades que los desgarraban indica que Mesoamérica estaba constituida por un conjunto de pueblos, naciones y culturas autónomas, con tradiciones propias, exactamente como el Mediterráneo y otras áreas culturales. Por sí mismo, Mesoamérica era un mundo histórico.
Por otra parte, la homogeneidad cultural de esos centros muestra que la primitiva singularidad de cada cultura había sido sustituida, en época acaso no muy remota, por formas religiosas y políticas uniformes. En efecto, las culturas madres, en el centro y en el sur, se habían extinguido hacía ya varios siglos. Sus sucesores habían combinado y recreado toda aquella variedad de expresiones locales. Esta tarea de síntesis había culminado en la erección de un modelo, el mismo, con leves diferencias, para todos.
A pesar del justo descrédito en que han caído  las analogías históricas, de las que se han abusado con tanto brillo como ligereza, es imposible no comparar la imagen que nos ofrece Mesoamérica al comenzar el siglo XVI con la del mundo helenístico en el momento en que Roma inicia su carrera de potencia universal. La existencia de varios grandes estados y la persistencia de un gran número de ciudades independientes, especialmente en la Grecia insular y continental, no impiden, sino subrayan, la uniformidad cultural de ese universo. Seléucidas, tolomeos, macedonios y muchos pequeños y efímeros estados no se distinguen entre sí por la diversidad y originalidad de sus respectivas sociedades, sino por las rencillas que finalmente los dividen. Otro tanto puede decirse de las sociedades mesoamericanas. En unas y otras, diversas tradiciones y herencias culturales se mezclan y acaban por fundirse. La homogeneidad cultural contrasta con las querellas perpetuas que las dividen.
En el mundo helenístico la uniformidad se logró a través del predominio de la cultura griega, que absorbe a las culturas orientales. Es difícil determinar cuál fue el elemento unificador de las sociedades indígenas. Una hipótesis, que no tiene más valor que apoyarse en una simple reflexión, hace pensar que el papel realizado por la cultura griega en el mundo antiguo fue cumplido en Mesoamérica por la cultura, aún sin nombre propio, que floreció en Tula y Teotihuacán, y a la que, no sin exactitud, se llama «tolteca». Todo parece indicar, pues, que en cierto momento las formas culturales del centro de México terminaron por extenderse y predominar.
Desde un punto de vista muy general se ha descrito a Mesoamérica como un área histórica uniforme, determinada por la presencia constante de ciertos elementos comunes a todas las culturas: agricultura del maiz, calendario ritual, juego de pelota, sacrificios humanos, mitos solares y de la vegetación semejante, etc. Se dice que todos esos elementos son de origen suriano y que fueron asimilados una y otra vez por las inmigraciones norteñas. Así, la cultura mesoamericana sería el fruto de diversas creaciones del sur, recogidas, desarrolladas y sistematizadas por grupos nómades. Este esquema olvida la originalidad de cada cultura local. La semejanza que se observa entre las concepciones religiosas, políticas y míticas de los pueblos indoeuropeos, por ejemplo, no niega la originalidad de cada uno de ellos. De todos modos, y más allá de la originalidad particular de cada cultura, es evidente que todas ellas, decadentes o debilitadas, estaban a punto de ser absorbidas por el imperio azteca, heredero de las civilizaciones de la Meseta.
Aquellas sociedades estaban impregnadas de religión. La última sociedad azteca era un Estado teocrático y militar. Así, la unificación religiosa antecedía, completaba o correspondía de alguna manera a la unificación política. Con diversos nombres, en lenguas distintas, pero con ceremonias, ritos y significaciones muy parecidas, cada ciudad precortesiana adoraba a dioses cada vez más semejantes entre sí. Las divinidades agrarias –los dioses del suelo, de la vegetación y de la fertilidad, como Tláloc- y los dioses nórdicos –celestes, guerreros y cazadores como Tezcatlipoca, Huitzilopochtli, Mixcoatl- convivían en un mismo culto. El rasgo más acusado de la religión azteca en el momento de la Conquista es la incesante especulación teológica que refundía, sistematizaba y unificaba creencias dispersas, propias y ajenas. Esta síntesis no era el fruto de un movimiento religioso popular, como las religiones proletarias que se difunden en el mundo antiguo al iniciarse el cristianismo, sino la tarea de una casta colocada en el pináculo de la pirámide social. Las sistematizaciones, adaptaciones y reformas de la casta sacerdotal reflejan que en la esfera de las creencias también se procedía por superposición –característica de las ciudades prehispánicas. Del mismo modo que una pirámide azteca recubre a veces un edificio más antiguo, la unificación religiosa solamente afectaba a la superficie de la conciencia, dejando intacta las creencias primitivas. Esta situación prefiguraba la que introduciría el catolicismo, que también es una religión superpuesta a un fondo religioso original y siempre viviente. Todo preparaba la dominación española.
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