miércoles, 11 de enero de 2012

de STENDHAL

San Francisco en Ripa
Aristo y Dorante han tratado este tema,
lo que ha dado a Erasto la idea de tratarlo también.
30 de septiembre
Traduzco de un cronista italiano los detalles de los amores de una princesa romana con un francés. Sucedió en 1726, a comienzos del siglo pasado. Todos los abusos del nepotismo florecían entonces en Roma. Nunca aquella corte había sido más brillante. Reinaba Benedicto XIII (Orsini), o más bien su sobrino, el príncipe Campobasso, que dirigía en nombre de aquél todos los asuntos grandes y pequeños. Desde todas partes, los extranjeros afluían a Roma, los príncipes italianos, los nobles de España, ricos aún por el oro del Nuevo Mundo, acudían en masa. Cualquier hombre rico y poderoso se encontraba allí por encima de las leyes. La galantería y la magnificencia parecían ser la única ocupación de tantos extranjeros y nacionales reunidos.
Las dos sobrinas del Papa, la condesa Orsini y la princesa Campobasso, se repartían el poder de su tío y los homenajes de la corte. Su belleza las habría hecho destacar incluso en los últimos puestos de la sociedad. La Orsini, como se dice familiarmente en Roma, era alegre y disinvolta; la Campobasso, tierna y piadosa; pero un alma tierna susceptible de los más violentos arrebatos. Sin ser enemigas declaradas, aunque se encontraban todos los días en los apartamentos del Papa y se veían a menudo en sus propias casas, las damas eran rivales en todo: en belleza, en influencia y en riqueza.
La condesa Orsini, menos bonita, pero brillante, ligera, activa, intrigante, tenía unos amantes de los que apenas se ocupaba y que no reinaban más de un día. Su felicidad consistía en ver a doscientas personas en su salón y en reinar sobre ellas. Se burlaba mucho de su prima, la Campobasso, que, después de haberse dejado ver por todas partes tres años seguidos con un duque español, había acabado por ordenarle que abandonara Roma en el plazo de veinticuatro horas y bajo pena de muerte.
-Después de ese gran despido, mi sublime prima no ha vuelto a sonreír. Desde hace unos meses, sobre todo, es evidente que la pobre mujer se muere de aburrimiento o de amor, y su marido, que no es tonto, hace pasar ese aburrimiento a los ojos del Papa, nuestro tío, por la más alta piedad. No me sorprendería que esa piedad la condujera a emprender una peregrinación a España.
La Campobasso estaba muy lejos de añorar a su español, quien durante cerca de dos años la había aburrido soberanamente. Si lo hubiera añorado, lo habría mandado a buscar, pues era uno de esos caracteres naturales y apasionados como no es raro encontrar en Roma. De una devoción exaltada, aunque apenas tenía veintitrés años y se hallaba en la flor de la belleza, se arrojaba a veces a las rodillas de su tío suplicándole que le diese la bendición papal, que, como pocos saben, con excepción de dos o tres pecados atroces, absuelve todos los demás, incluso sin confesión. El buen Benedicto XIII lloraba de ternura diciéndole:
-Levántate, sobrina, no necesitas mi bendición, vales más que yo a los ojos de Dios.
Aunque el papa fuera infalible, en eso se equivocaba como toda Roma. La Campobasso estaba locamente enamorada, su amante compartía su pasión y, sin embargo, se sentía muy desgraciada. Hacía varios meses que veía casi a diario al caballero de Sénécé, sobrino del duque de Saint Aignan, entonces embajador de Luis XV en Roma.
Hijo de una de las amantes del regente Felipe de Orléans, el joven Sénécé gozaba en Francia del más alto favor: coronel desde hacía mucho tiempo, aunque apenas tuviese veintidós años, tenía los hábitos de la fatuidad, y de lo que la justificaba, sin que a pesar de todo, dominara en su carácter. La alegría, las ganas de divertirse con todo y siempre, el atolondramiento, la valentía, la bondad, constituían los rasgos más sobresalientes de su extraordinario carácter y podría decirse, como alabanza a su nación, que era una muestra exacta de la misma. Nada más verlo, la princesa de Campobasso lo había distinguido.
-No obstante, -le había dicho-, desconfío de vos porque sois francés, pero os advierto una cosa: el día que se sepa en Roma que os veo en secreto a veces, estaré segura de que lo habéis dicho vos y os dejaré de amar.
Jugando con el amor, la Campobasso se había dejado dominar por una pasión verdadera. Sénécé también la había amado, pero hacía ya ocho meses que duraba su entendimiento y el tiempo, que redobla la pasión de una italiana, mata la de un francés. La vanidad de caballero lo consolaba un poco del hastío; había enviado ya a París dos o tres retratos de la Campobasso. Por lo demás, colmado por toda clase de bienes y comodidades, por decirlo así, desde la infancia, llevaba la despreocupación de su carácter hasta los intereses de la vanidad, que de ordinario mantiene tan inquietos los corazones de su nación.
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