sábado, 31 de marzo de 2012

GUILLERMO RODRÍGUEZ RIVERA

El cristianismo de todos los tiempos
Enviado desde el Portal CUBARTE a la Redacción de Arte y Letras

El cristianismo es una religión lo suficientemente universal como para arraigarse en cualquier sitio del mundo. Se trata del alma eterna del ser humano que busca perpetuarse más allá de la vida, o que busca en verdad una vida que no acabe. Don Miguel de Unamuno había sido socialista y marxista en los primeros tiempos de su evolución espiritual, más que enfrentarse a la creencia en lo sobrenatural, este hombre, educado desde niño por la iglesia española reaccionó contra un conformismo de un Cristo que mostraba apenas los visos de su derrota terrenal:
                                   ¡Y tú, Cristo del cielo,
                                  redímenos del Cristo de la tierra!

Pero en su vejez volvió a las creencias religiosas cuando rezó “al dios que no existes”:

                                 porque si tú existieras, existiría yo también de veras.

La existencia en Dios es la garantía de la eterna existencia del hombre.
Antonio Machado, que no renunció al socialismo en su vejez como Unamuno, sino que se hizo socialista al calor de la batalla del pueblo español por la República, no quiso cantarle al Cristo crucificado, al Cristo que predica la resignación, sino al que se hace acción:

                                   ¡Oh no eres tú mi cantar,
                                     no puedo cantar ni quiero
                                     a ese Jesús del madero
                                    sino al que anduvo en el mar!   

El hombre puede buscar como el ilustre autor de Doña Perfecta, la vida más allá de la muerte, pero puede perseguir también la justicia en la vida ―lo que parece casi tan difícil como vivir para siempre― y no fue raro que el cristianismo original que llega a Roma, se convirtiera en la religión de los esclavos.
Las antiguas religiones aristocráticas proclamaban la continuación de las jerarquías de la vida más allá de la muerte. El griego iba a los Campos Elíseos, al morir si era noble, pero el plebeyo era precipitado en el Orco.
El cristianismo proponía un juicio al alma humana que no tenía que ver con su estatus en la vida. El alma era juzgada por su respeto a valores como la bondad, la caridad, la justicia que podían corresponder al hombre de cualquier jerarquía terrenal. La iglesia, en su evolución ha acuñado la palabra redención para designar la salvación del alma por la fe, pero en la Roma esclavista la palabra latina redemptiosignificaba la liberación real de un esclavo. Es decir que lo que originalmente era una palabra muy comprometida y que implicaba la negación del sistema esclavista, se convirtió en un término místico que solo aludía a la inmaterial salvación del alma. Dicen los teólogos de la liberación que, un poco a la manera de don Antonio Machado, han querido devolverle al cristianismo su primitiva condición beligerante, que cuando Cristo dijo en Los Evangelios “mi reino no es de este mundo”, la palabra griega (esa es la lengua original de Los Evangelios), que significa mundo, no alude al mundo natural sino al modo de organizarlo. Esto es, esa palabra más que mundo quiere decir sistema, por lo que cuando Cristo lanzó esa expresión terminante, estaba refiriéndose al modo injusto en que los hombres han organizado la vida, tan injusto, que permitía la esclavización de unos hombres por otros.
Afirman, asimismo, que la palabra griega que significa “caridad” quiere decir también “justicia”.
La caridad ha sido rechazada por los que la entienden como la merced que el poderoso brinda al que no tiene nada. Los primitivos discípulos de Jesús creían entonces que cuando el rico se desprendía de lo que le sobraba para entregarlo al que nada tenía estaba haciéndole justicia. Cuando en Los Evangeliosun hombre rico le pregunta a Jesús qué debe hacer para ganar la salvación, este le dice: “da todo lo que tienes a los pobres y ven conmigo”. El rico no quiso y Jesús concluyó que “más fácilmente pasará un camello por el ojo de una aguja, que entrará un rico en el reino de los cielos”. Porque la sugerencia de Jesús no estaba destinada a ayudar a los pobres, sino a salvar el alma del rico. La iglesia cristiana era una iglesia perseguida y pasó a ser la institución que el emperador Constantino encontró para unificar a los vastos, disímiles pueblos que se reunían en el imperio romano. No podía unificarlos por sus lenguas, por sus costumbres, por sus culturas, pero si bajo el amparo de esa religión mística, universal que no se reconocía como propia de una única comunidad elegida, sino como patrimonio de todos los seres humanos.
La iglesia, que pasó de ser perseguida a instrumento ideológico del poder, fue contrayendo compromisos que a veces limaron sus aristas más rebeldes. Pero que no consiguieron anular la potencialidad imaginativa que descansa en la figura de Cristo. Es una personalidad diversa, compleja, polivalente que puede albergar el espíritu del luchador que moría en las arenas del Coliseo Romano sin renunciar a sus creencias; al Ga-Nozri que Mijail Bulgakov nos presentó en El maestro y Margarita, que estremecía las no muy firmes convicciones de Poncio Pilatos. O incluso el hippie de Jesucristo superstar, surgido allá por los años 60 del pasado siglo, cuando unos descreídos (los descreídos lo son porque creen en otra cosa) decidieron que era mejor desvincularse de los valores de una sociedad que postulaba que para conservarse había que ir a masacrar hombres en el sudeste asiático, que un negro no valía lo mismo que vale un blanco. No es extraño que uno de los principales impulsores de la igualdad racial en Estados Unidos haya sido el pastor cristiano Martin Luther King.
Esos son valores del ser humano, valores que el cristianismo ha calibrado y que persisten aún cundo el hombre deja de creer en la salvación del alma, porque de alguna manera también el alma se salva.
Benedicto XVI llega a Cuba. Recibámoslo teniendo en cuenta el pensamiento de Jesús que es una conquista imborrable de la humanidad y que sigue viviendo en nosotros.
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ERNESTO SÁBATO

De Abaddon el Exterminador 1974
Querido y Remoto Muchacho

LUNES DE MAÑANA

Estuve en el jardín, empezaba a aclarar. Ese silen­cio de la madrugada me hace bien: el amistoso compa­ñerismo de los cipreses, de la araucaria; aunque de pronto me entristece ver a ese gigante aquí, como un gran león en una jaula, cuando debería estar en las grandes montañas de la Patagonia, en la noble y soli­taria frontera con Chile. Releo lo que te escribí hace un tiempo y me avergüenzo un poco del patetismo. Pero así me salió y así lo dejo. También releo las cartas que me enviaste en este lapso, los pedidos de auxilio. "No sé bien lo que quiero." ¿Y quién lo sabe, de antemano? y aún después. Delacroix decía que el arte se asemeja a la contemplación mística, que va desde la confusa plegaria a un Dios invisible hasta las precisas visiones de los momentos teopáticos.

Partís de una intuición global, pero no sabés lo que realmente querés hasta que concluís, y a veces ni siquiera entonces. En la medida en que partís de esta intuición, el tema precede a la forma. Pero al ir avanzando verás cómo la expresión lo enriquece, crea a su vez el tema, hasta que, al concluir, es imposible separarlos. Y cuando se lo intenta, o hay literatura "social" o hay literatura bizantina. Dos calamidades. ¿Qué sentido tiene escindir la forma del fondo en Hamlet? Shakespeare tomaba sus argumentos de au­tores de tercer orden. ¿Cuál es su contenido? ¿El argu­mento del infeliz precursor? Lo que pasa con los sueños: cuando despertamos, lo que burdamente se recuerda es el "argumento", algo tan distinto al ver­dadero sueño como el tema de ese pobre diablo a la obra de Shakespeare. Lo que lleva al fracaso los in­tentos de ciertos psicoanalistas, que intentan develar aquel enigmático mito de la noche con los balbuceos que le cuentan. Imagínate que se pretendiera investi­gar los secretos del alma de Sófocles con el relato de un espectador. Ya lo dijo Hölderlin: somos dioses cuando soñamos y mendigos cuando estamos des­piertos.

A la misma condición se deben los fracasos de cier­tos traslados (siniestra palabra) de obras esencial­mente literarias al cine. ¿Viste Santuario? No quedó más que el folletín, lo que se suele llamar el asunto de la novela. Y digo lo que se suele llamar porque el asunto es la novela toda, con sus riquezas y esplendo­res, con sus implicaciones recónditas, con las infinitas reverberaciones de sus palabras, sonidos y colores, no esos famosos y presuntos "hechos".

No hay temas grandes y temas pequeños, asuntos sublimes y asuntos triviales. Son los hombres los que son pequeños, grandes, sublimes o triviales. La "mis­ma" historia del estudiante pobre que mata a una usurera puede ser una mera crónica policial o Crimen y castigo.

Como observarás, las comillas son frecuentes y casi inevitables en esta clase de falsos problemas, y están revelando que no son nada más que eso: falsos problemas. Y en rigor, tal como es la existencia de complicada, y de hueco o hipócrita el lengua­je, tendríamos que estar usándolas todo el tiempo. O inventar, como hizo Xul Solar, algún recurso más sutil para sugerir que descreemos irónicamente del vocablo, o para aludir perversamente a su deterioro semántico: vocales intermedias, como la ü o la ö 
ale­manas, con lo que Golda Meir resulta una mujer y Paul Bourget un gran escritor. Xul fue un espíritu generoso que dejó su genio en la conversación, y al que muchos han plagiado sin confesarlo, como esos que roban a quien les da hospitalidad.

Que no seas capaz, como me decís, de escribir sobre "cualquier tema" es un buen indicio, no un motivo de desaliento. No creas en los que escriben sobre cual­quier cosa. Las obsesiones tienen sus raíces muy profundas, y cuanto más profundas menos numerosas son. Y la más profunda de todas es quizá la más oscu­ra pero también la única y todopoderosa raíz de las demás, la que reaparece a lo largo de todas las obras de un creador verdadero: porque no te estoy hablando de los fabricantes de historias, de los "fecundos" fa­bricantes de teleteatros o, de best-sellers a medida, esas prostitutas del arte. Ellos sí pueden elegir el tema. Cuando se escribe en serio, es al revés: es el tema que lo elige a uno. Y no debes escribir una sola línea que no sea sobre esa obsesión que te acosa, que te persigue desde las más oscuras regiones, a veces durante años. Resistí, esperá, poné a prueba esa ten­tación; no vaya a ser una tentación de la facilidad, la más peligrosa de todas las que deberás rechazar. Un pintor tiene lo que se llama "facilidad" para pintar, como un escritor para escribir. Cuidado con ceder. Escribí cuando no soportes más, cuando comprendas que te podés volver loco. Y entonces volvé a escribir "lo mismo", quiero decir volvé a indagar, por otro camino, con recursos más poderosos, con mayor expe­riencia y desesperación, en lo mismo de siempre. Por­que, como decía Proust, la obra de arte es un amor desdichado que fatalmente presagia otros. Los fan­tasmas que suben desde nuestros antros subterráneos, tarde o temprano se presentarán de nuevo, y no es difícil que consigan un trabajo más adecuado para sus condiciones. Y los planes abandonados, los bocetos abortados, volverán para encarnarse menos defectuo­samente.

Y no te preocupés por lo que te puedan decir los astutos, los que se pasan de inteligentes: que siempre escribís sobre lo mismo. Claro que sí! Es lo que hicie­ron Van Gogh y Kafka y todos los que deben importar, los severos (pero cariñosos) padres que cuidan de tu alma. Las obras sucesivas resultan así como las ciuda­des que se levantan sobre las ruinas de las anteriores: aunque nuevas, materializan cierta inmortalidad, ase­gurada por antiguas leyendas, por hombres de la misma raza, por crepúsculos y amaneceres semejantes, por ojos y rostros que retornan, ancestralmente.

Por eso es estúpido lo que suele creerse de los per­sonajes. Habría que responder por una sola vez, con arrogancia, "Madame Bovary soy yo", y punto. Pero no es posible, no te será posible: cada día vendrá alguien para inquirir, para preguntarte, si ese perso­naje "Salió de aquí o de allá, si es el retrato de esta o aquella mujer, si en cambio vos estás "representado" por ese hombre que por ahí parece un melancólico espectador. Ya eso forma parte del manoseo a que me referí antes, del infinito y casi laberíntico malenten­dido que es toda obra de ficción.

¡Los personajes! En un día del otoño de 1962, con la ansiedad de un adolescente, fui en busca del rincón en que había "vivido" Madame Bovary. Que un chico busque los lugares en que padeció un personaje de novela es ya asombroso; pero que lo haga un novelista, alguien que sabe hasta qué punto esos seres no han existido sino en el alma de su creador demuestra que el arte es más poderoso que la reputada realidad.

Así, cuando desde lo alto de una colina de Norman­día divisé por fin la iglesia de Ry, mi corazón se oprimió: por el enigmático poder de la creación lite­raria aquella aldea alcanzaba la cumbre de las pasiones humanas y también sus simas más tenebrosas. Allí había vivido y sufrido alguien que, de no haber sido animado por el poderoso y atormentado espíritu de un artista, habría pasado de la nada a la nada, como tantos otros; del mismo modo que un médium insig­nificante, en el momento de trance, poseído por espí­ritus más grandes que él, dice palabras y es convulsio­nado por pasiones que su propia pequeña alma habría sido incapaz de sentir.

Dicen que Flaubert visitó aquella aldea, que vio gentes del lugar, que entró en la farmacia donde su personaje un día compraría el veneno. Me imagino cuántas veces sentado en lo alto de una de aquellas colinas, quizá en el mismo lugar donde me detuve a contemplar por primera vez aquel pueblo insignifi­cante, habrá meditado sobre la vida y la muerte, a propósito de aquella criatura que estaba destinada a encarnar muchas de sus propias tribulaciones. Esa dulce y amarga voluptuosidad de imaginar un destino nuevo: si él hubiese sido mujer; si hubiera estado desposeído de otros atributos (cierto amargo cinismo, cierta feroz lucidez); si, en fin, en lugar de novelista hubiese estado condenado a vivir y morir como una pequeña burguesa de provincia.

Pascal afirma que la vida es una mesa de juego, en la que el destino pone nuestro nacimiento, nuestro ca­rácter, nuestra circunstancia, que no podemos eludir. Sólo el creador puede apostar otra vez, al menos en el espectral mundo de la novela. No pudiendo ser lo­cos o suicidas o criminales en la existencia que les tocó, al menos lo son en esos intensos simulacros.

¡Cuántas ansiedades propias iba a encarnar en el cuerpo de aquella pobre romanticota de aldea! Ima­ginemos por un instante su sombría infancia en aquel Hótel-Dieu, en aquel hospital de Rouen. Lo estuve observando con atención, con temblorosa meticulosi­dad. El anfiteatro daba al jardín del ala que ocupaba su familia. Trepado a la reja con sus hermanas, fas­cinado, Gustave contemplaba aquellos cadáveres po­dridos. Allí, en aquel momento, habrá para siempre prendido en su alma esa ansiedad por el tránsito del tiempo, allí se habrá grabado macabra y sórdida­mente ese mal metafísico que mueve a casi todos los grandes creadores a rescatarse por el arte: la sola potencia que parece salvarnos de la transitoriedad y de la inevitable muerte: que j'ai gardé la forme et l' essence divine de mes amours décomposés...

Tal vez desde aquella verja, observando la corrup­ción, Gustave se hizo aquel niño tímido y reconcen­trado que dicen que fue: distante e irónico, arrogante, con la conciencia de su precariedad pero también de su poderío. Leé sus mejores obras, no esos muestrarios de epítetos, esas aburridas joyerías de palabras, sino las páginas más duras de esa despiadada novela, y advertirás que es aquel niño a la vez sensible y desi­lusionado el que describe la crueldad de la existencia con una especie de rencoroso placer. La melancolía y la tristeza son el telón de fondo. El mundo le repug­na, lo hiere, lo fastidia: arrogantemente, decide hacer otro, a su imagen y semejanza. No hará la compe­tencia al estado civil, como, con candorosa injusticia hacia su propio genio, pretendió Balzac, sino al mismo Dios. Para qué crear si esta realidad que nos fue dada nos satisface? Dios no escribe ficciones: nacen de nuestra imperfección, del defectuoso mundo en que nos obligaron a vivir. Yo no pedí que me nacieran, ni vos: nos trajeron a la fuerza.

Y no vayas a creer que Flaubert escribió la historia de aquella pobre diabla, porque se lo pidieron: escribió porque tuvo la súbita intuición de que en aquella historia policial podía escribir su propia y secreta historia policial, ridiculizándose a sí mismo con la crueldad con que sólo un gran neurótico puede hablar de su yo, caricaturizándose en aquella insignificante neurótica de provincia, que, como él, amaba los países lejanos y los lugares remotos. Releé el capítulo IV y lo verás a él en ese gusto por otros tiempos y sitios, por viajes y sillas de posta, con raptos y mares exóti­cos: la ilusión romántica en toda su pureza, tal como aquel chico encaramado en la verja la sintió para siempre. El tema de su novela es así el de su propia existencia, el distanciamiento cada día mayor entre su vida real y su fantasía. Los sueños convertidos en torpes realidades, los amores sublimes transformados en irrisorios lugares comunes. ¿Qué podía hacer la pobre infeliz sino suicidarse? Y con ese sacrificio de aquella pobrecita, de aquella desamparada, de aquella ridícula romántica de pueblo, Flaubert (tristemente) se salva.

Se salva... Es manera de decir, es una manera apresurada de ver las cosas, como nos pasa siempre, en cuanto nos descuidamos. Yo sé, en cambio, lo que con lágrimas en los ojos habría murmurado mi madre, pensando no ya en Emma sino en él, en el pobre y sobreviviente Flaubert: "Que Dios lo ayude!"

El choque del alma romántica con el mundo asume así su sarcástica disonancia, con sádica furia. Para destruir o para ridiculizar sus propias ilusiones monta la escena de la feria, caricatura de la existencia bur­guesa: allá abajo, los discursos municipales; arriba, en el sórdido cuarto de hotel, la otra retórica, la de Rodolphe, que enamora a Emma con frases hechas. La atroz dialéctica de la trivialidad, con que el román­tico Flaubert, con horrorosas muecas, se mofa del falso romanticismo, como un espíritu religioso pue­de llegar a vomitar en una iglesia repleta de beatos. Ahí lo tenés a Flaubert. ¡El patrono de los objeti­vistas!

Y te ruego, dicho sea de paso, que no vuelvas a mencionar esa palabra: más o menos como venirme a hablar del subjetivismo de la ciencia. Tené el orgullo de pertenecer a un continente que en países tan peque­ños y desvalidos, como Nicaragua y Perú, ha dado poetas tan gigantescos como Dario y Vallejo. ¡De una vez por todas, seamos nosotros mismos! Que el señor Robbe-Grillet no nos venga a decir cómo hay que hacer una novela. Que nos deje en paz. Y, sobre todo, que chicos de talento como vos dejen de una vez de escu­char con respeto sagrado lo que nos ordena esta cruza de bizantinos y terroristas. Si los bárbaros tuvieron tan grandes creadores fue precisamente porque esta­ban lejos de esas cortes de exquisitos: pensá en los rusos, en los escandinavos, en los norteamericanos.

Olvidate, pues, de esas órdenes que vienen desde Paris, vinculadas a perfumes y modas en la vestimenta.

¡Objetivismo en el arte! Si la ciencia puede y debe prescindir del yo, el arte no puede hacerlo, y es inútil que se lo proponga como un deber. Esa "impotencia" es precisamente su virtud. Palabra más o menos, Fich­te decía que los objetos del arte son creaciones del espíritu, y Baudelaire consideraba al arte como una magia que involucra al creador y al mundo. Esas mis­teriosas grutas que habitan las criaturas de Leonardo, esas azulinas y enigmáticas dolomitas que entrevemos, como en un fondo submarino, detrás de sus ambiguos rostros, ¿qué son sino la expresión del espíritu de Leonardo?

Hartos de la pura emoción y fascinados por la cien­cia, se quiso que el novelista describiera la vida de los hombres como un zoólogo las costumbres de las hormigas. Pero un escritor profundo no puede mera­mente describir la existencia de un hombre de la calle. En cuanto se descuida (y siempre se descuida) aquel hombrecito empieza a sentir y pensar como delegado de alguna parte oscura y desgarrada del creador. Sólo los escritores mediocres pueden escribir simple cró­nica y describir fielmente (¡qué palabra hipócrita!) la realidad externa de una época o de una nación. En los grandes, su potencia es tan arrolladora que no pueden hacerlo aunque se lo propongan. Nos dicen que Van Gogh quería copiar los cuadros de Milet. No podía, claro: le salían sus terribles soles y árboles, árboles y soles que no son otra cosa que la descripción de su espíritu alucinado. No importa lo que Flaubert haya escrito sobre la necesidad de ser objetivo. En alguna parte de su correspondencia nos dice, en cambio, que se ha paseado por el bosque en un día de otoño, sin­tiendo que era un hombre y su amante, el caballo y las hojas que pisaba, el viento y lo que aquellos enamorados se decían. Mis personajes me persi­guen —decía—, o más bien soy yo mismo que estoy en ellos.

Surgen desde el fondo del ser, son hipóstasis que a la vez representan al creador y lo traicionan, porque pueden superarlo en bondad y en iniquidad, en gene­rosidad y en avaricia. Resultando sorprendentes hasta para su propio creador, que observa con perplejidad sus pasiones y sus vicios. Vicios y pasiones que pueden llegar a ser exactamente los opuestos a los que ese pequeño dios semipoderoso tiene en su vida diaria: si es un espíritu religioso, verá surgir ante sí un ateo enardecido; si es conocido por su bondad o por su generosidad, advertirá en alguno de sus personajes extremas actitudes de maldad o mezquindad. Y, lo que todavía es más asombroso, hasta es probable que sienta una retorcida satisfacción.

Madame Bovary c'est moi, claro. Pero también lo eran Rodolphe, con su cínica incapacidad para aguan­tarse ese romanticismo de su amante. Y el pobre Bo­vary, y también ese M. Homais, ese ateo de botica; porque a fuerza de ser un desesperado romántico, a fuerza de buscar el absoluto y no encontrarlo, Flaubert puede comprender muy bien el ateísmo y también esa especie de ateísmo del amor que profesa el canallita de Rodolphe.

Contemporáneos de Balzac nos dicen (con esa gozo­sa complacencia con que los pequeños se sienten agran­dados al descubrir las pequeñeces de los gigantes) que el "verdadero" Balzac era vulgar y vanidoso, como si quisieran hacernos creer que sus grandes criaturas son las simples fantasías de un mitómano. No, son las más genuinas emanaciones de su espíritu, para bien y para mal. Y hasta los castillos y paisajes que elige para sus ficciones son símbolos de sus obsesiones. Stephen Dedalus, en el Retrato, nos asegura que el artista, como el Dios de la Creación, queda por encima de su obra, indiferente, arreglándose las uñas. ¡Irlandés macaneador! Por lo que sabemos de este genio, tanto esa obra como el Ulysses no son sino la proyección del propio Joyce: de sus pasiones, de su drama, de su tragicomedia personal, de sus ideas.

El creador está en todo, no sólo en sus personajes. Elige el drama, el lugar, el paisaje. En La República, Platón afirma que Dios creó el arquetipo de la mesa, el carpintero creó un simulacro de ese arquetipo, y el pintor un simulacro de ese simulacro. Esa es la única posibilidad de un arte imitativo: un desvanecimiento al cubo. Mientras que el gran arte es una vigorización. No la imitación de la burda mesa del carpintero sino el descubrimiento de la realidad a través del alma del artista.

De modo que, cuando en aquel otoño de 1962, desde lo alto de una colina, con el corazón encogido, contem­plé la pequeña iglesia de Ry; cuando callado y tem­bloroso entré en lo que había sido la farmacia de M. Homais; cuando miré el sitio en que la pobre Emma tomaba, anhelante y patética, la diligencia que la llevaba a Rouen, no era ni una iglesia, ni una farmacia, ni una calle de aldea lo que estaba viendo: eran los fragmentos de un espíritu inmortal, que sentía a tra­vés de esos meros objetos del mundo exterior.
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viernes, 30 de marzo de 2012

ERNESTO SÁBATO

De Abaddón, el Exterminador, 1974.
Querido y remoto muchacho

Me pedís consejos, pero no te los puedo dar en una simple carta, ni siquiera con las ideas de mis ensa­yos, que no corresponden tanto a lo que verdadera­mente soy sino a lo que querría, ser, si no estuviera encarnado en esta carroña podrida o a punto de po­drirse que es mi cuerpo. No te puedo ayudar con esas solas ideas, bamboleantes en el tumulto de mis fic­ciones como esas boyas ancladas en la costa sacudi­das por la furia de la tempestad. Más bien podría ayu­darte (y quizá lo he hecho) con esa mezcla de ideas con fantasmas vociferantes o silenciosos que salieron de mi interior en las novelas, que se odian o se aman, se apoyan o se destruyen, apoyándome y destruyén­dome a mí mismo.

No rehuyo darte la mano que desde tan lejos me pedís. Pero lo que puedo decirte en una carta vale muy poco, a veces menos que lo que podría animarte con una mirada, con un café que tomáramos juntos, con alguna caminata en este laberinto de Buenos Aires.

Te desanimás porque no sé quién te dijo no sé qué. Pero ese amigo o conocido (qué palabra más falaz!) está demasiado cerca para juzgarte, se siente incli­nado a pensar que porque comés como él es tu igual; o, ya que te niega, de alguna manera es superior a vos. Es una tentación comprensible: si uno come con un hombre que escaló el Himalaya, observando con sufi­ciencia cómo toma el cuchillo, uno incurre en la 
ten­tación de considerarse su igual o su superior, olvidan­do (tratando de olvidar) que lo que está en juego para ese juicio es el Himalaya, no la comida.

Tendrás infinidad de veces que perdonar ese géne­ro de insolencia.

La verdadera justicia sólo la recibirás de seres ex­cepcionales, dotados de modestia y sensibilidad, de lucidez y generosa comprensión. Cuando aquel resen­tido de Sainte-Beuve afirmó que jamás ese payaso de Stendhal podría hacer una obra maestra, Balzac dijo lo contrario. Pero es natural: Balzac había escri­to La Comedia Humana y ese caballero una novelita cuyo nombre no recuerdo. De Brahms se rieron tipos semejantes a Sainte-Beuve: cómo ese gordo iba a hacer algo importante? Un tal Hugo Wolf sentenció en el estreno de la cuarta sinfonía: "Nunca antes en una obra lo trivial, lo vacuo y engañoso estuvieron más presentes. El arte de componer sin ideas ni ins­piración ha encontrado en Brahms su digno repre­sentante". Mientras que Schumann, el maravilloso Schumann, el desdichadísimo Schumann afirmó que había surgido el músico del siglo. Es que para admirar se necesita grandeza, aunque parezca paradójico. Y por eso tan pocas veces el creador es reconocido por sus contemporáneos: lo hace casi siempre la posteri­dad, o al menos esa especie de posteridad contempo­ránea que es el extranjero. La gente que está lejos. La que no ve cómo tomás el café o te vestís. Si eso le pasó a Stendhal y Brahms, cómo podés desanimarte por lo que diga un simple conocido que vive al lado de tu casa? Cuando apareció el primer tomo de Proust (después que Gide tirara los manuscritos al canasto), un cierto Henri Ghéon escribió que ese autor se había "encarnizado en hacer lo que es propiamente lo con­trario de una obra de arte, el inventario de sus 
sensa­ciones, el censo de sus conocimientos, en un cuadro sucesivo, jamás de conjunto, nunca entero, de la mo­vilidad de los paisajes y las almas". Es decir, ese presuntuoso critica casi lo que es la esencia del ge­nio proustiano.

¿En qué Banco de la Justicia Universal se pagará a Brahms el dolor que sintió, que inevitablemente hubo de sentir aquella noche en que él mismo tocaba el piano en su primer concierto para: piano y orquesta? Cuando lo silbaron y le arrojaron basura? No ya Brahms, detrás de una sola y modesta canción de Dis­cépolo, cuánto dolor hay, cuánta tristeza acumulada, cuánta desolación.

Me basta ver uno de tus cuentos. Sí, ya lo creo que un día podés llegar a hacer algo grande. ¿Pero estás dispuesto a sufrir todos esos horrores? Me decís que estás perdido, vacilante, que no sabés qué hacer, que yo tengo la obligación de decirte una palabra.

¡Una palabra! Tendría que callarme, lo que podrías interpretar como una atroz indiferencia, o tendría que hablarte durante días, o vivir con vos durante años, y a veces hablar y a veces callar o caminar juntos por ahí sin decirnos nada, como cuando se muere al­guien que queremos mucho y cuando comprendemos que las palabras son irrisorias o torpemente inefica­ces. Sólo el arte de los otros artistas te salva en esos momentos, te consuela, te ayuda. Sólo te es útil (qué espanto!) el padecimiento de los seres grandes que te han precedido en ese calvario.

Es entonces cuando además del talento o del genio necesitarás de otros atributos espirituales: el coraje para decir tu verdad, la tenacidad para seguir ade­lante, una curiosa mezcla de fe en lo que tenés que decir y de reiterado descreimiento en tus fuerzas, una combinación de modestia ante los gigantes y de arro­gancia ante los imbéciles, una necesidad de afecto y una valentía para estar solo, para rehuir la tentación pero también el peligro de los grupitos, de las gale­rías de espejos. En esos instantes te ayudará el re­cuerdo de los que escribieron solos: en un barco, como Melville; en una selva, como Hemingway; en un pue­blito, como Faulkner. Si estás dispuesto a sufrir, a des­garrarte, a soportar la mezquindad y la malevolencia, la incomprensión y la estupidez, el resentimiento y la infinita Soledad, entonces sí, querido B: estás pre­parado para dar tu testimonio. Pero, para colmo, na­die te podrá garantizar lo porvenir, porvenir que en cualquier caso es triste: si fracasás, porque el fracaso es siempre penoso y, en el artista, es trá­gico, si triunfás, porque el triunfo es siempre una especie de vulgaridad, una suma de malentendi­dos, un manoseo; convirtiéndote en esa asquerosi­dad que se llama un hombre público, y con derecho (¿con derecho?) un chico como vos mismo eras al comienzo te podrá escupir. Y también deberás aguan­tar esa injusticia, agachar el lomo y seguir produ­ciendo tu obra, como quien levanta una estatua en un chiquero. Leé a Pavese: "Haberte vaciado por en­tero de vos mismo, porque no sólo has descargado lo que sabés de vos sino también lo que sospechás y suponés, así como tus estremecimientos, tus fantas­mas, tu vida inconciente. Y haberlo hecho con soste­nida fatiga y tensión, con cautela y temblor, con des­cubrimientos y fracasos. Haberlo hecho de modo que toda la vida se concentrara en ese punto, y advertir que es como nada si no lo acoge y da calor un signo humano, una palabra, una presencia. Y morir de frío, hablar en el desierto, estar solo día y noche como un muerto".

Pero sí, oirás de pronto esa palabra —como ahora, donde esté Pavese oye la nuestra—, sentirás la anhe­lada presencia, el esperado signo de un ser que desde otra isla oye tus gritos, alguien que entenderá tus gestos, que será capaz de descifrar tu clave. Y enton­ces tendrás fuerzas para seguir adelante, por un momento no sentirás el gruñido de los cerdos. Aunque sea por un fugitivo instante, verás la eternidad.

No sé cuándo, en qué momento de desilusión Brahms hizo sonar esas melancólicas trompas que oímos en el primer movimiento de su primera sinfonía. Quizá no tuvo fe en las respuestas, porque tardó trece años (¡trece años!) para volver sobre esa obra. Habría per­dido la esperanza, habría sido escupido por alguien, habría oído risas a sus espaldas, habría creído adver­tir equívocas miradas. Pero aquel llamado de las trompas atravesó los tiempos y de pronto, vos o yo, abatidos por la pesadumbre, las oímos y comprende­mos que, por deber hacia aquel desdichado tenemos que responder con algún signo que le indique que lo comprendimos.

Estoy mal, ahora. Mañana, o dentro de un tiempo seguiré.
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jueves, 29 de marzo de 2012

JUAN JOSÉ SAER

Al abrigo

Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo. Por alguna razón --muerte, olvido, fuga precipitada, embargo-- el diario había quedado ahi, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez. Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, el la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario.El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido --un diario, o lo que fuese--, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia. En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata desimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidads a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido.
Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que el tenía la costumbre de hurgar en sus cosas. Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar. El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones mas elementales que constituían su vida. O lo que el había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía mas inalcanzable que el arrabal del universo.
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miércoles, 28 de marzo de 2012

ROBERTO ARLT

De "Los Siete Locos" (1929)
Un hombre extraño

A las diez de la mañana Erdosain llegó a Perú y Avenida de Mayo. Sabía que su problema no tenía otra solución que la cárcel, porque Barsut seguramente no le facilitaría el dinero. De pronto se sorprendió.
En la mesa de un café estaba el farmacéutico Ergueta.
Con el sombrero hundido hasta las orejas y las manos tocándose por los pulgares sobre el grueso vientre, cabeceaba con una expresión agria, abotagada, en su cara amarilla.
Lo vidrioso de sus ojos saltones, su gruesa nariz ganchuda, las mejillas fláccidas y el labio inferior casi colgando, le daban la apariencia de un cretino.
Enfundaba su macizo cuerpazo en un traje de color de canela y, a momentos, inclinado el rostro, apoyaba los dientes en el puño de marfil de su bastón.
Por ese desgano y la expresión canalla de su aburrimiento tenía el aspecto de un tratante de blancas. Inesperadamente sus ojos se encontraron con los de Erdosain, que iba a su encuentro, y el semblante del farmacéutico se iluminó con una sonrisa pueril. Aún sonreía cuando le estrechaba la mano a Erdosain, que pensó:
­ ¡Cuántas lo han querido por esa sonrisa!
Involuntariamente, la primera pregunta de Erdosain fue:
­ Y, ¿te casaste con Hipólita?
­ Sí, pero no te imaginás el bochinche que se armó en casa...
­ ¿Qué..., supieron que era de la vida?
­ No... eso lo dijo ella después. ¿Vos sabés que Hipólita antes de hacer la calle trabajó de sirvienta?...
­ ¿Y?
­ Poco después que no casamos, fuimos mamá, yo, Hipólita y mi hermanita a lo de una familia. ¿Te das cuenta qué memoria la de esa gente? Después de diez años reconocieron a Hipólita que fue sirvienta de ellos. ¡Algo que no tiene nombre! Yo y ella nos vinimos por un camino y mamá y Juana por otro. Toda la historia que yo inventé para justificar mi casamiento se vino abajo.
­ ¿Y por qué confesó que fue prostituta?
­ Un momento de rabia. Pero, ¿no tenía razón? ¿No se había regenerado? ¿No me aguantaba a mí, a mí, que les he sacado canas verdes a ellos?
­ ¿Y cómo te va?
­ Muy bien... La farmacia da sesenta pesos diarios. En Pico no hay otro que conozca la Biblia como yo. Lo desafié al cura a una controversia y no quiso agarrar viaje.
Erdosain miró repentinamente esperanzado a su extraño amigo. Luego le preguntó: 
­ ¿Jugás siempre?
­ Sí, y Jesús, por mi mucha inocencia, me ha revelado el secreto de la ruleta.
­ ¿Qué es eso?
­ Vos no sabés... el gran secreto... una ley de sincronismo estático... ya fui dos veces a Montevideo y gané mucho dinero, pero esta noche salimos con Hipólita para hacer saltar la banca.
Y de pronto lanzó la embrollada explicación:
­ Mirá, le jugás hipotéticamente una cantidad a las tres primeras bolas, una a cada docena. Si no salen tres docenas distintas se produce ferozmente el desequilibrio. Marcás, entonces, con un punto la docena salida. Para las tres bolas que siguen quedará igual la docena que marcaste. Claro está que el cero no se cuenta y que jugás a las docenas en series de tres bolas. Aumentás entonces una unidad en la docena que no tiene alguna cruz, disminuís, en una, quiero decir, en dos unidades la docena que tiene tres cruces, y esta sola base te permite deducir la unidad menor que las mayores y se juega la diferencia a la docena o las docenas que resulten   Erdosain no había entendido. Contenía su deseo de reír a medida que su esperanza crecía, pues era indudable que Ergueta estaba loco. Por eso replicó:
­ Jesús sabe revelar esos secretos a los que tienen el alma llena de santidad.
­ Y también a los idiotas ­arguyó Ergueta, clavando en él una mirada burlona, a medida que guiñaba el párpado izquierdo­. Desde que yo me ocupo de esas cosas misteriosas he hecho macanas grandes como casas, por ejemplo, casarme con esa atorranta...
­ ¿Y sos feliz con ella?
­ ... creer en la bondad de la gente, cuando todo el mundo lo que tira es a hundirlo a uno y hacerle fama de loco...
Erdosain, impaciente, frunció el ceño; luego:
­ ¿Cómo no querés que te tengan por loco? Vos fuiste, según tus propias palabras, un gran pecador. Y de pronto te convertís, te casás con una prostituta porque eso está escrito en la Biblia, le hablás a la gente del cuarto sello y del caballo amarillo... claro... la gente tiene que creer que estás loco, porque esas cosas no las conoce ni por las tapas. ¿A mí no me tienen también por loco porque he dicho que habría que instalar una tintorería para perros y metalizar los puños de las camisas?... Pero yo no creo que estés loco. No, no lo creo. Lo que hay en vos es un exceso de vida, de caridad y de amor al prójimo. Ahora, eso de que Jesús te haya revelado el secreto de la ruleta me parece medio absurdo...
­ Cinco mil pesos gané en las dos veces...
­ Pongamos que sea cierto. Pero lo que te salva a vos no es el secreto de la ruleta, si no el hecho de tener una hermosa alma. Sos capaz de hacer el bien, de emocionarte ante un hombre que está a las puertas de la cárcel...
­ Eso sí que es verdad ­interrumpió Ergueta­. Fijate que hay otro farmacéutico en el pueblo que es un tacaño viejo. El hijo le robó cinco mil pesos... y después vino a pedirme un consejo. ¿Sabés lo que le aconsejé yo? Que lo amenazara al padre con hacerlo meter preso por vender cocaína si lo denunciaba.
­ ¿Ves cómo te comprendo yo? Vos querías salvar el alma del viejo haciéndole cometer un pecado al hijo, pecado del que éste se arrepentirá toda la vida. ¿No es así?
­ Sí, en la biblia está escrito: "Y el padre se levantará contra el hijo y el hijo contra el padre"...
­ ¿Ves? Yo te entiendo a vos. No sé para lo que estás predestinado... El destino de los hombres es siempre incierto. Pero creo que tenés por delante un camino magnífico. ¿Sabés? Un camino raro...
­ Seré el Rey del Mundo. ¿Te das cuenta? Ganaré en todas las ruletas el dinero que quiera. Iré a Palestina, a Jerusalén y reedificaré el gran templo de Salomón...
­ Y salvarás de angustia a mucha gente buena. ¡Cuántos hay que por necesidad defraudaron a sus patrones, robaron dinero que les estaba confiado! ¿Sabés? La angustia... Un tipo angustiado no sabe lo que hace... Hoy roba un peso, mañana cinco, pasado veinte y cuando se acuerda debe cientos de pesos. Y el hombre piensa. Es poco... y de pronto se encuentra con que han desaparecido quinientos, no, seiscientos pesos con siete centavos. ¿Te das cuenta? Ésa es la gente que hay que salvar..., a los angustiados, a los fraudulentos.
El farmacéutico meditó un instante. Una expresión grave se disolvió en la superficie de su semblante abotagado; luego, calmosamente, agregó:
­ Tenés razón... el mundo está lleno de turros, de infelices... pero ¿cómo remediarlo? Esto es lo que a mí me preocupa. ¿De qué forma presentarle nuevamente las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?
­ Pero si la gente lo que necesita es plata... no sagradas verdades.
­ No, es que eso pasa por el olvido de las Escrituras. Un hombre que lleva en sí las sagradas verdades no lo roba a su patrón, no defrauda a la compañía en que trabaja, no se coloca en situación de ir a la cárcel del hoy al mañana.
Luego se rascó pensativamente la nariz y continuó:
­ Además, ¿quién no te dice que eso no sea para bien? ¿Quiénes van a hacer la revolución social, si no los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te creés que la revolución la van a hacer los cagatintas y los tenderos?
­ De acuerdo, de acuerdo... pero, en tanto llega la revolución social, ¿qué hace ese desdichado? ¿Qué hago yo?
Y Erdosain, tomándolo del brazo a Ergueta, exclamó:
­ Porque yo estoy a un paso de la cárcel, ¿sabés? He robado seiscientos pesos con siete centavos.
El farmacéutico guiñó lentamente el párpado izquierdo y luego dijo:
­ No te aflijás. Los tiempos de tribulación de que hablan las Escrituras han llegado. ¿No me he casado ya con la Coja, con la Ramera? ¿No se ha levantado el hijo contra el padre y el padre contra el hijo? La revolución está más cerca de lo que la desean los hombres. ¿No sos vos el fraudulento y el lobo que diezma el rebaño...?
­ Pero, decime, ¿vos no podés prestarme esos seiscientos pesos?
El otro movió lentamente la cabeza:
­ ¿Te pensás que porque leo la Biblia soy un otario?
Erdosain lo miró desesperado:
­ Te juro que los debo.
De pronto ocurrió algo inesperado.
El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamó ante el mozo del café que miraba asombrado la escena:
­ Rajá, turrito, rajá.
Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la esquina volvió la cabeza, vió que Ergueta movía los brazos hablando con el camarero.
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martes, 27 de marzo de 2012

DÍA MUNDIAL DEL TEATRO

Día Mundial del Teatro
Gracias a una iniciativa de la Unesco, se creó este día en 1961, por el Instituto Internacional del Teatro (ITI), organización internacional no gubernamental en el dominio de las artes escénicas. Cada 27 de marzo, una personalidad del mundo del teatro o una figura conocida por sus cualidades de corazón y espíritu es invitada a escribir el Mensaje Internacional, leído al mundo entero.
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lunes, 26 de marzo de 2012

MARTA LYNCH

Esta escritora, de apariencia frívola, tuvo el valor de medir su pluma en el difícil desafío de la escritura erótica, se empeñó en la ardua tarea de buscar las palabras para decir el deseo, el gozo, la angustia de un eros femenino contra el cual conspiran familia, sociedad y tradición 

por Alessandra Riccio 

Poco sé de Marta Lynch, muerta suicida en Buenos Aires en 1985 a pesar de haber intercambiado con ella una correspondencia breve pero intensa, de tener el privilegio de haber publicado por primera vez en italiano su Influencias maternas que, por lo que sé, es inédito en la Argentina, además de recordar de ella algunas desconcertantes anécdotas. En los primeros años ochenta llegaba muy escasa información desde el Río de la Plata; en Europa estábamos bien enterados de la producción del exilio, nos hicimos amigos de tantos escritores, críticos, intelectuales y artistas[1] arrastrados por la violencia de la Historia a mi lado del Atlántico, pero casi nada sabíamos de los que vivían y trabajaban del lado de allá.

Con la poca información que tenía y gracias a algunas amistades personales, escribí para un diario de mi país una breve reseña de algunas de las novelas publicadas en aquellos años en Buenos Aires: la agradable sorpresa del fino humor y del talento de Angélica Gorodisher, el mundo enloquecido de Héctor Maldonado, la escritura de Cecilia Absatz, la angustia erótica de Marta Lynch. Recién empezaba el año 1984 y el fenómeno Alfonsín con toda su carga de euforia estaba estrenándose todavía. 

Aquella reseña superficial y sin importancia —apenas un informe escrito a la carrera— despertó el interés de uno de estos seres arrancados de su vida y de su cotidianidad por los imperiosos disparates de la Historia y transplantado en una Roma inhóspita y distante. El librero y editor José Rubén Falbo[2], cuya librería en la calle Florida 142 había sido otrora punto de referencia para un mundo intelectual quizás de segunda fila —como sostienen los exquisitos—, pero sinceramente apasionado; Falbo, quien sobrevivía en la capital italiana siempre en busca de un puesto de trabajo y desconocido por todos, quedó nostálgicamente conmovido por aquella breve nota publicada y se empeñó en mandar fotocopias a sus antiguas amistades argentinas, sobre todo mujeres escritoras. 

A Falbo no llegué a conocerlo nunca, a pesar de las muchas llamadas que intercambiamos entre Roma y Nápoles y de sus reiteradas promesas de viajar a mi ciudad. La muerte lo sorprendió estando solo en casa dentro de una ciudad que lo ignoró siempre y su cadáver fue encontrado varios días después por uno de sus escasos amigos. 

Chiquita Constenla, que fue secretaria de redacción de Crisis y por entonces vivía en Italia, se hizo cargo de las pocas cosas de Falbo y de su escasa pero refinada biblioteca. A mí me tocaron algunos de sus libros que guardo con gran cariño. Su entusiasmo por las letras y su verdadera pasión por su país y su cultura hicieron que Marta Lynch se pusiera en contacto y mantuviera conmigo una correspondencia durante todo el año de 1984. 

Marta Lynch esperaba que, por mi medio, su nombre resonara en Italia cosa que, según ella —de apellido Frigerio y de padre italiano[3]— era imprescindible para un escritor argentino. Me había elegido como su Virgilio en tierras italianas y quería entrar a la península “llevada de mi mano”, insistía en sus cartas. Tanta confianza en mí y en mis escasas posibilidades me daba miedo, me obligaba a asumir las expectativas de una escritora de quien conocía sólo el inquietante Informe bajo llave y de quien mis amigos, más o menos enterados, me contaban las anécdotas más curiosas sobre su vanidad, su vida privada, su obsesión en quitarse los años y finalmente sobre la sospecha —pero hubo quien decía tener la certeza absoluta— de que había tenido relaciones con el mismo general Massera, que no ocultaba cierto interés hacia las letras. 

Confieso que estas insinuaciones sobre la vida de Marta Lynch me inquietaban: me sentía acosada por su empeño a entrar en el mundo editorial italiano contando con mi intermediación[4], cosa que yo no sólo no me sentía en condición de hacer, sino que tampoco sabía si lo quería hacer; no me gustaban algunas debilidades suyas que no juzgaba dignas de una mujer culta y liberada y sobre todo me horrorizaba la idea de que Marta hubiera podido colaborar con la Junta militar, cosa que de alguna manera acreditaba también la lectura de Informe bajo llave.[5] 

Durante las vacaciones de Navidad de 1984, Marta llegó a Italia y llegó hasta Nápoles “para ver a Alessandra”, como repetía a sus acompañantes. Sin embargo no apareció por mi casa, ni me llamó, dejándome entre aliviada y sorprendida. Luego supe que no quiso verme porque, estando las peluquerías cerradas en días de vacaciones, no quería mostrarse con el pelo —una de sus obsesiones eróticas— en desorden. 

Pocos meses después, Marta se pegaba un tiro matando de una vez el miedo a envejecer y quién sabe cuántos miedos más y dejándome la pesada herencia de volver a acercarme a ella a través de sus libros que, al fin y al cabo, constituyen la verdadera realidad de su paso por esta tierra o, como diría ella, por este valle de lágrimas. 

Se me perdonará, pues, si en esta relación haré caso omiso de su biografía,[6] callando, entre muchas otras cosas su fecha de nacimiento, y sólo haré referencia al éxito que nuestra escritora tuvo en su tierra en años duros, éxito que se traduce en más de una decena de títulos publicados en la editorial Sudamericana, en las numerosas ediciones de sus novelas, publicadas también en España por Alfaguara, en la popularidad conseguida con la versión televisiva de La señora Ordóñez

La escritora Marta Lynch fue acaso rica y famosa, sin embargo, ni una cosa ni la otra fueron suficientes para sacarla de la angustia con que vivía su destino de mujer, de escritora y de argentina. Le dolía particularmente que su éxito de ventas no correspondiera a un aprecio comparable por parte de los críticos:
    A mí no me ha sostenido la crítica, por cierto, que a veces ha sido feroz conmigo por razones que nada tenían que ver con la literatura, sino con mi persona, por cuestiones políticas, a menudo; pero el lector medio ha sido de una fidelidad total.[7]
Esta escritora, de apariencia frívola, autora de novelas juzgadas más bien para señoras, obsesionada por la fatalidad de ser hija, esposa y madre, tuvo el valor de medir su pluma en el difícil desafío de la escritura erótica, se empeñó en la ardua tarea de buscar las palabras para decir el deseo, el gozo, la angustia de un eros femenino contra el cual conspiran familia, sociedad y tradición y supo ver claramente hasta qué punto el erotismo está condicionado por la historia y por el tiempo que a uno le es dado vivir. 

En Informe bajo llave, publicado en 1983, un año clave en la historia reciente de la Argentina, la autora relata la angustiosa aventura de una joven y emancipada mujer de Buenos Aires, Adela, escritora y artista, separada de un marido comprensivo y civilizado y madre de un muchacho con quien no guarda especial relación: en suma, una mujer moderna, con una actividad creadora y apasionante, unos cuantos amigos y una consecuente libertad sexual, intelectual y afectiva. 

El poderoso Vargas, hombre de poder y de gobierno, quiere conocerla, protestándose admirador de sus libros. Empieza así una relación neurótica, poblada de guardaespaldas y gorilas, de refugios clandestinos y encuentros desesperantes, de obsesiones y frustraciones. Adela, quien había accedido al primer encuentro obligada por la arrogancia del poder, cae presa de la sugestión de todo lo que Vargas representa: el símbolo de un poder sin sentido, falto de cualquier motivación lógica y, sin embargo, todopoderoso e intrigante. 

Incapaz de liberarse de su obsesión, Adela queda atrapada en el juego de Vargas que, como símbolo del poder que encarna, la persigue, la busca, la cita, la acaricia, la desea, la excita pero no la posee —apenas tres veces en tres años—, convirtiendo su impotencia violenta en una implacable leva para encender el deseo de Adela desesperada e impúdicamente en busca de una satisfacción sexual que Vargas se niega a darle:
    […]recuerdo los antiguos forcejeos, un año, un siglo atrás, sus cándidas reconvenciones ante mi negativa y la convicción de que en esa forma —en la violencia— todo sería mejor. Y bien, doctor: está violentándome […]Cumple su rito ante la seguridad de estar atacando a una mujer y de ese modo dando a su vez lo único que tiene disponible para ella.[8]
Esta, en pocas palabras, la historia. Pero Marta Lynch le añade algo: en una breve presentación dice haber conocido a Adela en Río de Janeiro en 1978 gracias al doctor Ackerman, psiquiatra de ambas, y que el mismo médico accedió a su importuna curiosidad y le permitió leer el largo informe que Adela le iba entregando sobre su aventura neurótica con Vargas. 

En una breve página final, la autora nos informa que Adela ha desaparecido en 1980 y que ni el marido ni los amigos ni el mismo doctor Ackerman que logró encontrar al propio Vargas, pudieron conocer su suerte. ¿Adela ha desaparecido después de años de insoportables torturas infligidas por Vargas —el poder sádico— como miles de otros jóvenes en la Argentina de los años setenta o se ha suicidado, movida por el deseo de muerte que el eros frustrado suscitado por Vargas ha alimentado en su mente enferma? 

No quiero establecer aquí una similitud que podría parecer impropia entre el destino de Adela y el de miles de militantes o de ciudadanos y jóvenes preocupados por el destino de su país; debo confesar la tentación de aceptar esta horrible metáfora de un poder irracional y todopoderoso que atormenta de una manera irracional y todopoderosa a sus inocentes víctimas como una de las posibles interpretaciones del drama argentino, particularmente sugerente e intenso precisamente porque se sirve de los insólitos instrumentos del erotismo. 

Verdadera o falsa, autobiográfica o no, la historia de Adela escrita por ella misma para informar al psiquiatra, en la ficción literaria, permite a la autora utilizar una escritura atrozmente sincera y confesional que tiene como referencia algunas autobiografías de monjas con quienes comparte varias cosas: la obligación de escribir por orden (del confesor o del psiquiatra); la conciencia de que aquella escritura tendrá un lector único y terrible cuya cara, cuyo carácter la que escribe conoce; la necesidad de traducir en palabras, despiadadamente, un mundo de emociones, de sensaciones indecibles sobre las cuales rige un interdicto de siglos y, finalmente, el terror por el inextinguible Tribunal que emitirá el veredicto que la puede llevar al rogo o a la desaparición. 

Es evidente que al decir esto no quiero confundir una obra autobiográfica con una autobiografía de ficción: en nuestro caso, Marta Lynch escribe algo que podríamos llamar una psicobiografía

Conseguirlo ha sido una de las apuestas de la escritora Marta Lynch, una apuesta ganada, a mi parecer, en cuanto la autora ha logrado recrear con la escritura las exasperantes volutas de un deseo que no encuentra satisfacción, el extenuante desafío exigido por la impotencia arrogante de Vargas y por el erotismo de Adela. A lo largo del informe, una escritura obsesiva y conciente al mismo tempo va dibujando la pesadilla, la enfermedad, el terror y la angustia que ganan a la protagonista su progresiva decadencia física, su creciente pérdida de control. Una tarea difícil, como grita, exasperada, la enferma a su siquiatra:
    Doctor: esos apuntes no son fáciles. Nadie ha de decir que redactar un informe como éste sea tarea fácil para el desdichado amanuense, el oscuro calientasillas, el mediocre escribiente sin otros horizontes que las paredes desnudas de su celda. No es una celda, me corrige usted en tanto babosea caramelos que reemplazan el tabaco. Ni usted vive en una celda ni nadie le ha pedido un esfuerzo mayor que el del trabajo diario […] Pero es precisamente ahora cuando llego, por así decirlo, al nudo decisivo: cuando proclamo con énfasis lo arduo, lo inútil, lo descabellado de mi tarea. Fuera de usted ¿quién se hará cargo de ese informe? ¿Quedará empolvándose, degradándose como mis intimidades, en tanto yo me pudro como el resto de la época? Aquí estoy, aquí me tiene usted, medio ciega […], retorciéndome y girando alrededor de una historia en la que nada fuera de la más cerrada intimidad tiene cabida. Es el canto de una loca. El susurro de un suicida. De todas maneras, la consecuencia de un fracaso. Y de todo esto, ¿qué es lo que vale la pena escribir y conservar?[9]
Quizás podríamos contestar nosotros a la angustiosa pregunta de Adela: lo que vale la pena escribir y conservar es el lento e inagotable crecer del deseo, su trágica deformación en angustia, dolor y búsqueda de la muerte, la dolorosa desaparición de Eros matado por Thánatos, la escritura deseante y desesperada de Marta Lynch consiguiendo algo que le hubiera gustado a André Gide, probar que la novela puede pintar algo que es distinto de la realidad: la emoción y el pensamiento. 

El eros que ocupa la novela de Marta Lynch es un eros angustioso y triste: lejos de traer gozo y satisfacción, lejos de producir felicidad, en Informe bajo llave es, sí, un impulso deseante, una ausencia que se persigue pero de una forma neurótica y triste que lleva una fuerte impulso hacia la muerte. Thánatos gana su batalla, vence al eros y destruye a su víctima porque el poder lo ha contaminado todo y todo lo ha traducido a violencia, a tabú, a muerte. Lo que fuera linda utopía en los años sesenta, la civilización erótica hipotetizada por Marcuse —make love, not war—, no tiene cabida en la Argentina de los años setenta. 

La cruda realidad de la muerte mortifica al eros (instinto de vida) imponiendo un tiempo finito que reprime el placer obligándolo a renunciar a su aspiración por la atemporalidad. Instalado en el tiempo, el eros, el eterno deseo, la sed insaciable, termina obedeciendo a las leyes de la historia, participando de las normas impuestas por la civilización imperante donde la falta de libertad se ha convertido en parte integrante del sistema síquico del ser humano. 

Adela no logra —¿imposibilidad histórica?— liberar su eros expansivo para intensificar y ampliar la satisfacción de sus instintos, porque el poder representado por Vargas comprime, controla y debilita la fuerza inagotable con que el eros busca su propio camino siempre definitivo y siempre nuevo. Castigando al eros, el poder castiga al mismo tiempo la fantasía que, según Freud, es un instrumento cognitivo, es la única actividad del pensamiento libre del dominio del principio de realidad, protegida contra alteraciones culturales e íntimamente atada al principio del placer. 

El poder represivo y violento puede aceptar la ciega satisfacción de una necesidad contenida en un mundo finito y reglamentado por las pautas del tiempo y por el principio de muerte, pero no puede tolerar el placer, el rechazo del instinto a agotarse en una satisfacción inmediata, por eso Vargas es un “violador furtivo”, enemigo del principio del placer, apresurado en agotar sus violentas necesidades sexuales. 

En un principio Adela vive frustraciones, arrestos, obstáculos y limitaciones impuestos por Vargas como dilaciones aceptadas y requeridas por el deseo, como un valor libídico en sí. En ese desencuentro se juega el trágico destino de la mujer: lejos de encontrar en Vargas, obsesivo objeto de su deseo, la auspiciada satisfacción, Adela confiesa que:
    no había placer entre sus brazos, en aquellas exigencias de muchacho solitario, más atento a sus fantasmas interiores que a las mujeres que se las procuraban. Vargas se satisfacía a solas, perdido en sus divagaciones, esclavo de imágenes que le ofrecían hermosos pecados, violaciones, ojos cerrados a la impotencia y aun a la latente homosexualidad de sus compañeros de grupo, a quienes a veces amaba y a los que tanto atraía en su delirio.[10]
Lo que Adela no llegó a entender con los instrumentos de la razón y de la lógica —la verdadera esencia de Vargas— lo consigue gracias a la función cognitiva de la sensualidad, del eros, pero es demasiado tarde: ya “Vargas, sabiéndolo o sin saberlo, me enfermaba.”[11] 

Durante los meses y los años de esta relación “Vargas parecía una mujer defendiendo su virginidad” y Adela “una vaca en celo persiguiendo al macho protegido en su potrero”(p. 124); sin embargo la situación es más compleja y cuando finalmente Vargas accede a la primera noche de amor, confiesa cínicamente: “Mi amor, estoy acostumbrado a violentar”. (p.214) 

A partir de ahí está dictada la sentencia: negado el placer, negada la fantasía, negado, sobra decirlo, el amor y el afecto, a Adela, un ser erótico, deseante y vital no le queda más remedio que recorrer su desastroso camino, desesperada y sola, hasta la desaparición. 

Se agarra todavía al extremo recurso de la palabra escrita: “Pero si escribo el informe me mantengo con vida. Si escribo es señal que todavía existo” (p. 131), a la redacción dolorosa, sufrida, del informe enloquecido, desgarrador y sincero que prepara por orden de su único lector, el doctor Ackerman, que inútilmente la atiende y al cual Adela entrega la pesada carga de convertirse en testigo de una historia absurda: “Yo debo conseguir para usted el matiz de la impotencia.” (p. 245). 

Sobre Adela ha funcionado, en un principio, el deslumbrante encanto de un poder adornado con todos sus signos más atrayentes:
    El ámbito elegido por Vargas era un lugar de ricos, de príncipes, acorde con su novísima condición adquirida vaya a saber por qué niveles de la historia patria; por qué sutiles y hábiles manejos de un poder que todo lo otorga: el derecho de pernada, la mejor condición en el óptimo negocio, la autoridad del que decide según su deseo, su realísima buena o mala voluntad. (p. 94)
Fascinada por estos signos, Adela no necesita que este poder manifieste su fuerza; sobre ella actúa la forma del poder y lo hace con suficiente energía dado que esta mujer erótica comunica con un código peligrosamente parecido al de Vargas. Es por esto que Adela, engañada por la semejanza de códigos, por lo parecido de los lenguajes utilizados por ella y por Vargas, termina aceptando su poder sin necesidad de que ese poder se traduzca en fuerza ni que la demuestre y, en nombre de esto, llega a renunciar a su venganza, la de delatar a sus opositores políticos, el paradero de su amante:
    No existían para Vargas ni la ternura ni las zonas grises: sólo ese lengüeteo obsceno como una forma de la posesión. Y, sin embargo, eso y la penetración miserable, aquel acto triste que siempre terminaba su voz calificando de divino lo que sólo era lamentable, todo eso que solamente yo sabía, sus llamadas a la madrugada trémulo de ardor o sus recortes de historietas adecuadas a mi pintoresca forma de quererlo, todo eso se sobreponía a Claudio, a MR15 y MR17 y los convertía en tres verdosos esperpentos, en tres absurdos personajes del drama del cual Vargas y yo éramos protagonistas. No le extrañe entonces, doctor, que abortara de una sola y buena vez todos los planes que los tres conjurados tramaron esa mañana ante la mesa del Cottage. (p. 276)
Sin necesidad de que el poder exhiba su fuerza, valiéndose sólo de los signos que le son propios, utilizando un código de extraordinaria presa sobre un ser erótico como Adela, el poder/Vargas ejerce su violencia llevando a su víctima a la traición, a la sumisión, a la destrucción. 

La auto-constricción propia del eros, su tendencia a dilatar, a buscar la vía indirecta, a disfrutar las pausas en busca de un placer más intenso y expansivo, de inventarse barreras para cobrar más intensidad, utiliza un código de signos parecidos, pero de significado diferente, al que utiliza el poder sin fuerza, el poder impotente. 

La tragedia de Adela nace aquí, de este error de traducción del signo, es por esto que Adela cae en la equivocación y se vuelve impotente, impotente a amar, a gozar, a disfrutar, a recuperar su propia vida de sana mujer liberada. El poder/Vargas destruye su instinto de vida, su eros, reservándole lo que, para el marqués de Sade, es el destino de la mujer: el de ser “como una perra, como una loba” a la merced de quienquiera que la desee. 

La Habana 4-8 de febrero
Casa de las Américas

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Notas: 

1.- Recuerdo al vuelo: Julio Cortázar, Eduardo Galeano, Sebastián Matta, Skármeta, Soriano, Dorfman, Pino Solanas, Juan Gelman. 

2.- José Rubén Falbo fue editor y librero en Buenos Aires. En carta del 29 de junio de 1984, Marta Lynch lo recuerda: “Tuvo aquí su momento de auge cuando creó la librería Falbo y también la editorial, alrededor de las cuales giraban los jóvenes de la década feliz de la Argentina, entre 1960 y 1970. Su librería era el punto de reunón de poetas, narradores, ensayistas. Estaba situada en una bullente galería y todo era muy aegre y muy bohemio. Cada tarde nos reuníamos entre tacitas de café, gentío que miraba curiosamente a esos fecundos productores de versos y novelas. Fue su época de esplendor, luego, la tragedia de la decadencia argentina lo arrastró consigo y se fue a Europa.” 

3.- Marta Lynch, Influenze materne, en “Latinoamerica”, Roma, nos. 15-16, 1984, pgs. 108-114: “en mi casa se escuchaba la ópera, se comían pastas y se alimentaba la conversación diaria con expresiones peninsulares.” 

4.- “Yo abrigo la ilusión de entrar a la amada Italia de la mano de una mujer inteligente y sensibile como vos.” (carta del 12 de novembre de 1984) 

5.- David W. Foster, Narrativa testimonial argentina durante los años del Proceso, en AA. VV., Testimonio y Literatura, Society for the Study of Contemporary Hispanic and Lusophone Revolutionary Literatures, n. 3, Minneapolis, Minnesota, 1986: “Informe... es, sin lugar a dudas, una novela peligrosísima para Lynch, ya no en el sentido de los riesgos que corre la artista en los peores momentos de America Latina, sino en las equivocaciones a las que el texto puede prestarse.” p. 143. 

6.- Marta Lynch fue jurado de novela en el Premio Casa de las Américas en 1970, donde resultó ganador Miguel Cossío con su Sacchario; el 6 de junio del mismo año dictó una conferencia sobre “Dificultades de la creación literaria en la Argentina”. Lynch tiene una notable producción entre cuentos y novelas, todos publicados por Sudamericana: La luz sobre el espejoDespués del veranoLa alfombra rojaEl cruce del ríoLos dedos de la mano (1976), La penúltima versión de la colorada Villanueva (1978), Un árbol lleno de manzanas (1978), Los años del fuego(1980), La señora Ordóñez (1982), Informe bajo llave (1983), No te duermas, no me dejes (1985). 

7.- Martha Paley de Francescato, Entrevista a Marta Lynch, en Hispamerica, n. 10, 1975, p. 39. 

8.- Marta Lynch, Informe bajo llave, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1983, p. 297. 

9.- Ivi, pgs. 199-200. 

10.- Ivi, pgs. 235-236. 

11.- Ivi, p. 237.
Con este artículo continuamos nuestra temporada de reflexiones sobre el tema de género y violencia, con trabajos presentados en la pasada edición del Coloquio Internacional Violencia / Contraviolencia en la cultura de mujeres latinoamericanas y caribeñas, organizado, como cada año, por el Programa de Estudios de la Mujer en la Casa de las Américas.
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domingo, 25 de marzo de 2012

CRISTINA VILLANUEVA

Los no del todo idos de marzo

Recuerdo  las palabras de HannaArendt en el juicio a Eichmann: "Lo inquietante en la persona de Eichmann fue justamente que él era como muchos y que esos muchos no eran perversos ni sádicos sino terriblemente normales. Normales que dan miedo".
El  otoño  con belleza descuidada desanda las hojas de su abrazo de árbol.
Hace tantos años pienso. Uno, o mejor una, o digamos yo, la mañana del 24 de marzo  de 1976 caminaba Callao hasta que vi esa sangre, expuesta pero no nombrada.
Al día siguiente busqué la noticia en el diario, no estaba. Fue el comienzo de la unión perversa de la exhibición y el silencio. El miedo entonces fue un vestido compacto, todas las formas del miedo, aún esas que no habíamos conocido.
El miedo a lo que no se nombraba, la amenaza que no era posible disolver con palabras. Tomaba cuerpo, era cuerpo. Dolor de la garganta que no habla.Sueño que se escapa, pesadilla, desamparo. Ningún interior era posible,seguro. Alma expuesta, fractura de los símbolos, de la lógica, del pensamiento que no puede con lo impensable. Andar calles infectadas de uniformes, un verde repugnante, tan distinto al verde-vida. No se sabía que era lo que te podía perder o salvar.
Ciudad dónde todo estaba sospechado, ser joven, vivir, pensar, vestir de cierto modo, juntarse, algunas profesiones, estudios, lecturas, libros,cuadros. En fin, todo lo que quería y era mío. Para ser o estar tranquila habría tenido que no ser, no desear la libertad, no soñar otro mundo, no pensar.  
Ese volcán estancado, interno, explotó una noche en cantos cuando esperábamos el día siguiente, el primer día de la democracia. Luego vinieron las lágrimas, lo acumulado se volcó en palabras y nos volvimos a adueñar de sentidos, sentimientos, sutilezas. Seguro que la memoria de la piel conserva ese terror.
Ellos, sus mandantes, sus cómplices, los que nunca se dieron cuenta de nada, la prensa y la iglesia socios en lo siniestro,. hicieron real lo que tiempo antes sólo podía ser ficcional. Nos trajeron esa helada certeza de lo que puede pasar entre normales. Tantos, tan normales que desvían la mirada y dejan a las víctimas en el infierno. 

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CERTEZAS

Es todo tan, pero tan veloz en estos tiempos  y tan cambiante, que por momentos, pareciera ser que la certeza ha sido desplazada por la duda y la incertidumbre, como si éstas fuesen verdades.
La duda y la incertidumbre son válidas en sí, pero nada nos confirman.
En todo caso, si tienen una confirmación, es que dudamos, que vacilamos.
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sábado, 24 de marzo de 2012

DECLARACIÓN

LA HONORABLE CAMARA DE SENADORES DE LA NACION Y LA HONORABLE CAMARA DE DIPUTADOS DE LA NACION, REUNIDAS EN SESION ESPECIAL CONJUNTA EL DÍA 24 DE MARZO DE 2012, DÍA NACIONAL DE LA MEMORIA POR LA VERDAD Y LA JUSTICIA,

DECLARAN

Que corresponde manifestar un reconocimiento a la labor de aquellos Tribunales que han demostrado y demuestran su compromiso indeclinable con la investigación, el juzgamiento y la sanción a las graves violaciones de los derechos humanos cometidos por el terrorismo de Estado durante la última dictadura cívico militar.
Que no puede omitirse tampoco el papel fundamental que han desempeñado en esta búsqueda de verdad y justicia los familiares y diferentes Organizaciones de Derechos Humanos, como las heroicas Madres y Abuelas de Plaza de Mayo.
Que, reafirmando la decisión de todas las fuerzas políticas de asegurar el proceso de verdad y justicia como una política estatal irrenunciable, todas las causas deben completarse en plazos razonables y dentro del más absoluto respeto a las garantías del debido proceso. Contribuye a este objetivo la acordada 1/12 de la Cámara Federal de Casación Penal.
Que esta Asamblea Legislativa, depositaria de la voluntad soberana del pueblo de la Nación, entiende que este reconocimiento expresa el sentimiento de justicia del pueblo y el anhelo colectivo de que nuestros jueces y juezas sean celosos garantes de la Constitución Nacional y de los derechos humanos consagrados en ella.
Que la Argentina ha atravesado diferentes etapas en la búsqueda de la verdad y la justicia y que, durante las mismas, distintas decisiones judiciales contribuyeron a la consolidación democrática, a través de sentencias que manifestaron el repudio moral de la comunidad frente a los crímenes intolerables para una sociedad civilizada.
Que en los comienzos de la recuperación democrática, a partir de 1983, los jueces que integraron la Cámara Federal en lo Criminal de la Capital llevaron adelante, en un contexto político muy difícil, el emblemático Juicio a las Juntas Militares, cuyas conclusiones contundentes sobre la estructura del plan criminal de la dictadura cívico militar y las responsabilidades de sus máximos jerarcas son una cita ineludible de los procesos hoy en curso y hacen parte de nuestro acervo democrático como ejemplo global de las posibilidades de justicia y aporte invalorable a la evolución del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. En este histórico juicio tuvo una importancia fundamental la valentía de los testimonios de las víctimas y sus familiares.
Qué la búsqueda de los nietos y nietas apropiados, los juicios por la verdad, la tutela de los sitios históricos y documentales, la investigación e identificación de los desaparecidos, la revisión de las credenciales democráticas de los funcionarios públicos y tantos otros esfuerzos animados por búsqueda de la verdad y la justicia, han sido posibles por la conducta de muchos jueces y juezas con fuerte compromiso con los valores democráticos.
Que los juicios que se llevan a cabo en el presente, luego de la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y la declaración de inconstitucionalidad de las mismas y de los Indultos por parte de una renovada Corte Suprema de Justicia de la Nación, consolidan este camino y testimonian la vigencia de los ideales de Memoria, Verdad y Justicia.
Que esta Asamblea aspira a que durante el actual periodo constitucional se concluyan todos los juicios correspondientes a causas referidas a delitos de lesa humanidad y vinculadas a las violaciones masivas de Derechos Humanos.
Que el Honorable Congreso de la Nación destaca que el mundo entero mira con admiración y respeto la lucha de los Organismos de Derechos Humanos y de las Madres, Abuelas, Familiares e Hijos plasmada hoy en políticas públicas, como así también el proceso de verdad y justicia argentino, que ejerce influencia en los países vecinos y constituye un motivo de legítimo orgullo de nuestra democracia.
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