jueves, 31 de mayo de 2012

OSWALD SPENGLER

El ciclo vital de las culturas

Las culturas son organismos. La historia universal es su biografía. La gran historia de la cultura china o de la cultura antigua es morfológicamente el correlato exacto de la pequeña historia de un individuo, de un animal, de un árbol o de una flor. Esto, para la visión fáustica, no es una exigencia, sino una experiencia. Si queremos conocer la forma interna que por doquiera se repite, podemos valernos del método que ha elaborado hace tiempo la morfología comparada de las plantas y los animales. El contenido de toda historia humana se agota en el sino de las culturas particulares, que se suceden unas a otras, que crecen unas junto a otras, que se tocan, se dan sombra y se oprimen unas a otras. Y si hacemos desfilar ante el espíritu las formas de esas culturas, que hasta ahora han permanecido escondidas bajo el manto de una "historia de la humanidad", concebida como trivial sucesión de hechos, conseguiremos sin duda descubrir en su pureza y esencia la protoforma de toda cultura, que, como ideal, sirve de fundamento a todas las culturas particulares.
Distingo por una parte la idea de una cultura, esto es, el conjunto de sus interiores posibilidades y, por otra parte, la manifestación sensible de esa cultura en el cuadro de la historia, esto es, su realización cumplida. Es la misma relación que mantiene el alma con el cuerpo vivo, su expresión en el mundo luminoso de nuestros ojos. La historia de una cultura es la realización progresiva de sus posibilidades. El cumplimiento equivale al término. En la misma relación se halla el alma apolínea –que quizá algunos de nosotros puedan sentir y vivir de nuevo con su desenvolvimiento en la realidad, es decir, con ese conjunto que se llama "Antigüedad", cuyos restos, accesibles a la contemplación y al estudio inteligente investigan e! arqueólogo, el filólogo, el estético, el historiador.
La cultura es el protofenómeno de toda la historia universal, pasada y futura. Esta idea del protofenómeno, tan profunda como mal apreciada; esta idea que Goethe descubrió en su "naturaleza viviente" y que le sirvió de base para sus investigaciones morfológicas, debemos aplicarla aquí, en su sentido más exacto, a todas las formaciones de la historia humana, a las que han llegado a perfecta madurez como a las fenecidas en flor, a las muertas a medio desarrollo como a las ahogadas en germen. Es éste un método del sentimiento, no del análisis. "Lo mi, alto a que puede llegar el hombre es la admiración; y cuando el protofenómeno se la provoca, debe darse por satisfecho, que más arriba no puede subir; y no busque más, que aquí está el límite," Un protofenómeno es aquel en que se nos aparece en toda su pureza la idea de! devenir. Coethe pudo contemplar claramente, con los ojos del espíritu, la idea de la protoplanta en la figura de una planta cualquiera, hija del azar y hasta de una planta posible.
Era ésta una visión de las cosas que Leibniz hubiera entendido. El siglo de Darwin ha permanecido alejado de este punto de vista.
Pero aún falta una concepción de la historia que esté totalmente libre de los métodos darwinistas, es decir, de la física sistemática, de la física edificada sobre el principio de causalidad. Nunca se ha hablado todavía de una fisiognómica rigurosa y clara, perfectamente consciente de sus recursos y de sus límites. Sus métodos estaban aún por descubrir. Éste es el gran problema del siglo XX: poner cuidadosamente de manifiesto la estructura de las unidades orgánicas, por las cuales y en las cuales se desenvuelve la historia universal; distinguir lo que morfológicamente es necesario y esencial de aquello que sólo es contingente; comprender la expresión, el cariz de los acontecimientos e interpretar su lengua [e. El oleaje uniforme de las innumerables generaciones estremece la amplia superficie. Refulgentes destellos surcan los ámbitos. Inciertas luces se agitan temblorosas, enturbiando el claro espejo; se confunden, brillan y desaparecen. Las hemos llamado razas, pueblos, tribus. Reúnen una serie de generaciones en un limitado círculo de la superficie histórica, y cuando se extingue en ellas la fuerza creadora –fuerza muy variable, que prefija a esos fenómenos una duración y plasticidad también muy variables– extínguense asimismo los caracteres fisiognómicos, lingüísticos. espirituales, y la concreción histórica vuelve a disolverse en el caos de las generaciones. Arios, mongoles, germanos, celtas, partos, francos, cartagineses, bereberes, bantúes. son nombres que aplicamos a muy distintas formaciones de este orden.
Sobre esta superficie describen las grandes culturas sus círculos majestuosos. Emergen de pronto, extienden a lo lejos sus magníficas curvas, debilítanse luego y desaparecen. Y el espejo del agua sigue terso, solitario, adormecido.
Una cultura nace cuando un alma grande despierta de su estado primario y se desprende del eterno infantilismo humano; cuando una forma surge de lo informe; cuando algo limitado y efímero emerge de lo ilimitado y perdurable. Florece entonces sobre el suelo de una comarca, a la cual permanece adherida como una planta. Una cultura muere, cuando ese alma ha realizado la suma de sus posibilidades, en forma de pueblos, lenguas, dogmas, artes, estados, ciencias, y torna a sumergirse en la espiritualidad primitiva. Pero su existencia vivaz, esa serie de grandes épocas, cuyo riguroso diseño señala el progresivo cumplimiento de su destino, es una lucha íntima, profunda, apasionada, por afirmar la idea contra las potencias del caos en lo exterior y contra la inconsciencia interior adonde han ido éstas a refugiarse coléricas. No sólo el artista lucha contra la resistencia de la materia y el aniquilamiento de la idea. Toda cultura se halla en una profunda relación simbólica y casi mística con la extensión, con el espacio, en el cual y por el cual quiere realizarse. Cuando el término ha sido alcanzado, cuando la idea, la muchedumbre de las posibilidades interiores se ha cumplido y realizado exteriormente, entonces, de pronto, la cultura se anquilosa y muere; su sangre se cuaja, sus fuerzas se agotan; se transforma en civilización. Esto es lo que sentirnos y comprendemos en las palabras Egipticismo, Bizantinismo, Mandarinismo. Y el cadáver gigantesco, tronco reseco y sin savia, puede permanecer erecto en el bosque siglos y siglos, alzando sus ramas muertas al cielo. Tal es el caso de China, de la India, del mundo del Islam. La civilización antigua de la época imperial se erguía gigantesca, con aparente riqueza y fuerza juvenil; pero en realidad lo que hacía era privar de aire y de luz a la joven cultura arábiga de Oriente.
Éste es el sentido de todas las decadencias en la historia –cumplimiento interior y exterior, acabamiento que inevitablemente sobreviene a toda cultura viva–. La de más limpios contornos se halla ante nuestros ojos; es la "decadencia de la antigüedad". Y ya hoy podemos rastrear claramente en nosotros y en torno a nosotros los primeros síntomas de la decadencia propia, de la "decadencia de Occidente", acontecimiento que por su transcurso y duración coincide plenamente con la decadencia de la Antigüedad y se sitúa en los primeros siglos del próximo milenio.
Toda cultura pasa por los mismos estadios que el individuo, Tiene su niñez, su juventud, su virilidad, su vejez. En el orto del románico y del gótico se manifiesta un alma joven, tímida, henchida de presentimientos. Esta niñez del alma se expresa también, y con muy parecidos tonos, en el dórico de la época homérica, en el arte cristiano primitivo, esto es, arábigoprimitivo, y en las obras del Antiguo Imperio egipcio, que comienza con la cuarta dinastía. Cuando una cultura se acerca al mediodía ele su vida, su lenguaje de formas, al fin conquistado, se hace cada vez más viril, más áspero, más continente, más saturado, más convencido y lleno del sentimiento de su propia fuerza, más claro en sus rasgos. En los comienzos, todo es aún vago, confuso, vacilante, lleno a un tiempo de anhelo y de terror pueriles. Considérese la ornamentación de las portadas en las iglesias románico–góticas de Sajonia y del sur de Francia. Piénsese en las catacumbas cristianas, en los vasos de estilo Dipylon. Pero luego, cuando ya el alma tiene conciencia de haber llegado a la plenitud de sus fuerzas plásticas, por ejemplo en la época en que comienza el Imperio Medio, en el tiempo de los Pisistrátidas, de Justiniano I, de la Contrarreforma, entonces todos los detalles de la expresión aparecen seleccionados, rigurosos, mesurados, llenos de admirable ligereza y como inevitables. Entonces surgen, por doquiera esos momentos de brillante perfección, en que se producen la cabeza de Amenemhet III (la esfinge del Hycso de Tanis), la bóveda de Santa Sofía, los cuadros del Tiziano. Luego vienen ya otras obras más tiernas, casi quebradizas, acariciadas por las suaves melancolías del otoño: la Afrodita de Cnido, las Corés del Erecteion, los arabescos de los arcos de herradura, el torreón de Dresde, Watteau, Mazan. Por último, en la senectud de la civilización incipiente extínguese el fuego del alma. La fuerza, que declina, se atreve aún, con éxito mediano –es el clasicismo que encontramos en toda cultura moribunda–, a acometer una creación magna; el alma piensa otra vez –es el romanticismo– con melancólica añoranza, en su niñez pasada, Al fin, rendida, hastiada y fría, pierde el gozo de vivir y anhela –como en la época romana alejarse de la luz milenaria y sumergirse de nuevo en la negrura mística de los estadios primitivos, en el seno materno, en la tumba.
El concepto de lo que dura la vida de un hombre, de una mariposa, de un roble o de una hierba, tiene un valor determinado, independiente de las contingencias del sino individual. Diez años son en la vida de los hombres un trecho que significa aproximadamente )0 mismo para todos; la metamorfosis de los insectos en algunos casos se verifica en un número de días exactamente prefijado. Los romanos asociaban a sus conceptos de pueritia, adolescencia, juventus, virilitas, senectus, una representación casi matemática. Lo que dura una generación ––de cualesquiera seres– tiene una significación casi mística. Estas relaciones pueden aplicarse también a las culturas, en un sentido que nadie, hasta ahora, ha sospechado. Toda cultura, toda época primitiva, todo florecimiento, toda decadencia, y cada una de sus fases y periodos necesarios, posee una duración fija, siempre la misma y que siempre se repite COI/ la insistencia de un símbolo.
¿Qué significan esos periodos de cincuenta años que en todas las culturas constituyen el ritmo del acontecer político, espiritual, artístico? ¿Qué significan esos periodos de trescientos años que duran el barroco, el jónico, las grandes matemáticas, la plástica ática, el mosaico, el contrapunto, la mecánica de Galileo? ¿Qué significa esa duración ideal de un milenio que tiene una cultura, comparada con la del individuo, "cuya vida dura unos setenta años"?
Así como las hojas, las flores, las ramas, los frutos expresan por su aspecto, forma y posición una determinada especie vegetal, así también las formaciones religiosas, científicas, políticas, económicas, expresan una cultura. Lo que para la individualidad de Goethe significan la serie de sus varias manifestaciones en el Fausto, en la teoría de los colores, en el zorro Reinecke, en el Tasso, en el Werther, en el Viaje a Italia, en el amor a Federica, en e! Diván y en las Elegías romanas, eso mismo significan, para la individualidad de la cultura antigua, las guerras médicas, la tragedia ática, la Polis, el movimiento dionisiaco, la tiranía, la columna jónica, la geometría de Euclides, la legión romana, los combates de gladiadores y el panem et circenses de la época imperial.
En este sentido, la existencia de todo individuo algo significativo reproduce, con profunda necesidad, todas las épocas de la cultura a que pertenece. En cada uno de nosotros despierta la vida interior –momento decisivo a partir de! cual sabe uno que tiene un yo– en el punto y manera en que antaño despertó el alma de la cultura toda. Cada uno de nosotros, hombres de Occidente, revive de niño, en los ensueños despiertos y en los juegos infantiles, su época gótica, su catedral, su castillo, su leyenda heroica, el Dieu le veut de las Cruzadas y el dolor del mozo Parsifal. Todos los muchachos griegos tuvieron su edad homérica y su Maratón. En el Werther, de Goethe, imagen de una juventud que todo hombre fáustico, pero ningún antiguo, conoce, resurge el tiempo del Petrarca y de los minnesinger. Cuando Goethe bosquejó su primer Fausto, era Parsifal, Cuando terminó la primera parte, era Hamlet. Sólo en la segunda parte fue ya el hombre de mundo del siglo XIX, que comprendía a Byron. La senectud misma de la Antigüedad, esos caprichosos e infecundos siglos del helenismo final, esa "segunda niñez" de una inteligencia cansada y desengañada, puede estudiarse en pequeño en más de uno de los grandes ancianos de la Antigüedad. En Las Bacantes, de Eurípides, se anticipa no poco de aquella vitalidad que luego se manifiesta en la época imperial; en el Timeo, de Platón, puede vislumbrarse algo de aquel sincretismo religioso que aparece en esa misma época imperial. Y el segundo Fausto de Goethe, como el Parsifal, de Wagner, nos indican de antemano la forma que ha de tener nuestra alma en los próximos, últimos, siglos creadores.
La biología llama homología de los órganos a su equivalencia morfológica, por oposición a la analogía de los órganos, con que designa la equivalencia funcional. Goethe ha forjado aquel concepto importantísimo y tan fecundo, que le condujo a descubrir en el hombre el os intermaxillare; Owen le ha dado una fórmula estrictamente científica. Introduzco también ese concepto en el método histórico.
Es sabido que a cada parte del cráneo humano corresponden exactamente otras partes de los vertebrados, hasta los peces; las aletas pectorales de los peces y los pies, las alas y las manos de los vertebrados terrestres son órganos homólogos, aun cuando hayan perdido hasta la más leve sombra de semejanza. Los pulmones de los vertebrados terrestres y la vejiga natatoria de los peces son homólogos; en cambio los pulmones y las branquias son análogos –con respecto a su función. Manifiéstase en estas observaciones un talento morfológico profundo, adquirido por medio de una severa educación de la mirada y que la historiografía moderna, con sus comparaciones superficiales –Cristo con Buda, Arquímedes con Galileo, César con Wallenstein, las pequeñas ciudades alemanas con las griegas–, desconoce por completo. En el curso de este libro veremos a qué inauditas perspectivas puede llegar la visión histórica, cuando se comprenda y se afine esta nueva y honda manera de concebir los fenómenos históricos. Son Formaciones homólogas, para no citar otras muchas, la plástica griega y la música instrumental de Occidente, las pirámides de la cuarta dinastía y las catedrales góticas, el budismo indio y el estoicismo romano (el budismo y el cristianismo no son ni siquiera análogos), las épocas de los "Estados luchando", en China, de los Hyrsos y de las guerras púnicas, la de Pericles y la de los Omeyas, la del Rig–Veda, la de Plotino y la de Dante. Son homólogos el movimiento dionisiaco y el Renacimiento: en cambio el movimiento dionisiaco y la Reforma son análogos. Para nosotros –Nietzsche lo ha sentido muy bien– “Wagner compendia la modernidad” Por consiguiente, tiene que haber algo correspondiente para la modernidad "antigua", Es el arte de Pérgamo.
De la homología de los fenómenos históricos se deriva un concepto completamente nuevo. Llamo correspondientes a dos hechos históricos que, cada uno en su cultura, se producen en la misma –relativa– posición y tienen, por lo tanto, una significación exactamente pareja. Ya se ha visto cómo el desarrollo de la matemática antigua y el de la occidental se verifican con entera congruencia. Hubiéramos podido citar como correspondientes a Pitágoras y Descartes, a Archytas y Laplace, a Arquímedes y Gauss. Correspóndense el nacimiento del jónico y el del barroco. Polignoto y Rembrandt, Policleto y Bach son también correspondientes. Con exacta correspondencia se presenta en todas las culturas su Reforma. su Puritanismo y, sobre todo. el momento en que la cultura pasa a ser civilización. En la Antigüedad ese momento va unido a los nombres de Filipo y Alejandro; en el Occidente, el suceso correspondiente aparece bajo la forma de la Revolución y Napoleón. Alejandría, Bagdad y Washington fueron construidas en épocas correspondientes. Correspóndense la moneda antigua y nuestra contabilidad por partida doble, la primera tiranía y la Fronda, Augusto y Chihoangti, Aníbal y la Guerra Mundial.
Todas las grandes creaciones y formas de la religión, del arte, de la política. de la sociedad, de la economía, de la ciencia, en todas las culturas, nacen, llegan a su plenitud y se extinguen en épocas correspondientes: la estructura interna de cualquiera de ellas coincide exactamente con la de todas las demás; no hay en el cuadro histórico de una cultura un solo fenómeno de honda significación fisiognómica, cuyo correlato no pueda encontrarse en las demás culturas. En una forma característica y en un punto determinado.

• De Oswald Spengler, La decadencia de Occidente, Espasa–Calpe, Madrid, 1944. páginas 166–172.
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miércoles, 30 de mayo de 2012

AUGUSTO ROA BASTOS

La excavación

El primer desprendimiento de tierra se produjo a unos tres metros, a sus espaldas. No le pareció al principio nada alarmante. Sería solamente una veta blanda del terreno de arriba. Las tinieblas apenas se pusieron un poco más densas en el angosto agujero por el que únicamente arrastrándose sobre el vientre un hombre podía avanzar o retroceder. No podía detenerse ahora. Siguió avanzando con el plato de hojalata que le servía de perforador. La creciente humedad que iba impregnando la tosca dura lo alentaba. La barranca ya no estaría lejos; a lo sumo, unos cuatro o cinco metros, lo que representaba unos veinticinco días más de trabajo hasta el boquete liberador sobre el río.

Alternándose en turnos seguidos de cuatro horas, seis presos hacían avanzar la excavación veinte centímetros diariamente. Hubieran podido avanzar más rápido, pero la capacidad de trabajo estaba limitada por la posibilidad de desalojar la tierra en el tacho de desperdicios sin que fuera notada. Se habían abstenido de orinar en la lata que entraba y salía dos veces al día. Lo hacían en los rincones de la celda húmeda y agrietada, con lo que si bien aumentaban el hedor siniestro de la reclusión, ganaban también unos cuantos centímetros más de “bodega” para el contrabando de la tierra excavada.

La guerra civil había concluido seis meses atrás. La perforación del túnel duraba cuatro. Entre tanto, habían fallecido, por diversas causas, no del todo apacibles, diecisiete de los ochenta y nueve presos políticos que se hallaban amontonados en esa inhóspita celda, antro, retrete, ergástula pestilente, donde en tiempos de calma no habían entrado nunca más de ocho o diez presos comunes.

De los diecisiete presos que habían tenido la estúpida ocurrencia de morirse, a nueve se habían llevado distintas enfermedades contraídas antes o después de la prisión; a cuatro, los apremios urgentes de la cámara de torturas; a dos, la rauda ventosa de la tisis galopante. Otros dos se habían suicidado abriéndose las venas, uno con la púa de la hebilla del cinto; el otro, con el plato, cuyo borde afiló en la pared, y que ahora servía de herramienta para la apertura del túnel.

Esta estadística era la que regía la vida de esos desgraciados. Sus esperanzas y desalientos. Su congoja callosa, pero aún sensitiva. Su sed, el hambre, los dolores, el hedor, su odio encendido en la sangre, en los ojos, como esas mariposas de aceite que a pocos metros de allí —tal vez solamente un centenar— brillaban en la Catedral delante de las imágenes.

La única respiración venía por el agujero aún ciego, aún nonato, que iba creciendo como un hijo en el vientre de esos hombres ansiosos. Por allí venía el olor puro de la libertad, un soplo fresco y brillante entre los excrementos. Y allí se tocaba, en una especie de inminencia trabajada por el vértigo, todo lo que estaba más allá de ese boquete negro.

Eso era lo que sentían los presos cuando escarbaban la tosca con el plato de hojalata, en la noche angosta del túnel.

Un nuevo desprendimiento le enterró esta vez las piernas hasta los riñones. Quiso moverse, encoger las extremidades atrapadas, pero no pudo. De golpe tuvo exacta conciencia de lo que sucedía, mientras el dolor crecía con sordas puntadas en la carne, en los huesos de las piernas enterradas. No había sido una simple veta reblandecida. Probablemente era una cuña de tierra, un bloque espeso que llegaba hasta la superficie. Probablemente todo un cimiento se estaba sumiendo en la falla provocada por el desprendimiento.

No le quedaba otro recurso que cavar hacia adelante con todas sus fuerzas, sin respiro; cavar con el plato, con las uñas, hasta donde pudiese. Quizá no eran cinco metros los que faltaban, quizá no eran veinticinco días de zapa los que aún lo separaban del boquete salvador de la barranca del río. Quizá eran menos, sólo unos cuantos centímetros, unos minutos más de arañazos profundos. Se convirtió en un topo frenético. Sintió cada vez más húmeda la tierra. A medida que le iba faltando el aire, se sentía más animado. Su esperanza crecía con la asfixia Un poco de barro tibio entre los dedos le hizo prorrumpir en un grito casi feliz. Pero estaba tan absorto en su emoción, la desesperante tiniebla del túnel lo envolvía de tal modo, que no podía darse cuenta de que no era la proximidad del río, de que no eran sus filtraciones las que hacían ese lodo tibio, sino su propia sangre brotando debajo de las uñas y en las yemas heridas por la tosca. Ella, la tierra densa e impenetrable, era ahora la que, en el epílogo del duelo mortal comenzado hacía mucho tiempo, lo gastaba a él sin fatiga y lo empezaba a comer aún vivo y caliente. De pronto, pareció alejarse un poco. Manoteó al vacío. Era él quien se estaba quedando atrás en el aire como piedra que empezaba a estrangularlo. Procuró avanzar, pero sus piernas ya irremediablemente formaban parte del bloque que se había desmoronado sobre ellas. Ya ni las sentía. Sólo sentía la asfixia. Se estaba ahogando en un río sólido y oscuro. Dejó de moverse, de pugnar inútilmente. La tortura se iba transformando en una inexplicable delicia. Empezó a recordar.

Recordó aquella otra mina subterránea en la guerra del Chaco, hacía mucho tiempo. Un tiempo que ahora se le antojaba fabuloso. Lo recordaba, sin embargo, claramente, con todos los detalles.

En el frente de Gondra, la guerra se había estancado. Hacia seis meses que paraguayos y bolivianos, empotrados frente a frente en sus inexpugnables posiciones, cambiaban obstinados tiroteos e insultos. No había más de cincuenta metros entre unos y otros.

En las pausas de ciertas noches que el melancólico olvido había hecho de pronto atrozmente memorables, en lugar de metralla canjeaban música y canciones de sus respectivas tierras.

El altiplano entero, pétreo y desolado, bajaba arrastrado por la quejumbre de las cuecas; toda una raza hecha de cobre y castigo, desde su plataforma cósmica bajaba hasta el polvo voraz de las trincheras. Y hasta allí bajaban desde los grandes ríos, desde los grandes bosques paraguayos, desde el corazón de su gente también absurda y cruelmente perseguida, las polcas y guaranias, juntándose, hermanándose con aquel otro aliento melodioso que subía desde la muerte. Y así sucedía porque era preciso que gente americana siguiese muriendo, matándose, para que ciertas cosas se expresaran correctamente en términos de estadística y mercado, de trueques y expoliaciones correctas, con cifras y números exactos, en boletines de la rapiña internacional.



Fue en una de esas pausas en que en unión con otros catorce voluntarios, Perucho Rodi, estudiante de ingeniería, buen hijo, hermano excelente, hermoso y suave moreno de ojos verdes, había empezado a cavar ese túnel que debía salir detrás de las posiciones bolivianas con un boquete que en el momento señalado entraría en erupción como el cráter de un volcán.

En dieciocho días los ochenta metros de la gruesa perforación subterránea quedaron cubiertos. Y el volcán entró en erupción con lava sólida de metralla, de granadas, de proyectiles de todos los calibres, hasta arrasar las posiciones enemigas.

Recordó en la noche azul, sin luna, el extraño silencio que había precedido a la masacre y también el que lo había seguido, cuando ya todo estaba terminado. Dos silencios idénticos, sepulcrales, latentes. Entre los dos, sólo la posición de los astros había producido la mutación de una breve secuencia. Todo estaba igual. Salvo los restos de esa espantosa carnicería que a lo sumo había añadido un nuevo detalle apenas perceptible a la decoración del paisaje nocturno.

Recordó, un segundo antes del ataque, la visión de los enemigos sumidos en el tranquilo sueño del que no despertarían. Recordó haber elegido a sus víctimas, abarcándolas con el girar aún silencioso de su ametralladora. Sobre todo, a una de ellas: un soldado que se retorcía en el remolino de una pesadilla. Tal vez soñaba en ese momento con un túnel idéntico pero inverso al que les estaba acercando al exterminio. En un pensamiento suficientemente extenso y flexible, esas distinciones en realidad carecían de importancia. Era despreciable la circunstancia de que uno fuese el exterminador y otro la víctima inminente. Pero en ese momento todavía no podía saberlo.

Sólo recordó que había vaciado íntegramente su ametralladora. Recordó que cuando la automática se le había finalmente recalentado y atascado, la abandonó y siguió entonces arrojando granadas de mano, hasta que sus dos brazos se le durmieron a los costados. Lo más extraño de todo era que, mientras sucedían estas cosas, le habían atravesado recuerdos de otros hechos, reales y ficticios, que, aparentemente no tenían entre sí ninguna conexión y acentuaban, en cambio, la sensación de sueño en que él mismo flotaba. Pensó, por ejemplo, en el escapulario carmesí de su madre (real); en el inmenso panambí de bronce de la tumba del poeta Ortiz Guerrero (ficticio); en su hermanita María Isabel, recién recibida de maestra (real). Estos parpadeos incoherentes de su imaginación duraron todo el tiempo. Recordó haber regresado con ellos chapoteando en un vasto y espeso estero de sangre.

Aquel túnel del Chaco y este túnel que él mismo había sugerido cavar en el suelo de la cárcel, que él personalmente había empezado a cavar y que, por último, sólo a él le había servido de trampa mortal; este túnel y aquél eran el mismo túnel; un único agujero recto y negro con un boquete de entrada pero no de salida. Un agujero negro y recto que a pesar de su rectitud le había rodeado desde que nació como un círculo subterráneo, irrevocable y fatal. Un túnel que tenía ahora para él cuarenta años, pero que en realidad era mucho más viejo, realmente inmemorial.

Aquella noche azul del Chaco, poblada de estruendos y cadáveres había mentido una salida. Pero sólo había sido un sueño; menos que un sueño: la decoración fantástica de un sueño futuro en medio del humo de la batalla

Con el último aliento, Perucho Rodi la volvía a soñar; es decir, a vivir. Sólo ahora aquel sueño lejano era real. Y ahora sí que avistaba el boquete enceguecedor, el perfecto redondel de la salida.

Soñó (recordó) que volvía a salir por aquel cráter en erupción hacia la noche azulada, metálica, fragorosa. Volvió a sentir la ametralladora ardiente y convulsa en sus manos. Soñó (recordó) que volvía a descargar ráfaga tras ráfaga y que volvía a arrojar granada tras granada. Soñó (recordó) la cara de cada una de sus víctimas. Las vio nítidamente. Eran ochenta y nueve en total. Al franquear el límite secreto, las reconoció en un brusco resplandor y se estremeció: esas ochenta y nueve caras vivas y terribles de sus víctimas eran (y seguirán siéndolo en un fogonazo fotográfico infinito) las de sus compañeros de prisión. Incluso los diecisiete muertos, a los cuales se había agregado uno más. Se soñó entre esos muertos. Soñó que soñaba en un túnel. Se vio retorcerse en una pesadilla, soñando que cavaba, que luchaba, que mataba. Recordó nítidamente al soldado enemigo a quien había abatido con su ametralladora, mientras se retorcía en una pesadilla. Soñó que aquel soldado enemigo lo abatía ahora a él con su ametralladora, tan exactamente parecido a él mismo que se hubiera dicho que era su hermano mellizo.

El sueño de Perucho Rodi quedó sepultado en esa grieta como un diamante negro que iba a alumbrar aún otra noche.

La frustrada evasión fue descubierta; el boquete de entrada en el piso de la celda. El hecho inspiró a los guardianes.

Los presos de la celda 4 (llamada Valle-i), menos el evadido Perucho Rodi, a la noche siguiente encontraron inexplicablemente descorrido el cerrojo. Sondearon con sus ojos la noche siniestra del patio. Encontraron que inexplicablemente los pasillos y corredores estaban desiertos. Avanzaron. No enfrentaron en la sombra la sombra de ningún centinela. Inexplicablemente, el caserón circular parecía desierto. La puerta trasera que daba a una callejuela clausurada, estaba inexplicablemente entreabierta. La empujaron, salieron. Al salir, con el primer soplo fresco, los abatió en masa sobre las piedras el fuego cruzado de las ametralladoras que las oscuras troneras del panóptico escupieron sobre ellos durante algunos segundos.

Al día siguiente, la ciudad se enteró solamente de que unos cuantos presos habían sido liquidados en el momento en que pretendían evadirse por un túnel. El comunicado pudo mentir con la verdad. Existía un testimonio irrefutable: el túnel. Los periodistas fueron invitados a examinarlo. Quedaron satisfechos al ver el boquete de entrada en la celda. La evidencia anulaba algunos detalles insignificantes: la inexistente salida que nadie pidió ver, las manchas de sangre aún frescas en la callejuela abandonada.

Poco después el agujero fue cegado con piedras y la celda 4 (Valle-í) volvió a quedar abarrotada.
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martes, 29 de mayo de 2012

THEODOR W. ADORNO

Sociedad

El concepto de sociedad muestra ejemplarmente en qué escasa medida los conceptos, como pretende Nietzsche, pueden definirse verbalmente afirmando que «en ellos se sintetiza semióticamente todo un proceso». La sociedad es esencialmente proceso; sobre ella dicen más las leyes de su evolución que cualquier invariante previa. Esto mismo prueban también los intentos de delimitar su concepto. Así, por ejemplo, si éste se determinara como la humanidad junto con todos los grupos en los que se divide y la forman, o de modo más simple, como la totalidad de los hombres que viven en una época determinada, se omitiría el sentido más propio del término sociedad. Esta definición, en apariencia sumamente formal, prejuzgaría que la sociedad es una sociedad de seres humanos, que es humana, que es absolutamente idéntica a sus sujetos; como si lo específicamente social no consistiera acaso en la preponderancia de las circunstancias sobre los hombres, que no son ya sino sus productos impotentes. En relación con épocas pasadas, cuando quizá pudo ser de otro modo —la Edad de piedra—, apenas puede hablarse de la sociedad en el mismo sentido que en la fase del capitalismo intenso. J. C. Bluntschli, especialista en derecho público, caracterizó la sociedad, hace ya más de cien años, como un «concepto del tercer estamento». Y lo es no sólo en razón de las tendencias igualitarias que se han infiltrado en él y que lo distinguen de la «buena sociedad» feudal y absolutista, sino también porque su construcción obedece al modelo de la sociedad burguesa. 
El concepto de sociedad no es en absoluto un concepto clasificatorio, no es la abstracción suprema de la sociología, que incluiría en sí misma todas las demás formaciones sociales. Tal concepción confundiría el ideal científico corriente del orden continuo y jerárquico de las categorías con el objeto del conocimiento. El objeto al que apunta el concepto de sociedad no es en sí mismo continuo desde el punto de vista racional. Tampoco es el universo de sus elementos; el concepto de sociedad no es simplemente una categoría dinámica, sino funcional. Para una aproximación inicial, aunque todavía demasiado abstracta, piénsese en la dependencia de todos los individuos respecto de la totalidad que forman. En ésta, todos dependen también de todos. El todo se mantiene únicamente gracias a la unidad de las funciones desempeñadas por sus partes. En general, cada uno de los individuos, para prolongar su vida, ha de desempeñar una función, y se le enseña a dar las gracias por tener una. 
En virtud de su determinación funcional, el concepto de sociedad no puede captarse inmediatamente ni, a diferencia de las leyes científiconaturales, verificarse directamente. Ésta es la razón por la que las corrientes positivistas de la sociología querrían desterrarlo de la ciencia en tanto que reliquia filosófica. Pero este realismo es poco realista. Pues si la sociedad no puede obtenerse por abstracción a partir de hechos particulares ni aprehenderse como un factum, no hay factum social que no esté determinado por la sociedad. Ésta se manifiesta en las situaciones sociales fácticas. Conflictos típicos como los existentes entre superiores y subordinados no son algo último e irreductible, algo que pudiera circunscribirse al lugar de su ocurrencia. Más bien enmascaran antagonismos fundamentales. Los conflictos particulares no pueden subsumirse en éstos como lo particular en lo universal. Tales antagonismos producen conflictos aquí y ahora conforme a un proceso, a una legalidad. Así, la llamada paz salarial, estudiada desde muchos puntos de vista por la actual sociología empresarial, sólo sigue aparentemente las pautas marcadas por las condiciones existentes en una empresa y en un sector determinados. Depende, por encima de ellas, del ordenamiento salarial general, y de su relación con los distintos sectores; depende del paralelogramo de fuerzas, del que el ordenamiento salarial es la resultante, cuyo alcance es mucho mayor que el de las pugnas entre las organizaciones de empresarios y trabajadores integradas institucionalmente, pues en éstas se han sedimentado consideraciones referidas a un electorado potencial definido desde el punto de vista organizativo. Decisivas también para la paz salarial son, finalmente, aunque sólo sea de forma indirecta, las relaciones de poder, la posesión del aparato de producción por parte de los empresarios. Si no se tiene plena conciencia de esto, resulta imposible comprender suficientemente cualquier situación concreta, a menos que la ciencia esté dispuesta a atribuir a la parte lo que únicamente adquiere su valor dentro de un todo. Así como la mediación social no podría existir sin lo mediado por ella, sin los elementos: los individuos, las instituciones y las situaciones particulares, así éstos tampoco existen sin la mediación. Cuando los detalles, en virtud de su inmediata tangibilidad, se toman por lo más real, causan al mismo tiempo ofuscación. 
Puesto que el concepto de sociedad no puede definirse conforme a la lógica corriente ni demostrarse «deícticamente», mientras que los fenómenos sociales reclaman imperiosamente su concepto, su órgano es la teoría. Sólo una detallada teoría de la sociedad podría decir qué es la sociedad. Recientemente se ha objetado que es poco científico insistir en conceptos tales como el de sociedad, pues sólo podría juzgarse sobre la verdad o falsedad de enunciados, no de conceptos. Esta objeción confunde un concepto enfático como el de sociedad con una definición al uso. El concepto de sociedad ha de ser desplegado, no fijado terminológicamente de forma arbitraria en pro de su pretendida pureza. 
La exigencia de determinar teóricamente la sociedad —el desarrollo de una teoría de la sociedad— se expone además al reproche de haberse quedado rezagado en relación con el modelo de las ciencias naturales, al que se considera tácitamente como modelo vinculante. En ellas, la teoría tendría como objeto el nexo transparente entre conceptos bien definidos y experimentos repetibles. Una teoría enfática de la sociedad, en cambio, se despreocuparía del imponente modelo para apelar a la misteriosa mediación. Esta objeción mide el concepto de sociedad con el rasero de su inmediata datidad, al que precisamente ella, en tanto que mediación, se substrae esencialmente. Consecuentemente, a renglón seguido se ataca el ideal del conocimiento de la esencia de las cosas desde dentro, tras el que se acorazaría la teoría de la sociedad. Este ideal no haría más que obstaculizar el progreso de las ciencias, y en las más desarrolladas habría sido liquidado hace tiempo. La sociedad, sin embargo, hay que conocerla y no conocerla desde dentro. En ella, producto de los hombres, éstos todavía pueden, pese a todo y, por decirlo así, de lejos, reconocerse a sí mismos, a diferencia de lo que ocurre en la química y en la física. Efectivamente, en la sociedad burguesa la acción, en tanto que racionalidad, es en gran medida una acción «comprensible» y motivada objetivamente. Esto es lo que recordó con razón la generación de Max Weber y Dilthey. Pero este ideal de la comprensión fue unilateral, pues excluyó aquello que en la sociedad es contrario a su identificación por parte de los sujetos de la comprensión. A esto se refería la regla de Durkheim según la cual había que tratar los hechos sociales como cosas, renunciando por principio a comprenderlos. Durkheim no se dejó disuadir del hecho de que todo individuo experimenta primariamente la sociedad como lo no-idéntico, como «coacción». En esta medida, la reflexión sobre la sociedad comienza allí donde acaba la comprensibilidad. En Durkheim, el método científico-natural, que él defiende, registra esa «segunda naturaleza» de Hegel en la que la sociedad acabó convirtiéndose frente a sus miembros. La antítesis de Weber, sin embargo, es tan parcial como la tesis, pues se da por satisfecha con la incomprensibilidad, como él con el postulado de la comprensibilidad. En lugar de esto, lo que habría que hacer es comprender la incomprensibilidad, deducir la opacidad de una sociedad autonomizada e independiente de los hombres a partir de las relaciones existentes entre ellos. Hoy más que nunca la sociología debería comprender lo incomprensible, la entrada de la humanidad en lo inhumano. 
Por otra parte, los propios conceptos antiteóricos de una sociología desgajada de la filosofía son fragmentos teóricos olvidados o reprimidos. El concepto alemán de comprensión (Verstehen) de las primeras décadas del siglo xx es la secularización del «Espíritu» (Geist) hegeliano —la totalidad que hay que llevar a concepto— en forma de actos singulares o de tipos ideales, sin tener en cuenta la totalidad de la sociedad, de la que en verdad extraen su sentido los fenómenos que hay que comprender. El entusiasmo por lo incomprensible, por el contrario, transforma el permanente antagonismo social en quaestiones facti. La realidad irreconciliada es aceptada pasivamente en el ascetismo con que se renuncia a su teorización y lo aceptado es finalmente exaltado, la sociedad es aceptada como mecanismo colectivo de coacción. 
No menos numerosas, y no menos funestas, las categorías dominantes en la sociología actual son asimismo fragmentos de plexos teóricos, a los que niegan con mentalidad positivista. Últimamente se emplea con profusión el «rol» como un concepto sociológico clave, como una categoría que haría inteligible la acción social. Este concepto ha sido privado de su referencia a ese ser-para-otro característico de los individuos que, irreconciliados y enajenados de sí mismos, los encadena los unos a los otros bajo la contrainte sociale. Los roles son propios de una estructura social que adiestra a los hombres para que persigan únicamente su autoconservación y, al mismo tiempo, les niega la conservación de su yo. El omnipotente principio de identidad, la abstracta equiparabilidad de su trabajo social, les lleva a la extinción de la identidad consigo mismos. No es casual que el concepto de rol, que se presenta como un concepto axiológicamente neutral, haya sido tomado en préstamo del teatro, en el que los actores no son realmente aquéllos a los que ellos interpretan. Desde el punto de vista social, esta divergencia expresa el antagonismo. La teoría de la sociedad debería trascender las evidencias inmediatas en busca del conocimiento de su fundamento en la sociedad y preguntarse por qué los hombres siguen desempeñando un rol. Éste fue el propósito de la concepción marxiana del carácter como máscara, que no sólo anticipa esa categoría, sino que la deduce socialmente. Si la ciencia social se sirve de este tipo de conceptos pero rehúye la teoría, de la que éstos son parte esencial, se pone al servicio de la ideología. El concepto de rol, incorporado sin previo análisis desde la fachada social, coadyuva a perpetuar el abuso del rol. 
Una concepción de la sociedad que no se conformara con esto sería crítica. Dejaría atrás la trivialidad de que todo está relacionado con todo. La abstracción mala de esta afirmación no es tanto consecuencia de la flojedad mental cuanto reflejo de la realidad mala de la sociedad misma: de la realidad del cambio en la sociedad moderna. Es en su realización universal, y no sólo en la reflexión científica, donde se practica objetivamente la abstracción; se hace abstracción de la naturaleza cualitativa de productores y consumidores, del modo de producción, incluso de las necesidades, que el mecanismo social sólo satisface de forma secundaria. Lo primero es el beneficio. La misma humanidad determinada como clientela, el sujeto de las necesidades, está, más allá de toda representación ingenua, preformada socialmente, y no sólo por el nivel técnico alcanzado por las fuerzas productivas, sino también por las relaciones económicas, por más difícil que sea verificar esto empíricamente. Previamente a cualquier estratificación social concreta, la abstracción del valor de cambio va de la mano del dominio de lo universal sobre lo particular, del dominio de la sociedad sobre quienes son sus miembros forzosos. Dicha abstracción no es socialmente neutral, a diferencia de lo que aparenta el carácter lógico de la reducción a unidades tales como el tiempo de trabajo social medio. En la reducción de los hombres a agentes y portadores del intercambio de mercancías se oculta la dominación de los hombres sobre los hombres. Esto sigue siendo verdad, pese a todas las dificultades con las que vienen confrontándose muchas de las categorías de la crítica de la economía política. La sociedad total es tal que todos deben someterse al principio de cambio, a menos que quieran sucumbir, y ello independientemente de si, subjetivamente, su acción está regida por el «beneficio» o no. 
Ni áreas atrasadas ni formas sociales suponen limitación alguna para la ley de cambio. La vieja teoría del imperialismo demostró ya que entre la tendencia económica de los países inmersos en la fase de capitalismo intenso y los en su día llamados «espacios no capitalistas» existe también una relación funcional. Éstos no coexisten simplemente los unos al lado de los otros, más bien se mantienen en vida los unos en virtud de los otros. Tras la abolición del colonialismo de viejo estilo, esto se convirtió inmediatamente en objeto de interés político. Una ayuda racional al desarrollo no sería ya un lujo. En el seno de la sociedad basada en el principio de cambio, los rudimentos y enclaves precapitalistas no sólo son elementos extraños a ella, reliquias del pasado: esta sociedad necesita de ellos. Las instituciones irracionales redundan en beneficio de la persistente irracionalidad de una sociedad que es racional en sus medios, pero no en sus fines. Así, una institución como la familia, derivada de lazos naturales y cuya estructura interna no se rige por la ley del intercambio de equivalentes, podría deber su relativa resistencia al hecho de que sin la ayuda que su irracionalidad proporciona a relaciones de producción muy específicas, como por ejemplo las de los pequeños campesinos, éstas apenas hubieran podido subsistir, aun cuando su racionalización no podría tener lugar sin trastornar el conjunto de la estructura social burguesa. 
El proceso de socialización no se realiza más allá de los conflictos y los antagonismos o pese a éstos. Su elemento propio lo constituyen los mismos antagonismos que desgarran la sociedad. Es la misma relación social de cambio la que introduce y reproduce el antagonismo que en todo momento amenaza a la organización social con la catástrofe total. Sólo a través de la búsqueda del beneficio y de la fractura inmanente al conjunto de la sociedad sigue funcionando hasta hoy, rechinante, quejumbrosa, con indescriptibles sacrificios, la máquina social. Toda sociedad sigue siendo todavía sociedad de clases, como en los tiempos en los que surgió este concepto; la inmensa presión existente en los países del Este es indicio de que allí las cosas no son distintas. Aunque el pronóstico de la pauperización a largo plazo no se cumplió, la desaparición de las clases es tan sólo un epifenómeno. Es posible que en los países de capitalismo intenso se haya debilitado la conciencia de clase que en América siempre faltó. Pero esta conciencia jamás estuvo dada sin más en la sociedad, sino que, conforme a la teoría, era ella misma la que debía producirla. Lo que resulta tanto más difícil cuanto la sociedad más integra las formas de conciencia. Incluso la tan invocada nivelación de los hábitos de consumo y de las oportunidades de formación es parte de la conciencia de los individuos socializados, no de la objetividad social, cuyas relaciones de producción conservan precariamente el viejo antagonismo. Pero la relación de clases tampoco ha sido tan completamente suprimida desde el punto de vista subjetivo como le gustaría a la ideología dominante. La investigación social más reciente subraya la existencia de diferencias esenciales en lo que se refiere a la forma de ver las cosas de aquéllos a los que las toscas estadísticas incluyen respectivamente en las denominadas clase alta y clase baja. Quienes se forjan menos ilusiones, los menos «idealistas», son los individuos pertenecientes a la clase baja. Esto suscita el reproche de materialismo por parte de los happy few. Los trabajadores siguen considerando que la sociedad está dividida en un arriba y un abajo. Así, por ejemplo, es sabido que la igualdad formal de oportunidades de formación no se corresponde en absoluto con la proporción de los hijos de trabajadores en la población estudiantil. 
Velada subjetivamente, la diferencia entre clases sociales crece objetivamente en virtud de la imparable y progresiva concentración del capital. Esta diferencia tiene efectos decisivos en la existencia concreta de los individuos; de lo contrario, el concepto de clase sería evidentemente un fetiche. Mientras que los hábitos de consumo van haciéndose similares —a diferencia de la clase feudal, la clase burguesa contuvo siempre el gasto en favor de la acumulación, salvo en los años de especulación—, la diferencia entre el poder y la impotencia sociales es sin duda mayor que nunca. Hoy cualquiera puede comprobar que es prácticamente imposible determinar por propia iniciativa su existencia social, debiendo más bien buscar huecos, plazas vacantes, «jobs» que le garanticen el sustento, sin tener en cuenta aquello que considera como su propia determinación humana, si es que todavía tiene alguna idea al respecto. Este estado de cosas halla su expresión y su ideología en el concepto de adaptación, concepto característico del darvinismo social, transferido desde la biología a las llamadas ciencias del hombre y empleado en ellas normativamente. No precisamos considerar si, y hasta qué punto, la relación de clases se hizo extensiva a las relaciones entre los países completamente desarrollados desde el punto de vista tecnológico y los países que se quedaron atrás. 
El que, pese a todo, esta situación perdure en precario equilibrio, se debe al control sobre el juego de fuerzas sociales que todos los países de la tierra han introducido desde hace tiempo. Pero este control refuerza necesariamente las tendencias totalitarias del orden social, la adaptación política a la socialización total. De este modo se acrecienta la amenaza que los controles y las intervenciones, al menos los introducidos en los países situados más acá del área de influencia soviética y china, pretenden conjurar. Todo esto no debe imputarse a la técnica en cuanto tal. Ésta es solamente una figura de la capacidad productiva de los hombres, una prolongación del brazo del hombre incluso en la cibernética, por lo que es solamente un momento de la dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones de producción, no una fuerza demoníaca independiente. En la situación actual opera de forma centralizadora; en sí misma podría hacerlo de otro modo. Allí donde los hombres creen estar más cerca los unos de los otros, como en la televisión, que se les lleva hasta sus hogares, en realidad esa cercanía está mediada por la distancia social, por la concentración del poder. Nada simboliza mejor que la televisión el hecho de que, en gran medida, y atendiendo a su contenido concreto, a los hombres se les dicta desde arriba su vida, la misma que ellos creen poseer y tener que ganarse y a la que toman por lo más próximo y lo más real. La existencia humana individual es, más allá de todo lo imaginable, mera reprivatización; lo más real, aquello a lo que se agarran los hombres, es al mismo tiempo lo más irreal. «La vida no vive.» Tampoco una sociedad transparente desde el punto de vista racional, una sociedad verdaderamente libre, podría zafarse en absoluto a la administración y a la división del trabajo. Pero las administraciones de todos los países de la tierra tienden compulsivamente a autonomizarse respecto de los administrados y a reducirlos a meros objetos de procedimientos regulados abstractamente. Estas tendencias remiten, según Max Weber, a la racionalidad económica medios-fines. Puesto que le es indiferente su fin, la consecución de una sociedad racional, y mientras siga siendo así, esta racionalidad se torna irracional para los sujetos. La figura racional de esta irracionalidad es en muchos sentidos el experto. Su racionalidad se funda en la especialización de los procesos técnicos y los adaptados a éstos, pero también tiene su lado ideológico. Los procesos de trabajo, segmentados en unidades cada vez más pequeñas y tendencialmente desprovistos de cualificación, se aproximan entre sí. 
Dado que incluso los procesos e instituciones sociales más poderosos tienen un origen humano, esto es, son esencialmente el producto de la objetivación del trabajo de los hombres, la autonomización del poder es al mismo tiempo ideología, apariencia social necesaria que habría que penetrar y transformar. Pero esta apariencia es para la vida inmediata de los hombres el ens realissimum. El peso de las relaciones sociales hace todo lo posible para hacer más densa tal apariencia. Contrariamente a lo que sucedía alrededor de 1848, cuando la relación de clases se manifestó como conflicto entre el grupo inmanente a la sociedad, la burguesía, y el que se hallaba prácticamente excluido de ella, el proletariado, la integración, concebida por Spencer como la ley fundamental de toda socialización, se ha apoderado de la conciencia de los que son objeto de la sociedad. Contrariamente a la teoría de Spencer, integración y diferenciación ya no están hermanadas. Tanto espontánea como planificadamente, los sujetos se ven impedidos de reconocerse a sí mismos como sujetos. La oferta de mercancías, que los inunda, contribuye tanto a ello como la industria cultural y los innumerables mecanismos directos e indirectos de control intelectual. La industria cultural nació de la tendencia del capital a la explotación. Inicialmente se desarrolló bajo la ley del mercado, bajo el imperativo de adaptarse a sus consumidores, pero después se ha convertido en la instancia que fija y refuerza las formas de conciencia existentes, en el status quo del pensamiento. La sociedad necesita que el pensamiento duplique infatigablemente lo que meramente es, porque sin la exaltación de lo siempre igual, si remitiera el empeño de justificar lo existente por el mero hecho de ser, los hombres acabarían quitándoselo de encima. 
La integración tiene un alcance mucho mayor. La adaptación de los hombres a las relaciones y procesos sociales, que constituye la historia y sin la que los hombres difícilmente hubieran podido sobrevivir, se ha sedimentado en ellos de tal modo que cada vez les es más difícil librarse de ella, aunque sólo sea en la conciencia, sin enredarse en conflictos pulsionales insoportables. Los hombres —éste es el triunfo de la integración— se identifican, hasta en sus reacciones más internas, con lo que se hace con ellos. Para escarnio de la esperanza de la filosofía, sujeto y objeto están reconciliados. Este proceso vive del hecho de que los hombres deben su vida a aquello mismo que se les inflige. La técnica, fuertemente catectizada*, la atracción que el deporte ejerce sobre las masas, la fetichización de los bienes de consumo, son síntomas de esta tendencia. La cimentación social que anteriormente procuraban las ideologías se ha trasladado, por una parte, a las poderosísimas relaciones sociales existentes como tales, y, por otra, a la constitución psicológica de los hombres. Si el concepto de lo humano, lo que en definitiva importa, se ha convertido en la ideología que encubre el hecho de que los hombres son sólo apéndices de la maquinaria social, podría decirse sin miedo a exagerar que, en la situación actual, son literalmente los hombres mismos, en su ser así y no de otro modo, la ideología que, pese a su manifiesta absurdez, se dispone a eternizar la vida falsa. El círculo se cierra. Se requeriría hombres vivos para transformar el actual estado de endurecimiento, pero éste ha calado tan profunda-mente en su interior, a expensas de su vida y de su individuación, que los hombres apenas parecen ser ya capaces de esa espontaneidad de la que todo dependería. De esto extraen los apologistas de lo existente nuevas fuerzas para revitalizar el argumento de que la humanidad todavía no está madura. El solo hecho de denunciar este círculo supone atentar contra un tabú de la sociedad integral. Cuanto menos tolera aquello que sería verdaderamente distinto, con tanto mayor celo vela por que todo lo que en su seno se piensa y se dice aporte algún cambio particular o, como ellos lo llaman, sea una contribución positiva. El pensamiento queda sometido a la sutil censura del terminus ad quem: si se presenta como crítico, debe decir lo que de positivo tiene. Si halla bloqueada dicha positividad, es que es un pensamiento resignado, cansino, como si este bloqueo fuera su culpa y no la signatura de la cosa misma. Pero lo primero que habría que hacer es descubrir la sociedad como bloque universal erigido entre los hombres y en el interior de ellos. Sin esto, toda sugerencia de transformación sólo sirve al bloque, bien como administración de lo inadministrable, bien provocando su inmediata refutación por parte del todo monstruoso. El concepto y la teoría de la sociedad sólo son legítimos si no se dejan seducir por ninguna de las dos cosas, si perseveran negativamente en la posibilidad que les anima: expresar que la posibilidad corre el riesgo de ser asfixiada. Un conocimiento de este tipo, sin anticipación de lo que trascendería esta situación, sería la primera condición para que se deshiciera por fin el hechizo que mantiene cautiva a la sociedad. 
1965
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lunes, 28 de mayo de 2012

NOAM CHOMSKY

El control de los medios de comunicación

El papel de los medios de comunicación en la política contemporánea nos obliga a preguntar por el tipo de mundo y de sociedad en los que queremos vivir, y qué modelo de democracia queremos para esta sociedad. Permítaseme empezar contraponiendo dos conceptos distintos de democracia. Uno es el que nos lleva a afirmar que en una sociedad democrática, por un lado, la gente tiene a su alcance los recursos para participar de manera significativa en la gestión de sus asuntos particulares, y, por otro, los medios de información son libres e imparciales. Si se busca la palabra democracia en el diccionario se encuentra una definición bastante parecida a lo que acabo de formular.

Una idea alternativa de democracia es la de que no debe permitirse que la gente se haga cargo de sus propios asuntos, a la vez que los medios de información deben estar fuerte y rígidamente controlados. Quizás esto suene como una concepción anticuada de democracia, pero es importante entender que, en todo caso, es la idea predominante. De hecho lo ha sido durante mucho tiempo, no sólo en la práctica sino incluso en el plano teórico. No olvidemos además que tenemos una larga historia, que se remonta a las revoluciones democráticas modernas de la Inglaterra del siglo XVII, que en su mayor parte expresa este punto de vista. En cualquier caso voy a ceñirme simplemente al período moderno y acerca de la forma en que se desarrolla la noción de democracia, y sobre el modo y el porqué el problema de los medios de comunicación y la desinformación se ubican en este contexto.

Primeros apuntes históricos de la propaganda

Empecemos con la primera operación moderna de propaganda llevada a cabo por un gobierno. Ocurrió bajo el mandato de Woodrow Wilson. Este fue elegido presidente en 1916 como líder de la plataforma electoral Paz sin victoria, cuando se cruzaba el ecuador de la Primera Guerra Mundial. La población era muy pacifista y no veía ninguna razón para involucrarse en una guerra europea; sin embargo, la administración Wilson había decidido que el país tomaría parte en el conflicto. Había por tanto que hacer algo para inducir en la sociedad la idea de la obligación de participar en la guerra. Y se creó una comisión de propaganda gubernamental, conocida con el nombre de Comisión Creel, que, en seis meses, logró convertir una población pacífica en otra histérica y belicista que quería ir a la guerra y destruir todo lo que oliera a alemán, despedazar a todos los alemanes, y salvar así al mundo. Se alcanzó un éxito extraordinario que conduciría a otro mayor todavía: precisamente en aquella época y después de la guerra se utilizaron las mismas técnicas para avivar lo que se conocía como Miedo rojo. Ello permitió la destrucción de sindicatos y la eliminación de problemas tan peligrosos como la libertad de prensa o de pensamiento político. El poder financiero y empresarial y los medios de comunicación fomentaron y prestaron un gran apoyo a esta operación, de la que, a su vez, obtuvieron todo tipo de provechos.

Entre los que participaron activa y entusiásticamente en la guerra de Wilson estaban los intelectuales progresistas, gente del círculo de John Dewey Estos se mostraban muy orgullosos, como se deduce al leer sus escritos de la época, por haber demostrado que lo que ellos llamaban los miembros más inteligentes de la comunidad, es decir, ellos mismos, eran capaces de convencer a una población reticente de que había que ir a una guerra mediante el sistema de aterrorizarla y suscitar en ella un fanatismo patriotero. Los medios utilizados fueron muy amplios. Por ejemplo, se fabricaron montones de atrocidades supuestamente cometidas por los alemanes, en las que se incluían niños belgas con los miembros arrancados y todo tipo de cosas horribles que todavía se pueden leer en los libros de historia, buena parte de lo cual fue inventado por el Ministerio británico de propaganda, cuyo auténtico propósito en aquel momento —tal como queda reflejado en sus deliberaciones secretas— era el de dirigir el pensamiento de la mayor parte del mundo. Pero la cuestión clave era la de controlar el pensamiento de los miembros más inteligentes de la sociedad americana, quienes, a su vez, diseminarían la propaganda que estaba siendo elaborada y llevarían al pacífico país a la histeria propia de los tiempos de guerra. Y funcionó muy bien, al tiempo que nos enseñaba algo importante: cuando la propaganda que dimana del estado recibe el apoyo de las clases de un nivel cultural elevado y no se permite ninguna desviación en su contenido, el efecto puede ser enorme. Fue una lección que ya había aprendido Hitler y muchos otros, y cuya influencia ha llegado a nuestros días.

La democracia del espectador

Otro grupo que quedó directamente marcado por estos éxitos fue el formado por teóricos liberales y figuras destacadas de los medios de comunicación, como Walter Lippmann, que era el decano de los periodistas americanos, un importante analista político —tanto de asuntos domésticos como internacionales— así como un extraordinario teórico de la democracia liberal. Si se echa un vistazo a sus ensayos, se observará que están subtitulados con algo así como Una teoría progresista sobre el pensamiento democrático liberal. Lippmann estuvo vinculado a estas comisiones de propaganda y admitió los logros alcanzados, al tiempo que sostenía que lo que él llamaba revolución en el arte de la democracia podía utilizarse para fabricar consenso, es decir, para producir en la población, mediante las nuevas técnicas de propaganda, la aceptación de algo inicialmente no deseado. También pensaba que ello era no solo una buena idea sino también necesaria, debido a que, tal como él mismo afirmó, los intereses comunes esquivan totalmente a la opinión pública y solo una clase especializada de hombres responsables lo bastante inteligentes puede comprenderlos y resolver los problemas que de ellos se derivan. Esta teoría sostiene que solo una élite reducida —la comunidad intelectual de que hablaban los seguidores de Dewey— puede entender cuáles son aquellos intereses comunes, qué es lo que nos conviene a todos, así como el hecho de que estas cosas escapan a la gente en general. En realidad, este enfoque se remonta a cientos de años atrás, es también un planteamiento típicamente leninista, de modo que existe una gran semejanza con la idea de que una vanguardia de intelectuales revolucionarios toma el poder mediante revoluciones populares que les proporcionan la fuerza necesaria para ello, para conducir después a las masas estúpidas a un futuro en el que estas son demasiado ineptas e incompetentes para imaginar y prever nada por sí mismas. Es así que la teoría democrática liberal y el marxismo-leninismo se encuentran muy cerca en sus supuestos ideológicos. En mi opinión, esta es una de las razones por las que los individuos, a lo largo del tiempo, han observado que era realmente fácil pasar de una posición a otra sin experimentar ninguna sensación específica de cambio. Solo es cuestión de ver dónde está el poder. Es posible que haya una revolución popular que nos lleve a todos a asumir el poder del Estado; o quizás no la haya, en cuyo caso simplemente apoyaremos a los que detentan el poder real: la comunidad de las finanzas. Pero estaremos haciendo lo mismo: conducir a las masas estúpidas hacia un mundo en el que van a ser incapaces de comprender nada por sí mismas.

Lippmann respaldó todo esto con una teoría bastante elaborada sobre la democracia progresiva, según la cual en una democracia con un funcionamiento adecuado hay distintas clases de ciudadanos. En primer lugar, los ciudadanos que asumen algún papel activo en cuestiones generales relativas al gobierno y la administración. Es la clase especializada, formada por personas que analizan, toman decisiones, ejecutan, controlan y dirigen los procesos que se dan en los sistemas ideológicos, económicos y políticos, y que constituyen, asimismo, un porcentaje pequeño de la población total. Por supuesto, todo aquel que ponga en circulación las ideas citadas es parte de este grupo selecto, en el cual se habla primordialmente acerca de qué hacer con aquellos otros, quienes, fuera del grupo pequeño y siendo la mayoría de la población, constituyen lo que Lippmann llamaba el rebaño desconcertado: hemos de protegemos de este rebaño desconcertado cuando brama y pisotea. Así pues, en una democracia se dan dos funciones: por un lado, la clase especializada, los hombres responsables, ejercen la función ejecutiva, lo que significa que piensan, entienden y planifican los intereses comunes; por otro, el rebaño desconcertado también con una función en la democracia, que, según Lippmann, consiste en ser espectadores en vez de miembros participantes de forma activa. Pero, dado que estamos hablando de una democracia, estos últimos llevan a término algo más que una función: de vez en cuando gozan del favor de liberarse de ciertas cargas en la persona de algún miembro de la clase especializada; en otras palabras, se les permite decir queremos que seas nuestro líder, o, mejor, queremos que tú seas nuestro líder, y todo ello porque estamos en una democracia y no en un estado totalitario. Pero una vez se han liberado de su carga y traspasado esta a algún miembro de la clase especializada, se espera de ellos que se apoltronen y se conviertan en espectadores de la acción, no en participantes. Esto es lo que ocurre en una democracia que funciona como Dios manda.

Y la verdad es que hay una lógica detrás de todo eso. Hay incluso un principio moral del todo convincente: la gente es simplemente demasiado estúpida para comprender las cosas. Si los individuos trataran de participar en la gestión de los asuntos que les afectan o interesan, lo único que harían sería solo provocar líos, por lo que resultaría impropio e inmoral permitir que lo hicieran. Hay que domesticar al rebaño desconcertado, y no dejarle que brame y pisotee y destruya las cosas, lo cual viene a encerrar la misma lógica que dice que sería incorrecto dejar que un niño de tres años cruzara solo la calle. No damos a los niños de tres años este tipo de libertad porque partimos de la base de que no saben cómo utilizarla. Por lo mismo, no se da ninguna facilidad para que los individuos del rebaño desconcertado participen en la acción; solo causarían problemas.

Por ello, necesitamos algo que sirva para domesticar al rebaño perplejo; algo que viene a ser la nueva revolución en el arte de la democracia: la fabricación del consenso. Los medios de comunicación, las escuelas y la cultura popular tienen que estar divididos. La clase política y los responsables de tomar decisiones tienen que brindar algún sentido tolerable de realidad, aunque también tengan que inculcar las opiniones adecuadas. Aquí la premisa no declarada de forma explícita —e incluso los hombres responsables tienen que darse cuenta de esto ellos solos— tiene que ver con la cuestión de cómo se llega a obtener la autoridad para tomar decisiones. Por supuesto, la forma de obtenerla es sirviendo a la gente que tiene el poder real, que no es otra que los dueños de la sociedad, es decir, un grupo bastante reducido. Si los miembros de la clase especializada pueden venir y decir Puedo ser útil a sus intereses, entonces pasan a formar parte del grupo ejecutivo. Y hay que quedarse callado y portarse bien, lo que significa que han de hacer lo posible para que penetren en ellos las creencias y doctrinas que servirán a los intereses de los dueños de la sociedad, de modo que, a menos que puedan ejercer con maestría esta autoformación, no formarán parte de la clase especializada. Así, tenemos un sistema educacional, de carácter privado, dirigido a los hombres responsables, a la clase especializada, que han de ser adoctrinados en profundidad acerca de los valores e intereses del poder real, y del nexo corporativo que este mantiene con el Estado y lo que ello representa. Si pueden conseguirlo, podrán pasar a formar parte de la clase especializada. Al resto del rebaño desconcertado básicamente habrá que distraerlo y hacer que dirija su atención a cualquier otra cosa. Que nadie se meta en líos. Habrá que asegurarse que permanecen todos en su función de espectadores de la acción, liberando su carga de vez en cuando en algún que otro líder de entre los que tienen a su disposición para elegir.

Muchos otros han desarrollado este punto de vista, que, de hecho, es bastante convencional. Por ejemplo, él destacado teólogo y crítico de política internacional Reinold Niebuhr, conocido a veces como el teólogo del sistema, gurú de George Kennan y de los intelectuales de Kennedy, afirmaba que la racionalidad es una técnica, una habilidad, al alcance de muy pocos: solo algunos la poseen, mientras que la mayoría de la gente se guía por las emociones y los impulsos. Aquellos que poseen la capacidad lógica tienen que crear ilusiones necesarias y simplificaciones acentuadas desde el punto de vista emocional, con objeto de que los bobalicones ingenuos vayan más o menos tirando. Este principio se ha convertido en un elemento sustancial de la ciencia política contemporánea. En la década de los años veinte y principios de la de los treinta, Harold Lasswell, fundador del moderno sector de las comunicaciones y uno de los analistas políticos americanos más destacados, explicaba que no deberíamos sucumbir a ciertos dogmatismos democráticos que dicen que los hombres son los mejores jueces de sus intereses particulares. Porque no lo son. Somos nosotros, decía, los mejores jueces de los intereses y asuntos públicos, por lo que, precisamente a partir de la moralidad más común, somos nosotros los que tenemos que asegurarnos de que ellos no van a gozar de la oportunidad de actuar basándose en sus juicios erróneos. En lo que hoy conocemos como estado totalitario, o estado militar, lo anterior resulta fácil. Es cuestión simplemente de blandir una porra sobre las cabezas de los individuos, y, si se apartan del camino trazado, golpearles sin piedad. Pero si la sociedad ha acabado siendo más libre y democrática, se pierde aquella capacidad, por lo que hay que dirigir la atención a las técnicas de propaganda. La lógica es clara y sencilla: la propaganda es a la democracia lo que la cachiporra al estado totalitario. Ello resulta acertado y conveniente dado que, de nuevo, los intereses públicos escapan a la capacidad de comprensión del rebaño desconcertado.

Relaciones públicas

Los Estados Unidos crearon los cimientos de la industria de las relaciones públicas. Tal como decían sus líderes, su compromiso consistía en controlar la opinión pública. Dado que aprendieron mucho de los éxitos de la Comisión Creel y del miedo rojo, y de las secuelas dejadas por ambos, las relaciones públicas experimentaron, a lo largo de la década de 1920, una enorme expansión, obteniéndose grandes resultados a la hora de conseguir una subordinación total de la gente a las directrices procedentes del mundo empresarial a lo largo de la década de 1920. La situación llegó a tal extremo que en la década siguiente los comités del Congreso empezaron a investigar el fenómeno. De estas pesquisas proviene buena parte de la información de que hoy día disponemos.

Las relaciones públicas constituyen una industria inmensa que mueve, en la actualidad, cantidades que oscilan en torno a un billón de dólares al año, y desde siempre su cometido ha sido el de controlar la opinión pública, que es el mayor peligro al que se enfrentan las corporaciones. Tal como ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, en la década de 1930 surgieron de nuevo grandes problemas: una gran depresión unida a una cada vez más numerosa clase obrera en proceso de organización. En 1935, y gracias a la Ley Wagner, los trabajadores consiguieron su primera gran victoria legislativa, a saber, el derecho a organizarse de manera independiente, logro que planteaba dos graves problemas. En primer lugar, la democracia estaba funcionando bastante mal: el rebaño desconcertado estaba consiguiendo victorias en el terreno legislativo, y no era ese el modo en que se suponía que tenían que ir las cosas; el otro problema eran las posibilidades cada vez mayores del pueblo para organizarse. Los individuos tienen que estar atomizados, segregados y solos; no puede ser que pretendan organizarse, porque en ese caso podrían convertirse en algo más que simples espectadores pasivos.

Efectivamente, si hubiera muchos individuos de recursos limitados que se agruparan para intervenir en el ruedo político, podrían, de hecho, pasar a asumir el papel de participantes activos, lo cual sí sería una verdadera amenaza. Por ello, el poder empresarial tuvo una reacción contundente para asegurarse de que esa había sido la última victoria legislativa de las organizaciones obreras, y de que representaría también el principio del fin de esta desviación democrática de las organizaciones populares. Y funcionó. Fue la última victoria de los trabajadores en el terreno parlamentario, y, a partir de ese momento —aunque el número de afiliados a los sindicatos se incrementó durante la Segunda Guerra Mundial, acabada la cual empezó a bajar— la capacidad de actuar por la vía sindical fue cada vez menor. Y no por casualidad, ya que estamos hablando de la comunidad empresarial, que está gastando enormes sumas de dinero, a la vez que dedicando todo el tiempo y esfuerzo necesarios, en cómo afrontar y resolver estos problemas a través de la industria de las relaciones públicas y otras organizaciones, como la National Association of Manufacturers (Asociación nacional de fabricantes), la Business Roundtable (Mesa redonda de la actividad empresarial), etcétera. Y su principio es reaccionar en todo momento de forma inmediata para encontrar el modo de contrarrestar estas desviaciones democráticas.

La primera prueba se produjo un año más tarde, en 1937, cuando hubo una importante huelga del sector del acero en Johnstown, al oeste de Pensilvania. Los empresarios pusieron a prueba una nueva técnica de destrucción de las organizaciones obreras, que resultó ser muy eficaz. Y sin matones a sueldo que sembraran el terror entre los trabajadores, algo que ya no resultaba muy práctico, sino por medio de instrumentos más sutiles y eficientes de propaganda. La cuestión estribaba en la idea de que había que enfrentar a la gente contra los huelguistas, por los medios que fuera. Se presentó a estos como destructivos y perjudiciales para el conjunto de la sociedad, y contrarios a los intereses comunes, que eran los nuestros, los del empresario, el trabajador o el ama de casa, es decir, todos nosotros. Queremos estar unidos y tener cosas como la armonía y el orgullo de ser americanos, y trabajar juntos. Pero resulta que estos huelguistas malvados de ahí afuera son subversivos, arman jaleo, rompen la armonía y atenían contra el orgullo de América, y hemos de pararles los pies. El ejecutivo de una empresa y el chico que limpia los suelos tienen los mismos intereses. Hemos de trabajar todos juntos y hacerlo por el país y en armonía, con simpatía y cariño los unos por los otros. Este era, en esencia, el mensaje. Y se hizo un gran esfuerzo para hacerlo público; después de todo, estamos hablando del poder financiero y empresarial, es decir, el que controla los medios de información y dispone de recursos a gran escala, por lo cual funcionó, y de manera muy eficaz. Más adelante este método se conoció como la fórmula Mohawk VaIley, aunque se le denominaba también métodos científicos para impedir huelgas. Se aplicó una y otra vez para romper huelgas, y daba muy buenos resultados cuando se trataba de movilizar a la opinión pública a favor de conceptos vacíos de contenido, como el orgullo de ser americano. ¿Quién puede estar en contra de esto? O la armonía. ¿Quién puede estar en contra? O, como en la guerra del golfo Pérsico, apoyad a nuestras tropas. ¿Quién podía estar en contra? O los lacitos amarillos. ¿Hay alguien que esté en contra? Sólo alguien completamente necio.

De hecho, ¿qué pasa si alguien le pregunta si da usted su apoyo a la gente de lowa? Se puede contestar diciendo Sí, le doy mi apoyo, o No, no la apoyo. Pero ni siquiera es una pregunta: no significa nada. Esta es la cuestión La clave de los eslóganes de las relaciones públicas como Apoyad a nuestras tropas es que no significan nada, o, como mucho, lo mismo que apoyar a los habitantes de Iowa. Pero, por supuesto había una cuestión importante que se podía haber resuelto haciendo la pregunta: ¿Apoya usted nuestra política? Pero, claro, no se trata de que la gente se plantee cosas como esta. Esto es lo único que importa en la buena propaganda. Se trata de crear un eslogan que no pueda recibir ninguna oposición, bien al contrario, que todo el mundo esté a favor. Nadie sabe lo que significa porque no significa nada, y su importancia decisiva estriba en que distrae la atención de la gente respecto de preguntas que sí significan algo: ¿Apoya usted nuestra política? Pero sobre esto no se puede hablar. Así que tenemos a todo el mundo discutiendo sobre el apoyo a las tropas: Desde luego, no dejaré de apoyarles. Por tanto, ellos han ganado. Es como lo del orgullo americano y la armonía. Estamos todos juntos, en tomo a eslóganes vacíos, tomemos parte en ellos y asegurémonos de que no habrá gente mala en nuestro alrededor que destruya nuestra paz social con sus discursos acerca de la lucha de clases, los derechos civiles y todo este tipo de cosas.

Todo es muy eficaz y hasta hoy ha funcionado perfectamente. Desde luego consiste en algo razonado y elaborado con sumo cuidado: la gente que se dedica a las relaciones públicas no está ahí para divertirse; está haciendo un trabajo, es decir, intentando inculcar los valores correctos. De hecho, tienen una idea de lo que debería ser la democracia: un sistema en el que la clase especializada está entrenada para trabajar al servicio de los amos, de los dueños de la sociedad, mientras que al resto de la población se le priva de toda forma de organización para evitar así los problemas que pudiera causar. La mayoría de los individuos tendrían que sentarse frente al televisor y masticar religiosamente el mensaje, que no es otro que el que dice que lo único que tiene valor en la vida es poder consumir cada vez más y mejor y vivir igual que esta familia de clase media que aparece en la pantalla y exhibir valores como la armonía y el orgullo americano. La vida consiste en esto. Puede que usted piense que ha de haber algo más, pero en el momento en que se da cuenta que está solo, viendo la televisión, da por sentado que esto es todo lo que existe ahí afuera, y que es una locura pensar en que haya otra cosa. Y desde el momento en que está prohibido organizarse, lo que es totalmente decisivo, nunca se está en condiciones de averiguar si realmente está uno loco o simplemente se da todo por bueno, que es lo más lógico que se puede hacer.

Así pues, este es el ideal, para alcanzar el cual se han desplegado grandes esfuerzos. Y es evidente que detrás de él hay una cierta concepción: la de democracia, tal como ya se ha dicho. El rebaño desconcertado es un problema. Hay que evitar que brame y pisotee, y para ello habrá que distraerlo. Será cuestión de conseguir que los sujetos que lo forman se queden en casa viendo partidos de fútbol, culebrones o películas violentas, aunque de vez en cuando se les saque del sopor y se les convoque a corear eslóganes sin sentido, como Apoyad a. nuestras tropas. Hay que hacer que conserven un miedo permanente, porque a menos que estén debidamente atemorizados por todos los posibles males que pueden destruirles, desde dentro o desde fuera, podrían empezar a pensar por sí mismos, lo cual es muy peligroso ya que no tienen la capacidad de hacerlo. Por ello es importante distraerles y marginarles.

Esta es una idea de democracia. De hecho, si nos re montamos al pasado, la última victoria legal de los trabajadores fue realmente en 1935, con la Ley Wagner. Después tras el inicio de la Primera Guerra Mundial, los sindicatos entraron en un declive, al igual que lo hizo una rica y fértil cultura obrera vinculada directamente con aquellos. Todo quedó destruido y nos vimos trasladados a una sociedad dominada de manera singular por los criterios empresariales. Era esta la única sociedad industrial, dentro de un sistema capitalista de Estado, en la que ni siquiera se producía el pacto social habitual que se podía dar en latitudes comparables. Era la única sociedad industrial —aparte de Sudáfrica, supongo— que no tenía un servicio nacional de asistencia sanitaria. No existía ningún compromiso para elevar los estándares mínimos de supervivencia de los segmentos de la población que no podían seguir las normas y directrices imperantes ni conseguir nada por sí mismos en el plano individual. Por otra parte, los sindicatos prácticamente no existían, al igual que ocurría con otras formas de asociación en la esfera popular. No había organizaciones políticas ni partidos: muy lejos se estaba, por tanto, del ideal, al menos en el plano estructural. Los medios de información constituían un monopolio corporativizado; todos expresaban los mismos puntos de vista. Los dos partidos eran dos facciones del partido del poder financiero y empresarial. Y así la mayor parte de la población ni tan solo se molestaba en ir a votar ya que ello carecía totalmente de sentido, quedando, por ello, debidamente marginada. Al menos este era el objetivo. La verdad es que el personaje más destacado de la industria de las relaciones públicas, Edward Bernays, procedía de la Comisión Creel. Formó parte de ella, aprendió bien la lección y se puso manos a la obra a desarrollar lo que él mismo llamó la ingeniería del consenso, que describió como la esencia de la democracia.

Los individuos capaces de fabricar consenso son los que tienen los recursos y el poder de hacerlo —la comunidad financiera y empresarial— y para ellos trabajamos.

Fabricación de la opinión

También es necesario recabar el apoyo de la población a las aventuras exteriores. Normalmente la gente es pacifista, tal como sucedía durante la Primera Guerra Mundial, ya que no ve razones que justifiquen la actividad bélica, la muerte y la tortura. Por ello, para procurarse este apoyo hay que aplicar ciertos estímulos; y para estimularles hay que asustarles. El mismo Bernays tenía en su haber un importante logro a este respecto, ya que fue el encargado de dirigir la campaña de relaciones públicas de la United Fruit Company en 1954, cuando los Estados Unidos intervinieron militarmente para derribar al gobierno democrático-capitalista de Guatemala e instalaron en su lugar un régimen sanguinario de escuadrones de la muerte, que se ha mantenido hasta nuestros días a base de repetidas infusiones de ayuda norteamericana que tienen por objeto evitar algo más que desviaciones democráticas vacías de contenido. En estos casos, es necesario hacer tragar por la fuerza una y otra vez programas domésticos hacia los que la gente se muestra contraria, ya que no tiene ningún sentido que el público esté a favor de programas que le son perjudiciales. Y esto, también, exige una propaganda amplia y general, que hemos tenido oportunidad de ver en muchas ocasiones durante los últimos diez años. Los programas de la era Reagan eran abrumadoramente impopulares. Los votantes de la victoria arrolladora de Reagan en 1984 esperaban, en una proporción de tres a dos, que no se promulgaran las medidas legales anunciadas. Si tomamos programas concretos, como el gasto en armamento, o la reducción de recursos en materia de gasto social, etc., prácticamente todos ellos recibían una oposición frontal por parte de la gente. Pero en la medida en que se marginaba y apartaba a los individuos de la cosa pública y estos no encontraban el modo de organizar y articular sus sentimientos, o incluso de saber que había otros que compartían dichos sentimientos, los que decían que preferían el gasto social al gasto militar —y lo expresaban en los sondeos, tal como sucedía de manera generalizada— daban por supuesto que eran los únicos con tales ideas disparatadas en la cabeza. Nunca habían oído estas cosas de nadie más, ya que había que suponer que nadie pensaba así; y si lo había, y era sincero en las encuestas, era lógico pensar que se trataba de un bicho raro. Desde el momento en que un individuo no encuentra la manera de unirse a otros que comparten o refuerzan este parecer y que le pueden transmitir la ayuda necesaria para articularlo, acaso llegue a sentir que es alguien excéntrico, una rareza en un mar de normalidad. De modo que acaba permaneciendo al margen, sin prestar atención a lo que ocurre, mirando hacia, otro lado, como por ejemplo la final de Copa.

Así pues, hasta cierto punto se alcanzó el ideal, aunque nunca de forma completa, ya que hay instituciones que hasta ahora ha sido imposible destruir: por ejemplo, las iglesias. Buena parte de la actividad disidente de los Estados Unidos se producía en las iglesias por la sencilla razón de que estas existían. Por ello, cuando había que dar una conferencia de carácter político en un país europeo era muy probable que se celebrara en los locales de algún sindicato, cosa harto difícil en América ya que, en primer lugar, estos apenas existían o, en el mejor de los casos, no eran organizaciones políticas. Pero las iglesias sí existían, de manera que las charlas y conferencias se hacían con frecuencia en ellas: la solidaridad con Centroamérica se originó en su mayor parte en las iglesias, sobre todo porque existían.

El rebaño desconcertado nunca acaba de estar debidamente domesticado: es una batalla permanente. En la década de 1930 surgió otra vez, pero se pudo sofocar el movimiento. En los años sesenta apareció una nueva ola de disidencia, a la cual la clase especializada le puso el nombre de crisis de la democracia. Se consideraba que la democracia estaba entrando en una crisis porque amplios segmentos de la población se estaban organizando de manera activa y estaban intentando participar en la arena política. El conjunto de élites coincidían en que había que aplastar el renacimiento democrático de los sesenta y poner en marcha un sistema social en el que los recursos se canalizaran hacia las clases acaudaladas privilegiadas. Y aquí hemos de volver a las dos concepciones de democracia que hemos mencionado en párrafos anteriores. Según la definición del diccionario, lo anterior constituye un avance en democracia; según el criterio predominante, es un problema, una crisis que ha de ser vencida. Había que obligar a la población a que retrocediera y volviera a la apatía, la obediencia y la pasividad, que conforman su estado natural, para lo cual se hicieron grandes esfuerzos, si bien no funcionó. Afortunadamente, la crisis de la democracia todavía está vivita y coleando, aunque no ha resultado muy eficaz a la hora de conseguir un cambio político. Pero, contrariamente a lo que mucha gente cree, sí ha dado resultados en lo que se refiere al cambio de la opinión pública.

Después de la década de 1960 se hizo todo lo posible para que la enfermedad diera marcha atrás. La verdad es que uno de los aspectos centrales de dicho mal tenía un nombre técnico: el síndrome de Vietnam, término que surgió en torno a 1970 y que de vez en cuando encuentra nuevas definiciones. El intelectual reaganista Norman Podhoretz habló de élcomo las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar. Pero resulta que era la mayoría de la gente la que experimentaba dichas inhibiciones contra la violencia, ya que simplemente no entendía por qué había que ir por el mundo torturando, matando o lanzando bombardeos intensivos. Como ya supo Goebbels en su día, es muy peligroso que la población se rinda ante estas inhibiciones enfermizas, ya que en ese caso habría un límite a las veleidades aventureras de un país fuera de sus fronteras. Tal como decía con orgullo el Washington Post durante la histeria colectiva que se produjo durante la guerra del golfo Pérsico, es necesario infundir en la gente respeto por los valores marciales. Y eso sí es importante. Si se quiere tener una sociedad violenta que avale la utilización de la fuerza en todo el mundo para alcanzar los fines de su propia élite doméstica, es necesario valorar debidamente las virtudes guerreras y no esas inhibiciones achacosas acerca del uso de la violencia. Esto es el síndrome de Vietnam: hay que vencerlo.

La representación como realidad

También es preciso falsificar totalmente la historia. Ello constituye otra manera de vencer esas inhibiciones enfermizas, para simular que cuando atacamos y destruimos a alguien lo que estamos haciendo en realidad es proteger y defendernos a nosotros mismos de los peores monstruos y agresores, y cosas por el estilo. Desde la guerra del Vietnam se ha realizado un enorme esfuerzo por reconstruir la historia. Demasiada gente, incluidos gran número de soldados y muchos jóvenes que estuvieron involucrados en movimientos por la paz o antibelicistas, comprendía lo que estaba pasando. Y eso no era bueno. De nuevo había que poner orden en aquellos malos pensamientos y recuperar alguna forma de cordura, es decir, la aceptación de que sea lo que fuere lo que hagamos, ello es noble y correcto. Si bombardeábamos Vietnam del Sur, se debía a que estábamos defendiendo el país de alguien, esto es, de los sudvietnamitas, ya que allí no había nadie más. Es lo que los intelectuales kenedianos denominaban defensa contra la agresión interna en Vietnam del Sur, expresión acuñada por Adiai Stevenson, entre otros. Así pues, era necesario que esta fuera la imagen oficial e inequívoca; y ha funcionado muy bien, ya que si se tiene el control absoluto de los medios de comunicación y el sistema educativo y la intelectualidad son conformistas, puede surtir efecto cualquier política. Un indicio de ello se puso de manifiesto en un estudio llevado a cabo en la Universidad de Massachusetts sobre las diferentes actitudes ante la crisis del Golfo Pérsico, y que se centraba en las opiniones que se manifestaban mientras se veía la televisión. Una de las preguntas de dicho estudio era: ¿Cuantas víctimas vietnamitas calcula usted que hubo durante la guerra del Vietnam? La respuesta promedio que se daba era en torno a 100.000, mientras que las cifras oficiales hablan de dos millones, y las reales probablemente sean de tres o cuatro millones. Los responsables del estudio formulaban a continuación una pregunta muy oportuna: ¿Qué pensaríamos de la cultura política alemana si cuando se le preguntara a la gente cuantos judíos murieron en el Holocausto la respuesta fuera unos 300.000? La pregunta quedaba sin respuesta, pero podemos tratar de encontrarla. ¿Qué nos dice todo esto sobre nuestra cultura? Pues bastante: es preciso vencer las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar y a otras desviaciones democráticas. Y en este caso dio resultados satisfactorios y demostró ser cierto en todos los terrenos posibles: tanto si elegimos Próximo Oriente, el terrorismo internacional o Centroamérica. El cuadro del mundo que se presenta a la gente no tiene la más mínima relación con la realidad, ya que la verdad sobre cada asunto queda enterrada bajo montañas de mentiras. Se ha alcanzado un éxito extraordinario en el sentido de disuadir las amenazas democráticas, y lo realmente interesante es que ello se ha producido en condiciones de libertad. No es como en un estado totalitario, donde todo se hace por la fuerza. Esos logros son un fruto conseguido sin violar la libertad. Por ello, si queremos entender y conocer nuestra sociedad, tenemos que pensar en todo esto, en estos hechos que son importantes para todos aquellos que se interesan y preocupan por el tipo de sociedad en el que viven.

La cultura disidente

A pesar de todo, la cultura disidente sobrevivió, y ha experimentado un gran crecimiento desde la década de los sesenta. Al principio su desarrollo era sumamente lento, ya que, por ejemplo, no hubo protestas contra la guerra de Indochina hasta algunos años después de que los Estados Unidos empezaran a bombardear Vietnam del Sur. En los inicios de su andadura era un reducido movimiento contestatario, formado en su mayor parte por estudiantes y jóvenes en general, pero hacia principios de los setenta ya había cambiado de forma notable. Habían surgido movimientos populares importantes: los ecologistas, las feministas, los antinucleares, etcétera. Por otro lado, en la década de 1980 se produjo una expansión incluso mayor y que afectó a todos los movimientos de solidaridad, algo realmente nuevo e importante al menos en la historia de América y quizás en toda la disidencia mundial. La verdad es que estos eran movimientos que no solo protestaban sino que se implicaban a fondo en las vidas de todos aquellos que sufrían por alguna razón en cualquier parte del mundo. Y sacaron tan buenas lecciones de todo ello, que ejercieron un enorme efecto civilizador sobre las tendencias predominantes en la opinión pública americana. Y a partir de ahí se marcaron diferencias, de modo que cualquiera que haya estado involucrado es este tipo de actividades durante algunos años ha de saberlo perfectamente. Yo mismo soy consciente de que el tipo de conferencias que doy en la actualidad en las regiones más reaccionarias del país —la Georgia central, el Kentucky rural— no las podría haber pronunciado, en el momento culminante del movimiento pacifista, ante una audiencia formada por los elementos más activos de dicho movimiento. Ahora, en cambio, en ninguna parte hay ningún problema. La gente puede estar o no de acuerdo, pero al menos comprende de qué estás hablando y hay una especie de terreno común en el que es posible cuando menos entenderse.

A pesar de toda la propaganda y de todos los intentos por controlar el pensamiento y fabricar el consenso, lo anterior constituye un conjunto de signos de efecto civilizador. Se está adquiriendo una capacidad y una buena disposición para pensar las cosas con el máximo detenimiento. Ha crecido el escepticismo acerca del poder.

Han cambiado muchas actitudes hacia un buen número de cuestiones, lo que ha convertido todo este asunto en algo lento, quizá incluso frío, pero perceptible e importante, al margen de si acaba siendo o no lo bastante rápido como para influir de manera significativa en los aconteceres del mundo. Tomemos otro ejemplo: la brecha que se ha abierto en relación al género. A principios de la década de 1960 las actitudes de hombres y mujeres eran aproximadamente las mismas en asuntos como las virtudes castrenses, igual que lo eran las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar. Por entonces, nadie, ni hombres ni mujeres, se resentía a causa de dichas posturas, dado que las respuestas coincidían: todo el mundo pensaba que la utilización de la violencia para reprimir a la gente de por ahí estaba justificada. Pero con el tiempo las cosas han cambiado. Aquellas inhibiciones han experimentado un crecimiento lineal, aunque al mismo tiempo ha aparecido un desajuste que poco a poco ha llegado a ser sensiblemente importante y que según los sondeos ha alcanzado el 20%. ¿Qué ha pasado? Pues que las mujeres han formado un tipo de movimiento popular semiorganizado, el movimiento feminista, que ha ejercido una influencia decisiva, ya que, por un lado, ha hecho que muchas mujeres se dieran cuenta de que no estaban solas, de que había otras con quienes compartir las mismas ideas, y, por otro, en la organización se pueden apuntalar los pensamientos propios y aprender más acerca de las opiniones e ideas que cada uno tiene. Si bien estos movimientos son en cierto modo informales, sin carácter militante, basados más bien en una disposición del ánimo en favor de las interacciones personales, sus efectos sociales han sido evidentes. Y este es el peligro de la democracia: si se pueden crear organizaciones, si la gente no permanece simplemente pegada al televisor, pueden aparecer estas ideas extravagantes, como las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar. Hay que vencer estas tentaciones, pero no ha sido todavía posible.

Desfile de enemigos

En vez de hablar de la guerra pasada, hablemos de la guerra que viene, porque a veces es más útil estar preparado para lo que puede venir que simplemente reaccionar ante lo que ocurre. En la actualidad se está produciendo en los Estados Unidos —y no es el primer país en que esto sucede— un proceso muy característico. En el ámbito interno, hay problemas económicos y sociales crecientes que pueden devenir en catástrofes, y no parece haber nadie, de entre los que detentan el poder, que tenga intención alguna de prestarles atención. Si se echa una ojeada a los programas de las distintas administraciones durante los últimos diez años no se observa ninguna propuesta seria sobre lo que hay que hacer para resolver los importantes problemas relativos a la salud, la educación, los que no tienen hogar, los parados, el índice de criminalidad, la delincuencia creciente que afecta a amplias capas de la población, las cárceles, el deterioro de los barrios periféricos, es decir, la colección completa de problemas conocidos. Todos conocemos la situación, y sabemos que está empeorando. Solo en los dos años que George Bush estuvo en el poder hubo tres millones más de niños que cruzaron el umbral de la pobreza, la deuda externa creció progresivamente, los estándares educativos experimentaron un declive, los salarios reales retrocedieron al nivel de finales de los años cincuenta para la gran mayoría de la población, y nadie hizo absolutamente nada para remediarlo. En estas circunstancias hay que desviar la atención del rebaño desconcertado ya que si empezara a darse cuenta de lo que ocurre podría no gustarle, porque es quien recibe directamente las consecuencias de lo anterior. Acaso entretenerles simplemente con la final de Copa o los culebrones no sea suficiente y haya que avivar en él el miedo a los enemigos. En los años treinta Hitler difundió entre los alemanes el miedo a los judíos y a los gitanos: había que machacarles como forma de autodefensa. Pero nosotros también tenemos nuestros métodos. A lo largo de la última década, cada año o a lo sumo cada dos, se fabrica algún monstruo de primera línea del que hay que defenderse. Antes los que estaban más a mano eran los rusos, de modo que había que estar siempre a punto de protegerse de ellos. Pero, por desgracia, han perdido atractivo como enemigo, y cada vez resulta más difícil utilizarles como tal, de modo que hay que hacer que aparezcan otros de nueva estampa. De hecho, la gente fue bastante injusta al criticar a George Bush por haber sido incapaz de expresar con claridad hacia dónde estábamos siendo impulsados, ya que hasta mediados de los años ochenta, cuando andábamos despistados se nos ponía constantemente el mismo disco: que vienen los rusos. Pero al perderlos como encamación del lobo feroz hubo que fabricar otros, al igual que hizo el aparato de relaciones públicas reaganiano en su momento. Y así, precisamente con Bush, se empezó a utilizar a los terroristas internacionales, a los narcotraficantes, a los locos caudillos árabes o a Sadam Husein, el nuevo Hitler que iba a conquistar el mundo. Han tenido que hacerles aparecer a uno tras otro, asustando a la población, aterrorizándola, de forma que ha acabado muerta de miedo y apoyando cualquier iniciativa del poder. Así se han podido alcanzar extraordinarias victorias sobre Granada, Panamá, o algún otro ejército del Tercer Mundo al que se puede pulverizar antes siquiera de tomarse la molestia de mirar cuántos son. Esto da un gran alivio, ya que nos hemos salvado en el último momento.

Tenemos así, pues, uno de los métodos con el cual se puede evitar que el rebaño desconcertado preste atención a lo que está sucediendo a su alrededor, y permanezca distraído y controlado. Recordemos que la operación terrorista internacional más importante llevada a cabo hasta la fecha ha sido la operación Mongoose, a cargo de la administración Kennedy, a partir de la cual este tipo de actividades prosiguieron contra Cuba. Parece que no ha habido nada que se le pueda comparar ni de lejos, a excepción quizás de la guerra contra Nicaragua, si convenimos en denominar aquello también terrorismo. El Tribunal de La Haya consideró que aquello era algo más que una agresión.

Cuando se trata de construir un monstruo fantástico siempre se produce una ofensiva ideológica, seguida de campañas para aniquilarlo. No se puede atacar si el adversario es capaz de defenderse: sería demasiado peligroso. Pero si se tiene la seguridad de que se le puede vencer, quizá se le consiga despachar rápido y lanzar así otro suspiro de alivio.

Percepción selectiva

Esto ha venido sucediendo desde hace tiempo. En mayo de 1986 se publicaron las memorias del preso cubano liberado Armando Valladares, que causaron rápidamente sensación en los medios de comunicación. Voy a brindarles algunas citas textuales. Los medios informativos describieron sus revelaciones como «el relato definitivo del inmenso sistema de prisión y tortura con el que Castro castiga y elimina a la oposición política». Era «una descripción evocadora e inolvidable» de las «cárceles bestiales, la tortura inhumana [y] el historial de violencia de estado [bajo] todavía uno de los asesinos de masas de este siglo», del que nos enteramos, por fin, gracias a este libro, que «ha creado un nuevo despotismo que ha institucionalizado la tortura como mecanismo de control social» en el «infierno que era la Cuba en la que [Valladares] vivió». Esto es lo que apareció en el Washington Post y el New York Times en sucesivas reseñas. Las atrocidades de Castro —descrito como un «matón dictador»— se revelaron en este libro de manera tan concluyente que «solo los intelectuales occidentales fríos e insensatos saldrán en defensa del tirano», según el primero de los diarios citados. Recordemos que estamos hablando de lo que le ocurrió a un hombre. Y supongamos que todo lo que se dice en el libro es verdad. No le hagamos demasiadas preguntas al protagonista de la historia. En una ceremonia celebrada en la Casa Blanca con motivo del Día de los Derechos Humanos, Ronald Reagan destacó a Armando Valladares e hizo mención especial de su coraje al soportar el sadismo del sangriento dictador cubano. A continuación, se le designó representante de los Estados Unidos en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Allí tuvo la oportunidad de prestar notables servicios en la defensa de los gobiernos de El Salvador y Guatemala en el momento en que estaban recibiendo acusaciones de cometer atrocidades a tan gran escala que cualquier vejación que Valladares pudiera haber sufrido tenía que considerarse forzosamente de mucha menor entidad. Así es como están las cosas.

La historia que viene ahora también ocurría en mayo de 1986, y nos dice mucho acerca de la fabricación del consenso. Por entonces, los supervivientes del Grupo de Derechos Humanos de El Salvador —sus líderes habían sido asesinados— fueron detenidos y torturados, incluyendo al director, Herbert Anaya. Se les encarceló en una prisión llamada La Esperanza, pero mientras estuvieron en ella continuaron su actividad de defensa de los derechos humanos, y, dado que eran abogados, siguieron tomando declaraciones juradas. Había en aquella cárcel 432 presos, de los cuales 430 declararon y relataron bajo juramento las torturas que habían recibido: aparte de la picana y otras atrocidades, se incluía el caso de un interrogatorio, y la tortura consiguiente, dirigido por un oficial del ejército de los Estados Unidos de uniforme, al cual se describía con todo detalle. Ese informe —160 páginas de declaraciones juradas de los presos— constituye un testimonio extraordinariamente explícito y exhaustivo, acaso único en lo referente a los pormenores de lo que ocurre en una cámara de tortura. No sin dificultades se consiguió sacarlo al exterior, junto con una cinta de vídeo que mostraba a la gente mientras testificaba sobre las torturas, y la Marin County Interfaith Task Force (Grupo de trabajo multiconfesional Marin County) se encargó de distribuirlo. Pero la prensa nacional se negó a hacer su cobertura informativa y las emisoras de televisión rechazaron la emisión del vídeo. Creo que como mucho apareció un artículo en el periódico local de Marin County, el San Francisco Examiner. Nadie iba a tener interés en aquello. Porque estábamos en la época en que no eran pocos los intelectuales insensatos y ligeros de cascos que estaban cantando alabanzas a José Napoleón Duarte y Ronald Reagan.

Anaya no fue objeto de ningún homenaje. No hubo lugar para él en el Día de los Derechos Humanos. No fue elegido para ningún cargo importante. En vez de ello fue liberado en un intercambio de prisioneros y posteriormente asesinado, al parecer por las fuerzas de seguridad siempre apoyadas militar y económicamente por los Estados Unidos. Nunca se tuvo mucha información sobre aquellos hechos: los medios de comunicación no llegaron en ningún momento a preguntarse si la revelación de las atrocidades que se denunciaban —en vez de mantenerlas en secreto y silenciarlas— podía haber salvado su vida.

Todo lo anterior nos enseña mucho acerca del modo de funcionamiento de un sistema de fabricación de consenso. En comparación con las revelaciones de Herbert Anaya en El Salvador, las memorias de Valladares son como una pulga al lado de un elefante. Pero no podemos ocuparnos de pequeñeces, lo cual nos conduce hacia la próxima guerra. Creo que cada vez tendremos más noticias sobre todo esto, hasta que tenga lugar la operación siguiente.

Solo algunas consideraciones sobre lo último que se ha dicho, si bien al final volveremos sobre ello. Empecemos recordando el estudio de la Universidad de Massachusetts ya mencionado, ya que llega a conclusiones interesantes. En él se preguntaba a la gente si creía que los Estados Unidos debía intervenir por la fuerza para impedir la invasión ilegal de un país soberano o para atajar los abusos cometidos contra los derechos humanos. En una proporción de dos a uno la respuesta del público americano era afirmativa. Había que utilizar la fuerza militar para que se diera marcha atrás en cualquier caso de invasión o para que se respetaran los derechos humanos. Pero si los Estados Unidos tuvieran que seguir al pie de la letra el consejo que se deriva de la citada encuesta, habría que bombardear El Salvador, Guatemala, Indonesia, Damasco, Tel Aviv, Ciudad del Cabo, Washington, y una lista interminable de países, ya que todos ellos representan casos manifiestos, bien de invasión ilegal, bien de violación de derechos humanos. Si uno conoce los hechos vinculados a estos ejemplos, comprenderá perfectamente que la agresión y las atrocidades de Sadam Husein —que tampoco son de carácter extremo— se incluyen claramente dentro de este abanico de casos. ¿Por qué, entonces, nadie llega a esta conclusión? La respuesta es que nadie sabe lo suficiente. En un sistema de propaganda bien engrasado nadie sabrá de qué hablo cuando hago una lista como la anterior. Pero si alguien se molesta en examinarla con cuidado, verá que los ejemplos son totalmente apropiados.

Tomemos uno que, de forma amenazadora, estuvo a punto de ser percibido durante la guerra del Golfo. En febrero, justo en la mitad de la campaña de bombardeos, el gobierno del Líbano solicitó a Israel que observara la resolución 425 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, de marzo de 1978, por la que se le exigía que se retirara inmediata e incondicionalmente del Líbano. Después de aquella fecha ha habido otras resoluciones posteriores redactadas en los mismos términos, pero desde luego Israel no ha acatado ninguna de ellas porque los Estados Unidos dan su apoyo al mantenimiento de la ocupación. Al mismo tiempo, el sur del Líbano recibe las embestidas del terrorismo del estado judío, y no solo brinda espacio para la ubicación de campos de tortura y aniquilamiento sino que también se utiliza como base para atacar a otras partes del país. Desde 1978, fecha de la resolución citada, el Líbano fue invadido, la ciudad de Beirut sufrió continuos bombardeos, unas 20.000 personas murieron —en torno al 80% eran civiles—, se destruyeron hospitales, y la población tuvo que soportar todo el daño imaginable, incluyendo el robo y el saqueo. Excelente... los Estados Unidos lo apoyaban. Es solo un ejemplo. La cuestión está en que no vimos ni oímos nada en los medios de información acerca de todo ello, ni siquiera una discusión sobre si Israel y los Estados Unidos deberían cumplir la resolución 425 del Consejo de Seguridad, o cualquiera de las otras posteriores, del mismo modo que nadie solicitó el bombardeo de Tel Aviv, a pesar de los principios defendidos por dos tercios de la población. Porque, después de todo, aquello es una ocupación ilegal de un territorio en el que se violan los derechos humanos. Solo es un ejemplo, pero los hay incluso peores. Cuando el ejército de Indonesia invadió Timor Oriental dejó un rastro de 200.000 cadáveres, cifra que no parece tener importancia al lado de otros ejemplos. El caso es que aquella invasión también recibió el apoyo claro y explícito de los Estados Unidos, que todavía prestan al gobierno indonesio ayuda diplomática y militar. Y podríamos seguir indefinidamente.

La guerra del Golfo

Veamos otro ejemplo mas reciente. Vamos viendo cómo funciona un sistema de propaganda bien engrasado. Puede que la gente crea que el uso de la fuerza contra Iraq se debe a que América observa realmente el principio de que hay que hacer frente a las invasiones de países extranjeros o a las transgresiones de los derechos humanos por la vía militar, y que no vea, por el contrario, qué pasaría si estos principios fueran también aplicables a la conducta política de los Estados Unidos. Estamos antes un éxito espectacular de la propaganda.

Tomemos otro caso. Si se analiza detenidamente la cobertura periodística de la guerra desde el mes de agosto (1990), se ve, sorprendentemente, que faltan algunas opiniones de cierta relevancia. Por ejemplo, existe una oposición democrática iraquí de cierto prestigio, que, por supuesto, permanece en el exilio dada la quimera de sobrevivir en Iraq. En su mayor parte están en Europa y son banqueros, ingenieros, arquitectos, gente así, es decir, con cierta elocuencia, opiniones propias y capacidad y disposición para expresarlas. Pues bien, cuando Sadam Husein era todavía el amigo favorito de Bush y un socio comercial privilegiado, aquellos miembros de la oposición acudieron a Washington, según las fuentes iraquíes en el exilio, a solicitar algún tipo de apoyo a sus demandas de constitución de un parlamento democrático en Iraq. Y claro, se les rechazó de plano, ya que los Estados Unidos no estaban en absoluto interesados en lo mismo. En los archivos no consta que hubiera ninguna reacción ante aquello.

A partir de agosto fue un poco más difícil ignorar la existencia de dicha oposición, ya que cuando de repente se inició el enfrentamiento con Sadam Husein después de haber sido su más firme apoyo durante años, se adquirió también conciencia de que existía un grupo de demócratas iraquíes que seguramente tenían algo que decir sobre el asunto. Por lo pronto, los opositores se sentirían muy felices si pudieran ver al dictador derrocado y encarcelado, ya que había matado a sus hermanos, torturado a sus hermanas y les había mandado a ellos mismos al exilio. Habían estado luchando contra aquella tiranía que Ronald Reagan y George Bush habían estado protegiendo. ¿Por qué no se tenía en cuenta, pues, su opinión? Echemos un vistazo a los medios de información de ámbito nacional y tratemos de encontrar algo acerca de la oposición democrática iraquí desde agosto de 1990 hasta marzo de 1991: ni una línea. Y no es a causa de que dichos resistentes en el exilio no tengan facilidad de palabra, ya que hacen repetidamente declaraciones, propuestas, llamamientos y solicitudes, y, si se les observa, se hace difícil distinguirles de los componentes del movimiento pacifista americano. Están contra Sadam Husein y contra la intervención bélica en Iraq. No quieren ver cómo su país acaba siendo destruido, desean y son perfectamente conscientes de que es posible una solución pacífica del conflicto. Pero parece que esto no es políticamente correcto, por lo que se les ignora por completo. Así que no oímos ni una palabra acerca de la oposición democrática iraquí, y si alguien está interesado en saber algo de ellos puede comprar la prensa alemana o la británica. Tampoco es que allí se les haga mucho caso, pero los medios de comunicación están menos controlados que los americanos, de modo que, cuando menos, no se les silencia por completo.

Lo descrito en los párrafos anteriores ha constituido un logro espectacular de la propaganda. En primer lugar, se ha conseguido excluir totalmente las voces de los demócratas iraquíes del escenario político, y, segundo, nadie se ha dado cuenta, lo cual es todavía más interesante. Hace falta que la población esté profundamente adoctrinada para que no haya reparado en que no se está dando cancha a las opiniones de la oposición iraquí, aunque, caso de haber observado el hecho, si se hubiera formulado la pregunta ¿por qué?, la respuesta habría sido evidente: porque los demócratas iraquíes piensan por sí mismos; están de acuerdo con los presupuestos del movimiento pacifista internacional, y ello les coloca en fuera de juego.

Veamos ahora las razones que justificaban la guerra. Los agresores no podían ser recompensados por su acción, sino que había que detener la agresión mediante el recurso inmediato a la violencia: esto lo explicaba todo. En esencia, no se expuso ningún otro motivo. Pero, ¿es posible que sea esta una explicación admisible? ¿Defienden en verdad los Estados Unidos estos principios: que los agresores no pueden obtener ningún premio por su agresión y que esta debe ser abortada mediante el uso de la violencia? No quiero poner a prueba la inteligencia de quien me lea al repasar los hechos, pero el caso es que un adolescente que simplemente supiera leer y escribir podría rebatir estos argumentos en dos minutos. Pero nunca nadie lo hizo. Fijémonos en los medios de comunicación, en los comentaristas y críticos liberales, en aquellos que declaraban ante el Congreso, y veamos si había alguien que pusiera en entredicho la suposición de que los Estados Unidos era fiel de verdad a esos principios. ¿Se han opuesto los Estados Unidos a su propia agresión a Panamá, y se ha insistido, por ello, en bombardear Washington? Cuando se declaró ilegal la invasión de Namibia por parte de Sudáfrica, ¿impusieron los Estados Unidos sanciones y embargos de alimentos y medicinas? ¿Declararon la guerra? ¿Bombardearon Ciudad del Cabo? No, transcurrió un período de veinte años de diplomacia discreta. Y la verdad es que no fue muy divertido lo que ocurrió durante estos años, dominados por las administraciones de Reagan y Bush, en los que aproximadamente un millón y medio de personas fueron muertas a manos de Sudáfrica en los países limítrofes. Pero olvidemos lo que ocurrió en Sudáfrica y Namibia: aquello fue algo que no lastimó nuestros espíritus sensibles. Proseguimos con nuestra diplomacia discreta para acabar concediendo una generosa recompensa a los agresores. Se les concedió el puerto más importante de Namibia y numerosas ventajas que tenían que ver con su propia seguridad nacional. ¿Dónde está aquel famoso principio que defendemos? De nuevo, es un juego de niños el demostrar que aquellas no podían ser de ningún modo las razones para ir a la guerra, precisamente porque nosotros mismos no somos fieles a estos principios.

Pero nadie lo hizo; esto es lo importante. Del mismo modo que nadie se molestó en señalar la conclusión que se seguía de todo ello: que no había razón alguna para la guerra. Ninguna, al menos, que un adolescente no analfabeto no pudiera refutar en dos minutos. Y de nuevo estamos ante el sello característico de una cultura totalitaria. Algo sobre lo que deberíamos reflexionar ya que es alarmante que nuestro país sea tan dictatorial que nos pueda llevar a una guerra sin dar ninguna razón de ello y sin que nadie se entere de los llamamientos del Líbano. Es realmente chocante.

Justo antes de que empezara el bombardeo, a mediados de enero, un sondeo llevado a cabo por el Washington Post y la cadena abc revelaba un dato interesante. La pregunta formulada era: si Iraq aceptara retirarse de Kuwait a cambio de que el Consejo de Seguridad estudiara la resolución del conflicto árabe-israelí, ¿estaría de acuerdo? Y el resultado nos decía que, en una proporción de dos a uno, la población estaba a favor. Lo mismo sucedía en el mundo entero, incluyendo a la oposición iraquí, de forma que en el informe final se reflejaba el dato de que dos tercios de los americanos daban un sí como respuesta a la pregunta referida. Cabe presumir que cada uno de estos individuos pensaba que era el único en el mundo en pensar así, ya que desde luego en la prensa nadie había dicho en ningún momento que aquello pudiera ser una buena idea. Las órdenes de Washington habían sido muy claras, es decir, hemos de estar en contra de cualquier conexión, es decir, de cualquier relación diplomática, por lo que todo el mundo debía marcar el paso y oponerse a las soluciones pacíficas que pudieran evitar la guerra. Si intentamos encontrar en la prensa comentarios o reportajes al respecto, solo descubriremos una columna de Alex Cockbum en Los Angeles Times, en la que este se mostraba favorable a la respuesta mayoritaria de la encuesta.

Seguramente, los que contestaron la pregunta pensaban estoy solo, pero esto es lo que pienso. De todos modos, supongamos que hubieran sabido que no estaban solos, que había otros, como la oposición democrática iraquí, que pensaban igual. Y supongamos también que sabían que la pregunta no era una mera hipótesis, sino que, de hecho, Iraq había hecho precisamente la oferta señalada, y que esta había sido dada a conocer por el alto mando del ejército americano justo ocho días antes: el día 2 de enero. Se había difundido la oferta iraquí de retirada total de Kuwait a cambio de que el Consejo de Seguridad discutiera y resolviera el conflicto árabe-israelí y el de las armas de destrucción masiva. (Recordemos que los Estados Unidos habían estado rechazando esta negociación desde mucho antes de la invasión de Kuwait). Supongamos, asimismo, que la gente sabía que la propuesta estaba realmente encima de la mesa, que recibía un apoyo generalizado, y que, de hecho, era algo que cualquier persona racional haría si quisiera la paz, al igual que hacemos en otros casos, más esporádicos, en que precisamos de verdad repeler la agresión. Si suponemos que se sabía todo esto, cada uno puede hacer sus propias conjeturas. Personalmente doy por sentado que los dos tercios mencionados se habrían convertido, casi con toda probabilidad, en el 98% de la población. Y aquí tenemos otro éxito de la propaganda. Es casi seguro que no había ni una sola persona, de las que contestaron la pregunta, que supiera algo de lo referido en este párrafo porque seguramente pensaba que estaba sola. Por ello, fue posible seguir adelante con la política belicista sin ninguna oposición. Hubo mucha discusión, protagonizada por el director de la CIA, entre otros, acerca de si las sanciones serían eficaces o no. Sin embargo no se discutía la cuestión más simple: ¿habían funcionado las sanciones hasta aquel momento? Y la respuesta era que sí, que por lo visto habían dado resultados, seguramente hacia finales de agosto, y con más probabilidad hacia finales de diciembre. Es muy difícil pensar en otras razones que justifiquen las propuestas iraquíes de retirada, autentificadas o, en algunos casos, difundidas por el Estado Mayor estadounidense, que las consideraba serias y negociables. Así la pregunta que hay que hacer es: ¿Habían sido eficaces las sanciones? ¿Suponían una salida a la crisis? ¿Se vislumbraba una solución aceptable para la población en general, la oposición democrática iraquí y el mundo en su conjunto? Estos temas no se analizaron ya que para un sistema de propaganda eficaz era decisivo que no aparecieran como elementos de discusión, lo cual permitió al presidente del Comité Nacional Republicano decir que si hubiera habido un demócrata en el poder, Kuwait todavía no habría sido liberado. Puede decir esto y ningún demócrata se levantará y dirá que si hubiera sido presidente habría liberado Kuwait seis meses antes. Hubo entonces oportunidades que se podían haber aprovechado para hacer que la liberación se produjera sin que fuera necesaria la muerte de decenas de miles de personas ni ninguna catástrofe ecológica. Ningún demócrata dirá esto porque no hubo ningún demócrata que adoptara esta postura, si acaso con la excepción de Henry González y Barbara Boxer, es decir, algo tan marginal que se puede considerar prácticamente inexistente.

Cuando los misiles Scud cayeron sobre Israel no hubo ningún editorial de prensa que mostrara su satisfacción por ello. Y otra vez estamos ante un hecho interesante que nos indica cómo funciona un buen sistema de propaganda, ya que podríamos preguntar ¿y por qué no? Después de todo, los argumentos de Sadam Husein eran tan válidos como los de George Bush: ¿cuáles eran, al fin y al cabo? Tomemos el ejemplo del Líbano. Sadam Husein dice que rechaza que Israel se anexione el sur del país, de la misma forma que reprueba la ocupación israelí de los Altos del Golán sirios y de Jerusalén Este, tal como ha declarado repetidamente por unanimidad el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Pero para el dirigente iraquí son inadmisibles la anexión y la agresión. Israel ha ocupado el sur del Líbano desde 1978 en clara violación de las resoluciones del Consejo de Seguridad, que se niega a aceptar, y desde entonces hasta el día de hoy ha invadido todo el país y todavía lo bombardea a voluntad. Es inaceptable. Es posible que Sadam Husein haya leído los informes de Amnistía Internacional sobre las atrocidades cometidas por el ejército israelí en la Cisjordania ocupada y en la franja de Gaza. Por ello, su corazón sufre. No puede soportarlo. Por otro lado, las sanciones no pueden mostrar su eficacia porque los Estados Unidos vetan su aplicación, y las negociaciones siguen bloqueadas. ¿Qué queda, aparte de la fuerza? Ha estado esperando durante años: trece en el caso del Líbano; veinte en el de los territorios ocupados.

Este argumento nos suena. La única diferencia entre este y el que hemos oído en alguna otra ocasión está en que Sadam Husein podía decir, sin temor a equivocarse, que las sanciones y las negociaciones no se pueden poner en práctica porque los Estados Unidos lo impiden. George Bush no podía decir lo mismo, dado que, en su caso, las sanciones parece que sí funcionaron, por lo que cabía pensar que las negociaciones también darían resultado: en vez de ello, el presidente americano las rechazó de plano, diciendo de manera explícita que en ningún momento iba a haber negociación alguna. ¿Alguien vio que en la prensa hubiera comentarios que señalaran la importancia de todo esto? No, ¿por qué?, es una trivialidad. Es algo que, de nuevo, un adolescente que sepa las cuatro reglas puede resolver en un minuto. Pero nadie, ni comentaristas ni editorialistas, llamaron la atención sobre ello. Nuevamente se pone de relieve, los signos de una cultura totalitaria bien llevada, y demuestra que la fabricación del consenso sí funciona.

Solo otro comentario sobre esto último. Podríamos poner muchos ejemplos a medida que fuéramos hablando. Admitamos, de momento, que efectivamente Sadam Husein es un monstruo que quiere conquistar el mundo —creencia ampliamente generalizada en los Estados Unidos—. No es de extrañar, ya que la gente experimentó cómo una y otra vez le martilleaban el cerebro con lo mismo: está a punto de quedarse con todo; ahora es el momento de pararle los pies. Pero, ¿cómo pudo Sadam Husein llegar a ser tan poderoso? Iraq es un país del Tercer Mundo, pequeño, sin infraestructura industrial. Libró durante ocho años una guerra terrible contra Irán, país que en la fase posrevolucionaria había visto diezmado su cuerpo de oficiales y la mayor parte de su fuerza militar. Iraq, por su lado, había recibido una pequeña ayuda en esa guerra, al ser apoyado por la Unión Soviética, los Estados Unidos, Europa, los países árabes más importantes y las monarquías petroleras del Golfo. Y, aun así, no pudo derrotar a Irán. Pero, de repente, es un país preparado para conquistar el mundo. ¿Hubo alguien que destacara este hecho? La clave del asunto está en que era un país del Tercer Mundo y su ejército estaba formado por campesinos, y en que —como ahora se reconoce— hubo una enorme desinformación acerca de las fortificaciones, de las armas químicas, etc.; ¿hubo alguien que hiciera mención de todo aquello? No, no hubo nadie. Típico.

Fíjense que todo ocurrió exactamente un año después de que se hiciera lo mismo con Manuel Noriega. Este, si vamos a eso, era un gángster de tres al cuarto, comparado con los amigos de Bush, sean Sadam Husein o los dirigentes chinos, o con Bush mismo. Un desalmado de baja estofa que no alcanzaba los estándares internacionales que a otros colegas les daban una aureola de atracción. Aun así, se le convirtió en una bestia de exageradas proporciones que en su calidad de líder de los narcotraficantes nos iba a destruir a todos. Había que actuar con rapidez y aplastarle, matando a un par de cientos, quizás a un par de miles, de personas. Devolver el poder a la minúscula oligarquía blanca —en torno al 8% de la población— y hacer que el ejército estadounidense controlara todos los niveles del sistema político. Y había que hacer todo esto porque, después de todo, o nos protegíamos a nosotros mismos, o el monstruo nos iba a devorar. Pues bien, un año después se hizo lo mismo con Sadam Husein. ¿Alguien dijo algo? ¿Alguien escribió algo respecto a lo que pasaba y por qué? Habrá que buscar y mirar con mucha atención para encontrar alguna palabra al respecto.

Démonos cuenta de que todo esto no es tan distinto de lo que hacía la Comisión Creel cuando convirtió a una población pacífica en una masa histérica y delirante que quería matar a todos los alemanes para protegerse a sí misma de aquellos bárbaros que descuartizaban a los niños belgas. Quizás en la actualidad las técnicas son más sofisticadas, por la televisión y las grandes inversiones económicas, pero en el fondo viene a ser lo mismo de siempre.

Creo que la cuestión central, volviendo a mi comentario original, no es simplemente la manipulación informativa, sino algo de dimensiones mucho mayores. Se trata de si queremos vivir en una sociedad libre o bajo lo que viene a ser una forma de totalitarismo autoimpuesto, en el que el rebaño desconcertado se encuentra, además, marginado, dirigido, amedrentado, sometido a la repetición inconsciente de eslóganes patrióticos, e imbuido de un temor reverencial hacia el líder que le salva de la destrucción, mientras que las masas que han alcanzado un nivel cultural superior marchan a toque de corneta repitiendo aquellos mismos eslóganes que, dentro del propio país, acaban degradados. Parece que la única alternativa esté en servir a un estado mercenario ejecutor, con la esperanza añadida de que otros vayan a pagamos el favor de que les estemos destrozando el mundo. Estas son las opciones a las que hay que hacer frente. Y la respuesta a estas cuestiones está en gran medida en manos de gente como ustedes y yo.
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