sábado, 30 de junio de 2012

LILIANA HEKER

¿Te parece que estoy por cumplir 70 años?

Liliana Heker es escritora y entre sus libros figuran "La muerte de Dios", "El fin de la historia", "Los que vieron la zarza", entre otros. (Y yo agradezco hondamente, el Honor de su Amistad. Pueden leerse algunos de sus cuentos en Arte y Letras)

Viejos son los otros. Esa es la sensación de una mujer que al cumplir los veintidós sufrió una crisis de llanto, pero que ahora respeta los años como su mejor patrimonio. Lo vivido le permite mirar con ganas y energía todo lo que aún le queda por hacer.

Estoy sentada en el segundo asiento del 28, sumergida en el transitorio estado de levedad que me provoca cualquier viaje, por corto o colectivesco que sea, siempre que esté sentada y consiga aislarme del entorno: es una buena ocasión para soltar amarras y echarme a navegar. Distraídamente miro hacia la puerta y veo que sube una señora mayor .

Cierto reglamento interno que me pilotea desde el origen me impulsa a ponerme de pie y cederle el asiento. Si el acto se completa, ocurrirá que unos segundos después, desde mi condición de pasajera-a-pie (rápida ojeada hacia abajo), seré atravesada por una pregunta que me va a dejar perpleja. Pero si la pregunta irrumpe antes de que le deje el asiento a la señora mayor, voy a poder frenarme a tiempo.

¿Mayor que quién? Porque abruptamente habré recordado que me faltan pocos meses para cumplir setenta años y (rápida ojeada hacia arriba) es muy probable que la mujer cristalizada por mí en una senectud sin remedio sea menor que yo. Querida, voy a pensar un poco desafiante desde mi asiento, ¿sabés cuántos años tengo yo? Sin ninguna culpa, voy a regodearme en el mal humor de la mujer, quien (pienso) seguramente estará pensando qué maleducada esta chica que no me cede el asiento y encima me mira desafiante . Porque estoy convencida de que la mujer jamás creería que tengo la edad que tengo. Pero la que en realidad no cree del todo que tiene la edad que tiene, soy yo.

Digamos, aunque suene grotesco, que algo dentro de mí aún aletea y arde en un tiempo sin edad . Y aunque soy consciente de mis años y los pongo sobre la mesa en toda circunstancia que se presenta (cosa que, doy fe, provoca cierta incomodidad en los otros, como si los años –sobre todo los años de una mujer– fueran un tema tabú) y sostengo que no hay que falsear la edad porque los años vividos son el patrimonio que una tiene, sobre todo si es escritora, y sé que mi cara debe revelar sin mayores subterfugios esa edad, aun así, no puedo ser sino a través de esa que aún arde y aletea.

Es rara esa duplicidad: saber la carga cultural que acarrea el número de años que una tiene y, al mismo tiempo, sentirse extranjera respecto de ese número. Una tarde, me acuerdo, yo estaba tomando mate con mi madre, y ella, refiriéndose a una de sus hermanas que se negaba a salir y ya no se arreglaba, con esa falta de escrúpulos que siempre la caracterizó, me dijo: “Ya no la aguanto más: parece una vieja de ochenta años ”. Lo curioso es que mi tía, en ese momento, tenía ochenta y uno, y mi impiadosa madre, ochenta y tres. Su construcción mental de las viejas de ochenta años no se correspondía con su propia persona; nunca pronunció, refiriéndose a sí misma, la palabra “vieja”. Lilúshkale, me dijo en su yiddish sui generis el día en que cumplió ochenta y cuatro, ya me estoy poniendo grande .

Sin embargo, podía hablar con naturalidad de su edad, y de lo que eso significaba en vida vivida, sólo que para ella, hasta el día en que perdió la conciencia, las viejas de ochenta años siempre fueron las otras. Esa tarde del mate el comentario de mi madre me dio risa; no me di cuenta, en ese momento, hasta qué punto me iba a parecer a ella. O ya me estaba pareciendo. Porque la sensación de extrañeza respecto de mis años había empezado mucho tiempo atrás , tal vez cuando cumplí los treinta, sólo que, por entonces, me faltaba mucho para descubrir las posibilidades del omóplato; a duras penas me había librado del síndrome de la cornisa .

El síndrome de la cornisa me había acechado desde la adolescencia y básicamente se resumía en esta pregunta: “Si ahora mismo se me cae esa cornisa encima, ¿qué va a quedar de mí?”. La respuesta era impiadosa: “Cuatro o cinco cuentos, nada más que eso”.

Un episodio puede ilustrar lo que quiero decir. Ocurrió un 9 de febrero, en Mar del Plata, en la casa de la madre de Raúl Escari. Yo cumplía 22 años y, cuando todos se disponían a festejarme , caí en una inmoderada crisis de llanto. Reconozco que el whisky debe de haber ayudado, pero el hecho es que yo fui atacada por la conciencia (y juro que era una conciencia aguda y dolorosa) de que había arribado a mi vigésimo segundo cumpleaños sin haber cumplido esa tarea grandiosa que me había propuesto hacer. Vista desde afuera, tal vez seguía siendo precoz: estaba terminando mi libro Los que vieron la zarza , era subdirectora de El escarabajo de Oro (revista que dirigía Abelardo Castillo), llevaba publicadas varias críticas que hasta me hacían parecer alta. Pero dentro de mí sólo contaba lo no realizado, y eso era absoluto. Lo que no había hecho hasta ese momento, no estaba hecho y se acabó: se trataba de una meta incumplida, de un sueño mentiroso.

El futuro sólo tenía sentido para mí en términos ideológicos; aplicado a lo personal, era un vocablo de libro de lectura, una palabra hueca . Si alguien, en una conversación casual, llegaba a jugar con la idea de mis hipotéticos cuarenta o cincuenta años, lo que me invadía era una sensación de asco.

Unos meses antes de cumplir los treinta entré en pánico. Estaba segura de que algo me iba a pasar. Alguien como yo, pensaba (y quería decir “alguien que anda por la vida explotando sus aires de adolescente ”), no puede cumplir treinta años. Pero los cumplí y el mundo no se vino abajo. Mi cara no cambió de golpe (sin duda había empezado a cambiar mucho antes sin que yo hubiera querido notarlo: la cara, por fortuna, siempre cambia, si no seríamos monstruosos ), y nadie –ni siquiera yo– caía desmayado cuando, interrogada sobre mi edad, respondía: “Tengo treinta años”.

Lo cierto es que este incidente de mi vida me llevó a reflexionar tan a fondo sobre la categoría balsaciana de “la mujer de treinta años” en la cual me negaba a encajar, y sobre la carga cultural que una cree que deberá sufrir sobre la espalda por el solo hecho de cumplir treinta años, que me creé antídotos contra cualquier cambio posterior de década.

Aprendí que una sin duda cambia, y a veces a saltos, pero no prolijamente cada diez años. Y aprendí también que no todo cambio es destrucción .

La cornisa sigue estando al acecho, cada vez más probable, pero solo en ocasiones pienso en ella. Y el estado de inminencia –lo que no hice hasta ahora no está hecho y se acabó– poco a poco se fue transformando en su opuesto. Paradójicamente, a medida que el futuro –según toda previsión lógica– se me achica, yo, cada vez más, tengo la convicción –irrefutable, por otra parte– de que en cada segundo, ahora mismo mientras anoto estas palabras, me queda toda la vida por delante. Todo lo que no escribí, todo lo que no leí, todo lo que quise ser y no fui, todo lo que no, aún está por hacerse. Y eso me reconforta: alguien tan incompleto como yo tiene buenas posibilidades de mejorar con el tiempo.

Será que nunca fui bendecida con ese tipo de juventud resplandeciente que habrá de ser muy doloroso ver esfumarse con el paso de los años . No tuve cintura de avispa, ni pechos desbordantes, ni caderas turbulentas, ni una cabellera salvaje que me rodeara como un aura: nada que pueda caerse, o ablandarse, o engrosarse demasiado; tampoco un talento espontáneo por el que las estrofas algún día me hayan brotado como agua de manantial.

Cuando tenía veinte años, en una mesa de Bachín , Alba Mujica, que leía las manos, miró mi palma y, sin ninguna consideración por mis ínfulas de chica precoz , me dijo: “No sos el Niño Jesús, y tampoco sos Mozart”. Debió decir más cosas pero eso es lo único que recuerdo porque me dio justo en la matadura. “Nena (leí debajo de sus palabras), lo que quieras conseguir, sea un cuerpo elástico o una página legible, lo vas a tener que conseguir a fuerza de trabajo”. Y así ando. Como cualquier proletario del mundo, en cuanto a los dones dorados de la juventud, no tengo mucho que perder. ¿Ciertos chorros de alegría que me atravesaban en la adolescencia? He descubierto con sorpresa que eso no se pierde, es lo que, desprevenidamente, me impulsa a levantarme del asiento cuando sube al colectivo una señora mayor. Todo lo demás me queda por hacer.

A los treinta y dos años, en mi cuento La sinfonía pastoral , la protagonista escribe: “A veces tengo la sensación de ser una especie de bofe pensante dejado en el mundo sin forma ni destino pero con infinitas posibilidades: tener una cara, escribir libros, hacer la vertical”. Me pregunto: ¿Sabía realmente ella los alcances de lo que estaba diciendo? Concebía esa que se situaba con cierto horror a las puertas de sus treinta y dos años, a esta que ahora, sin horror, se sabe a las puertas de los setenta? No lo creo. En esa época, a mí las edades futuras todavía me provocaban un vértigo que se parecía a la náusea .

Claro que (y en el cuento se advierte) yo ya estaba preguntándome sobre el trabajo del tiempo, pero en ese tiempo, mi tiempo de entonces. Me quedaba mucho por descubrir, varias luchas que emprender . Ese es el gran dilema: cuándo me voy a entregar dócilmente al trabajo de los años. ¿Existirá ese momento o, como quiero decidirlo ahora, la muerte me va a encontrar triunfante , en la actitud de cederle el asiento a una señora mayor? No lo sé. Por el momento, sigo recogiendo el guante.

La vertical me está saliendo mucho mejor que a esa mujer de treinta y dos que no sabía para qué lado bajar las piernas; y el saque me sale mal pero poco a poco va mejorando .

Sé que debo perfeccionarlo, de eso no hay duda, pero ¿acaso no me queda toda la vida por delante? Hace poco descubrí mi omóplato derecho. Resulta que, vaya a saberse por cuáles avatares de la vida, hacía décadas que, sin saberlo, lo tenía bloqueado . Caramba, me digo, mientras frenéticamente lo muevo frente al espejo, si aun sin ese omóplato manejé el mouse, cargué paquetes de revistas y aprendí tardíamente a jugar al tenis, ¿qué no voy a conseguir con mi omóplato en la plenitud de sus aptitudes motrices? Un sinfín de posibilidades se abre ante mí. Todo es nuevo porque todo es mirado por mí a la luz de una edad que me era desconocida. Considerada así, la vida es bastante interesante. No me engaño. A veces, cuando subo al colectivo, un muchacho con walkman o una chica de rulos me cede el asiento. Me ha cosificado en mis años y tiene derecho. Yo me sorprendo un poco pero aprovecho la volada y me siento. Es una buena ocasión para que suelte amarras y me eche a navegar.
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AGUSTÍN DE HIPONA

La ciudad de Dios, libro XIX, capítulo XII

La paz, aspiración suprema de los seres

1.
Quienquiera que repare en la cosas humanas y en la naturaleza de las mismas, reconocerá conmigo que, así como no hay nadie que no quiera gozar, así no hay nadie que no quiera tener paz. En efecto, los mismos amantes de la guerra no desean más que vencer, y, por consiguiente, ansían llegar guerreando a una paz gloriosa. Y ¿qué es la victoria más que la sujeción de los rebeldes? Logrado este efecto, llega la paz. La paz es, pues, también el fin perseguido por quienes se afanan en poner a prueba su valor guerrero presentando guerra para imperar y luchar. De donde se sigue que el verdadero fin de la guerra es la paz. El hombre, con la guerra, busca la paz; pero nadie busca la guerra con la paz. Aun los que perturban la paz de intento, no odian la paz, sino que ansían cambiarla a su capricho.

Su voluntad no es que haya paz, sino que la paz sea según su voluntad. Y si llegan a separarse de otros por alguna sedición, no ejecutan su intento si no tienen con sus cómplices una especie de paz. Por eso los bandoleros procuran estar en paz entre sí, para alterar con más violencia y seguridad la paz de los demás. Y si hay algún salteador tan forzudo y enemigo de compañías que no se confíe y saltee y mate y se dé al pillaje él solo, al menos tiene una especie de paz, sea cual fuere, con aquellos a quienes no puede matar y a quienes quiere ocultar lo que hace. En su casa procura vivir en paz con su esposa, con los hijos, con los domésticos, si los tiene, y se deleita en que sin chistar obedezcan a su voluntad. Y si no se le obedece, se indigna, riñe y castiga, y si la necesidad lo exige, compone la paz familiar con crueldad. Él ve que la paz no puede existir en la familia si los miembros no se someten a la cabeza, que es él en su casa. Y si una ciudad o pueblo quisiera sometérsele como deseaba que le estuvieran sujetos los de su casa, no se escondiera ya como ladrón en una caverna, sino que se engallaría a vista de todos, pero con la misma cupididad y malicia. Todos desean, pues, tener paz con aquellos a quienes quieren gobernar a su antojo. Y cuando hacen la guerra a otros hombres, quieren hacerlos suyos, si pueden, e imponerles luego las condiciones de su paz.

Todos, incluso los animales, aspiran a la paz

2.
Supongamos a uno descrito con las pinceladas de la fábula y de los poetas. Quizá por su invariable fiereza prefirieron llamarle semihombre a hombre. Su reino sería la espantosa soledad de un antro desierto, y su malicia tan enorme, que recibió el nombre griego xaxos (malo). Sin esposa con quien tener charlas amorosas, ni hijos pequeñitos que alegraran sus días, ni mayores a quienes mandara. No gozaba de la conversación de algún amigo, ni siquiera de Vulcano, su padre, más feliz al menos que este dios, porque él no engendró otro monstruo semejante. Lejos de dar nada a nadie, robaba a los demás cuando y cuanto podía y quería. Y, sin embargo, en su antro solitario, cuyo suelo, según el poeta, siempre estaba regado de sangre, sólo anhelaba la paz, un reposo sin molestias ni turbación de violencia o miedo. Deseaba también tener paz con su cuerpo, y cuanta más tenía, tanto mejor le iba. Mandaba a sus miembros, y éstos obedecían. Y con el fin de pacificar cuanto antes su mortalidad, que se revelaba contra él por la indigencia y el hambre, que se coligaban para disociar y desterrar el alma del cuerpo, robaba, mataba y devoraba. Y aunque inhumano y fiero, miraba, con todo, inhumana y ferozmente por la paz de su vida y salud. Si quisiera tener con los demás esa paz que buscaba tanto para sí en su caverna y en sí mismo, ni se llamara malo, ni monstruo ni semihombre. Y si las extrañas formas de su cuerpo y el torbellino de llamas vomitado por su boca apartó a los hombres de su compañía, era cruel no por deseo de hacer mal, sino por necesidad de vivir. Mas éste no ha existido o, lo que es más creíble, no fue tal cual lo pinta el poeta, porque, si no alargara tanto la mano en acusar a Caco, serían pocas las alabanzas de Hércules. Este hombre, o por mejor decir, este semihombre, no existió, como tantas otras ficciones de los poetas. Porque aun las fieras más crueles -y éste participó también de esa fiereza, se llamó semifiera- custodian la especie con cierta paz, cohabitando, engendrando, pariendo y alimentando a sus hijos, a pesar de que con frecuencia son insociables y solívagas, son no como las ovejas, los ciervos, las palomas, los estorninos y las abejas, sino como los leones, las raposas, las águilas y las lechuzas. ¿Qué tigre hay que no ame blandamente a sus cachorros y, depuesta su fiereza, no los acaricie? ¿Qué milano, por más solitario que vuele sobre la presa, no busca hembra, hace su nido, empolla los huevos, alimenta sus polluelos y mantiene como puede la paz en su casa con su compañera, como una especie de madre de familia? ¡Cuánto más es arrastrado el hombre por las leyes de su naturaleza a formar sociedad con todos los hombres y a lograr la paz en cuanto esté de su parte! Los malos combaten por la paz de los suyos, y quieren someter, si es posible, a todos, para que todos sirvan a uno solo. ¿Por qué? Porque desean estar en paz con él, sea por miedo, sea por amor. Así, la soberbia imita perversamente a Dios. Odia bajo él la igualdad con sus compañeros, pero desea imponer su señorío en lugar de él. Odia la paz justa de Dios y ama su injusta paz propia. Es imposible que no ame la paz, sea cual fuere. Y es que no hay vivir tan contrario a la naturaleza que borre los vestigios últimos de la misma.

La paz es indispensable incluso en aquello que no tiene orden

3.
El que sabe anteponer lo recto a lo torcido, y lo ordenado a lo perverso, reconoce que la paz de los pecadores, en comparación con la paz de los justos, no merece ni el nombre de paz. Lo que es perverso o contra el orden, necesariamente ha de estar en paz en alguna, de alguna y con alguna parte de las cosas en que es o de que consta. De lo contrario, dejaría de ser. Supongamos un hombre suspendido por los pies, cabeza abajo. La situación del cuerpo y el orden de los miembros es perverso, porque está invertido el orden exigido por la naturaleza, estando arriba lo que debe estar naturalmente abajo. Este desorden turba la paz del cuerpo, y por eso es molesto. Pero el alma está en paz con su cuerpo y se afana por su salud, y por eso hay quien siente el dolor. Y si, acosada por las dolencias, se separara, mientras subsista la trabazón de los miembros, hay alguna paz entre ellos, y por eso aún hay alguien suspendido. El cuerpo terreno tiende a la tierra, y al oponerse a eso su atadura, busca el orden de su paz y pide en cierto modo, con la voz de su peso, el lugar de su reposo. Y, una vez exánime y sin sentido, no se aparta de su paz natural, sea conservándola, sea tendiendo a ella. Si se le embalsama, de suerte que se impida la disolución del cadáver, todavía une sus partes entre sí cierta paz, y hace que todo el cuerpo busque el lugar terreno y conveniente y, por consiguiente, pacífico. Empero, si no es embalsamado y se le deja a su curso natural, se establece un combate de vapores contrarios que ofenden nuestro sentido. Es el efecto de la putrefacción, hasta que se acople a los elementos del mundo y retorne a su paz pieza a pieza y poco a poco. De estas transformaciones no se sustrae nada a las leyes del supremo Creador y Ordenador, que gobierna la paz del universo. Porque, aunque los animales pequeños nazcan del cadáver de animales mayores, cada corpúsculo de ellos, por ley del Creador, sirve a sus pequeñas almas para su paz y conservación. Y aunque unos animales devoren los cuerpos muertos de otros, siempre encuentran las mismas leyes difundidas por todos los seres para la conservación de las especies, pacificando cada parte con su parte conveniente, sea cualquiera el lugar, la unión o las transformaciones que hayan sufrido.
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viernes, 29 de junio de 2012

MACEDONIO FERNÁNDEZ

EL ZAPALLO QUE ERA COSMOS

Érase un zapallo creciendo solitario en ricas tierras del Chaco. Favorecido por una zona excepcional que le daba de todo, criado con libertad y sin remedios fue desarrollándose con el agua natural y la luz solar en condiciones óptimas, como una verdadera esperanza de la Vida. Su historia íntima nos cuenta que iba alimentándose a expensas de las plantas más débiles de su contorno, darwinianamente; siento tener que decirlo, haciéndolo antipático. Pero la historia externa es la que nos interesa, ésa que sólo podrían relatar los azorados habitantes del Chaco que iban a verse envueltos en la pulpa zapallar, absorbidos por sus poderosas raíces.
La primera noticia que se tuvo de su existencia fue la de los sonoros crujidos del simple natural crecimiento. Los primeros colonos que lo vieron habrían de espantarse, pues ya entonces pesaría varias toneladas y aumentaba de volumen instante a instante. Ya medía una legua de diámetro cuando llegaron los primeros hacheros mandados por las autoridades para seccionarle el tronco, ya de doscientos metros de circunferencia; los obreros desistían más que por la fatiga de la labor por los ruidos espeluznantes de ciertos movimientos de equilibración, impuestos por la inestabilidad de su volumen que crecía por saltos.
Cundía el pavor. Es imposible ahora aproximársele, porque se hace el vacío en su entorno, mientras las raíces imposibles de cortar siguen creciendo. En la desesperación de vérselo venir encima, se piensa en sujetarlo con cables. En vano. Comienza a divisarse desde Montevideo, desde donde se divisa pronto lo irregular nuestro, como nosotros desde aquí observamos lo inestable de Europa. Ya se apresta a saberse el Río de la Plata.
Como no hay tiempo de reunir una conferencia panamericana -Ginebra y las cancillerías europeas están advertidas-, cada uno discurre y propone lo eficaz. ¿Lucha, conciliación, suscitación de un sentimiento piadoso en el Zapallo, súplica, armisticio? Se piensa en hacer crecer otro zapallo en el Japón, mimándolo para apresurar al máximo su prosperación, hasta que se encuentren y se entredestruyan, sin que, empero, ninguno sobrezapalle al otro. ¿Y el ejército?
Opiniones de los científicos; qué pensaron los niños, encantados seguramente; emociones de las señoras; indignación de un procurador, entusiasmo de un agrimensor y de un toma-medidas de sastrería; indumentaria para el Zapallo; una cocinera que se le planta delante y lo examina, retirándose una legua por día; un serrucho que siente su nada. ¿Y Einstein?; frente a la facultad de medicina alguien que insinúa: ¿purgarlo? Todas estas primeras chanzas habían cesado. Llegaba demasiado urgente el momento en que lo que más convenía era mudarse adentro. Bastante ridículo y humillante es el meterse en él con precipitación, aunque se olvide el reloj o el sombrero en alguna parte y apagando previamente el cigarrillo, porque ya no va quedando mundo fuera del zapallo.
A medida que crece es más rápido su ritmo de dilación; no bien es una cosa ya es otra; no ha alcanzado la figura de un buque que ya parece una isla. Sus poros ya tienen cinco metros de diámetro, ya veinte, ya cincuenta. Parece presentir que todavía el cosmos podría producir un cataclismo para perderlo, un maremoto o una hendidura de América. ¿No preferirá, por amor propio, estallar, astillarse, antes de ser metido dentro de un Zapallo? Para verlo crecer volamos en avión; es una cordillera flotando sobre el mar. Los hombres son absorbidos como moscas; los coreanos, en la antípoda, se santiguan y saben su suerte es cuestión de horas.
El Cosmos desata, en el paroxismo, el combate final. Despeña formidables tempestades, radiaciones insospechadas, temblores de tierra, quizá reservados desde su origen por si tuviera que luchar con otro mundo.
"¡Cuidaos de toda célula que ande cerca de vosotros! ¡Basta que una de ellas encuentre su todocomodidad de vivir!! ¿Por qué no se nos advirtió? El alma de cada célula dice despacito: "yo quiero apoderarme de todo el ‘stock’, de toda la ‘existencia en plaza’ de Materia, llenar el espacio, y, tal vez, los espacios siderales; yo puedo ser el Individuo-Universo, la Persona Inmortal del Mundo, el latido único". Nosotros no la escuchamos ¡y nos hallamos en la inminencia de un Mundo de Zapallo, con los hombres, las ciudades y las almas dentro!
¿Que puede herirlo ya? Es cuestión de que el Zapallo se sirva sus últimos apetitos para su sosiego final. Apenas le faltan Australia y Polinesia.
Perros que no vivían más que quince años, zapallos que apenas resistían uno y hombres que raramente llegaban a los cien… ¡Así es la sorpresa! Decíamos: es un monstruo que no puede durar. Y aquí nos tenéis adentro. ¿Nacer y morir para nacer y morir…?, se habrá dicho el Zapallo: ¡oh, ya no! El escorpión, cuando se siente inhábil o en inferioridad se pica a sí mismo y se aniquila, parte al instante al depósito de la vida escorpiónica para su nueva esperanza de perduración; se envenena sólo para que le den vida nueva. ¿Por qué no configurar el Escorpión, el Pino, la Lombriz, el Hombre, la Cigüeña, el Ruiseñor, la Hiedra, inmortales? Y por sobre todos el Zapallo, Personación del Cosmos, con los jugadores de póker viendo tranquilamente y alternando los enamorados, todo en el espacio diáfano y unitario del Zapallo.
Practicamos sinceramente la Metafísica Cucurbitácea. Nos convencimos de que, dada la relatividad de las magnitudes todas, nadie de nosotros sabrá nunca si vive o no dentro de un zapallo y hasta dentro de un ataúd y si no seremos células del Plasma Inmortal. Tenía que suceder: Totalidad todo Interna, Limitada, Inmóvil (sin Traslación), sin Relación, por ello sin Muerte.
Parece que en estos últimos momentos, según coincidencia de signos, el Zapallo se alista para conquistar no ya la pobre Tierra, sino la Creación. Al parecer, prepara su desafío contra la Vía Láctea. Días más, y el Zapallo será el ser, la realidad y su Cáscara.
(El Zapallo me ha permitido que para vosotros -queridos cofrades de la Zapallería- yo escriba mal y pobre su leyenda y su historia.
Vivimos en ese mundo que todos sabíamos, pero todo en cáscara ahora, con relaciones sólo internas y, así, sin muerte.
Esto es mejor que antes.) 

Macedonio Fernández, "El zapallo que era cosmos", en Obras Completas, Buenos Aires, Editorial Corregidor.
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jueves, 28 de junio de 2012

HEGEL

FENOMENOLOGÍA DEL ESPÍRITU
Traducción de Wenceslao Roces con la colaboración de Ricardo Guerra
ed. FONDO DE CULTURA ECONÓMICA


PRÓLOGO

I. LAS TAREAS CIENTÍFICAS DEL PRESENTE

1. La verdad como sistema científico

PARECE que, en una obra filosófica, no sólo resulta superfluo, sino que es, incluso, en razón a la naturaleza misma de la cosa, inadecuado y contraproducente el anteponer, a manera de prólogo y siguiendo la costumbre establecida una explicación acerca de la finalidad que el autor se propone en ella y acerca de sus motivos y de las relaciones que entiende que su estudio guarda con otros anteriores o coetáneos en torno al mismo tema. En efecto, lo que sería oportuno decir en un prólogo acerca de la filosofía -algo así como una indicación histórica con respecto a la tendencia y al punto de vista, al contenido general y a los resultados, un conjunto de afirmaciones y aseveraciones sueltas y dispersas acerca de la verdad- no puede ser valedero en cuanto al modo y la manera en que la verdad filosófica debe exponerse. Además, por existir la filosofía, esencialmente, en el elemento de lo universal, que lleva dentro de sí lo particular, suscita más que otra ciencia cualquiera la apariencia de que en el fin o en los resultados últimos se expresa la cosa misma, e incluso se expresa en su esencia perfecta, frente a lo cual el desarrollo parece representar, propiamente, lo no esencial. Por el contrario, en la noción general de la anatomía, por ejemplo, considerada algo así como el conocimiento de las partes del cuerpo en su existencia inerte, se tiene el convencimiento de no hallarse aun en posesión de la cosa misma, del contenido de esta ciencia, y de que es necesario esforzarse todavía por llegar a lo particular. Tratándose, además, de uno de esos conglomerados de conocimientos que no tienen derecho a ostentar el nombre de ciencia, vemos que una plática acerca del fin perseguido y de otras generalidades por el estilo no suele diferenciarse de la manera histórica y conceptual en que se habla también del contenido mismo, de los nervios, los músculos, etc. La filosofía, por el contrario, se encontraría en situación desigual sí empleara este modo de proceder, que ella misma muestra que no sirve para captar la verdad.
Del mismo modo, la determinación de las relaciones que una obra filosófica cree guardar con otros intentos en torno al mismo tema suscita un interés extraño y oscurece aquello que importa en el conocimiento de la verdad. Cuando arraiga la opinión del antagonismo entre lo verdadero y lo falso, dicha opinión suele esperar también, ante un sistema filosófico dado, o el asentimiento o la contradicción, viendo en cualquier declaración ante dicho sistema solamente lo uno o lo otro. No concibe la diversidad de los sistemas filosóficos como el desarrollo progresivo de la verdad, sino que sólo ve en la diversidad la contradicción. El capullo desaparece al abrirse la flor, y podría decirse que aquél es refutado por ésta; del mismo modo que el fruto hace aparecer la flor como un falso ser allí de la planta, mostrándose como la verdad de ésta en vez de aquélla. Estas formas no sólo se distinguen entre sí, sino que se eliminan las unas a las otras como incompatibles. Pero, en su fluir, constituyen al mismo tiempo otros tantos momentos de una unidad orgánica, en la que, lejos de contradecirse, son todos igualmente necesarios, y esta igual necesidad es cabalmente la que constituye la vida del todo. Pero la contradicción ante un sistema filosófico o bien, en parte, no suele concebirse a sí misma de este modo, o bien, en parte, la conciencia del que la aprehende no sabe, generalmente, liberarla o mantenerla libre de su unilateralidad, para ver bajo la figura de lo polémico y de lo aparentemente contradictorio momentos mutuamente necesarios.
La exigencia de tales explicaciones y su satisfacción pasan fácilmente por ser algo que versa sobre lo esencial. Acaso puede el sentido interno de una obra filosófica manifestarse de algún modo mejor que en sus fines y resultados, y cómo podrían éstos conocerse de un modo más preciso que en aquello que los diferencia de lo que una época produce en esa misma esfera? Ahora bien, cuando semejante modo de proceder pretende ser algo más que el inicio del conocimiento, cuando trata de hacerse valer como el conocimiento real, se le debe incluir, de hecho, entre las invenciones a que se recurre para eludir la cosa misma y para combinar la apariencia de la seriedad y del esfuerzo con la renuncia efectiva a ellos. En efecto, la cosa no se reduce a su fin, sino que se halla en su desarrollo, ni el resultado es el todo real, sino que lo es en unión con su devenir; el fin para sí es lo universal carente de vida, del mismo modo que la tendencia es el simple impulso privado todavía de su realidad, y el resultado escueto simplemente el cadáver que la tendencia deja tras sí. Asimismo, la diversidad es más bien el límite de la cosa; aparece allí donde la cosa termina o es lo que ésta no es. Esos esfuerzos en torno al fin o a los resultados o acerca de la diversidad y los modos de enjuiciar lo uno y lo otro representan, por tanto, una tarea más fácil de lo que podía tal vez parecer. En vez de ocuparse de la cosa misma, estas operaciones van siempre más allá; en vez de permanecer en ella y de olvidarse en ella, este tipo de saber pasa siempre a otra cosa y permanece en sí mismo, en lugar de permanecer en la cosa y entregarse a ella. Lo más fácil es enjuiciar lo que tiene contenido y consistencia; es más difícil captarlo, y lo más difícil de todo la combinación de lo uno y lo otro: el lograr su exposición.
El comienzo de la formación y del remontarse desde la inmediatez de la vida sustancial tiene que proceder siempre mediante la adquisición de conocimientos de principios y puntos de vista universales, en elevarse trabajosamente hasta el pensamiento de la cosa en general, apoyándola o refutándola por medio de fundamentos, aprehendiendo la rica y concreta plenitud con arreglo a sus determinabilidades, sabiendo bien a qué atenerse y formándose un juicio serio acerca de ella. Pero este inicio de la formación tendrá que dejar paso, en seguida, a la seriedad de la vida pletórica, la cual se adentra en la experiencia de la cosa misma; y cuando a lo anterior se añada el hecho de que la seriedad del concepto penetre en la profundidad de la cosa, tendremos que ese tipo de conocimiento y de juicio ocupará en la conversación el lugar que le corresponde.
La verdadera figura en que existe la verdad no puede ser sino el sistema científico de ella. Contribuir a que la filosofía se aproxime a la forma de la ciencia -a la meta en que pueda dejar de llamarse amor por el saber para llegar a ser saber real: he ahí lo que yo me propongo. La necesidad interna de que el saber sea ciencia radica en su naturaleza, y la explicación satisfactoria acerca de esto sólo puede ser la exposición de la filosofía misma. En cuanto a la necesidad externa, concebida de un modo universal, prescindiendo de lo que haya de contingente en la persona y en las motivaciones individuales, es lo mismo que la necesidad interna, pero bajo la figura en que el tiempo presenta el ser allí de sus momentos. El demostrar que ha llegado la hora de que la filosofía se eleve al plano de la ciencia constituiría, por tanto, la única verdadera justificación de los intentos encaminados a este fin, ya que, poniendo de manifiesto su necesidad, al mismo tiempo la desarrollarían.

2. La formación del presente

Sé que el poner la verdadera figura de la verdad en esta cientificidad -lo que vale tanto como afirmar que la verdad sólo tiene en el concepto el elemento de su existencia-, parece hallarse en contradicción con un cierto modo de representarse la cosa y sus consecuencias, representación tan pretenciosa como difundida en la convicción de nuestro tiempo. No creemos que resulte ocioso detenerse a explicar esta contradicción, aunque la explicación no pueda ser, aquí, otra cosa que una aseveración, ni más ni menos que aquella contra la que va dirigida. En efecto, sí lo verdadero sólo existe en aquello o, mejor dicho, como aquello que se llama unas veces intuición y otras veces saber inmediato de la absoluto, religión, el ser -no en el centro del amor divino, sino el ser mismo de él-, ello equivale a exigir para la exposición de la filosofía más bien lo contrario a la forma del concepto. Se pretende que lo absoluto sea, no concebido, sino sentido e intuido, que lleven la voz cantante y sean expresados, no su concepto, sino su sentimiento y su intuición.
Si se toma la manifestación de una exigencia así en su contexto más general y se la considera en el nivel en que se halla presente el espíritu autoconsciente, vemos que éste va más allá de la vida sustancial que llevaba en el elemento del pensamiento, más allá de esta inmediatez de su fe, de la satisfacción y la seguridad de la certeza que la conciencia abrigaba acerca de su reconciliación con la esencia y con la presencia universal de ésta, tanto la interna como la externa. Y no sólo va más allá, pasando al otro extremo de la reflexión carente de sustancia sobre sí mismo, sino que se remonta, además, por encima de esto. No sólo se pierde para él su vida esencial; además, el espíritu es consciente de esta pérdida y de la finitud que es su contenido. El espíritu, volviéndose contra quienes lo degradan y prorrumpiendo en denuestos contra su rebajamiento, no reclama de la filosofía tanto el saber lo que él es como el recobrar por medio de ella aquella sustancialidad y aquella consistencia del ser. Por tanto, para hacer frente a esta necesidad, la filosofía no debe proponerse tanto el poner al descubierto la sustancia encerrada y elevarla a la conciencia de sí misma, no tanto el retrotraer la conciencia caótica a la ordenación pensada y a la sencillez del concepto, como el ensamblar las diferenciaciones del pensamiento, reprimir el concepto que diferencia e implantar el sentimiento de la esencia, buscando más bien un fin edificante que un fin intelectivo. Lo bello, lo sagrado, lo eterno, la religión y el amor son el cebo que se ofrece para morder en el anzuelo; la actitud y el progresivo despliegue de la riqueza de la sustancia no deben buscarse en el concepto, sino en el éxtasis, no en la fría necesidad progresiva de la cosa, sino en la llama del entusiasmo.
A esta exigencia responde el esfuerzo acucioso y casi ardoroso y fanático por arrancar al hombre de su hundimiento en lo sensible, en lo vulgar y lo singular, para hacer que su mirada se eleve hacía las estrellas, como sí el hombre, olvidándose totalmente de lo divino, se dispusiera a alimentarse solamente de cieno y agua, como el gusano.
Hubo un tiempo en que el hombre tenía un cielo dotado de una riqueza pletórica de pensamientos y de imágenes. El sentido de cuanto es radicaba en el hilo de luz que lo unía al cielo; entonces, en vez de permanecer en este presente, la mirada se deslizaba hacía un más allá, hacía la esencia divina, hacía una presencia situada en lo ultraterrenal, sí así vale decirlo. Para dirigirse sobre lo terrenal y mantenerse en ello, el ojo del espíritu tenía que ser coaccionado; y hubo de pasar mucho tiempo para que aquella claridad que sólo poseía lo supraterrenal acabara por penetrar en la oscuridad y el extravío en que se escondía el sentido del más acá, tornando interesante y valiosa la atención al presente como tal, a la que se daba el nombre de experiencia. Actualmente, parece que hace falta lo contrario; que el sentido se halla tan fuertemente enraizado en lo terrenal, que se necesita la misma violencia para elevarlo de nuevo. El espíritu se revela tan pobre, que, como el peregrino en el desierto, parece suspirar tan sólo por una gota de agua, por el tenue sentimiento de lo divino en general, que necesita para confortarse. Por esto, por lo poco que el espíritu necesita para contentarse, puede medirse la extensión de lo que ha perdido.
Pero a la ciencia no le cuadra esta sobriedad del recibir o esta parquedad en el dar. Quien busque solamente edificación, quien quiera ver envuelto en lo nebuloso la terrenal diversidad de su ser allí y del pensamiento y anhele el indeterminado goce de esta determinada divinidad, que vea dónde encuentra eso; no le será difícil descubrir los medios para exaltarse y gloriarse de ello. Pero la filosofía debe guardarse de pretender ser edificante.
Y esta sobriedad que renuncia a la ciencia menos aun puede tener la pretensión de que semejante entusiasta nebulosidad se halle por encima de la ciencia. Estas profecías creen permanecer en el centro mismo y en lo más profundo, miran con desprecio a la determinabilidad (el horos) y se mantienen deliberadamente alejadas del concepto y de la necesidad así como de la reflexión, que sólo mora en la finitud. Pero, así como hay una anchura vacía, hay también una profundidad vacía; hay como una extensión de la sustancia que se derrama en una variedad finita, sin fuerza para mantenerla en cohesión, y hay también una intensidad carente de contenido que, como mera fuerza sin extensión, es lo mismo que la superficialidad. La fuerza del espíritu es siempre tan grande como su exteriorización, su profundidad solamente tan profunda como la medida en que el espíritu, en su interpretación, se atreve a desplegarse y a perderse. Al mismo tiempo, cuando este saber sustancial carente de concepto pretexta haber sumergido lo peculiar de sí en la esencia y entregarse a una filosofía verdadera y santa, no ve que, en vez de consagrarse a Dios, con su desprecio de la medida y la determinación, lo que hace es dejar, unas veces, que campe por sus respetos en sí mismo el carácter fortuito del contenido y, otras veces, que se imponga la propia arbitrariedad. Al confiarse a las emanaciones desenfrenadas de la sustancia, creen que, ahogando la conciencia de sí y renunciando al entendimiento, son los elegidos, a quienes Dios infunde en sueños la sabiduría; pero lo que en realidad reciben y dan a luz en su sueño no son, por tanto, más que sueños.

3. Lo verdadero como principio, y su despliegue

No es difícil darse cuenta, por lo demás, de que vivimos en tiempos de gestación y de transición hacía una nueva época. El espíritu ha roto con el mundo anterior de su ser allí y de su representación y se dispone a hundir eso en el pasado, entregándose a la tarea de su propia transformación. El espíritu, ciertamente, no permanece nunca quieto, sino que se halla siempre en movimiento incesantemente progresivo. Pero, así como en el niño, tras un largo periodo de silenciosa nutrición, el primer aliento rompe bruscamente la gradualidad del proceso puramente acumulativo en un salto cualitativo, y el niño nace, así también el espíritu que se forma va madurando lenta y silenciosamente hacía la nueva figura, va desprendiéndose de una partícula tras otra de la estructura de su mundo anterior y los estremecimientos de este mundo se anuncian solamente por medio de síntomas aislados; la frivolidad y el tedio que se apoderan de lo existente y el vago presentimiento de lo desconocido son los signos premonitorios de que algo otro se avecina. Estos paulatinos desprendimientos, que no alteran la fisonomía del todo, se ven bruscamente interrumpidos por la aurora que de pronto ilumina como un rayo la imagen del mundo nuevo.
Sin embargo, este mundo nuevo no presenta una realidad perfecta, como no la presenta tampoco el niño recién nacido; y es esencialmente importante no perder de vista esto. La primera aparición es tan sólo su inmediatez o su concepto. Del mismo modo que no se construye un edificio cuando se ponen sus cimientos, el concepto del todo a que se llega no es el todo mismo. No nos contentamos con que se nos enseñe una bellota cuando lo que queremos ver ante nosotros es un roble, con todo el vigor de su tronco, la expansión de sus ramas y la masa de su follaje. Del mismo modo, la ciencia, coronación de un mundo del espíritu, no encuentra su acabamiento en sus inicios. El comienzo del nuevo espíritu es el producto de una larga transformación de múltiples y variadas formas de cultura, la recompensa de un camino muy sinuoso y de esfuerzos y desvelos no menos arduos y diversos. Es el todo que retorna a sí mismo saliendo de la sucesión y de su extensión, convertido en el concepto simple de este todo. Pero la realidad de este todo simple consiste en que aquellas configuraciones convertidas en momentos vuelven a desarrollarse y se dan una nueva configuración, pero ya en su nuevo elemento y con el sentido que de este modo adquieren.
Mientras que, de una parte, la primera manifestación del mundo nuevo no es más que el todo velado en su simplicidad o su fundamento universal, tenemos que, por el contrario, la conciencia conserva todavía en el recuerdo la riqueza de su existencia anterior. La conciencia echa de menos en la nueva figura que se manifiesta la expansión y la especificación del contenido; y aun echa más de menos el desarrollo completo de la forma que permite determinar con seguridad las diferencias y ordenarlas en sus relaciones fijas. Sin este desarrollo completo, la ciencia carece de inteligibilidad universal y presenta la apariencia de ser solamente patrimonio esotérico de unos cuantos; patrimonio esotérico, porque por el momento existe solamente en su concepto o en su interior; y de unos cuantos, porque su manifestación no desplegada hace de su ser allí algo singular. Sólo lo que se determina de un modo perfecto es a un tiempo exotérico, concebible y susceptible de ser aprendido y de llegar a convertirse en patrimonio de todos. La forma inteligible de la ciencia es el camino hacía ella asequible a todos e igual para todos, y el llegar al saber racional a través del entendimiento es la justa exigencia de la conciencia que accede a la ciencia, pues el entendimiento es el pensamiento, el puro yo en general, y lo inteligible es lo ya conocido y lo común a la ciencia y a la conciencia no científica, por medio de lo cual puede ésta pasar de un modo inmediato a aquélla.
La ciencia que, hallándose en sus comienzos, no ha llegado todavía a la plenitud del detalle ni a la perfección de la forma, se expone a verse censurada por ello. Pero sí esta censura tratara de afectar a su esencia sería tan injusta como inadmisible sería el no querer reconocer la exigencia de aquel desarrollo completo. Esta contraposición parece ser el nudo fundamental en que se afana actualmente la formación científica, sin que hasta ahora exista la unidad de criterio necesaria acerca de ello. Unos insisten en la riqueza del material y en la inteligibilidad; otros desdeñan, por lo menos, esto y hacen hincapié en la inmediata racionalidad y divinidad. Y sí aquéllos son reducidos al silencio, ya sea por la sola fuerza de la verdad o también por la acometividad de los otros, y se sienten vencidos en cuanto al fundamento de la cosa, ello no quiere decir que se den por satisfechos en lo tocante a aquellas exigencias, que, siendo justas, no han sido satisfechas. Su silencio sólo se debe por una parte a la victoria de los otros, y por otra al hastío y a la indiferencia que suele traer consigo una espera constantemente excitada y no el cumplimiento de lo prometido.
En lo que respecta al contenido, los otros recurren a veces a medios demasiado fáciles para lograr una gran extensión. Despliegan en su terreno gran cantidad de materiales, todo lo que ya se conoce y se ha ordenado y, al ocuparse preferentemente de cosas extrañas y curiosas, aparentan tanto más poseer el resto, aquello que ya domina el saber a su manera, y con ello lo que aun no se halla ordenado, y someterlo así todo a la idea absoluta, que de este modo parece reconocerse en todo y prosperar en forma de ciencia desplegada. Pero, sí nos paramos a examinar de cerca este despliegue, se ve que no se produce por el hecho de que uno y lo mismo se configura por sí mismo de diferentes modos, sino que es la informe repetición de lo uno y lo mismo, que no hace más que aplicarse exteriormente a diferentes materiales, adquiriendo la tediosa apariencia de la diversidad. Cuando el desarrollo consiste simplemente en esta repetición de la misma formula, la idea de por sí indudablemente verdadera sigue manteniéndose realmente en su comienzo. Si el sujeto del saber se limita a hacer que dé vueltas en torno a lo dado una forma inmóvil, haciendo que el material se sumerja desde fuera en este elemento quieto, esto, ni más ni menos que cualesquiera ocurrencias arbitrarias en torno al contenido, no puede considerarse como el cumplimiento de lo que se había exigido, a saber: la riqueza que brota de sí misma y la diferencia de figuras que por sí misma se determina. Se trata más bien de un monótono formalismo, que sí logra establecer diferencias en cuanto al material es, sencillamente, porque éste estaba ya presto y era conocido.
Y trata de hacer pasar esta monotonía y esta universalidad abstracta como lo absoluto; asegura que quienes no se dan por satisfechos con ese modo de ver revelan con ello su incapacidad para adueñarse del punto de vista de lo absoluto y mantenerse firmemente en él. Así como, en otros casos, la vacua posibilidad de representarse algo de otro modo bastaba para refutar una representación, y la misma mera posibilidad, el pensamiento universal, encerraba todo el valor positivo del conocimiento real, aquí vemos cómo se atribuye también todo valor a la idea universal bajo esta forma de irrealidad y cómo se disuelve lo diferenciado y lo determinado; o, mejor dicho, vemos hacerse valer como método especulativo lo no desarrollado o el hecho, no justificado por sí mismo, de arrojarlo al abismo del vacío. Considerar un ser allí cualquiera tal como es en lo absoluto, equivale a decir que se habla de él como de un algo; pero que en lo absoluto, donde A = A, no se dan, ciertamente, tales cosas, pues allí todo es uno. Contraponer este saber uno de que en lo absoluto todo es igual al conocimiento, diferenciado y pleno o que busca y exige plenitud, o hacer pasar su absoluto por la noche en la que, como suele decirse, todos los gatos son pardos, es la ingenuidad del vacío en el conocimiento. El formalismo que la filosofía de los tiempos modernos denuncia y vitupera y que constantemente se engendra de nuevo en ella no desaparecerá de la ciencia, aunque se lo conozca y se lo sienta como insuficiente, hasta que el conocimiento de la realidad absoluta llegue a ser totalmente claro en cuanto a su naturaleza. Ahora bien, teniendo en cuenta que la representación universal anterior al intento de su desarrollo puede facilitar la aprehensión de éste, será conveniente esbozar aquí aproximativamente esa representación, con el propósito, al mismo tiempo, de alejar con este motivo algunas formas cuyo empleo usual es un obstáculo para el conocimiento filosófico.

II. EL DESARROLLO DE LA CONCIENCIA HACIA LA CIENCIA

1. El concepto de lo absoluto como el concepto del sujeto

Según mi modo de ver, que deberá justificarse solamente mediante la exposición del sistema mismo, todo depende de que lo verdadero no se aprehenda y se exprese como sustancia, sino también y en la misma medida como sujeto. Hay que hacer notar, al mismo tiempo, que la sustancialidad implica tanto lo universal o la inmediatez del saber mismo como aquello que es para el saber ser o inmediatez. Si el concebir a Dios como la sustancia una indignó a la época en que esta determinación fue expresada, la razón de ello estribaba, en parte, en el instinto de que en dicha concepción la conciencia de sí desaparecía en vez de mantenerse; pero, de otra parte, lo contrario de esto, lo que mantiene al pensamiento como pensamiento, la universalidad en cuanto tal, es la misma simplicidad o la sustancialidad indistinta, inmóvil; y sí, en tercer lugar, el pensamiento unifica el ser de la sustancia consigo mismo y capta la inmediatez o la intuición como pensamiento, se trata de saber, además, sí esta intuición intelectual no recae de nuevo en la simplicidad inerte y presenta la realidad misma de un modo irreal.
La sustancia viva es, además, el ser que es en verdad sujeto o, lo que tanto vale, que es en verdad real, pero sólo en cuanto es el movimiento del ponerse a sí misma o la mediación de su devenir otro consigo misma. Es, en cuanto sujeto, la pura y simple negatividad y es, cabalmente por ello, el desdoblamiento de lo simple o la duplicación que contrapone, que es de nuevo la negación de esta indiferente diversidad y de su contraposición: lo verdadero es solamente esta igualdad que se restaura o la reflexión en el ser otro en sí mismo, y no una unidad originaria en cuanto tal o una unidad inmediata en cuanto tal. Es el devenir de sí mismo, el círculo que presupone y tiene por comienzo su término como su fin y que sólo es real por medio de su desarrollo y de su fin.
La vida de Dios y el conocimiento divino pueden, pues, expresarse tal vez como un juego del amor consigo mismo; y esta idea desciende al plano de lo edificante e incluso de lo insulso sí faltan en ella la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo. En sí aquella vida es, indudablemente, la igualdad no empañada y la unidad consigo misma que no se ve seriamente impulsada hacía un ser otro y la enajenación ni tampoco hacía la superación de ésta. Pero este en sí es la universalidad abstracta, en la que se prescinde de su naturaleza de ser para sí y, con ello, del automovimiento de la forma en general. Precisamente por expresarse la forma como igual a la esencia constituye una equivocación creer que el conocimiento puede contentarse con el en sí o la esencia y prescindir de la forma, que el principio absoluto o la intuición absoluta hacen que resulten superfluos la ejecución de aquél o el desarrollo de ésta. Cabalmente porque la forma es tan esencial para la esencia como ésta lo es para sí misma, no se la puede concebir y expresar simplemente como esencia, es decir, como sustancia inmediata o como la pura autointuición de lo divino, sino también y en la misma medida en cuanto forma y en toda la riqueza de la forma desarrollada; es así y solamente así como se la concibe y expresa en cuanto algo real.
Lo verdadero es el todo. Pero el todo es solamente la esencia que se completa mediante su desarrollo. De lo absoluto hay que decir que es esencialmente resultado, que sólo al final es lo que es en verdad, y en ello precisamente estriba su naturaleza, que es la de ser real, sujeto o devenir de sí mismo. Aunque parezca contradictorio el afirmar que lo absoluto debe concebirse esencialmente como resultado, basta pararse a reflexionar un poco para descartar esta apariencia de contradicción. El comienzo, el principio o lo absoluto, tal como se lo enuncia primeramente y de un modo inmediato, es solamente lo universal. Del mismo modo que cuando digo: todos los animales, no puedo pretender que este enunciado sea la zoología, resulta fácil comprender que los términos de lo divino, lo absoluto, lo eterno, etc., no expresan lo que en ellos se contiene y que palabras como éstas sólo expresan realmente la intuición, como lo inmediato. Lo que es algo más que una palabra así y marca aunque sólo sea el tránsito hacía una proposición contiene ya un devenir otro que necesita ser reabsorbido, es ya una mediación. Pero es precisamente ésta la que inspira un santo horror, como sí se renunciara al conocimiento absoluto por el hecho de ver en ella algo que no es absoluto ni es en lo absoluto.
Ahora bien, este santo horror nace, en realidad, del desconocimiento que se tiene de la naturaleza de la mediación y del conocimiento absoluto mismo. En efecto, la mediación no es sino la igualdad consigo misma en movimiento o la reflexión en sí misma, el momento del yo que es para sí, la pura negatividad o, reducida a su abstracción pura, el simple devenir. El yo o el devenir en general, este mediar, es cabalmente, por su misma simplicidad, la inmediatez que deviene y lo inmediato mismo. Es, por tanto, desconocer la razón el excluir la reflexión de lo verdadero, en vez de concebirla como un momento positivo de lo absoluto. Es ella la que hace de lo verdadero un resultado, a la vez que supera esta contraposición entre lo verdadero y su devenir, pues este devenir es igualmente simple y, por tanto, no se distingue de la forma de lo verdadero, consistente en mostrarse como simple en el resultado; es, mejor dicho, cabalmente este haber retornado a la simplicidad. Si es cierto que el embrión es en sí un ser humano, no lo es, sin embargo, para sí; para sí el ser humano sólo lo es en cuanto razón cultivada que se ha hecho a sí misma lo que es en sí. En esto y solamente en esto reside su realidad. Pero este resultado es de por sí simple inmediatez, pues es la libertad autoconsciente y basada en sí misma y que, en vez de dejar a un lado y abandonar la contraposición, se ha reconciliado con ella.
Lo que se ha dicho podría expresarse también diciendo que la razón es el obrar con arreglo a un fin. La elevación de una supuesta naturaleza sobre el pensamiento tergiversado y, ante todo, la prescripción de la finalidad externa han hecho caer en el descrédito la forma del fin en general. Sin embargo, del modo como el mismo Aristóteles determina la naturaleza como el obrar con arreglo a un fin, el fin es lo inmediato, lo quieto, lo inmóvil que es por sí mismo motor y, por tanto, sujeto. Su fuerza motriz, vista en abstracto, es el ser para sí o la pura negatividad. El resultado es lo mismo que el comienzo simplemente porque el comienzo es fin; o, en otras palabras, lo real es lo mismo que su concepto simplemente porque lo inmediato, en cuanto fin, lleva en sí el sí mismo o la realidad pura.
El fin ejecutado o lo real existente es movimiento y devenir desplegado; ahora bien, esta inquietud es precisamente el sí mismo, y es igual a aquella inmediatez y simplicidad del comienzo, porque es el resultado, lo que ha retornado a sí, pero lo que ha retornado a sí es cabalmente el sí mismo y el sí mismo es la igualdad y la simplicidad referida a sí misma.
La necesidad de representarse lo absoluto como sujeto se traduce en proposiciones como éstas: Dios es lo eterno, a el orden moral del universo, a el amor, etc. En tales proposiciones, lo verdadero sólo se pone directamente como sujeto, pero no es presentado como el movimiento del reflejarse en sí mismo. Esta clase de proposiciones comienzan por la palabra Dios. De por sí, esta palabra no es más que una locución carente de sentido, un simple nombre; es solamente el predicado el que nos dice lo que Dios es, lo que llena y da sentido a la palabra; el comienzo vacío sólo se convierte en un real saber en este final. Hasta aquí, no se ve todavía por qué no se habla solamente de lo eterno, del orden moral del mundo, etc. o, como hacían los antiguos, de los conceptos puros, del ser, de lo uno, etc., de aquello que da sentido a la proposición, sin necesidad de añadir la locución carente de sentido. Pero con esta palabra se indica cabalmente que lo que se pone no es un ser, una esencia o un universal en general, sino un algo reflejado en sí mismo, un sujeto. Sin embargo, al mismo tiempo, esto no es más que una anticipación. El sujeto se adopta como un punto fijo, al que se adhieren como a su base de sustentación los predicados; por medio de él, podría el contenido presentarse como sujeto. Tal y como este movimiento se halla constituido, no puede pertenecer al sujeto, pero, partiendo de la premisa de aquel punto fijo, el movimiento no puede estar constituido de otro modo, sólo puede ser un movimiento externo. Por tanto, aquella anticipación de que lo absoluto es sujeto no sólo no es la realidad de este concepto, sino que incluso hace imposible esta realidad; en efecto, dicha anticipación pone el sujeto como un punto quieto y, en cambio, esta realidad es el automovimiento.
Entre las muchas consecuencias que se desprenden de lo que queda dicho puede destacarse la de que el saber sólo es real y sólo puede exponerse como ciencia o como sistema; y esta otra: la de que un llamado fundamento o principio de la filosofía, aun siendo verdadero, es ya falso en cuanto es solamente fundamento o principio. Por eso resulta fácil refutarlo. La refutación consiste en poner de relieve su deficiencia, la cual reside en que es solamente lo universal o el principio, el comienzo. Cuando la refutación es a fondo se deriva del mismo principio y se desarrolla a base de él, y no se monta desde fuera, mediante aseveraciones y ocurrencias contrapuestas. La refutación deberá ser, pues, en rigor, el desarrollo del mismo principio refutado, complementando sus deficiencias, pues de otro modo la refutación se equivocará acerca de sí misma y tendrá en cuenta solamente su acción negativa, sin cobrar conciencia del progreso que ella representa y de su resultado, atendiendo también al aspecto positivo. Y, a la inversa, el desarrollo propiamente positivo del comienzo es, al mismo tiempo, una actitud igualmente negativa con respecto a él, es decir, con respecto a su forma unilateral, que consiste en ser sólo de un modo inmediato o en ser solamente fin. Se la puede, por tanto, considerar asimismo como la refutación de aquello que sirve de fundamento al sistema, aunque más exactamente debe verse en ella un indicio de que el fundamento o el principio del sistema sólo es, en realidad, su comienzo.
El que lo verdadero sólo es real como sistema o el que la sustancia es esencialmente sujeto se expresa en la representación que enuncia, lo absoluto como espíritu, el concepto más elevado de todos y que pertenece a la época moderna y a su religión. Sólo lo espiritual es lo real; es la esencia o el ser en sí, lo que se mantiene y lo determinado -el ser otro y el ser para sí- y lo que permanece en sí mismo en esta determinabilidad o en su ser fuera de sí o es en y para sí. Pero este ser en y para sí es primeramente para nosotros o en sí, es la sustancia espiritual. Y tiene que ser esto también para sí mismo, tiene que ser el saber de lo espiritual y el saber de sí mismo como espíritu, es decir, tiene que ser como objeto y tiene que serlo, asimismo, de modo inmediato, en cuanto objeto superado, reflejado en sí. Es para sí solamente para nosotros, en cuanto que su contenido espiritual es engendrado por él mismo; pero en cuanto que es para sí también para sí mismo, este autoengendrarse, el concepto puro, es para él, al mismo tiempo, el elemento objetivo en el que tiene su existencia; y, de este modo, en su existencia, es para sí mismo objeto reflejado en sí. El espíritu que se sabe desarrollado así como espíritu es la ciencia. Esta es la realidad de ese espíritu y el reino que el espíritu se construye en su propio elemento.

2. El devenir del saber

El puro conocerse a sí mismo en el absoluto ser otro, este éter en cuanto tal, es el fundamento y la base de la ciencia o el saber en general. El comienzo de la filosofía sienta como supuesto o exigencia el que la conciencia se halle en este elemento. Pero este elemento sólo obtiene su perfección y su transparencia a través del movimiento de su devenir. Es la pura espiritualidad, como lo universal, la que tiene el modo de la simple inmediatez; esta simplicidad, tal y como existe [Existenz hat] en cuanto tal, es el terreno, el pensamiento que es solamente en el espíritu. Y por ser este elemento, esta inmediatez del espíritu, lo sustancial del espíritu en general, es la esencialidad transfigurada, la reflexión que, siendo ella misma simple, es la inmediatez en cuanto tal y para sí, el ser que es la reflexión dentro de sí mismo. La ciencia, por su parte, exige de la autoconciencia que se remonte a este éter, para que pueda vivir y viva en ella y con ella. Y, a la inversa, el individuo tiene derecho a exigir que la ciencia le facilite la escala para ascender, por lo menos, hasta este punto de vista, y se la indique en él mismo. Su derecho se basa en su absoluta independencia, en la independencia que sabe que posee en cada una de las figuras de su saber, pues en cada una de ellas, sea reconocida o no por la ciencia y cualquiera que su contenido sea, el individuo es la forma absoluta, es decir, la certeza inmediata de sí mismo; y, si se prefiere esta expresión, es de este modo ser incondicionado. Si el punto de vista de la conciencia, el saber de cosas objetivas por oposición a sí misma y de sí misma por oposición a ellas, vale para la ciencia como lo otro -y aquello en que se sabe cercana a sí misma más bien como la pérdida del espíritu-, el elemento de la ciencia es para la conciencia, por el contrario, el lejano más allá en que ésta ya no se posee a sí misma. Cada una de estas dos partes parece ser para la otra lo inverso a la verdad. El que la conciencia natural se confíe de un modo inmediato a la ciencia es un nuevo intento que hace, impulsada no se sabe por qué, de andar de cabeza; la coacción que sobre ella se ejerce para que adopte esta posición anormal y se mueva en ella es una violencia que se le quiere imponer y que parece tan sin base como innecesaria. Sea en sí misma lo que quiera, la ciencia se presenta en sus relaciones con la autoconciencia inmediata como lo inverso a ésta, o bien, teniendo la autoconciencia en la certeza de sí misma el principio de su realidad, la ciencia, cuando dicho principio para sí se halla fuera de ella, es la forma de la irrealidad. Así, pues, la ciencia tiene que encargarse de unificar ese elemento con ella misma o tiene más bien que hacer ver que le pertenece y de qué modo le pertenece. Carente de tal realidad, la ciencia es solamente el contenido, como el en sí, el fin que no es todavía, de momento, más que algo interno; no es en cuanto espíritu, sino solamente en cuanto sustancia espiritual. Este en sí tiene que exteriorizarse y convertirse en para sí mismo, lo que quiere decir, pura y simplemente, que él mismo tiene que poner la autoconciencia como una con él.
Este devenir de la ciencia en general o del saber es lo que expone esta Fenomenología del espíritu. El saber en su comienzo, o el espíritu inmediato, es lo carente de espíritu, la conciencia sensible. Para convertirse en auténtico saber o engendrar el elemento de la ciencia, que es su mismo concepto puro, tiene que seguir un largo y trabajoso camino. Este devenir, como habrá de revelarse en su contenido y en las figuras que en él se manifiestan, no será lo que a primera vista suele considerarse como una introducción de la conciencia acientífica a la ciencia, y será también algo distinto de la fundamentación de la ciencia -y nada tendrá que ver, desde luego, con el entusiasmo que arranca inmediatamente del saber absoluto como un pistoletazo y se desembaraza de los otros puntos de vista, sin más que declarar que no quiere saber nada de ellos.

3. La formación del individuo

La tarea de conducir al individuo desde su punto de vista informe hasta el saber, había que tomarla en su sentido general, considerando en su formación cultural al individuo universal, al espíritu autoconsciente mismo. Si nos fijamos en la relación entre ambos, vemos que en el individuo universal se muestra cada momento en que adquiere su forma concreta y propia configuración. El individuo singular, en cambio, es el espíritu inacabado, una figura concreta, en cuyo total ser allí domina una determinabilidad, mostrándose las otras solamente en rasgos borrosos. En el espíritu, que ocupa un plano más elevado que otro la existencia concreta más baja desciende hasta convertirse en un momento insignificante; lo que antes era la cosa misma, no es más que un rastro; su figura aparece ahora velada y se convierte en una simple sombra difusa. Este pasado es recorrido por el individuo cuya sustancia es el espíritu en una fase superior, a la manera como el que estudia una ciencia más alta recapitula los conocimientos preparatorios de largo tiempo atrás adquiridos, para actualizar su contenido; evoca su recuerdo, pero sin interesarse por ellos ni detenerse en ellos. También el individuo singular tiene que recorrer, en cuanto a su contenido, las fases de formación del espíritu universal, pero como figuras ya dominadas por el espíritu, como etapas de un camino ya trillado y allanado; vemos así cómo, en lo que se refiere a los conocimientos, lo que en épocas pasadas preocupaba al espíritu maduro de los hombres desciende ahora al plano de los conocimientos, ejercicios e incluso juegos propios de la infancia, y en las etapas progresivas pedagógicas reconoceremos la historia de la cultura proyectada como en contornos de sombras. Esta existencia pasada es ya patrimonio adquirido del espíritu universal, que forma la sustancia del individuo y que, manifestándose ante él en su exterior, constituye su naturaleza inorgánica. La formación, considerada bajo este aspecto y desde el punto de vista del individuo, consiste en que adquiere lo dado y consuma y se apropia su naturaleza inorgánica. Pero esto, visto bajo el ángulo del espíritu universal como la sustancia, significa sencillamente que ésta se da su autoconciencia y hace brotar dentro de sí misma su devenir y su reflexión.
La ciencia expone en su configuración este movimiento formativo, así en su detalle cuanto en su necesidad, como lo que ha descendido al plano de momento y patrimonio del espíritu. La meta es la penetración del espíritu en lo que es el saber. La impaciencia se afana en lo que es imposible: en llegar al fin sin los medios. De una parte, no hay más remedio que resignarse a la largura de este camino, en el que cada momento es necesario -de otra parte, hay que detenerse en cada momento, ya que cada uno de ellos constituye de por sí una figura total individual y sólo es considerada de un modo absoluto en cuanto que su determinabilidad, se considera como un todo o algo concreto o cuando se considera el todo en lo que esta determinación tiene de peculiar. Puesto que la sustancia del individuo e incluso el espíritu del mundo han tenido la paciencia necesaria para ir recorriendo estas formas en la larga extensión del tiempo y asumir la inmensa labor de la historia del mundo, en la que el espíritu del mundo ha ido desentrañando y poniendo de manifiesto en cada una de dichas formas el contenido total de sí mismo de que era capaz, y puesto que no le era posible adquirir con menos esfuerzo la conciencia de sí mismo, el individuo, por exigencia de la propia cosa, no puede llegar a captar su sustancia por un camino más corto; y, sin embargo, el esfuerzo es, al mismo tiempo, menor, ya que en sí todo esto ha sido logrado: el contenido es ya la realidad cancelada en la posibilidad o la inmediatez sojuzgada, la configuración ya reducida a su abreviatura, a la simple determinación del pensamiento. Como algo ya pensado, el contenido es ya patrimonio de la sustancia; ya no es el ser allí en la forma del ser en sí, sino que es solamente el en sí -no ya simplemente originario ni hundido en la existencia-, sino más bien en sí recordado y que hay que revertir a la forma del ser para sí. Veamos más de cerca cómo se lleva a cabo esto.
Lo que se nos ahorra en cuanto al todo, desde el punto de vista en que aquí aprehendemos este movimiento, es la superación del ser allí; lo que resta y requiere una superior transformación es la representación y el conocimiento de las formas. El ser allí replegado sobre la sustancia sólo es inmediatamente transferido por esta primera negación al elemento del sí mismo; por tanto, este patrimonio que el sí mismo adquiere presenta el mismo carácter de inmediatez no conceptual, de indiferencia inmóvil, que presenta el ser allí mismo, por donde éste no ha hecho más que pasar a la representación. Con ello, dicho ser allí se convierte al mismo tiempo en algo conocido, en algo con que ha terminado ya el espíritu que es allí y sobre lo que, por consiguiente, no recaen ya su actividad ni, por ende, su interés. Si la actividad que ya no tiene nada que ver con el ser allí es solamente, a su vez, el movimiento del espíritu particular que no se concibe, tenemos que el saber, por el contrario, se vuelve contra la representación que así se produce, contra este ser conocido, es la acción del sí mismo universal y el interés del pensamiento.
Lo conocido en términos generales, precisamente por ser conocido, no es reconocido. Es la ilusión más corriente en que uno incurre y el engaño que se hace a otros al dar por supuesto en el conocimiento algo que es como conocido y conformarse con ello; pese a todo lo que se diga y se hable, esta clase de saber, sin que nos demos cuenta de por qué, no se mueve del sitio. El sujeto y el objeto, etc., Dios, la naturaleza, el entendimiento, la sensibilidad, etc., son tomados sin examen como base, dándolos por conocidos y valederos, como puntos fijos de partida y de retorno. El movimiento se desarrolla, en un sentido y en otro, entre estos puntos que permanecen inmóviles y se mantiene, por tanto, en la superficie. De este modo, el aprehender y el examinar se reducen a ver sí cada cual encuentra también en su propia representación lo que se dice de ello, sí le parece así y es o no conocido para él.
El análisis de una representación, tal y como solía hacerse, no era otra cosa que la superación de la forma de su ser conocido. Descomponer una representación en sus elementos originarios equivale a retrotraerla a sus momentos, que, por lo menos, no poseen la forma de la representación ya encontrada, sino que constituyen el patrimonio inmediato del sí mismo. Es indudable que este análisis sólo lleva a pensamientos de suyo conocidos y que son determinaciones fijas y quietas. Pero este algo separado, lo irreal mismo, es un momento esencial, pues sí lo concreto es lo que se mueve es, solamente, porque se separa y se convierte en algo irreal. La actividad del separar es la fuerza y la labor del entendimiento, de la más grande y maravillosa de las potencias o, mejor dicho, de la potencia absoluta. El círculo que descansa cerrado en sí y que, como sustancia, mantiene sus momentos es la relación inmediata, que, por tanto, no puede causar asombro. La potencia portentosa de lo negativo reside, por el contrario, en que alcance un ser allí propio y una libertad particularizada en cuanto tal, separado de su ámbito, lo vinculado, y que sólo tiene realidad en su conexión con lo otro; es la energía del pensamiento, del yo puro. La muerte, sí así queremos llamar a esa irrealidad, es lo más espantoso, y el retener lo muerto lo que requiere una mayor fuerza. La belleza carente de fuerza odia al entendimiento porque éste exige de ella lo que no está en condiciones de dar. Pero la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se mantiene pura de la desolación, sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella. El espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento. El espíritu no es esta potencia como lo positivo que se aparta de lo negativo, como cuando decimos de algo que no es nada o que es falso y, hecho esto, pasamos sin más a otra cosa, sino que sólo es esta potencia cuando mira cara a cara a lo negativo y permanece cerca de ello. Esta permanencia es la fuerza mágica que hace que lo negativo vuelva al ser. Es lo mismo que más arriba se llamaba el sujeto, el cual, al dar un ser allí a la determinabilidad en su elemento, supera la inmediatez abstracta, es decir, la que sólo es en general; y ese sujeto es, por tanto, la sustancia verdadera, el ser o la inmediatez que no tiene la mediación fuera de sí, sino que es esta mediación misma.
El que lo representado se convierta en patrimonio de la pura autoconciencia, esta elevación a la universalidad en general, es solamente uno de los aspectos, pero no es aun la formación cultural completa. El tipo de estudio de los tiempos antiguos se distingue del de los tiempos modernos en que aquél era, en rigor, el proceso de formación plena de la conciencia natural. Esta se remontaba hasta una universalidad corroborada por los hechos, al experimentarse especialmente en cada parte de su ser allí y al filosofar sobre todo el acaecer. Por el contrario, en la época moderna el individuo se encuentra con la forma abstracta ya preparada; el esfuerzo de captarla y apropiársela es más bien el brote no mediado de lo interior y la abreviatura de lo universal más bien que su emanación de lo concreto y de la múltiple variedad de la existencia. He ahí por qué ahora no se trata tanto de purificar al individuo de lo sensible inmediato y de convertirlo en sustancia pensada y pensante, sino más bien de lo contrario, es decir, de realizar y animar espiritualmente lo universal mediante la superación de los pensamientos fijos y determinados. Pero es mucho más difícil hacer que los pensamientos fijos cobren fluidez que hacer fluida la existencia sensible. La razón de ello es lo que se ha dicho anteriormente: aquellas determinaciones tienen como sustancia y elemento de su ser allí el yo, la potencia de lo negativo o la pura realidad; en cambio, las determinaciones sensibles solamente la inmediatez abstracta impotente o el ser en cuanto tal. Los pensamientos se hacen fluidos en tanto que el pensamiento puro, esta inmediatez interior, se conoce como momento o en cuanto que la pura certeza de sí misma hace abstracción de sí -no se descarta o se pone a un lado, sino que abandona lo que hay de fijo en su ponerse a sí misma, tanto lo fijo de lo puro concreto que es el yo mismo por oposición al contenido diferenciado, como lo fijo de lo diferenciado, que, puesto en el elemento del pensamiento puro, participa de aquella incondicionalidad del yo. A través de este movimiento, los pensamientos puros devienen conceptos y sólo entonces son lo que son en verdad, automovimientos, círculos; son lo que su sustancia es, esencialidades espirituales.
Este movimiento de las esencialidades puras constituye la naturaleza de la cientificidad en general. Considerado como la cohesión de su contenido, este movimiento es la necesidad y el despliegue de dicho contenido en un todo orgánico. El camino por el que se llega al concepto del saber se convierte también, a su vez, en un devenir necesario y total, de tal modo que esta preparación deja de ser un filosofar contingente que versa sobre estos o los otros objetos, relaciones y pensamientos de la conciencia imperfecta, tal como lo determina la contingencia, o que trata de fundamentar lo verdadero por medio de razonamientos, deducciones y conclusiones extraídas al azar de determinados pensamientos; este camino abarcará más bien, mediante el movimiento del concepto, el mundo entero de la conciencia en su necesidad.
Semejante exposición constituye, además, la primera parte de la ciencia, porque el ser allí del espíritu, en cuanto lo primero, no es otra cosa que lo inmediato o el comienzo, pero el comienzo no es aun su retorno a sí mismo. El elemento del ser allí inmediato es, por tanto, la determinabilidad por la que esta parte de la ciencia se distingue de las otras. La indicación de esta diferencia nos lleva a examinar algunos pensamientos establecidos que suelen presentarse a este propósito.

1. Lo verdadero y lo falso

El ser allí inmediato del espíritu, la conciencia, encierra los dos momentos, el del saber y el de la objetividad negativa con respecto al saber. Cuando el espíritu se desarrolla en este elemento y despliega en él sus momentos, a ellos corresponde esta oposición y aparecen todos como figuras de la conciencia. La ciencia de este camino es la ciencia de la experiencia que hace la conciencia; la sustancia con su movimiento es considerada como objeto de la conciencia. La conciencia sólo sabe y concibe lo que se halla en su experiencia, pues lo que se halla en ésta es sólo la sustancia espiritual, y cabalmente en cuanto objeto de su sí mismo. En cambio, el espíritu se convierte en objeto, porque es este movimiento que consiste en devenir él mismo un otro, es decir, objeto de su sí mismo y superar este ser otro. Y lo que se llama experiencia es cabalmente este movimiento en el que lo inmediato, lo no experimentado, es decir, lo abstracto, ya pertenezca al ser sensible o a lo simple solamente pensado, se extraña, para luego retornar a sí desde este extrañamiento, y es solamente así como es expuesto en su realidad y en su verdad, en cuanto patrimonio de la conciencia.
La desigualdad que se produce en la conciencia entre el yo y la sustancia, que es su objeto, es su diferencia, lo negativo en general. Puede considerarse como el defecto de ambos, pero es su alma o lo que los mueve a los dos; he ahí por qué algunos antiguos concebían el vacío, como el motor, ciertamente, como lo negativo, pero sin captar todavía lo negativo como el sí mismo. Ahora bien, si este algo negativo aparece ante todo como la desigualdad del yo con respecto al objeto, es también y en la misma medida la desigualdad de la sustancia con respecto a sí misma. Lo que parece acaecer fuera de ella y ser una actividad dirigida en contra suya es su propia acción, y ella muestra ser esencialmente sujeto. Al mostrar la sustancia perfectamente esto, el espíritu hace que su ser allí se iguale a su esencia; es objeto de sí mismo tal y como es, y se sobrepasa con ello el elemento abstracto de la inmediatez y la separación entre el saber y la verdad. El ser es absolutamente mediado -es contenido sustancial, que de un modo no menos inmediato es patrimonio del yo, es sí mismo o el concepto. Al llegar aquí, termina la Fenomenología del Espíritu. Lo que el espíritu se prepara en ella es el elemento del saber. En este elemento se despliegan ahora los momentos del espíritu en la forma de la simplicidad, que sabe su objeto como sí mismo. Dichos momentos ya no se desdoblan en la contraposición del ser y el saber, sino que permanecen en la simplicidad del saber, son lo verdadero bajo la forma de lo verdadero, y su diversidad es ya solamente una diversidad en cuanto al contenido. Su movimiento, que se organiza en este elemento como un todo, es la Lógica o Filosofía especulativa.
Ahora bien, como aquel sistema de la experiencia del espíritu capta solamente la manifestación de éste, parece como sí el progreso que va desde él hasta la ciencia de lo verdadero y que es en la figura de lo verdadero, fuese algo puramente negativo, y cabría pedir que se eximiera de lo negativo como de lo falso, exigiendo ser conducidos directamente y sin más a la verdad, pues para qué ocuparse de lo falso? Ya más arriba se ha hablado de que debiera comenzarse directamente por la ciencia, y a esto hay que contestar aquí diciendo cómo está constituido en general lo negativo en tanto que lo falso. Las representaciones en torno a esto entorpecen muy especialmente el acceso a la verdad. Esto nos dará que para hablar del conocimiento matemático, que el saber afilosófico se representa como el ideal que debiera proponerse alcanzar la filosofía, pero que hasta ahora ha sido una vana aspiración.
Lo verdadero y lo falso figuran entre esos pensamientos determinados, que, inmóviles, se consideran como esencias propias, situadas una de cada lado, sin relación alguna entre sí, fijas y aisladas la una de la otra. Por el contrario, debe afirmarse que la verdad no es una moneda acuñada, que pueda entregarse y recibirse sin más, tal y como es. No hay lo falso como no hay lo malo. Lo malo y lo falso no son, indudablemente, tan malignos como el diablo, y hasta se les llega a convertir en sujetos particulares como a éste; como lo falso y lo malo, son solamente universales, pero tienen su propia esencialidad el uno con respecto al otro. Lo falso (pues aquí se trata solamente de esto) sería lo otro, lo negativo de la sustancia, que en cuanto contenido del saber es lo verdadero. Pero la sustancia es ella misma esencialmente lo negativo, en parte como diferenciación y determinación del contenido y en parte como una simple diferenciación, es decir, como sí mismo y saber en general. No cabe duda de que se puede saber algo de una manera falsa. Decir que se sabe algo falsamente equivale a decir que el saber está en desigualdad con su sustancia. Y esta desigualdad constituye precisamente la diferenciación en general, es el momento esencial. De esta diferenciación llegará a surgir, sin duda alguna, su igualdad, y esta igualdad que llega a ser es la verdad. Pero no es verdad así como sí se eliminara la desigualdad, a la manera como se elimina la escoria del metal puro, ni tampoco a la manera como se deja a un lado la herramienta después de modelar la vasija ya terminada, sino que la desigualdad sigue presente de un modo inmediato en lo verdadero como tal, como lo negativo, como el sí mismo. Sin embargo, no puede afirmarse, por ello, que lo falso sea un momento o incluso parte integrante de lo verdadero. Cuando se dice que en lo falso hay algo verdadero, en este enunciado son ambos como el aceite y el agua, que no pueden mezclarse y que se unen de un modo puramente externo. Y precisamente atendiendo al significado y para designar el momento del perfecto ser otro, no debieran ya emplearse aquellos términos allí donde se ha superado su ser otro. Así como la expresión de la unidad del sujeto y el objeto, de lo finito y lo infinito, del ser y el pensamiento, etc., tiene el inconveniente de que objeto y sujeto, etc. significan lo que son fuera de su unidad y en la unidad no encierran ya, por tanto, el sentido que denota su expresión, así también, exactamente lo mismo, lo falso no es ya en cuanto falso un momento de la verdad.
El dogmatismo, como modo de pensar en el saber y en el estudio de la filosofía, no es otra cosa que el creer que lo verdadero consiste en una proposición que es un resultado fijo o que es sabida de un modo inmediato. A preguntas tales como cuándo nació Julio César, cuántas toesas tiene un estadio, etc., hay que dar una respuesta neta, del mismo modo que es una verdad determinada el que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados del triángulo rectángulo. Pero la naturaleza de esta llamada verdad difiere de la naturaleza de las verdades filosóficas.

2. El conocimiento histórico y el matemático

En lo que concierne a las verdades históricas, para referirse brevemente a ellas, en lo tocante a su lado puramente histórico, se concederá fácilmente que versan sobre la existencia singular, sobre un contenido visto bajo el ángulo de lo contingente y lo arbitrario, es decir, sobre determinaciones no necesarias de él. Pero incluso verdades escuetas como las citadas a título de ejemplo no son sin el movimiento de la autoconciencia. Para llegar a conocer una de estas verdades, hay que comparar muchas cosas, manejar libros, entregarse a investigaciones, cualesquiera que éstas sean; incluso cuando se trata de una intuición inmediata, sólo el conocimiento de ella unido a sus fundamentos podrá considerarse como algo dotado de verdadero valor, aunque en puridad lo que interesa sea solamente el resultado escueto.
En cuanto a las verdades matemáticas, aun menos podríamos considerar como geómetra a quien, sabiendo de memoria el teorema de Euclides, lo supiese sin sus demostraciones, no lo supiese en su interior, como cabría decir en contraste con aquello. Y del mismo modo habría que considerar no satisfactorio el conocimiento que alguien, midiendo muchos triángulos rectángulos, pudiera adquirir acerca del hecho de que sus lados presentan la conocida proporción. Sin embargo, la esencialidad de la demostración no tiene tampoco en el conocimiento matemático el significado ni la naturaleza de ser un momento del resultado mismo, sino que es un momento que se abandona y desaparece en este resultado. Como resultado, indudablemente, el teorema, es un teorema considerado como verdadero. Pero esta circunstancia sobreañadida no afecta a su contenido, sino solamente a su relación con el sujeto; el movimiento de la demostración matemática no forma parte de lo que es el objeto, sino que es una operación exterior a la cosa. Así, vemos que la naturaleza del triángulo rectángulo no se desdobla de por sí tal y como se expone en la construcción necesaria para probar la proposición que se expresa en sus proporciones; toda la operación de la que brota el resultado es un proceso y un medio del conocimiento. También en el conocimiento filosófico tenemos que el devenir del ser allí como ser allí difiere del devenir de la esencia o de la naturaleza interna de la cosa. Pero, en primer lugar, el conocimiento filosófico contiene lo uno y lo otro, mientras que el conocimiento matemático sólo representa el devenir del ser allí, es decir, del ser de la naturaleza de la cosa en el conocimiento en cuanto tal. Y, en segundo lugar, el conocimiento filosófico unifica también estos dos movimientos particulares. El nacimiento interno o el devenir de la sustancia es un tránsito sin interrupción a lo externo o al ser allí, es ser para otro y, a la inversa, el devenir del ser allí el retrotraerse a la esencia. El movimiento es, de este modo, el doble proceso y devenir del todo, consistente en que cada uno pone al mismo tiempo lo otro, por lo que cada uno tiene en sí los dos como dos aspectos; juntos, los dos forman el todo, al disolverse ellos mismos, para convertirse en sus momentos.
En el conocimiento matemático la intelección es exterior a la cosa, de donde se sigue que con ello se altera la cosa verdadera. De ahí que, aun conteniendo sin duda proposiciones verdaderas el medio, la construcción y la demostración, haya que decir también que el contenido es falso. Para seguir con el ejemplo anterior, el triángulo resulta desmembrado y sus partes pasan a ser elementos de otras figuras que la construcción hace nacer de él. Solamente al final se restablece de nuevo el triángulo, del que propiamente se trata, que en el transcurso del procedimiento se había perdido de vista y que solamente se manifestaba a través de fragmentos pertenecientes a otro todo. Vemos, pues, cómo entra aquí en acción la negatividad del contenido, a la que deberíamos llamar la falsedad de éste, ni más ni menos que en el movimiento del concepto la desaparición de los pensamientos considerados fijos.
Ahora bien, la defectuosidad de este conocimiento en sentido propio afecta tanto al conocimiento mismo como a su materia en general. Por lo que al conocimiento se refiere, al principio no se da uno cuenta de la necesidad de la construcción. Esta necesidad no se deriva del concepto del teorema, sino que viene impuesta y hay que obedecer ciegamente al precepto de trazar precisamente estas líneas, cuando podrían trazarse infinidad de líneas distintas, sin saber nada más del asunto, aunque procediendo con la buena fe de creer que ello será adecuado a la ejecución de la demostración. La adecuación al fin perseguido se pondrá de manifiesto con posterioridad, lo que quiere decir que es puramente externa, porque sólo se revela más tarde en la demostración. Esta sigue, por tanto, un camino que arranca de un punto cualquiera, sin que sepamos qué relación guarda con el resultado que se ha de obtener. La marcha de la demostración asume estas determinaciones y relaciones y descarta otras, sin que sea posible darse cuenta de un modo inmediato de cuál es la necesidad a que responde esto, pues lo que rige este movimiento es un fin externo.
La evidencia de este defectuoso conocimiento de que tanto se enorgullece la matemática y del que se jacta también en contra de la filosofía, se basa exclusivamente en la pobreza de su fin y en el carácter defectuoso de su materia, siendo por tanto de un tipo que la filosofía debe desdeñar. Su fin o concepto es la magnitud. Es precisamente la relación inesencial, aconceptual. Aquí, el movimiento del saber opera en la superficie, no afecta a la cosa misma, no afecta a la esencia o al concepto y no es, por ello mismo, un concebir. La materia acerca de la cual ofrece la matemática un tesoro grato de verdades es el espacio y lo uno. El espacio es el ser allí en lo que el concepto inscribe sus diferencias como en un elemento vacío y muerto y en el que dichas diferencias son, por tanto, igualmente inmóviles e inertes. Lo real no es algo espacial, a la manera como lo considera la matemática; ni la intuición sensible concreta ni la filosofía se ocupan de esa irrealidad propia de las cosas matemáticas. Y en ese elemento irreal no se da tampoco más que lo verdadero irreal, es decir, proposiciones fijas, muertas; se puede poner fin en cualquiera de ellas y la siguiente comienza de nuevo de por sí sin que la primera se desarrolle hasta la otra y sin que, de este modo, se establezca una conexión necesaria a través de la naturaleza de la cosa misma. Además, por razón de aquel principio y elemento -y en ello estriba lo formal de la evidencia matemática-, el saber se desarrolla por la línea de la igualdad. En efecto, lo muerto, al no moverse por sí mismo, no logra llegar a la diferenciación de la esencia ni a la contraposición esencial o desigualdad; no llega, por tanto, al tránsito de uno de los términos contrapuestos al otro, a lo cualitativo, a lo inmanente, al automovimiento. La matemática sólo considera la magnitud, la diferencia no esencial. Hace abstracción del hecho de que es el concepto el que escinde el espacio en sus dimensiones y el que determina las conexiones entre éstas y en ellas; no se para a considerar, por ejemplo, la relación que existe entre la línea y la superficie, y cuando compara el diámetro con la circunferencia, choca contra su inconmensurabilidad, es decir, contra una relación conceptual, contra un infinito, que escapa a su determinación.
La matemática inmanente, la llamada matemática pura, no establece tampoco el tiempo como tiempo frente al espacio, como el segundo tema de su consideración. Es cierto que la matemática aplicada trata de él, como trata del movimiento y de otras cosas reales, pero toma de la experiencia los principios sintéticos, es decir, los principios de sus relaciones, determinadas por el concepto de éstas, y se limita a aplicar sus fórmulas a estos supuestos. El hecho de que las llamadas demostraciones de estos principios, tales como la del equilibrio de la palanca, la de la proporción entre espacio y tiempo en el movimiento de la caída, etc., demostraciones que tanto abundan en la matemática aplicada, sean ofrecidas y aceptadas como tales demostraciones, no es, a su vez, más que una demostración de cuán necesitado de demostración se halla el conocimiento, ya que cuando carece de ella acepta la simple apariencia vacua de la misma y se da por satisfecho. Una crítica de semejantes demostraciones resultaría a la vez notable e instructiva, ya que, por un lado, depuraría a la matemática de estos falsos adornos y, por otro, pondría de manifiesto sus límites, demostrando con ello la necesidad de otro tipo de saber. En cuanto al tiempo, del que podría pensarse que debiera ser, frente al espacio, el tema de la otra parte de la matemática pura, no es otra cosa que el concepto mismo en su existencia. El principio de la magnitud, de la diferencia conceptual, y el principio de la igualdad, de la unidad abstracta e inerte, no pueden ocuparse de aquella pura inquietud de la vida y de la absoluta diferenciación. Por tanto, esta negatividad sólo como paralizada, a saber: como lo uno, se convierte en la segunda materia de este conocimiento, el cual, como algo puramente externo, rebaja lo que se mueve a sí mismo a materia, para poder tener en ella un contenido indiferente, externo y carente de vida.

3. El conocimiento conceptual

La filosofía, por el contrario, no considera la determinación no esencial, sino en cuanto es esencial; su elemento y su contenido no son lo abstracto o irreal, sino lo real, lo que se pone a sí mismo y vive en sí, el ser allí en su concepto. Es el proceso que engendra y recorre sus momentos, y este movimiento en su conjunto constituye lo positivo y su verdad. Por tanto, ésta entraña también en la misma medida lo negativo en sí, lo que se llamaría lo falso, sí se lo pudiera considerar como algo de lo que hay que abstraerse. Lo que se halla en proceso de desaparecer debe considerarse también, a su vez, como esencial, y no en la determinación de algo fijo aislado de lo verdadero, que hay que dejar afuera de ella, no se sabe dónde, así como tampoco hay que ver en lo verdadero lo que yace del otro lado, lo positivo muerto. La manifestación es el nacer y el perecer, que por sí mismo no nace ni perece, sino que es en sí y constituye la realidad y el movimiento de la vida de la verdad. Lo verdadero es, de este modo, el delirio báquico, en el que ningún miembro escapa a la embriaguez, y como cada miembro, al disociarse, se disuelve inmediatamente por ello mismo, este delirio es, al mismo tiempo, la quietud translúcida y simple. Ante el foro de este movimiento no prevalecen las formas singulares del espíritu ni los pensamientos determinados pero son tanto momentos positivos y necesarios como momentos negativos y llamados a desaparecer. Dentro del todo del movimiento, aprehendido como quietud, lo que en él se diferencia y se da un ser allí particular se preserva como algo que se recuerda y cuyo ser allí es el saber de sí mismo, lo mismo que éste es ser allí inmediato.
Tal vez podría considerarse necesario decir de antemano algo más acerca de los diversos aspectos del método de este movimiento o de la ciencia. Pero su concepto va ya implícito en lo que hemos dicho y su exposición corresponde propiamente a la Lógica a es más bien la Lógica misma. El método no es, en efecto, sino la estructura del todo, presentada en su esencialidad pura. Y en cuanto a lo que usualmente ha venido opinándose acerca de esto, debemos tener la conciencia de que también el sistema de las representaciones que se relacionan con lo que es el método filosófico corresponden ya a una cultura desaparecida. Si alguien piensa que esto tiene un tono jactancioso o revolucionario, tono del que yo sé, sin embargo, que estoy muy alejado, debe tenerse en cuenta que el aparato científico que nos suministra la matemática -su aparato de explicaciones, divisiones, axiomas, series de teoremas y sus demostraciones, principios y consecuencias y conclusiones derivados de ellos- ha quedado ya, por lo menos, anticuado en la opinión. Aun cuando su ineficacia no se aprecie claramente, es lo cierto que se hace poco o ningún uso de ella, y si no se lo reprueba, por lo menos no se lo ve con agrado. Y no cabe duda de que podemos prejuzgar lo excelente como lo que se abre paso en el uso y se hace querer. Ahora bien, no es difícil darse cuenta de que la manera de exponer un principio, aducir fundamentos en pro de él y refutar también por medio de fundamentos el principio contrario no es la forma en que puede aparecer la verdad. La verdad es el movimiento de ella en ella misma, y aquel método, por el contrario, el conocimiento exterior a la materia. Por eso es peculiar a la matemática y se le debe dejar a ella, ya que la matemática, como hemos observado, tiene por principio la relación aconceptual de la magnitud y por materia el espacio muerto, y lo uno igualmente muerto. Dicho método, de un modo más libre, es decir, mezclado con una actitud más arbitraria y contingente, puede emplearse también en la vida corriente, en una conversación o una enseñanza histórica dirigidas a satisfacer más la curiosidad que el conocimiento, como ocurre sobre poco más o menos con un prólogo. En la vida corriente, la conciencia tiene por contenido conocimientos, experiencias, concreciones sensibles y también pensamientos y principios, en general todo lo que se considera como algo presente o como un ser o una esencia fijos y estables. La conciencia, en parte, discurre sobre todo esto y, en parte, interrumpe las conexiones actuando arbitrariamente sobre ese contenido, y se comporta como si lo determinara y manejara desde fuera. Conduce dicho contenido a algo cierto, aunque sólo se trate de la impresión del momento, y la convicción queda satisfecha cuando la conciencia llega a un punto de quietud conocido de ella.
Pero, sí la necesidad del concepto excluye la marcha indecisa de la conversación razonadora y la actitud solemne de la pompa científica, ya hemos dicho más arriba que no debe pasar a ocupar su puesto la ausencia de método del presentimiento y el entusiasmo y la arbitrariedad de los discursos proféticos que no desprecian solamente aquella cientificidad, sino la cientificidad en general.
Y tampoco es posible considerar como algo científico la triplicidad kantiana, redescubierta solamente por el instinto, todavía muerta, todavía aconceptual, elevada a su significación absoluta, para que al mismo tiempo se estableciera la verdadera forma en su verdadero contenido y brotara el concepto de la ciencia; el empleo de esta forma la reduce a su esquema inerte, a un esquema propiamente dicho, haciendo descender la organización científica a un simple diagrama. Este formalismo, del que ya hemos hablado más arriba en términos generales y cuya manera queremos precisar aquí, cree haber concebido e indicado la naturaleza y la vida de una figura al decir de ella una determinación del esquema como predicado –ya sea la subjetividad o la objetividad, el magnetismo, la electricidad, etc., la contracción o la expansión, el Este o el Oeste, y así sucesivamente, lo que podría multiplicarse hasta el infinito, ya que, con arreglo a esta manera de proceder, cada determinación o cada figura pueden volver a emplearse por los otros como forma o momento del esquema y cada uno puede, por agradecimiento, prestar el mismo servicio al otro, y tenemos así un círculo de reciprocidad por medio del cual no se experimenta lo que es la cosa misma, ni lo que es la una ni lo que es la otra. Por este camino, se reciben de la intuición vulgar determinaciones sensibles que, evidentemente, deben significar algo distinto de lo que dicen, mientras que, por otra parte, lo que tiene en sí una significación, las puras determinaciones del pensamiento, tales como sujeto, objeto, sustancia, causa, lo universal, etc., se emplean tan superficialmente y con tanta ausencia de crítica como en la vida corriente, ni más ni menos que los términos de lo fuerte y lo débil, la expansión y la contracción, por donde aquella metafísica tiene tan poco de científico como estas representaciones sensibles.
En vez de la vida interior y del automovimiento de su ser allí, semejante determinabilidad simple de la intuición, que aquí quiere decir del saber sensible, se expresa siguiendo una analogía superficial, y a esta aplicación externa y vacía de la fórmula se le da el nombre de construcción. Ocurre con este formalismo lo que con todo formalismo, cualquiera que él sea. Muy dura tendría que ser la cabeza de aquel a quien no pudiera hacerse comprender en un cuarto de hora la teoría de que existen enfermedades asténicas, esténicas e indirectamente asténicas y otros tantos tratamientos y que, cuando tal enseñanza bastaba hasta hace poco para alcanzar esta finalidad, esperara convertirse en tan poco tiempo de un rutinario en un médico teórico. Si el formalismo de la filosofía de la naturaleza quiere enseñar, digamos, que el entendimiento es la electricidad o que el animal es el nitrógeno o es igual al Sur o al Norte, etc. o los representa, puede enseñarlo de un modo escueto, como aquí se expresa, o adornado con otra terminología: la inexperiencia podrá caer en el pasmo admirativo ante esta capacidad para rimar cosas que parecen tan dispares y ante la violencia que mediante esta combinación se impone a lo sensible inmóvil, dándole la apariencia de un concepto, pero sin hacer lo más importante de todo, que es el expresar el concepto mismo o la significación de la representación sensible; puede la inexperiencia reverenciar esto como una profunda genialidad o alegrarse y regocijarse del optimismo de tales determinaciones, que suplen el concepto abstracto con lo intuitivo, haciéndolo así más agradab1e, felicitarse de la afinidad presentida de su espíritu con esta gloriosa manera de proceder. El ardid de semejante sabiduría se aprende tan rápidamente como fácilmente se aplica; su repetición, cuando ya se le conoce, resulta tan insoportable como la repetición de las artes del prestidigitador, una vez conocidas. El instrumento de este monótono formalismo es tan fácil de manejar como la paleta de un pintor que tuviese solamente dos colores, digamos el rojo y el verde, destinados el primero a las escenas históricas y el segundo a los paisajes. Resultaría difícil decidir qué es lo más grande, si la soltura con que se embadurna con estos colores cuanto hay en el cielo, en la tierra y bajo ésta o la fantasía en cuanto a la excelencia de este recurso universal; lo uno se apoya en lo otro. Lo que se consigue con este método, consistente en imponer a todo lo celestial y terrenal, a todas las figuras naturales y espirituales las dos o tres determinaciones tomadas del esquema universal, es nada menos que un informe claro como la luz del sol acerca del organismo del universo; es, concretamente, un diagrama parecido a un esqueleto con etiquetas pegadas encima o a esas filas de tarros rotulados que se alinean en las tiendas de los herbolarios; tan claro es lo uno como lo otro, y si allí faltan la carne y la sangre y no hay más que huesos y aquí se hallan ocultas en los tarros las cosas vivas que contienen, en el método a que nos referimos se prescinde de la esencia viva de la cosa o se la mantiene escondida. Ya hemos visto cómo este método se convierte, al mismo tiempo, en una pintura absoluta de un sólo color cuando, avergonzándose de las diferencias del esquema, las hunde en la vacuidad de lo absoluto, como algo perteneciente a la reflexión, para lograr así la identidad pura, el blanco carente de forma. Aquella uniformidad de color del esquema y de sus determinaciones inertes y aquella identidad absoluta, y el paso de lo uno a lo otro, todo es igualmente entendimiento muerto y conocimiento externo.
Pero lo excelente no puede sustraerse al destino de verse así privado de cuerpo y de espíritu, de ver cómo se le quita la piel para revestir con ella a un saber inerte e infatuado. Más bien debe ver en este destino la potencia que ejerce sobre los ánimos, ya que no sobre los espíritus, y también el perfeccionamiento hacia la universalidad y la determinabilidad de la forma en que consiste su acabamiento y que es lo único que hace posible el que esta universalidad se utilice de un modo superficial.
La ciencia sólo puede, lícitamente, organizarse a través de la vida propia del concepto; la determinabilidad que desde fuera, desde el esquema, se impone a la existencia es en ella, por el contrario, el alma del contenido pleno que se mueve a sí misma. El movimiento de lo que es consiste, de una parte, en devenir él mismo otro, convirtiéndose así en su contenido inmanente; de otra parte, lo que es vuelve a recoger en sí mismo este despliegue o este ser allí, es decir, se convierte a sí mismo en un momento y se simplifica como determinabilidad. En aquel movimiento, la negatividad es la diferenciación y el poner la existencia; en este recogerse en sí, es el devenir de la simplicidad determinada. De este modo, el contenido hace ver que no ha recibido su determinabilidad como impuesta por otro, sino que se la ha dado él mismo y se erige, de por sí en momento y en un lugar del todo. El entendimiento esquemático retiene para sí la necesidad y el concepto del contenido, lo que constituye lo concreto, la realidad y el movimiento vivo de la cosa que clasifica; o, más exactamente, no lo retiene para sí, sino que no lo conoce, pues sí fuese capaz de penetrar en ello, no cabe duda de que lo mostraría. Pero ni siquiera siente la necesidad de ello; si la sintiera, se abstendría de su esquematización o, por lo menos, no sabría con ello más que lo que es una simple indicación del contenido; sólo aporta, en efecto, la indicación del contenido, pero no el contenido mismo. Si se trata de una determinabilidad que es en sí concreta o real (como, por ejemplo, la del magnetismo), se la degrada, sin embargo, a algo muerto, al convertirla en predicado de otro ser allí, en vez de presentarla como la vida inmanente de este ser allí o de conocer cómo tiene en ésta su autocreación intrínseca y peculiar. El entendimiento formal deja al cuidado de otros el añadir esto, que es lo fundamental. En vez de penetrar en el contenido inmanente de la cosa pasa siempre por alto el todo y se halla por encima del ser allí singular del que habla, es decir, ni siquiera llega a verla. El conocimiento científico, en cambio, exige entregarse a la vida del objeto o, lo que es lo mismo, tener ante sí y expresar la necesidad interna de él. Al sumergirse así en su objeto, este conocimiento se olvida de aquella visión general que no es más que la reflexión de saber en sí mismo, fuera de contenido. Pero sumergido en la materia y en su movimiento, dicho conocimiento retorna a sí mismo, aunque no antes de que el cumplimiento o el contenido, replegándose en sí mismo y simplificándose en la determinabilidad, descienda por sí mismo para convertirse en un lado de su ser allí y trascienda a su verdad superior. De este modo, el todo simple, que se había perdido de vista a sí mismo, emerge desde la riqueza en que parecía haberse perdido su reflexión.
Siendo así que, en general, como hemos dicho más arriba, la sustancia es en ella misma sujeto, todo contenido es su propia reflexión en sí. La persistencia o la sustancia de su ser allí es la igualdad consigo mismo, pues su desigualdad consigo mismo sería su disolución. Pero la igualdad consigo mismo es la abstracción pura, y ésta es el pensamiento. Cuando digo cualidad, digo la determinabilidad simple; mediante la cualidad se distingue un ser allí de otro o es un ser allí; este ser allí es para sí mismo o subsiste por esta simplicidad consigo mismo. Pero es por ello por lo que es esencialmente el pensamiento. Es aquí donde se concibe que el ser es pensamiento; aquí es donde encaja el modo de ver que trata de rehuir la manera corriente y aconceptual de expresarse acerca de la identidad del pensamiento y el ser. Al ser la subsistencia del ser allí la igualdad consigo mismo o la abstracción pura, es la abstracción de sí de sí mismo o es ella misma su desigualdad consigo y su disolución, su propia interioridad y su repliegue sobre sí mismo, su devenir. Dada esta naturaleza de lo que es y en tanto que lo que es posee esta naturaleza para el saber, éste no es la actividad que maneja el contenido como algo extraño, no es la reflexión en sí fuera del contenido; la ciencia no es aquel idealismo que, en vez del dogmatismo de la afirmación, se presenta como un dogmatismo de la seguridad o el dogmatismo de la certeza de sí mismo, sino que, por cuanto que el saber ve el contenido retornar a su propia interioridad, su actividad se sumerge más bien en este contenido, ya que es el sí mismo inmanente del contenido como lo que al mismo tiempo ha retornado a sí, y es la pura igualdad consigo mismo en el ser otro; esta actividad del saber es, de este modo, la astucia que, pareciendo abstenerse de actuar, ve cómo la determinabilidad y su vida concreta, precisamente cuando parecen ocuparse de su propia conservación y de su interés particular, hacen todo lo contrario, es decir, se disuelven a sí mismas y se convierten en momento del todo.
Habiendo señalado más arriba lo que significa el entendimiento visto por el lado de la autoconciencia de la sustancia, de lo que aquí decimos se desprende su significación con arreglo a la determinación de la misma sustancia como lo que es. El ser allí es cualidad, determinabilidad igual a sí misma o simplicidad determinada, pensamiento determinado; esto es, el entendimiento del ser allí. Es, de este modo, el nous, que era, como Anaxágoras comenzó reconociendo, la esencia. Posteriormente, se concibió la naturaleza del ser allí, de un modo más determinado, como eidos o idea, es decir, como universalidad determinada, como especie. La palabra especie parecerá tal vez demasiado vulgar y pobre para referirse a las ideas, a lo bello, lo sagrado y lo eterno, que tantos estragos causan en nuestra época. Pero, en realidad la idea no expresa ni más ni menos que la especie. Pero, en la actualidad, solemos encontrarnos con que se desprecia y rechaza una expresión que designa un concepto de un modo determinado en favor de otra que, sin duda por estar tomada de una lengua extranjera, envuelve el concepto en cendales nebulosos y le da con ello una resonancia más edificante. Precisamente por determinarse como especie, es el ser allí un pensamiento simple; el nous, la simplicidad, es la sustancia. Y su simplicidad o igualdad consigo mismo lo hace aparecer como algo fijo y permanente. Pero esta igualdad consigo mismo es también precisamente por ello, negatividad, y de este modo pasa aquel ser allí fijo a su disolución. Al principio, la determinabilidad sólo parece serlo por referirse a un otro, y su movimiento parece comunicarse a ella de una fuerza extraña; pero el que tenga en sí misma su ser otro y sea automovimiento es lo que va precisamente implícito en aquella simplicidad del pensamiento, pues ésta es el pensamiento que se mueve y se diferencia a sí mismo, la propia interioridad, el concepto puro. Así, pues, la inteligibilidad es un devenir y es, en cuanto este devenir, la racionalidad.
En esta naturaleza de lo que es que consiste en ser en su ser su concepto, reside en general la necesidad lógica; sólo ella es lo racional y el ritmo del todo orgánico, y es precisamente saber del contenido en la misma medida en que el contenido es concepto y esencia o, dicho en otros términos, solamente ella es lo especulativo. La figura concreta, moviéndose a sí misma, se convierte en determinabilidad simple; con ello, se eleva a forma lógica y es en su esencialidad; su ser allí concreto es solamente este movimiento y es un ser allí inmediatamente lógico. De ahí que sea innecesario revestir de formalismo al contenido concreto desde el exterior; aquel, el contenido, es en sí mismo el paso a éste, al formalismo, el cual deja, sin embargo, de ser un formalismo externo, porque la forma es ella misma el devenir intrínseco del contenido concreto.
Esta naturaleza del método científico, consistente de una parte en no hallarse separada del contenido y, de otra, en determinar su ritmo por sí misma encuentra su verdadera exposición, como ya hemos dicho, en la filosofía especulativa. Lo que aquí decimos, aunque exprese el concepto, no puede considerarse más que como una aseveración anticipada. Su verdad no reside en esta exposición en parte puramente narrativa; y tampoco se la refuta porque se diga, en contra de esto, que no es así, sino que ocurre de tal o cual modo, porque se traigan a colación y se expresen estas o las otras representaciones usuales como verdades establecidas y conocidas, o porque se sirva y asegure algo nuevo, extraído del santuario de la divina intuición interior. Suele ser ésta la primera reacción del saber ante lo para él desconocido, reacción adversa que adopta para salvar su libertad y su propia manera de ver, su propia autoridad contra otra extraña -ya que bajo esta figura se manifiesta lo que se asimila por vez primera-, y también para descartar la apariencia y especie de vergüenza que representaría el tener que aprender algo; así como en el caso contrario en la acogida plausible de lo desconocido la reacción del mismo tipo consiste en algo parecido a lo que son, en otra esfera, los discursos y los actos ultrarrevolucionarios.

IV. LO QUE SE REQUIERE PARA EL ESTUDIO FILOSÓFICO

1. El pensamiento especulativo

Lo que importa, pues, en el estudio de la ciencia es el asumir el esfuerzo del concepto. Este estudio requiere la concentración de la atención en el concepto en cuanto tal, en sus determinaciones simples, por ejemplo en el ser en sí, en el ser para sí, en la igualdad consigo mismo, etc., pues éstas son automovimientos puros a los que podría darse el nombre de almas, sí su concepto no designase algo superior a esto. A la costumbre de seguir el curso de las representaciones le resulta tan perturbador la interrupción de dichas representaciones por medio del concepto como al pensamiento formal que razona en uno y otro sentido por medio de pensamientos irreales. Habría que calificar aquel hábito como un pensamiento material, una conciencia contingente, que se limita a sumergirse en el contenido y a la que, por tanto, se le hace duro desentrañar al mismo tiempo de la materia su propio sí mismo puro y mantenerse en él. Por el contrario, lo otro, el razonar, es la libertad acerca del contenido, la vanidad en torno a él; se pide de ella que se esfuerce por abandonar esta libertad y que, en vez de ser el principio arbitrariamente motor del contenido, hunda en él esta libertad, deje que el contenido se mueva con arreglo a su propia naturaleza, es decir, con arreglo al sí mismo, como lo suyo del contenido, limitándose a considerar este movimiento. Abstenerse de inmiscuirse en el ritmo inmanente de los conceptos, no intervenir en él de un modo arbitrario y por medio de una sabiduría adquirida de otro modo, esta abstención, constituye de por sí un momento esencial de la concentración de la atención en el concepto.
En el comportamiento razonador hay que señalar con mayor fuerza los dos aspectos en que se contrapone a él el pensamiento conceptual. De una parte, aquél se comporta negativamente con respecto al contenido aprehendido, sabe refutarlo y reducirlo a la nada. Este ver que el contenido no es así es lo simplemente negativo; es el límite final, que no puede ir más allá de sí mismo hacía un nuevo contenido, sino que para que pueda encontrar de nuevo un contenido, no hay más remedio que tomar de donde sea algo otro. Esto es la reflexión en el yo vacío, la vanidad de su saber. Esta vanidad no expresa solamente esto, el que este contenido es vano, sino que expresa también la vanidad de este mismo modo de ver, puesto que es lo negativo, que no ve en sí lo positivo. Y, como esta reflexión no obtiene como contenido su misma negatividad, no se halla en general en la cosa misma, sino siempre más allá de ésta, por lo cual cree que la afirmación de lo vacío le permite ir más allá de una manera de ver rica en contenido. Por el contrario, como ya se ha hecho ver más arriba, en el pensamiento conceptual lo negativo pertenece al contenido mismo y es lo positivo, tanto en cuanto su movimiento inmanente y su determinación como en cuanto la totalidad de ambos. Aprehendido como resultado, es lo que se deriva de este movimiento, lo negativo determinado y, con ello, al mismo tiempo, un contenido positivo.
Ahora bien, si tenemos en cuenta que tal pensamiento tiene un contenido, ya se trate de representaciones, de pensamientos o de una mezcla de ambos, encontraremos en él otro aspecto que le entorpece la concepción. La naturaleza peculiar de este aspecto aparece estrechamente unida a la esencia de la idea misma a que nos referíamos más arriba o, mejor dicho, la expresa tal y como se manifiesta en cuanto movimiento, que es aprehensión pensante. En efecto, así como en su comportamiento negativo, del que acabamos de hablar, el pensamiento razonador es por sí mismo el sí al que retorna el contenido, ahora, en su conocimiento positivo, el sí mismo es, por el contrario, un sujeto representado, con el cual el contenido se relaciona como accidente y predicado. Este sujeto constituye la base a la que se enlaza el contenido y sobre la que el movimiento discurre en una y otra dirección. En el pensamiento conceptual ocurre de otro modo. Aquí, el concepto es el propio sí mismo del objeto, representado como su devenir, y en este sentido no es un sujeto quieto que soporte inmóvil los accidentes, sino el concepto que se mueve y que recobra en sí mismo sus determinaciones. En este movimiento desaparece aquel mismo sujeto en reposo; pasa a formar parte de las diferencias y del contenido y constituye más bien la determinabilidad, es decir, el contenido diferenciado como el movimiento del mismo, en vez de permanecer frente a él. El terreno firme que el razonar encontraba en el sujeto en reposo vacila, por tanto, y sólo este movimiento mismo se convierte en el objeto. El sujeto que cumple su contenido deja de ir más allá de esto y no puede tener, además, otros predicados o accidentes. La dispersión del contenido queda, por el contrario, vinculada así bajo el sí mismo; no es ya lo universal que, libre del sujeto, pueda corresponder a varios. Por tanto, el contenido no es ya, en realidad, predicado del sujeto, sino que es la sustancia, la esencia y el concepto de aquello de que se habla. El pensamiento como representación, puesto que tiene por naturaleza el seguir su curso en los accidentes o predicados y el ir más allá de ellos con razón ya que sólo se trata de predicados y accidentes, se ve entorpecido en su marcha cuando lo que en la proposición presenta la forma de predicado es la sustancia misma. Sufre, para representárnoslo así, un contragolpe. Partiendo del sujeto, como sí éste siguiese siendo el fundamento, se encuentra, en tanto que el predicado es más bien la sustancia, con que el sujeto ha pasado a ser predicado, y es por ello superado así; y, de este modo, al devenir lo que parece ser predicado en la masa total e independiente, el pensamiento no puede ya vagar libremente sino que se ve retenido por esta gravitación. Por lo común, el sujeto comienza poniéndose en la base como el sí mismo objetivo fijo; de ahí parte el movimiento necesario, hacia la multiplicidad de las determinaciones o de los predicados; en este momento, aquel sujeto deja el puesto al yo mismo que sabe y que es el entrelazamiento de los predicados y el sujeto que los sostiene. Pero, mientras que aquel primer sujeto entra en las determinaciones mismas y es el alma de ellas, el segundo sujeto, es
decir, el que sabe, sigue encontrando en el predicado a aquel otro con el que creía haber terminado ya y por encima del cual pretende retornar a sí mismo y, en vez de poder ser, como razonamiento, lo activo en el movimiento del predicado, como si hubiera que atribuir a aquél este predicado u otro, se encuentra con que, lejos de ello, todavía tiene que vérselas con el sí mismo del contenido, sino quiere ser para sí, sino formar un todo con el contenido mismo.
En términos formales, puede expresarse lo dicho enunciando que la naturaleza del juicio o de la proposición en general, que lleva en sí la diferencia del sujeto y el predicado aparece destruida por la proposición especulativa y que la proposición idéntica, en que la primera se convierte, contiene el contragolpe frente a aquella relación. Este conflicto entre la forma de una proposición en general y la unidad del concepto que la destruye es análogo al que media en el ritmo entre el metro y el acento. El ritmo es la resultante del equilibrio y la conjunción de ambos. También en la proposición filosófica vemos que la identidad del sujeto y el predicado no debe destruir la diferencia entre ellos, que la forma de la proposición expresa, sino que su unidad debe brotar como una armonía. La forma de la proposición es la manifestación del sentido determinado o el acento que distingue su cumplimiento; pero el que el predicado exprese la sustancia y el sujeto mismo caiga en lo universal es la unidad en que aquel acento da su último acorde.
Para ilustrar por medio de algunos ejemplos lo ya dicho, tenemos que en la proposición Dios es el ser el predicado es el ser; este predicado tiene una significación sustancial, en la que el sujeto se esfuma. Ser no debe ser, aquí, el predicado, sino la esencia, pues con ello, Dios parece dejar de ser lo que es por la posición que ocupa en la proposición, es decir, el sujeto fijo. El pensamiento, en vez de pasar adelante en el tránsito del sujeto al predicado, se siente, al perderse el sujeto, más bien entorpecido y repelido hacia el pensamiento del sujeto, porque echa de menos a éste; o bien encuentra también el sujeto de un modo inmediato en el predicado, puesto que el predicado mismo se expresa como un sujeto, como el ser, como la esencia, que agota la naturaleza del sujeto; y así, en vez de recobrarse a sí mismo en el predicado y moverse libremente para razonar, el pensamiento se encuentra todavía más hundido en el contenido o, por lo menos, se hace presente ahora la pretensión de ahondar en él. Del mismo modo, si se dice que lo real es lo universal, vemos que lo real se desvanece, como sujeto, en su predicado. Lo universal no debe tener tan sólo la significación del predicado, como sí la proposición enunciara que lo real es lo universal, sino que lo universal debe expresar la esencia de lo real. Por tanto, el pensamiento pierde el terreno fijo objetivo que tenía en el sujeto al ser repelido de nuevo en el predicado y al retrotraerse, en éste, no a sí mismo, sino al sujeto del contenido.
Sobre este entorpecimiento habitual descansan en gran parte las quejas acerca de la ininteligibilidad de los escritos filosóficos, suponiendo que, por lo demás, se den en el individuo las condiciones de cultura necesarias para comprenderlos. En lo que queda expuesto encontramos la razón del reproche muy determinado que con frecuencia se hace a estas obras, al decir de ellas que hay que leerlas varias veces para llegar a entenderías; reproche que debe de encerrar algo de insuperable y definitivo, puesto que, de ser fundado, no admite réplica. De lo que dejamos dicho se desprende claramente cómo se plantea la cosa. Las proposiciones filosóficas, por ser proposiciones, suscitan la opinión de la relación usual entre el sujeto y el predicado y sugieren el comportamiento habitual del saber. Y este comportamiento y la opinión acerca de él son destruidos por su contenido filosófico; la opinión experimenta que las cosas no son tal y como ella había creído, y esta rectificación de su opinión obliga al saber a volver de nuevo sobre la proposición y a captarla ahora de otro modo.
Una dificultad que debiera evitarse es la confusión del modo especulativo y del modo razonador, consistente en que lo que dice del sujeto tiene una vez la significación de su concepto, y otra, en cambio, solamente la de su predicado o accidente. Un modo estorba al otro, y sólo logrará adquirir un relieve plástico la exposición filosófica que sepa eliminar rigurosamente el tipo de las relaciones usuales entre las partes de una proposición.
De hecho, también el pensamiento no especulativo tiene su derecho, un derecho válido, pero que no es tomado en consideración a la manera de la proposición especulativa. El que la forma de la proposición se supere no debe acaecer solamente de un modo inmediato, por el simple contenido de la proposición, sino que este movimiento opuesto debe expresarse; no debe tratarse tan sólo de un entorpecimiento interno, sino que debe exponerse este retorno del concepto a sí mismo. Este movimiento, que en otras condiciones haría las veces de la demostración, es el movimiento dialéctico de la proposición misma. Solamente él es lo especulativo real, y sólo su expresión constituye la exposición especulativa. Como proposición, lo especulativo es sólo el entorpecimiento interior y el retorno inexistente de la esencia a sí misma. He ahí por qué las exposiciones filosóficas nos remiten con tanta frecuencia a esta intuición interior, con lo que se ahorra la exposición del movimiento dialéctico de la proposición que exigíamos. La proposición debe expresar lo que es lo verdadero, pero ello es, esencialmente, sujeto; y, en cuanto tal, es sólo el movimiento dialéctico, este proceso que se engendra a sí mismo, que se desarrolla y retorna a sí. En cualquier otro conocimiento, es este lado de lo interior expresado lo que sirve de demostración. Pero, una vez separada la dialéctica de la demostración, el concepto de la demostración filosófica se ha perdido, en realidad.
Cabe recordar, a este propósito, que en el movimiento dialéctico entran también proposiciones como partes o elementos; parece, pues, presentarse de nuevo a cada paso la dificultad señalada y como sí fuera una dificultad de la cosa misma. Es algo parecido a lo que sucede en la demostración usual, en que los fundamentos empleados requieren a su vez una fundamentación, y así sucesivamente, hasta el infinito. Pero esta forma de fundamentar y condicionar corresponde a un tipo de demostración diferente del movimiento dialéctico y, por tanto, al conocimiento externo. El elemento del movimiento dialéctico es el puro concepto, lo que le da un contenido que es, en sí mismo y en todo y por todo, sujeto. No se da, pues, ningún contenido de esta clase que se comporte como sujeto puesto como fundamento y al que su significación le corresponda como un predicado; inmediatamente, la proposición es solamente una forma vacía. Fuera del sí mismo intuido de un modo sensible o representado, sólo es, preferentemente, el nombre como tal nombre el que designa el sujeto puro, lo uno carente de concepto. Por esta razón, puede ser útil, por ejemplo, evitar la voz Dios, ya que esta palabra no es de modo inmediato y al mismo tiempo concepto, sino el nombre en sentido propio, la quietud fija del sujeto que sirve de fundamento; en cambio, el ser o lo uno, por ejemplo, lo singular, el sujeto indican también de por sí, de un modo inmediato, conceptos. Aun cuando de aquel sujeto se digan verdades especulativas, su contenido carece del concepto inmanente, pues éste se da solamente como sujeto en reposo, y aquellas verdades, debido a esta circunstancia, adquieren fácilmente la forma de lo puramente edificante. Y también por este lado nos encontramos con que podrá aumentar o disminuir por culpa de la misma exposición filosófica el obstáculo que radica en la costumbre de entender el predicado especulativo con arreglo a la forma de la proposición, y no como concepto y esencia. La exposición deberá, ateniéndose fielmente a la penetración en la naturaleza de lo especulativo, mantener la forma dialéctica y no incluir en ella nada que no haya sido concebido ni sea concepto.

2. Genialidad y sano sentido común

Tanto como el comportamiento razonador entorpece el estudio de la filosofía la figuración no razonable de verdades establecidas, sobre las que quien las posee cree que no hace falta volver, sino que basta con tomarlas como base y expresarlas y enjuiciar y condenar a base de ellas. Vista la cosa por este lado, es especialmente necesario que la filosofía se convierta en una actividad sería. Para todas las ciencias, artes, aptitudes y oficios vale la convicción de que su posesión requiere múltiples esfuerzos de aprendizaje y de práctica. En cambio, en lo que se refiere a la filosofía parece imperar el prejuicio de que, si para poder hacer zapatos no basta con tener ojos y dedos y con disponer de cuero y herramientas, en cambio, cualquiera puede filosofar directamente y formular juicios acerca de la filosofía, porque posee en su razón natural la pauta necesaria para ello, como si en su que no poseyese también la pauta natural del zapato. Tal parece como si se hiciese descansar la posesión de la filosofía sobre la carencia de conocimientos y de estudio, considerándose que aquella termina donde comienzan éstos. Se la reputa frecuentemente como un saber formal y vacío de contenido y no se ve que lo que en cualquier conocimiento y ciencia es verdad aun en cuanto al contenido, sólo puede ser acreedor a este nombre cuando es engendrado por la filosofía; y que las otras ciencias, por mucho que intenten razonar sin la filosofía, sin ésta no pueden llegar a poseer en sí mismas vida, espíritu ni verdad.
Por lo que respecta a la filosofía en el sentido propio de la palabra, vemos cómo la revelación inmediata de lo divino y el sano sentido común que no se esfuerzan por cultivarse ni se cultivan en otros campos del saber ni en la verdadera filosofía se consideran de un modo inmediato como un equivalente perfecto y un buen sustituto de aquel largo camino de la cultura, de aquel movimiento tan rico como profundo por el cual arriba el espíritu al saber, algo así como se dice que la achicoria es un buen sustituto del café. No resulta agradable ver cómo la ignorancia y hasta la misma tosquedad informe y sin gusto, incapaz de retener su pensamiento sobre una proposición abstracta, y menos aun sobre el entronque de varias, asegura ser ora la libertad y la tolerancia del pensamiento, ora la genialidad. Como es sabido, ésta hizo en otro tiempo tantos estragos en la poesía como ahora hace en la filosofía; pero, en vez de crear poesía, esta genialidad, cuando sus productos tenían algún sentido, producía una prosa trivial o, en los casos en que se remontaba por encima de ésta, discursos demenciales. Lo mismo ocurre ahora con el filosofar natural, que se reputa demasiado bueno para el concepto y que mediante la ausencia de éste, se considera como un pensamiento intuitivo y poético y lleva al mercado las arbitrarias combinaciones de una imaginación que no ha hecho más que desorganizarse al pasar por el pensamiento, productos que no son ni carne ni pescado, ni poesía ni filosofía.
Y, a la inversa, cuando discurre por el tranquilo cauce del sano sentido común, el filosofar natural produce, en el mejor de los casos, una retórica de verdades triviales. Y cuando se le echa en cara la insignificancia de estos resultados, nos asegura que el sentido y el contenido de ellos se hallan en su corazón y debieran hallarse también en el corazón de los demás, creyendo pronunciar algo inapelable al hablar de la inocencia del corazón, de la pureza de la conciencia y de otras cosas por el estilo, como sí contra ellas no hubiera nada que objetar ni nada que exigir. Pero lo importante no era dejar lo mejor recatado en el fondo del corazón, sino sacarlo de ese pozo a la luz del día. Hace ya largo tiempo que podían haberse ahorrado los esfuerzos de producir verdades últimas de esta clase, pues pueden encontrarse desde hace muchísimo tiempo en el catecismo, en los proverbios populares, etc. No resulta difícil captar tales verdades en lo que tienen de indeterminado o de torcido y, con frecuencia, revelar a su propia conciencia cabalmente las verdades opuestas. Y cuando esta conciencia trata de salir del embrollo en que se la ha metido, es para caer en un embrollo nuevo, diciendo tal vez que las cosas son, tal como está establecido, de tal o cual modo y que todo lo demás es puro sofisma; tópico éste a que suele recurrir el buen sentido en contra de la razón cultivada, a la manera como la ignorancia filosófica caracteriza de una vez por todas a la filosofía con el nombre de sueños de visionarios. El buen sentido apela al sentimiento, su oráculo interior, rompiendo con cuantos no coinciden con él; no tiene más remedio que declarar que no tiene ya nada más que decir a quien no encuentre y sienta en sí mismo lo que encuentra y siente él: en otras palabras, pisotea la raíz de la humanidad. Pues la naturaleza de ésta reside en tender apremiantemente hacia el acuerdo con los otros y su existencia se halla solamente en la comunidad de las conciencias llevada a cabo. Y lo antihumano, lo animal, consiste en querer mantenerse en el terreno del sentimiento y comunicarse solamente por medio de éste.
Cuando se busca una calzada real que conduzca a la ciencia, no se cree que hay otra más segura que el confiarse al buen sentido, aunque, para ponerse a tono con la época y con la filosofía, se lean las reseñas críticas sobre las obras filosóficas e incluso los prólogos a ellas y sus primeros párrafos, que enuncian los principios universales sobre lo que se basa todo, del mismo modo que las reseñas, aparte de la información histórica, contienen además un juicio, el cual, precisamente por ser un juicio, trasciende sobre lo enjuiciado. Se marcha por este camino común con la bata de andar por casa, mientras el sentimiento augusto de lo eterno, lo sagrado y lo infinito recorre con sus solemnes ropas sacerdotales un camino que es ya de por sí más bien el ser inmediato en el mismo centro, la genialidad de las ideas profundas y originales y de los altos relámpagos del pensamiento. Pero, como esta profundidad no descubre aun la fuente de la esencia, estos destellos no son todavía el empíreo. A los verdaderos pensamientos y a la penetración científica sólo puede llegarse mediante la labor del concepto. Solamente éste puede producir la universalidad del saber, que no es ni la indeterminabilidad y la pobreza corrientes del sentido común, sino un conocimiento cultivado y cabal, ni tampoco la universalidad excepcional de los dotes de la razón corrompidas por la indolencia y la infatuación del genio, sino la verdad que ha alcanzado ya la madurez de su forma peculiar y susceptible de convertirse en patrimonio de toda razón autoconsciente.

3. El autor y el público

Al sostener yo que el automovimiento del concepto es aquello por lo que la ciencia existe, podría parecer que la consideración de que los aspectos que aquí hemos tocado y otros aspectos externos difieren de las representaciones de nuestra época acerca de la naturaleza y la forma de la verdad y son, incluso, totalmente contrarios a ellas no promete prestar favorable acogida al intento de presentar en dicha determinación el sistema de la ciencia. Creo, sin embargo, que si a veces, por ejemplo, se ha cifrado la excelencia de la filosofía de Platón en sus mitos carentes de valor científico, también ha habido épocas a las que ha podido llamarse, incluso, épocas de entusiasmo exaltado, en que la filosofía aristotélica era apreciada en razón de su profundidad especulativa y en que el Parménides, de Platón, probablemente la más grande obra de arte de la dialéctica antigua, pasaba por ser el verdadero descubrimiento y la expresión positiva de la vida divina, y en la que, a pesar de la oscuridad de lo creado por el éxtasis, este éxtasis mal comprendido no debía ser, en realidad, otra cosa que el concepto puro. Y también me parece que lo que hay de excelente en la filosofía de nuestro tiempo cifra su valor en la cientificidad y que, aun cuando otros piensen de manera distinta, sólo gracias a la cientificidad se hace valer esa filosofía. Puedo, así, confiar en que este ensayo de reivindicar la ciencia para el concepto y de exponerla en este su elemento peculiar sabrá abrirse paso, apoyado en la verdad interna de la cosa misma. Debemos estar convencidos de que lo verdadero tiene por naturaleza el abrirse paso al llegar su tiempo y de que sólo aparece cuando éste llega, razón por la cual nunca se presenta prematuramente ni se encuentra con un público aun no preparado; como también de que el individuo necesita de este resultado para afirmarse en lo que todavía no es más que un asunto suyo aislado y para experimentar como algo universal la convicción que por el momento pertenece solamente a lo particular. Ahora bien, en este respecto hay que distinguir frecuentemente entre el público y los que se hacen pasar por sus representantes y portavoces. Aquél se comporta, desde muchos puntos de vista, de un modo muy distinto e incluso opuesto al de éstos. Mientras que el público, bondadosamente, se culpa a sí mismo de que una obra filosófica no le llega, quienes se hacen pasar por sus representantes y portavoces echan toda la culpa a los autores, seguros ellos de su competencia. La acción de la obra sobre el público es más callada que la de “los muertos que entierran a sus muertos"(San Mateo VILI, 22.). Y si, hoy, la penetración general se halla más cultivada, si su curiosidad es más vigilante y su juicio se determina con mayor rapidez, de tal modo que "los pies de quienes han de sepultarte se hallan ya a la puerta"(Hechos V, 9.), de esto hay que distinguir, no pocas veces, la acción más lenta que va rectificando la atención captada por aseveraciones imponentes y corrigiendo las censuras despectivas para entregar así, al cabo de algún tiempo, a una parte el mundo de los suyos, al paso que los otros, tras el mundo de sus contemporáneos, carecerán de posteridad.
Como, por lo demás, vivimos en una época en que la universalidad del espíritu se ha fortalecido tanto y la singularidad, como debe ser, se ha tornado tan indiferente y en la que aquélla se atiene a su plena extensión y a su riqueza cultivada y las exige, tenemos que la actividad que al individuo le corresponde en la obra total del espíritu sólo puede ser mínima, razón por la cual el individuo, como ya de suyo lo exige la naturaleza misma de la ciencia, debe olvidarse tanto más y llegar a ser lo que puede y hacer lo que le sea posible, pero, a cambio de ello, debe exigirse tanto menos de él cuanto que él mismo no puede esperar mucho de sí ni reclamarlo.

Ciencia de la experiencia de la conciencia

INTRODUCCIÓN 

PROPOSITO Y MÉTODO DE ESTA OBRA

ES NATURAL pensar que, en filosofía, antes de entrar en la cosa misma, es decir, en el conocimiento real de lo que es en verdad, sea necesario ponerse de acuerdo previamente sobre el conocimiento, considerado como el instrumento que sirve para apoderarse de lo absoluto o como el medio a través del cual es contemplado. Parece justificada esta preocupación, ya que, de una parte, puede haber diversas clases de conocimiento, una de las cuales se preste mejor que las otras para alcanzar dicho fin último, pudiendo, por tanto, elegirse mal entre ellas; y, de otra parte, porque siendo el conocimiento una capacidad de clase y alcance determinados, sin la determinación precisa de su naturaleza y sus límites captaríamos las nubes del error, en vez del cielo de la verdad. E incluso puede muy bien ocurrir que esta preocupación se trueque en el convencimiento de que todo el propósito de ganar para la conciencia por medio del conocimiento lo que es en sí sea en su concepto un contrasentido y de que entre el conocimiento y lo absoluto se alce una barrera que los separara sin más. En efecto, si el conocimiento es el instrumento para apoderarse de la esencia absoluta, inmediatamente se advierte que la aplicación de un instrumento a una cosa no deja a ésta tal y como ella es para sí, sino que la modela y altera. Y sí el conocimiento no es un instrumento de nuestra actividad, sino, en cierto modo, un médium pasivo a través del cual llega a nosotros la luz de la verdad, no recibiremos ésta tampoco tal y como es en sí, sino tal y como es a través de este médium y en él. En ambos casos empleamos un medio que produce de un modo inmediato lo contrario de su fin, o más bien el contrasentido consiste en recurrir en general a un medio. Podría parecer, ciertamente, que cabe obviar este inconveniente por el conocimiento del modo como el instrumento actúa, lo cual permitirá descontar del resultado la parte que al instrumento corresponde en la representación que por medio de él nos formamos de lo absoluto y obtener así lo verdadero puro. Pero, en realidad, esta corrección no haría más que situarnos de nuevo en el punto de que hemos partido. Si de una cosa modelada descontamos lo que el instrumento ha hecho con ella, la cosa para nosotros -aquí, lo absoluto- vuelve a ser exactamente lo que era antes de realizar este esfuerzo, el cual resultará, por tanto, baldío. Y sí el instrumento se limitara a acercar a nosotros lo absoluto como la vara con pegamento nos acerca el pájaro apresado, sin hacerlo cambiar en lo más mínimo, lo absoluto se burlaría de esta astucia, si es que ya en sí y para sí no estuviera y quisiera estar en nosotros; pues el conocimiento sería, en este caso, en efecto, una astucia, ya que con sus múltiples afanes aparentaría algo completamente diferente del simple producir la relación inmediata y, por tanto, carente de esfuerzo. O bien, si el examen del conocimiento que nos representamos como un médium nos enseña a conocer la ley de su refracción, de nada servirá que descontemos ésta del resultado, pues el conocimiento no es la refracción del rayo, sino el rayo mismo a través del cual llega a nosotros la verdad y, descontado esto, no se habría hecho otra cosa que indicarnos la dirección pura o el lugar vacío.
No obstante, sí el temor a equivocarse infunde desconfianza hacia la ciencia, la cual se entrega a su tarea sin semejantes reparos y conoce realmente, no se ve por qué no ha de sentirse, a la inversa, desconfianza hacía esta desconfianza y abrigar la preocupación de que este temor a errar sea ya el error mismo. En realidad, este temor presupone como verdad, apoyando en ello sus reparos y sus consecuencias, no sólo algo, sino incluso mucho que habría que empezar por examinar sí es verdad o no. Da por supuestas, en efecto, representaciones acerca del conocimiento como un instrumento y un médium, así como también una diferencia entre nosotros mismos y ese conocimiento; pero, sobre todo, presupone el que lo absoluto se halla de un lado y el conocimiento de otro, como algo para sí y que, separado de lo absoluto, es, sin embargo, algo real [reell]; presupone, por tanto, que el conocimiento, que, al ser fuera de lo absoluto es también , indudablemente, fuera de la verdad, es sin embargo verdadero, hipótesis con la que lo que se llama temor a errar se da a conocer más bien como temor a la verdad.
Esta consecuencia se desprende del hecho de que solamente lo absoluto es verdadero o solamente lo verdadero es absoluto. Se la puede refutar alegando la distinción de que un conocimiento puede ser verdadero aun no conociendo lo absoluto, como la ciencia pretende, y de que el conocimiento en general, aunque no sea capaz de aprehender lo absoluto, puede ser capaz de otra verdad. Pero, a la vista de esto, nos damos cuenta de que este hablar sin ton ni son conduce a una turbia distinción entre un verdadero absoluto y un otro verdadero, y de que lo absoluto, el conocimiento, etc., son palabras que presuponen un significado que hay que empezar por encontrar.
En vez de ocuparnos de tales inútiles representaciones y maneras de hablar acerca del conocimiento como un instrumento para posesionarios de lo absoluto o como un médium a través del cual contemplamos la verdad, etc. -relaciones a las que evidentemente conducen todas estas representaciones de un conocimiento separado de lo absoluto y de un absoluto separado del conocimiento-; en vez de ocupamos de los subterfugios que la incapacidad para la ciencia deriva de los supuestos de tales relaciones para librarse del esfuerzo de la ciencia, aparentando al mismo tiempo un esfuerzo serio y celoso; en vez de torturarnos en dar respuesta a todo esto, podríamos rechazar esas representaciones como contingentes y arbitrarias y considerar incluso como un fraude al empleo, con ello relacionado, de palabras como lo absoluto, el conocimiento, lo objetivo y lo subjetivo y otras innumerables, cuyo significado se presupone como generalmente conocido. En efecto, el pretextar, por una parte, que su significado es generalmente conocido y, por otra, que se posee su concepto mismo no parece proponerse otra cosa que soslayar lo fundamental, que consiste precisamente en ofrecer este concepto. Con mayor razón, por el contrario, cabría rehuir el esfuerzo de fijarse para nada en esta clase de representaciones y maneras de hablar por medio de las cuales se descartaría a la ciencia misma, ya que sólo constituyen una manifestación vacía del saber, que inmediatamente desaparece al entrar en acción la ciencia. Pero la ciencia, al aparecer, es ella misma una manifestación; su aparición no es aun la ciencia en su verdad, desarrollada y desplegada. Es indiferente, a este propósito, representarse que ella sea la manifestación porque aparece junto a otro saber o llamar a este otro saber no verdadero su manifestarse.
Pero la ciencia tiene que liberarse de esta apariencia, y sólo puede hacerlo volviéndose en contra de ella. En efecto, la ciencia no puede rechazar un saber no verdadero sin más que considerarlo como un punto de vista vulgar de las cosas y asegurando que ella es un conocimiento completamente distinto y que aquel saber no es para ella absolutamente nada, ni puede tampoco remitirse al barrunto de un saber mejor en él mismo. Mediante aquella aseveración, declararía que su fuerza se halla en su ser; pero también el saber carente de verdad se remite al hecho de que es y asevera que la ciencia no es nada para él, y una aseveración escueta vale exactamente tanto como la otra. Y aun menos puede la ciencia remitirse al barrunto mejor que se daría en el conocimiento no verdadero y que en él mismo señalaría hacía ella, pues, de una parte, al hacerlo así, seguiría remitiéndose a un ser y, de otra parte, se remitiría a sí misma como al modo en que es en el conocimiento no verdadero, es decir, en un modo malo de su ser y a su manifestación, y no a lo que ella es en y para sí. Por esta razón, debemos abordar aquí la exposición del saber tal y como se manifiesta.
Ahora bien, puesto que esta exposición versa solamente sobre el saber que se manifiesta, no parece ser por ella misma la ciencia libre, que se mueve bajo su figura peculiar, sino que puede considerarse, desde este punto de vista, como el camino de la conciencia natural que pugna por llegar al verdadero saber o como el camino del alma que recorre la serie de sus configuraciones como otras tantas estaciones de tránsito que su naturaleza le traza, depurándose así hasta elevarse al espíritu y llegando, a través de la experiencia completa de sí misma al conocimiento de lo que en sí misma es.
La conciencia natural se mostrará solamente como concepto del saber o saber no real. Pero, como se considera inmediatamente como el saber real, este camino tiene para ella un significado negativo y lo que es la realización del concepto vale para ella más bien como la perdida de sí misma, ya que por este camino pierde su verdad. Podemos ver en él, por tanto, el camino de la duda o, más propiamente, el camino de la desesperación; en él no nos encontramos, ciertamente, con lo que se suele entender por duda, con una vacilación con respecto a tal o cual supuesta verdad, seguida de la correspondiente eliminación de la duda y de un retorno a aquella verdad, de tal modo que a la postre la cosa es tomada como al principio. La duda es, aquí, más bien la penetración consciente en la no verdad del saber que se manifiesta, para el cual lo más real [reellste] de todo es lo que solamente es en verdad el concepto no realizado. Este escepticismo consumado no es tampoco, por tanto, lo que un severo celo por la verdad y la ciencia cree haber aprestado y pertrechado para ellas, a saber, el propósito de no rendirse, en la ciencia, a la autoridad de los pensamientos de otro, sino de examinarlo todo por sí mismo y ajustarse solamente a la propia convicción; o, mejor aun, producirlo todo por sí mismo y considerar como verdadero tan sólo lo que uno ha hecho. La serie de las configuraciones que la conciencia va recorriendo por este camino constituye, más bien, la historia desarrollada de la formación de la conciencia misma hacía la ciencia. Aquel propósito representa dicha formación bajo el modo simple del propósito, como inmediatamente formado y realizado; pero este camino es, frente a la no verdad, el desarrollo real. Ajustarse a la propia convicción es, ciertamente, más que rendirse a la autoridad; pero el trocar una opinión basada en la autoridad en una opinión basada en el propio convencimiento no quiere decir necesariamente que cambie su contenido y que el error deje el puesto a la verdad. El mantenerse dentro del sistema de las opiniones y los prejuicios siguiendo la autoridad de otros o por propia convicción sólo se distingue por la vanidad que la segunda manera entraña. En cambio, el escepticismo proyectado sobre toda la extensión de la conciencia tal como se manifiesta es lo único que pone al espíritu en condiciones de poder examinar lo que es verdad, en cuanto desespera de las llamadas representaciones, pensamientos y opiniones naturales, llámense propias o ajenas, pues esto le es indiferente, y que son las que siguen llenando y recargando la conciencia cuando ésta se dispone precisamente a realizar su examen, lo que la incapacita en realidad para lo que trata de emprender.
La totalidad de las formas de la conciencia no real [reales] se alcanzará a través de la necesidad del proceso y la cohesión mismas. Para que esto se comprenda, puede observarse de antemano, en general, que la exposición de la conciencia no verdadera en su no verdad no es un movimiento puramente negativo. Es éste un punto de vista unilateral que la conciencia natural tiene en general de sí misma; y el saber que convierte esta unilateralidad en su esencia constituye una de las figuras de la conciencia incompleta, que corresponde al transcurso del camino mismo y se presentará en él. Se trata, en efecto, del escepticismo que ve siempre en el resultado solamente la pura nada, haciendo abstracción de que esta nada determina la nada de aquello de lo que es resultado. Pero la nada, considerada como la nada de aquello de que proviene, sólo es, en realidad, el resultado verdadero; es, por esto, en ella misma, algo determinado y tiene un contenido. El escepticismo que culmina en la abstracción de la nada o del vacío no puede, partiendo de aquí, ir más adelante, sino que tiene que esperar hasta ver si se presenta algo nuevo, para arrojarlo al mismo abismo vacío. En cambio, cuando el resultado se aprehende como lo que en verdad es, como es negación determinada, ello hace surgir inmediatamente una nueva forma y en la negación se opera el tránsito que hace que el proceso se efectúe por sí mismo, a través de la serie completa de las figuras.
Pero la meta se halla tan necesariamente implícita en el saber como la serie que forma el proceso; se halla allí donde el saber no necesita ir más allí de sí, donde se encuentra a sí mismo y el concepto corresponde al objeto y el objeto al concepto. La progresión hacía esta meta es también, por tanto, incontenible y no puede encontrar satisfacción en ninguna estación anterior. Lo que se limita a una vida natural no puede por sí mismo ir más allá de su existencia inmediata, sino que es empujado más allá por un otro, y este ser arrancado de su sitio es su muerte. Pero la conciencia es para sí misma su concepto y, con ello, de un modo inmediato, el ir más allá de lo limitado y, consiguientemente, más allá de sí misma, puesto que lo limitado le pertenece; con lo singular, se pone en la conciencia, al mismo tiempo, el más allá, aunque sólo sea, como en la intuición espacial, al lado de lo limitado. Por tanto, la conciencia se ve impuesta por sí misma esta violencia que echa a perder en ella la satisfacción limitada. En el sentimiento de esta violencia puede ser que la angustia retroceda ante la verdad, tendiendo a conservar aquello cuya pérdida la amenaza. Y no encontrará quietud, a menos que quiera mantenerse en un estado de inercia carente de pensamiento, pero el pensamiento quebrantará la ausencia del pensar y la inquietud trastornará la inercia; y tampoco conseguirá nada aferrándose a una sensibilidad que asegure encontrarlo todo bueno en su especie, pues también esta seguridad se vera igualmente violentada por la razón, la cual no encuentra nada bueno, precisamente por tratarse de una especie. O el temor a la verdad puede recatarse ante sí y ante otros detrás de la apariencia de que es precisamente el ardoroso celo por la verdad misma lo que le hace tan difícil y hasta imposible encontrar otra verdad que no sea la de la vanidad de ser siempre más listo que cualesquiera pensamientos procedentes de uno mismo o de los demás; esta vanidad, que se las arregla para hacer vana toda verdad, replegarse sobre sí misma y nutrirse de su propio entendimiento, el cual disuelve siempre todos los pensamientos, para encontrar en vez de cualquier contenido exclusivamente el yo escueto, es una satisfacción que debe dejarse abandonada a sí misma, ya, que huye de lo universal y busca solamente el ser para sí.
Dicho lo anterior, con carácter previo y en general, acerca del modo y la necesidad del proceso, será conveniente que recordemos algo acerca del método del desarrollo. Esta exposición, presentada como el comportamiento de la ciencia hacia el saber tal como se manifiesta y como investigación y examen de la realidad del conocimiento, no parece que pueda llevarse a cabo sin arrancar de algún supuesto que sirva de base como pauta. En efecto, el examen consiste en la aplicación de una pauta aceptada y la decisión acerca de sí estamos ante algo acertado o no consiste en que lo que se examina se ajuste o no a la pauta aplicada; y la pauta en general, y lo mismo la ciencia, sí ella es la pauta, se considera aquí como la esencia o el en sí. Pero, en este momento, cuando la ciencia aparece apenas, ni ella misma ni lo que ella sea puede justificarse como la esencia o el en sí, sin lo cual no parece que pueda llevarse a cabo examen alguno.
Esta contradicción y su eliminación resultarán de un modo más determinado sí recordamos antes las determinaciones abstractas del saber y de la verdad, tal y como se dan en la conciencia. Ésta, en efecto, distingue de sí misma algo con lo que, al mismo tiempo, se relaciona; o, como suele expresarse, es algo para ella misma; y el lado determinado de esta relación o del ser de algo para una conciencia es el saber. Pero, de este ser para otro distinguimos el ser en sí; lo referido al saber es también algo distinto de él y se pone, como lo que es, también fuera de esta relación; el lado de este en sí se llama verdad. Aquí, no nos interesa saber, fuera de lo dicho, lo que sean propiamente estas determinaciones, pues, siendo nuestro objeto el saber tal como se manifiesta, por el momento tomaremos sus determinaciones a la manera como inmediatamente se ofrecen, y no cabe duda de que se ofrecen del modo como las hemos captado.
Si ahora investigamos la verdad del saber, parece que investigamos lo que éste es en sí. Sin embargo, en esta investigación el saber es nuestro objeto, es para nosotros; y el en sí de lo que resultara sería más bien su ser para nosotros; lo que afirmaríamos como su esencia no sería su verdad, sino más bien solamente nuestro saber acerca de él. La esencia o la pauta estaría en nosotros, y lo que por medio de ella se midiera y acerca de lo cual hubiera de recaer por esta comparación, una decisión, no tendría por qué reconocer necesariamente esa pauta.
Pero la naturaleza del objeto que investigamos rebasa esta separación o esta apariencia de separación y de presuposición. La conciencia nos da en ella misma su propia pauta, razón por la cual la investigación consiste en comparar la conciencia consigo misma, ya que la distinción que se acaba de establecer recae en ella. Hay en ella un para otro, o bien tiene en ella, en general, la determinabilidad del momento del saber; y, al mismo tiempo, este otro no es solamente para ella, sino que es también fuera de esta relación, es en sí: el momento de la verdad. Así, pues, en lo que la conciencia declara dentro de sí como el en sí o lo verdadero tenemos la pauta que ella misma establece para medir por ella su saber. Pues bien, sí llamamos al saber el concepto y a la esencia o a lo verdadero lo que es o el objeto, el examen consistirá en ver sí el concepto corresponde al objeto. En cambio, sí llamamos concepto a la esencia o al en sí del objeto y entendemos por objeto, por el contrario, lo que él es como objeto, es decir, lo que es para otro, el examen, entonces, consistirá en ver sí el objeto corresponde a su concepto. No es difícil ver que ambas cosas son lo mismo; pero lo esencial consiste en no perder de vista en toda la investigación el que los dos momentos, el concepto y el objeto, el ser para otro y el ser en sí mismo, caen de por sí dentro del saber que investigamos, razón por la cual no necesitamos aportar pauta alguna ni aplicar en la investigación nuestros pensamientos e ideas personales, pues será prescindiendo de ellos precisamente como lograremos considerar la cosa tal y como es en y para sí misma.
Pero nuestra intervención no resulta superflua solamente en el sentido de que el concepto y el objeto, la pauta y aquello a que ha de aplicarse, están presentes en la conciencia misma, sino que nos vemos también relevados del esfuerzo de la comparación entre ambos y del examen en sentido estricto, de tal modo que, al examinarse a sí misma la conciencia, lo único que nos queda también aquí es limitarnos a ver. En efecto, la conciencia es, de una parte, conciencia del objeto y, de otra, conciencia de sí misma; conciencia de lo que es para ella lo verdadero y conciencia de su saber de ello. Y en cuanto que ambas son para ella misma, ella misma es su comparación; es para ella misma si su saber del objeto corresponde o no a éste. Es cierto que el objeto parece como sí fuera para la conciencia solamente tal y como ella lo sabe, que ella no puede, por así decirlo, mirar por atrás para ver cómo es, no para ella, sino en sí, por lo cual no puede examinar su saber en el objeto mismo. Pero precisamente por ello, porque la conciencia sabe en general de un objeto, se da ya la diferencia de que para ella algo sea el en sí y otro momento, en cambio, el saber o el ser del objeto para la conciencia. Y sobre esta distinción, tal y como se presenta, se basa el examen. Si en esta comparación, encontramos que los dos términos no se corresponden, parece como si la conciencia se viese obligada a cambiar su saber, para ponerlo en consonancia con el objeto mismo, ya que el saber presente era, esencialmente, un saber del objeto; con el saber, también el objeto pasa a ser otro, pues el objeto pertenecía esencialmente a este saber. Y así, la conciencia se encuentra con que lo que antes era para ella el en sí no es en sí o que solamente era en sí para ella. .Así, pues, cuando la conciencia encuentra en su objeto que su saber no corresponde a éste, tampoco el objeto mismo puede sostenerse; o bien la pauta del examen cambia cuando en éste ya no se mantiene lo que se trataba de medir por ella; y el examen no es solamente un examen del saber, sino también de la pauta de éste.
Este movimiento dialéctico que la conciencia lleva a cabo en si misma, tanto en su saber como en su objeto, en cuanto brota ante ella el nuevo objeto verdadero, es propiamente lo que se llamará experiencia. En esta relación, hay que hacer resaltar con mayor precisión en el proceso más arriba señalado un momento por medio del cual se derramará nueva luz sobre el lado científico de la exposición que ha de seguir. La conciencia sabe algo, y este objeto es la esencia o el en sí; pero éste es también el en sí para la conciencia, con lo que aparece la ambigüedad de este algo verdadero. Vemos que la conciencia tiene ahora dos objetos: uno es el primer en sí, otro el ser para ella de este en sí. El segundo sólo parece ser, por el momento, la reflexión de la conciencia en sí misma, una representación no de un objeto, sino sólo de su saber de aquel primero. Pero, como más arriba hemos puesto de relieve, el primer objeto cambia, deja de ser el en sí para convertirse en la conciencia en un objeto que es en sí solamente para ella, lo que quiere decir, a su vez, que lo verdadero es el ser para ella de este en sí y, por tanto, que esto es la esencia o su objeto. Este nuevo objeto contiene la anulación del primero, es la experiencia hecha sobre él.
En esta exposición del curso de la experiencia hay un momento por el que ésta no parece coincidir con lo que se suele entender por experiencia. En efecto, la transición del primer objeto y del saber de éste al otro objeto, aquel sobre el que se dice que se ha hecho la experiencia, se entiende de tal modo que el saber del primer objeto o el ser para la conciencia del primer en sí debe llegar a ser el segundo objeto. Pues bien, ordinariamente parece, por el contrario, como sí la experiencia de la no verdad de nuestro primer concepto se hiciese en otro objeto con el que nos encontramos de un modo contingente y puramente externo, de tal manera que, en general, se dé en nosotros solamente la pura aprehensión de lo que es en y para sí. Pero, en aquel punto de vista señalado, el nuevo objeto se revela como algo que ha llegado a ser por medio de una inversión de la conciencia misma. Este modo de considerar la cosa lo añadimos nosotros y gracias a él se eleva la serie de las experiencias de la conciencia a proceso científico, aunque este modo de considerar no es para la conciencia a que nos referimos. Nos encontramos aquí, en realidad, con la misma circunstancia de que más arriba hablábamos, al referirnos a la relación de esta exposición con el escepticismo, o sea la de que todo resultado que se desprende de un saber no verdadero no debe confluir en una nada vacía, sino que debe ser aprehendido necesariamente como la nada de aquello cuyo resultado es, resultado que contendrá, así, lo que el saber anterior encierra de verdadero. Lo cual se presenta aquí del modo siguiente: cuando lo que primeramente aparecía como el objeto desciende en la conciencia a un saber de él y cuando el en sí deviene un ser del en sí para la conciencia, tenemos el nuevo objeto por medio del que surge también una nueva figura de la conciencia, para la cual la esencia es ahora algo distinto de lo que era antes. Es esta circunstancia la que guía en su necesidad a toda la serie de las figuras de la conciencia. Y es sólo esta necesidad misma o el nacimiento del nuevo objeto que se ofrece a la conciencia sin que ésta sepa cómo ocurre ello, lo que para nosotros sucede, por así decirlo, a sus espaldas. Se produce, así en su movimiento, un momento del ser en sí o ser para nosotros, momento que no está presente para la conciencia que se halla por sí misma inmersa en la experiencia; pero el contenido de lo que nace ante nosotros es para ella, y nosotros sólo captamos el lado formal de este contenido o su puro nacimiento; para ella, esto que nace es solamente en cuanto objeto, mientras que para nosotros es, al mismo tiempo, en cuanto movimiento y en cuanto devenir.
Esta necesidad hace que este camino hacia la ciencia sea ya él mismo ciencia y sea, por ello, en cuanto a su contenido, la ciencia de la experiencia de la conciencia.
La experiencia que la conciencia hace sobre sí no puede comprender dentro de sí, según su mismo concepto, nada menos que el sistema total de la conciencia o la totalidad del reino de la verdad del espíritu; de tal modo que los momentos de la verdad se presenten bajo la peculiar determinabilidad de que no son momentos abstractos, puros, sino tal y como son para la conciencia o como esta conciencia misma aparece en su relación con ellos, a través de lo cual los momentos del todo son figuras de la conciencia. Impulsándose a sí misma hacia su existencia verdadera, la conciencia llegará entonces a un punto en que se despojará de su apariencia de llevar en ello algo extraño, que es solamente para ella y es como un otro, y alcanzará, por consiguiente, el punto en que la manifestación se hace igual a la esencia y en el que, consiguientemente, su exposición coincide precisamente con este punto de la auténtica ciencia del espíritu y, por último, al captar por sí misma esta esencia suya, la conciencia indicará la naturaleza del saber absoluto mismo.
G. W .F. Hegel