lunes, 31 de diciembre de 2012

JUAN SASTURAIN

Justo el treintaiuno

Tomado del diario Página 12 del día de la fecha

Soler solía contar, como ejemplo de desencuentro espiritual (sic), su entrada primeriza y frustrada en la narrativa, en el mundo de Juan Carlos Onetti: la lectura, a los veinte años –o acaso un poco antes– de Bienvenido, Bob. Solía decir –desde supuesta madurez ulterior, ya más grande que aquel estudiante– que el sombrío relato del uruguayo lo había dejado transitar el primer párrafo engañado con el saludito del título, para después envolverlo en oscuridades y finalmente despedirlo con una especie de demorada fuerza centrífuga que primero lo descentró y después lo fue dejando afuera de la historia y sin (querer) entender nada.

Soler solía contarlo así, con esas metáforas algo pueriles. Y el relato de esa experiencia de lectura frustrada y frustrante solía ir acompañado de la consabida referencia al tango, a las letras de la canción ciudadana más precisamente, como ejemplo de parecidos y compartidos desencuentros: hay que haber vivido para saber de qué habla el tango. “Pero en algún momento te llegan”, solía afirmar al respecto, haciendo un paquete desprolijamente atado con Onetti, Discépolo y Las cuarenta, de Gorrindo, y con ello conseguía –solía conseguir– gestos afirmativos de cultas audiencias coetáneas.

Ya supuestamente asentado en la vida y las lecturas, Soler solía disfrutar del relato de su disfrute maduro de Onetti, poniendo el énfasis sobre todo en el estilo y los climas de Los adioses, El astillero, La cara de la desgracia y El infierno tan temido (“el cuento de las fotos”). Y en esas circunstancias solía también recordar, para el asombro o asentimiento inteligente de su auditorio informado, que el oscuro narrador oriental había sabido o solido padecer –pese al reconocimiento crítico– la ceguera del jurado en varios concursos en los que le tocó segundear detrás de obras sin duda inferiores a las suyas. Y Soler solía dar los ejemplos de su relato Jacob y el otro, que perdió ante Ceremonia secreta, de Denevi, en un concurso de Time-Life de fines de los cincuenta y, sobre todo, el del insólito fallo del premio de novela de Fabril Editora que prefirió la correcta El profesor de inglés, de Masciángioli, a El astillero, apenas pocos años después.

Y ahí Soler solía empalmar sus disquisiciones sobre cegueras y ninguneos con el ejemplo de William Faulkner –previa referencia a su condición de alevoso modelo onettiano–, que hasta la aparición de The portable Faulkner, de Malcolm Cowley, que lo facilitó, lo hizo “legible y visible” al gran público y a la crítica en la inmediata segunda posguerra, sufría de ostracismo en los anaqueles yankees pese a tener una larga (y seguramente mejor) obra en los treinta. Soler, que ya publicaba sus propias cosas por entonces con regularidad, solía rematar sus reflexiones sin duda atinadas con el ejemplo de los Nobel tardíos de Hemingway y el mismo Faulkner, otorgados por novelas “alevosamente manipuladoras”. Sin duda exageraba –él, Soler, lo sabía– pero era cierto que ni El viejo y el mar ni Una fábula “le ataban los zapatos” a Un lugar limpio y bien iluminado o Mientras yo agonizo, como solía concluir. Y ni hablar de Onetti, para volver al tema: el Cervantes le llegaba treinta años después de La vida breve.

Finalmente, ayer nomás, un Soler supuestamente ducho y leído al que suelen encomendarle tareas de escriba ocasional, se encontró ante la necesidad de escribir algo para cerrar el año y pensó, como suele cada tanto, recurrir al admirado Onetti. Para eso el maestro tiene un cuento, “Justo el treintaiuno” –así, todo corrido– que bien podía servirle de arranque, sobre todo porque coincide con un tango (incorrectísimo) de Discépolo del mismo nombre. Fue y lo buscó. Recordó que se había publicado por primera vez en Marcha en el ’64, que lo tenía en los Cuentos completos, que hacía mucho que no lo releía.

Soler suele pensar de sí mismo que de algún modo imperfecto y a duras penas algo ha crecido, algo ha madurado. Suele, no obstante, en momentos de mediana lucidez, sospechar de esa certeza. Ayer, por ejemplo, descubrió –sin sorpresa verdadera– que la lectura de “Justo el treintaiuno” lo expulsaba sin piedad, lo dejaba afuera con un empujón de crudeza intolerable, justo como aquella primera vez –casi medio siglo atrás– ante Bienvenido, Bob. La diferencia es que ahora cree saber de qué se trata: que sólo se ha escondido bastante bien tras un muro de palabras, pero que sigue siendo básicamente el mismo.

Estas cosas le suelen suceder. Para fin de año, sobre todo.
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domingo, 30 de diciembre de 2012

EZRA POUND

A MODO DE COMIENZO
Si un hombre no está dispuesto a arriesgarse por sus ideas,
o bien sus ideas no valen nada, o bien el que no vale nada es él.
Ezra Pound

 Tomado del libro Aquí la voz de Europa

28 de Mayo 1942

Si hay alguien capaz de un pensamiento serio en cualquier parte del alcance de esta transmisión, solo le pido que al menos trate de pensar sobre lo que quiero decir con las afirmaciones que siguen.

Comience tratando de estudiar las dos revoluciones, la revolución fascista y la nazi. Dios sabe que Hitler le está diciendo a su gente que ellos estudien la revolución fascista italiana.

Ustedes necesitan mil veces más tiempo para estudiarla, y para estudiar la resurrección del Reich de Hitler. ¿Cómo puede alguien merecedor de ser llamado hombre enfrentar en Inglaterra o en América estos dos grandes movimientos con la mediocre, o ni siquiera mediocre, ignorancia a que lo han conducido, o en que lo han sumido, sus propios periódicos?

Algo ha ocurrido en la vieja Europa. Incluso los simios enclaustrados de Oxford o los inventores del gas de mal olor en Harvard deben haber oído ya – al menos oído – que algo ha sucedido en Europa; y todos ustedes no saben qué ocurrió.

Porque ustedes no saben qué ocurrió. Y lo primero que tienen que hacer para saberlo es salir de esta guerra – una guerra en la que nunca deberían haberse dejado caer. Cada hora que pasan siguiendo en esto es una hora perdida para ustedes y para sus hijos.

Y cada acción saludable que cometan será cometida en homenaje a Mussolini y a Hitler. Toda reforma, toda iniciativa hacia el precio justo, hacia el control del mercado es un acto de homenaje a Mussolini y a Hitler.

Ellos son los líderes de ustedes, por más que estén conducidos por Roosevelt o vendidos por Churchill. Ustedes están siguiendo a Hitler y a Mussolini con cada acción constructiva del gobierno que tienen. Maldita sea, han seguido ustedes a Mosley; retrocedan y vuelvan a leer sus programas.

En cuanto a la lástima y todo eso que se siente por lo que pasa. Ustedes insistieron en querer su guerra. No quisieron salir de sus constipaciones; no quisieron escuchar a los propios sabios que tenían – y por sabios entiendo a los ingleses que sabían algo; que por lo menos sabían acerca de algo, y que les explicaron como mantenerse lejos de la carnicería, como curar los focos infecciosos y las enfermedades que ustedes tenían.

Pero ustedes no quisieron escuchar; por Jesús que no quisieron. Este año, en este momento, Inglaterra me interesa mucho más que América. Inglaterra estaba mentalmente más adelantada que América; posiblemente sigue siendo la capital intelectual de América. La espada y el monedero abandonan la isla; pero el cerebro sigue pulsando débilmente en Inglaterra. Con todo, siguen habiendo más personas capaces de correlaciones serias en la isla que en los Estados Unidos.

Podría nombrar a diez ingleses por cada americano que sabe algo de cualquier cosa válida en economía o en Historia. En Inglaterra al menos hubo pequeños movimientos, núcleos, reuniones.

América no ha tomado conciencia de sus peligros. Permaneció deplorablemente inconsciente de su propia Historia. Especialmente de la de sus últimos 80 años. Solo Cristo sabe a qué clase de caos se dirigen los Estados Unidos. Solo Cristo sabe cuánto tiempo les llevará desembarazarse de eso.

Solo Dios sabe cuándo reconocerá Inglaterra a sus propios salvadores, o a sus futuros salvadores, como a personas diferentes de sus destructores y agentes provocadores. Las cárceles de ustedes nunca estuvieron tan llenas de prisioneros políticos culpables de nada excepto de sus propias creencias y convicciones. Desde los días de "Noll" Cromwell nunca las voces inglesas en el exilio han agonizado tanto por culpa de los errores ingleses. Voces indiscutibles por su sinceridad y por la convicción acerca de la verdad de sus mensajes. Y no todas ellas fueron irlandesas. No ha habido nada de eso desde cuando los ingleses bebían a la salud del rey con agua, pasándose en silencio el brindis y la copa de vino por sobre su vaso de agua. Y eso por una razón menos válida.

¿Se han vuelto incapaces de notar nada? Los acontecimientos de la Historia actual ¿no consiguen hacer mella alguna en la grasa de ballena, o en sea lo que fuere que se han puesto sobre los ojos, cabezas y orejas?

¿No tienen ustedes ojos, Historia, memoria? ¿Ojos, conocimiento o memoria de su propia Historia? ¿Ya no recuerdan los hechos que han ocurrido delante de ustedes mismos?

¿Solo conocen los pozos de agua en que se han convertido las bodegas de Londres? ¿Solo ruinas materiales y ningún conocimiento de las causas, de las causas más profundas, por las cuales estas cosas les han pasado? ¿De las cosas que ustedes mismos hicieron – o dejaron de hacer en la mayoría de los casos – y que fueron la causa por la cual les pasaron estas cosas? ¿No tienen ustedes ningún deseo de saber por qué ocurrió todo esto?

En Inglaterra tienen ustedes por lo menos una posibilidad de organización. Tienen al menos tres razas nativas: galeses, escoceses e ingleses, no completamente corruptos sobre quienes podrían construir algo. Tienen ustedes al menos un idioma en común alrededor del cual podrían unirse.

Pero jamás calificarán para formar parte de la Nueva Era si – ya sea ustedes o algún grupo de quienes tienen por líderes – no llegan a ser capaces de comparar las dos revoluciones, la fascista y la nazi, y de comprender por qué una de ellas está aquí en Italia y la otra, emparentada pero no idéntica, está allá en Europa del Norte.

Y comprender por qué ustedes se están carcomiendo y arrastrándose para atrás o hacia el costado. El tiempo, la geografía, la Historia – esto es: los ancestrales condicionantes de un lugar y de un pueblo – quedan  afectados por la verdad, por fuerzas naturales, por la voluntad humana dirigida hacia esas fuerzas. Estas fuerzas no son las de ustedes; esta voluntad no es la de ustedes; pero tanto las fuerzas como la voluntad son parcialmente análogas. Ustedes pueden, o podrían, aprender algo de los acontecimientos; de los fenómenos. Pero no aprenderán nada de simples cortinas de humo, de simples mentiras, de la BBC y de la propaganda de Fleet Street, eso queda sgonfiato, desinflado semanal y casi diariamente por los hechos y los fenómenos conocidos.

Hay dos grandes razas que han aprendido algo que ustedes no aprendieron; algo que ustedes todavía no aprendieron. La responsabilidad personal es una parte de eso. Y la otra parte es el regreso al eterno sentido común en lo concerniente al hogar y a la tierra, en todo lo que tiene que ver con el hogar y la tierra.

No existe ningún mandato divino que diga que un hombre que planta cosas en la tierra tenga que ser eternamente timado por usureros. No existe ningún mandato según el cual un sistema que pone a los hombres sobre la tierra para aumentar el producto de esa tierra tenga que ceder siempre ante otro sistema de usura y explotación.

Hasta donde llega mi memoria América ha cacareado acerca de la diplomacia del dólar, no ha hecho nada por disimular su diplomacia del dólar, su penetración comercial como medio de extender su dominio desde hace 40 años. En su momento se pensó que era un truco brillante. (Nosotros los americanos no siempre inventamos nuestras propias novedades; con bastante frecuencia creemos que algo es nuevo cuando no lo es.) Pero, en cualquier caso, no hicimos ningún secreto de nuestra diplomacia del dólar desde principios de siglo.

¿Acaso existe alguna prohibición divina que impida a todas las demás razas el reconocer esta penetración como una extensión de la dominación americana? No; no la hay.

Ustedes no creen en el comunismo. En el fondo todos ustedes creen en el hogar y en la tierra, al menos en teoría, con cada uno pensando, o al menos con la mayoría pensando, en por qué el comunismo no se aplicaría a alguno de ustedes en particular.

Con todo, lo mejor del mundo en ambos hemisferios salió del hogar y de la tierra; sea cual fuere el nombre que se le haya dado en sea cual fuere el idioma. Ésa es la base.

En los Estados Unidos existió lo que se llamó el romance de los príncipes mercantes. Nadie registró los detalles menos humanos con mucho cuidado. A la llamada cuestión social no se le dio una publicidad moderna. Y posiblemente nadie de entre quienes ahora están escuchando es consciente de que alguien alguna vez dijo que resultaba "poco mercantil" llevar adelante con dinero prestado el comercio propio, o la administración de una firma, o el intercambio, el transporte naval etc. de un individuo o de una familia. Una afirmación como ésa durante los últimos 80 años le hubiera parecido por lo menos excéntrica, si no directamente loca, al 99,9% de todos los posibles oyentes.

Creo que en la mente de las personas no hubo demasiada distinción entre lo mercantil, entre la palabra "mercantil" y la palabra "mercantilismo" tal como se la aplica al llamado sistema mercantilista. Lo cual significa que la diferencia entre comercio y usura no estaba demasiado clara en la mente occidental después de, digamos, el año 1527. Por favor tengan paciencia. Sé que el éter no es el lugar habitual para los fundamentos últimos pero quizás tenga un oyente entre diez mil que está dispuesto a seguir una argumentación. Incluso una difícil.

Les aseguro que el problema de la justicia no es algo superficial. El problema del interés sobre el dinero no es superficial. Europa, en cierta oportunidad, invirtió mil años en encontrar la respuesta. Me refiero a la respuesta correcta.

La cuestión es separar la cizaña del trigo después de la cosecha. Usura y partaggio. Son dos cosas diferentes que cada uno debe separar en su cabeza. La usura es una carga corrosiva que termina socavando a cualquier nación. Y la socava en su propio territorio, la lleva a relaciones exteriores equivocadas, la expulsa de una tierra echada a perder (innecesariamente dejada abandonada a la erosión), conduce a incursiones indecentes en países menos civilizados, o países más pequeños o más débiles. Siempre carcomiendo la vida dentro de la propia nación.

Separen la cizaña del trigo después de la cosecha.

Sé qué es lo que está preocupando a las personas honestas. Sé qué fue lo que me preocupó a mí cuando me enfrenté por primera vez con la doctrina del libre juego de las fuerzas. No tengo más de un siglo de tradición cuáquera en una parte de mi familia como para no preocuparme por cualquier cosa que parece atentar contra la paz.

Pero la injusticia atenta contra la paz; no lo olviden. La injusticia no es pacífica. Ya les he dicho antes que, en América, la lucha de clases es una farsa, o un exotismo importado, y se los he ilustrado con la familia Wadsworth en su reunión que tuvo lugar 250 años después que los dos hermanos Wadsworth desembarcaran en Massachussets. Había personas de todas las clases y condiciones en esa familia. Desde miembros de la bolsa de comercio hasta vendedores, bateristas, y dos ancianas damas para las cuales se hizo una colecta. Y antes, en los anales de esa familia, figura el muchacho de 16 años que vendió su cabello por un chelín y ése fue el primer dinero que vio en su vida.

De eso al "Remember the Maine" hay un buen trecho.

La lucha de clases no es un producto americano; no proviene de las raíces de la nación. No está en nuestro proceso histórico. Y la solución racial, que es la solución de Europa, que está dentro del proceso europeo, profundamente enraizada, inextirpable. ¿Qué pasa con eso? Tienen ustedes que estudiar el proceso histórico americano o el de los Estados Unidos; algún día tendrán que hacerlo. Las colonias, bastante homogéneas racialmente, evolucionaron. Hallaron la solución al problema del dinero; no las tierras contra el dinero; no con colonos, granjeros, combatiendo al dinero, sino el de dinero y tierras trabajando en conjunto; y encontraron esa solución en Pennsylvania, [[83]] y el mundo dijo "¡qué maravilloso!". Y después un gobierno injusto y monopólico destruyó ese dinero. Un dinero entregado a los colonos para facilitar la producción de sus tierras. Con el repago que no iba a las manos de un grupo de sanguijuelas y explotadores. Y el gobierno injusto y monopólico, es decir el británico, fue expulsado a patadas de las colonias 30 años después.

¿Están ustedes proponiendo cometer ahora la misma tontería que los diversos chupasangres y sinvergüenzas de Londres intentaron cometer contra el pueblo colonial americano? ¿La penetración de la usura para tratar de sofocar a otros campesinos y agricultores?
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sábado, 29 de diciembre de 2012

SANDRA RUSSO

Felicidad/es

Tomado del diario Página 12
del día de la fecha

En estas fechas, llevamos en el oído y en la punta de la lengua la palabra “felicidades”. Quizá seamos los que la dicen con énfasis o, quizá, los reticentes que la sueltan sólo en respuesta culposa a los primeros. Es como no haberlos saludado. “Felicidades”, después de todo, es eso, un saludo de buen augurio para el ciclo que empieza.

Ese saludo permite reconsiderar un poco la felicidad. Hay tradiciones filosóficas enteras que se han fundido, en los últimos cien años, con los slogans del consumo. Ese enroque sostiene a la felicidad como una meta individual, y por cierto azarosa, esquiva, homeopática, siempre extraordinaria. Son pocos días en el año los destinados a pronunciar esa palabra, desdibujada, además, debajo de un plural que no significa para nada ser feliz con el de al lado, sino que más bien expresa cierta generalidad del habla. Nunca nos preguntamos qué nos hace felices, y por qué no lo hacemos más.

Un consejo así de práctico y sencillo, taxativo, surge de las reflexiones de Bertrand Russell sobre “la conquista de la felicidad”. Tal como lo sugiere el nombre del ensayo, la felicidad es ubicada no en el número de la lotería que quizá salga pero probablemente no, sino en un lugar interno o externo, pero conquistable. Russell escribió ese ensayo para un tipo de lector un poco abstracto, con sus necesidades básicas satisfechas y sin grandes problemas personales. Para gente que al menos podría estar disfrutando de la felicidad de no tener grandes problemas personales y, sin embargo, es infeliz. Hemos construido un tipo de sociedades en las que las personas no cultivan lo que las hace felices, porque lo que predomina en ellas es una tendencia voraz hacia el aburrimiento. “Hoy nos aburrimos mucho menos que nuestros antepasados, pero tenemos mucho más miedo de aburrirnos.” El tedio amenaza en las sombras con su tipo especialísimo de inseguridad; del tedio nacen muchas desgracias. La felicidad es, por el contrario, la forma perfecta del entretenimiento. Lo escribió Pessoa: “Sentir es estar distraído”.

Russell dice que sabe de lo que habla cuando se refiere a la “infelicidad cotidiana normal”, y la remonta a la época victoriana, cuando él creció. “Yo no nací feliz. De niño, mi himno favorito era ‘Harto del mundo y agobiado por el peso de mis pecados’. A los cinco años se me ocurrió que, si vivía hasta los setenta, hasta entonces sólo había soportado la catorceava parte de mi vida, y los largos años que aún tenía de aburrimiento por delante me parecieron casi insoportables. En la adolescencia, odiaba la vida y estaba continuamente al borde del suicidio, aunque me salvó el deseo de aprender matemáticas”, escribe con buena dosis de sarcasmo. Ya mayor de setenta, al cabo de una vida que fue incorporando cada vez más felicidad, Russell saca una primera conclusión. Su felicidad se debe, dice, “a que ahora me preocupo mucho menos por mí mismo”.

Dejar de ser uno mismo el eje de las propias preocupaciones es la gran llave del acceso al tipo de felicidad de la que él habla. Y con esta perspectiva describe sociedades –en su caso, la de los años ‘30, cuando la Bolsa hizo crac up y miles de personas, como Scott Fitzgerald, también – que generan individuos tan inmersos en sí mismos que son incapaces de distraerse, de entretenerse: eran los años, además, en que tomaba forma la industria global del entretenimiento, acaso como acto reflejo de esta falla.

En su diagnóstico general, el filósofo y matemático afirma que la escasez de felicidad se debe, precisamente, a la “absorción en uno mismo” contemporánea. Describe tres tipos de sujetos “absortos en sí”, y repelentes a la felicidad: el pecador, el megalómano y el narcisista. Los hay en medidas moderadas que no impiden el despliegue de la dicha, pero cuando toda la personalidad está dominada por ese eje, no hay distracción posible.

El pecador es alguien que “sigue acatando todas las prohibiciones de su infancia”, y básicamente alguien para quien el sexo está mal. El pecador no necesariamente peca en la realidad, pero sí en su interior. En lo visible, el puritanismo prohibía la lujuria, pero en lo invisible, también prohibía la alegría. El megalómano desea ser poderoso, sacar ventaja y asegurarse más poder y más ventaja. Russell destaca que el tipo “megalómano” del que habla es aquel que a su afán de poder le ha unido la falta de sentido de realidad: habla de los lunáticos. “Alejandro Magno pertenecía al mismo tipo psicológico que el lunático, pero poseía el talento necesario para hacer realidad el sueño del lunático. Sin embargo, no pudo hacer realidad su propio sueño, que se iba haciendo más grande a medida que crecían sus logros.” El narcisista, finalmente, es producto de la sociedad de la imagen. Además de ser una sociedad yoísta, le quita al yo interioridad y lo pela por dentro, dejándolo puro reflejo. El narcisista cultiva y se agota en “el hábito de admirarse y querer ser admirado”.

El método que encontró Russell a lo largo de su vida fue el darse cada vez menos importancia, y lo explicó contando cómo superó su juvenil y atenazante miedo de hablar en público. Comenzó a advertir que cuando hablaba muy bien y cuando hablaba muy mal, los resultados no diferían demasiado. Descubrió que era él su testigo y su juez más despiadado. Cuando dejó de estar pendiente de él mismo, se distrajo.

Así, la felicidad asoma como el resultado de un entretenimiento natural, social, de unos con otros, y en el plano lógico de Russell, como el fruto de un corrimiento necesario: el del ego. “El ego de una persona es una parte insignificante del mundo. El hombre capaz de centrar sus pensamientos y esperanzas en algo que lo trascienda puede encontrar cierta paz en los problemas normales de la vida, algo que le resulta imposible al egoísta puro.”
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viernes, 28 de diciembre de 2012

JOSÉ SANTOS CHOCANO (1875-1934)

Biografía Breve

Nació en Lima, Perú. Fue gran defensor del americanismo, revolucionario ardiente, protector de los indios y opositor del imperialismo estadounidense. Tras muchas detenciones, fue asesinado en Chile.
Cantó a su América con exuberante lirismo y con las nuevas técnicas poéticas, en particular modernistas, aunque ensayó nuevos ritmos y formas. También tiene poemas íntimos que no tienen nada que ver con su ideología política y social.

A pesar de las tempranas innovaciones de González Prada — versos pulidos en talleres cosmopolitas, con facetas del Parnaso, con luces del simbolismo, con técnicas polirrítmicas — , el Perú acogió el modernismo muy tarde. Pero los dos nombres que ofrece son de importancia: Chocano y Eguren. El viento se ha llevado casi toda la obra de José Santos Chocano (Perú, 1875—1934) porque tenía la elocuencia de las palabras declamadas en la plaza pública. Estaba más cerca de Díaz Mirón que de Rubén Darío; y si se lo agrupa con Darío y otros modernistas es porque era un visual que había aprendido a pintar lo que veía con el lenguaje parnasiano. Lo que vio, sin embargo, fue diferente de la realidad de los modernistas. Chocano se dedicaba a cantar los exteriores de América: naturaleza, leyendas y episodios históricos, relatos con indios, temas de la acción política. Se puso a la cabeza del movimiento modernista en el Perú. Tenía, para ello, la egolatría de un caudillo y un verbo torrencial. Además, su dominio de las técnicas nuevas del verso servía en el fondo a temas fáciles y populares. Un poeta de la élite, pero en la calle. Es natural que lo ap1audieran. Sus libros más famosos — Alma América, poemas indo-españoles, 1906, y Fiat Lux, 1908 — fueron expresión de lo objetivo, nacionalista de la poesía de esos años.

LA CANCIÓN DEL CAMINO

Era un camino negro.
La noche estaba loca de relámpagos. Yo iba
en mi potro salvaje
por la montañosa andina.
Los chasquidos alegres de los cascos,
como masticaciones de monstruosas mandíbulas
destrozaban los vidrios invisibles
de las charcas dormidas.
Tres millones de insectos
formaban una como rabiosa inarmonía.

Súbito, allá, a lo lejos,
por entre aquella mole doliente y pensativa
de la selva,
vi un puñado de luces, como un tropel de avispas.

¡La posada! El nervioso
látigo persignó la carne viva
de mi caballo, que rasgó los aires
con un largo relincho de alegría.

Y como si la selva
comprendiese todo, se quedó muda y fría.

Y hasta mí llegó, entonces,
una voz clara y fina
de mujer que cantaba. Cantaba. Era su canto
una lenta... muy lenta... melodía:
algo como un suspiro que se alarga
y se alarga y se alarga... y no termina.

Entre el hondo silencio de la noche,
y a través del reposo de la montaña,
oíanse los acordes
de aquel canto sencillo de una música íntima,
como si fuesen voces que llegaran
desde la otra vida..

Sofrené ml caballo;
y me puse a escuchar lo que decía:

- Todos llegan de noche,
todos se van de día...

Y, formándole dúo,
otra voz femenina
completó así la endecha
con ternura infinita:

- El amor es tan sólo una posada
en mitad del camino de la vida.

Y las dos voces, luego,
a la vez repitieron con amargura rítmica:

- Todos llegan de noche,
y todos se van de día ...
Entonces, yo bajé de mi caballo
y me acosté en la orilla
de una charca.

Y fijo en ese canto que venía
a través del misterio de la selva,
fui cerrando los ojos al sueño y la fatiga.

Y me dormí, arrullado; y, desde entonces,
cuando cruzo las selvas por rutas no sabidas,
jamás busco reposo en las posadas;
y duermo al aire libre mi sueño y mi fatiga,
porque recuerdo siempre
aquel canto sencillo de una música íntima:

- Todos llegan de noche,
todos se van de día!
El amor es tan sólo una posada
en mitad del camino de la vida...

DE VIAJE

Ave de paso,
fugaz viajera desconocida:
fue sólo un sueño, sólo un capricho, sólo un acaso;
duró un instante, de los que llenan toda una vida.

No era la gloria del paganismo,
no era el encanto de la hermosura plástica y recia:
era algo vago, nube de incienso, luz de idealismo.
No era la Grecia:
¡era la Roma del cristianismo!
Alrededor era de sus dos ojos ¡oh, qué ojos, ésos!
que las fracciones de su semblante desvanecidas
fingían trazos de un pincel tenue, mojado en besos,
rediviviendo sueños pasados y glorias idas...

Ida es la gloria de sus encantos,
pasado el sueño de su sonrisa.

Yo lentamente sigo la ruta de mis quebrantos;
¡ella ha fugado como un perfume sobre la brisa!
Quizás ya nunca nos encontremos;
quizás ya nunca veré a mi errante desconocida;
quizás la misma barca de amores empujaremos,
ella de un lado, yo de otro lado, como dos remos,
¡toda la vida bogando juntos y separados toda la vida!

BLASÓN

Soy el cantor de América autóctono y salvaje:
mi lira tiene un alma, mi canto un ideal.
Mi verso no se mece colgado de un ramaje
con vaivén pausado de hamaca tropical...

Cuando me siento inca, le rindo vasallaje
al Sol, que me da el cetro de su poder real;
cuando me siento hispano y evoco el coloniaje
parecen mis estrofas trompetas de cristal.

Mi fantasía viene de un abolengo moro:
los Andes son de plata, pero el león, de oro,
y las dos castas fundo con épico fragor.

La sangre es española e incaico es el latido;
y de no ser Poeta, quizá yo hubiera sido
un blanco aventurero o un indio emperador.

QUIÉN SABE

Indio que asomas a la puerta
de esa tu rústica mansión:
¿Para mi sed no tienes agua?
¿Para mi frío cobertor?
¿Parco maíz para mi hambre?
¿Para mi sueño, mal rincón?
¿Breve quietud para mi andanza?

-¡Quién sabe, señor!

Indio que labras con fatiga
tierras que de otro dueño son:
¿Ignoras tú que deben tuyas
ser por tu sangre y tu sudor?
¿Ignoras tú que audaz codicia
siglos atrás te las quitó?
¿Ignoras tú que eres el amo?

-¡Quién sabe, señor!

Indio de frente taciturna
y de pupilas de fulgor:
¿Qué pensamiento es el que escondes
en tu enigmática expresión?
¿Qué es lo que buscas en tu vida?
¿Qué es lo que imploras a tu dios?
¿Qué es lo que sueña tu silencio?

-¡Quién sabe, señor!

¡Oh, raza antigua y misteriosa,
de impenetrable corazón,
que sin gozar ves la alegría
y sin sufrir ves el dolor:
eres augusta como el Ande,
el Grande Océano y el Sol!
Ese tu gesto que parece
como de vil resignación,
es de una sabia indiferencia
y de un orgullo sin rencor...

Corre por mis venas sangre tuya,
y, por tal sangre, si mi Dios
me interrogase qué prefiero
-cruz o laurel, espina o flor,
beso que apague mis suspiros
o hiel que colme mi canción-,
responderíale diciendo:
-¡Quién sabe, señor!

LOS CABALLOS DE LOS CONQUISTADORES

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Sus pescuezos eran finos y sus ancas
relucientes y sus cascos musicales...

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

¡No! No han sido los guerreros solamente,
de corazas y penachos y tizonas y estandartes,
los que hicieron la conquista
de las selvas y los Andes:

Los caballos andaluces, cuyos nervios
tienen chispas de la raza voladora de los árabes,
estamparon sus gloriosas herraduras
en los secos pedregales,
en los húmedos pantanos,
en los ríos resonantes,
en las nieves silenciosas,
en las pampas, en las sierras, en los bosques y en los valles.

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

Un caballo fue el primero,
en los tórridos manglares,
cuando el grupo de Balboa caminaba
despertando las dormidas soledades,
que de pronto dio el aviso
del Pacífico Océano, porque ráfagas de aire
al olfato le trajeron
las salinas humedades;

y el caballo de Quesada, que en la cumbre
se detuvo viendo, en lo hondo de los valles,
el fuetazo de un torrente
como el gesto de una cólera salvaje,
saludo con un relincho
la sabana interminable...
y bajó con fácil trote,
los peldaños de los Andes,
cual por unas milenarias escaleras
que crujían bajo el golpe de los cascos musicales...

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

Y aquel otro, de ancho tórax,
que la testa pone en alto
cual queriendo ser más grande,
en que Hernán Cortés un día
caballero sobre estribos rutilantes,
desde México hasta Honduras
mide leguas y semanas entre rocas y boscajes,
es más digno de los lauros
que los potros que galopan
en los cánticos triunfales
con que Píndaro celebra
las olímpicas disputas
entre el vuelo de los carros y la fuga de los aires

Y es más digno todavía
de las odas inmortales
el caballo con que Soto, diestramente,
y tejiendo las cabriolas como él sabe,
causa asombro, pone espanto, roba fuerzas,
y entre el coro de los indios,
sin que nadie haga un gesto de reproche,
llega al trono de Atahualpa y salpica con espumas
las insignias imperiales.

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

El caballo del beduino
que se traga soledades.
El caballo milagroso de San Jorge,
que tritura con sus cascos los dragones infernales.
El de César en las Galias.
El de Aníbal en los Alpes.
El Centauro de las clásicas leyendas,
mitad potro, mitad hombre,
que galopa sin cansarse,
y que sueña sin dormirse,
y que flecha los luceros,
y que corre como el aire,
todos tienen menos alma, menos fuerza, menos sangre,
que los épicos caballos andaluces
en las tierras de la Atlántida salvaje,
soportando las fatigas,
las espuelas y las hambres,
bajo el peso de las férreas armaduras,
cual desfile de heroísmos,
coronados entre el fleco de los anchos estandartes
con la gloria de Babieca y el dolor de Rocinante.

En mitad de los fragores del combate,
los caballos con sus pechos arrollaban
a los indios, y seguían adelante.
Y, así, a veces, a los gritos de "¡Santiago!",
entre el humo y e fulgor de los metales,
se veía que pasaba, como un sueño,
el caballo del apóstol a galope por los aires

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

Se diría una epopeya
de caballos singulares
que a manera de hipogrifos desolados
o cual río que se cuelga de los Andes,
llegan todos sudorosos, empolvados, jadeantes,
de unas tierras nunca vistas,
a otras tierras conquistables.
Y de súbito, espantados por un cuerno
que se hincha con soplido de huracanes,
dan nerviosos un soplido tan profundo,
que parece que quisiera perpetuarse.
Y en las pampas y confines
ven las tristes lejanías
y remontan las edades
y se sienten atraídos
por los nuevos horizontes:
Se aglomeran, piafan, soplan, y se pierden al escape.

Detrás de ellos, una nube,
que es la nube de la gloria,
se levanta por los aires.

¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!

LA TRISTEZA DEL INCA

Este era un Inca triste, de soñadora frente,
de ojos siempre dormidos y sonrisa de hiel,
que recorrió su imperio, buscando inutilmente
a una doncella hermosa y enamorada de él.

Por distraer sus penas, el Inca dió en guerrero;
puso a su tropa en marcha y el broquel requirió;
fue sembrando despojos sobre cada sendero
y las nieves mas altas con su sangre manchó.

Tal, sus flechas cruzaron inviolables regiones,
en que apenas los rios se atrevian a entrar;
y tal fue, derramando sus heroicas legiones:
de la selva a los andes de los andes al mar.

Fue gastando las flechas que tenía en su aljaba,
una vez y otra y otra, de región en región,
porque cuando salía victorioso, lograba
levantar la cabeza, pero no el corazón.

Y cansado de tanto levantar la cabeza,
celebró bailes magnos y banquetes sin fin,
pero no logra nada disipar su tristeza,
ni la sangre del choque, ni el licor del festín.

Nada entraba en el fondo de su espiritu oculto:
ni las cándidas ñustas de dignástico rol,
ni los cirios de Quito, consagradas al culto,
ni del Cuzco, tampoco, los vestales del sol.

Fue llamado el más viejo sacerdote; Adivina
este mal que me aqueja y el remedio del mal;
dijo al gran sacerdote, con voz trémula y fina,
aquel joven monarca, displicente y sensual.

-Ay,senor! - dijo el viejo sacerdote -
Tus penas remediarse no pueden; tu pasión es mortal.
La mujer que has ideado tiene anil en las venas
un trigal en los bucles y en la boca un coral.

- Ay, senor! - ciertos dias vendran hombres muy blancos,
Ha de oirse en los bosques el marcial caracol:
cataratas de sangre colmaran los barrancos,
y entrarán otros dioses en el Templo del Sol.

La mujer que has ideado pertenece a tal raza,
vanamente la buscas en tu innumera grey,
y servirte no pueden oración ni amenaza,
porque tiene otra sangre, otro dios y otro rey

Cuando el rito sagrado le mando optar esposa,
hizo astillas el cetro con vibrante dolor,
y aquel joven monarca se enterró en una fosa
y pensando en la rubia fue muriendo de amor.

NOSTALGIA

Hace ya diez años
que recorro el mundo.
¡He vivido poco!
¡Me he cansado mucho!

Quien vive de prisa no vive de veras:
quien no hecha raíces no puede dar fruto.

Ser río que corre, ser nube que pasa,
sin dejar recuerdos ni rastro ninguno,
es triste, y más triste para el que se siente
nube en lo elevado, río en lo profundo.

Quisiera ser árbol, mejor que ser ave,
quisiera ser leño, mejor que ser humo,
y al viaje que cansa
prefiero el terruño:
la ciudad nativa con sus campanarios,
arcaicos balcones, portales vetustos
y calles estrechas, como si las casas
tampoco quisieran separarse mucho...
Estoy en la orilla
de un sendero abrupto.
Miro la serpiente de la carretera
que en cada montaña da vueltas a un nudo;
y entonces comprendo que el camino es largo,
que el terreno es brusco,
que la cuesta es ardua,
que el paisaje mustio...

¡Señor!, ya me canso de viajar, ya siento
nostalgia, ya ansío descansar muy junto
de los míos... Todos rodearán mi asiento
para que diga mis penas y triunfos;
y yo, a la manera del que recorriera
un álbum de cromos, contaré con gusto
las mil y una noches de mis aventuras
y acabaré con esta frase de infortunio:

-¡He vivido poco! ¡Me he cansado mucho!

LA CRUZ DEL SUR

Cuando las carabelas voladoras
al fin trazaron sobre el mar sus huellas,
fueron rasgando por delante de ellas
la inmensidad con sus tremantes proas.

Entonces, Dios, en las nocturnas horas,
tras el misterio de las tardes bellas,
una cruz dibujó con cuatro estrellas
en el lienzo en que pinta sus auroras.

Quedó la cruz como argentado broche
que en la punta de un velo resplandece,
dejando ver radiantes simbolismos.

Y hoy, sobre el terciopelo de la noche,
en la profunda obscuridad, parece
la condecoración de los abismos...

LOS VOLCANES

Cada volcán levanta su figura,
cual si de pronto, ante la faz del cielo,
suspendiesen el ángulo de un vuelo
dos dedos invisibles de la altura.

La cresta es blanca y como blanca pura:
la entraña hierve en inflamado anhelo;
y sobre el horno aquel contrasta el hielo,
cual sobre una pasi6n un alma dura.

Los volcanes son túmulos de piedra,
pero a sus pies los valles que florecen
fingen alfombras de irisada yedra;

y por eso, entre campos de colores,
al destacarse en el azul, parecen
cestas volcadas derramando flores.

LA MAGNOLIA

En el bosque, de aromas y de músicas lleno,
la magnolia florece delicada y ligera,
cual vellón que en las zarpas enredado estuviera,
o cual copo de espuma sobre lago sereno.

Es un ánfora digna de un artífice heleno,
un marm6reo prodigio de la Clásica Era:
y destaca su fina redondez a manera
de una dama que luce descotado su seno.

No se sabe si es perla, ni se sabe si es llanto.
Hay entre ella y la luna cierta historia de encanto,
en la que una paloma pierde acaso la vida:

porque es pura y es blanca y es graciosa y es leve,
como un rayo de luna que se cuaja en la nieve,
o como una paloma que se queda dormida.

ORQUÍDEAS

Anforas de cristal, airosas galas
de enigmáticas formas sorprendentes,
diademas propias de apolíneas frentes,
adornos dignos de fastuosas salas.

En los nudos de un tronco hacen escalas;
y ensortijan sus tallos de serpientes,
hasta quedar en la altitud pendientes,
a manera de pájaros sin alas.

Tristes como cabezas pensativas,
brotan ellas, sin torpes ligaduras
de tirana raíz, libres y altivas;

porque también, con lo mezquino en guerra,
quieren vivir, como las almas puras,
sin un solo contacto con la tierra.

TRÍPTICO CRIOLLO

I. El charro


Viste de seda: alhajas de gran tono;
pechera en que el encaje hace una ola,
y bajo el cinto, un mango de pistola,
que él aprieta entre el puño de su encono.

Piramidal sombrero, esbelto cono,
es distintivo en su figura sola,
que en el bridón de enjaezada cola
no cambiara su silla por un trono.

Siéntase a firme; el látigo chasquea;
restriega el bruto su chispeante callo,
y vigorosamente se pasea...

Dúdase al ver la olímpica figura
si es el triunfo de un hombre en su caballo
o si es la animación de una escultura.

II. El llanero

En su tostada faz algo hay sombrío:
tal vez la sensación de lo lejano,
ya que ve dilatarse el océano
de la verdura al pie de su bohío.

El encuadra al redor su sembradío
y acaricia la tierra con su mano.
Enfrena un potro en la mitad de un llano
o a nado se echa en la mitad de un río.

El, con un golpe, desjarreta un toro;
entra con su machete en el boscaje
y en el amor con su cantar sonoro,
porque el amor de la mujer ingrata
brilla sobre su espíritu salvaje
como un iris sobre una catarata...

III. El gaucho

Es la Pampa hecha hombre: es un pedazo
de brava tierra sobre el sol tendida.
Ya a indómito corcel pone la brida,
ya lacea una res: él es el brazo.

Y al son de la guitarra, en el regazo
de su "prenda", quejoso de la vida,
desenvuelve con voz adolorida
una canción como si fuera un lazo...

Cuadro es la Pampa en que el afán se encierra
del gaucho, erguido en actitud briosa,
sobre ese gran cansancio de la tierra.

porque el bostezo de la Pampa verde
es como una fatiga que reposa
o es como una esperanza que se pierde...
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jueves, 27 de diciembre de 2012

CHICAS SOLAS

La autora discierne 
una franja integrada por “mujeres de 35 a 40 años, con dificultades para formar una pareja estable”, que se proponen “criopreservar sus óvulos, por si la pareja a la que aspiran se demorara”. Es que, “según ellas, los varones no se comprometen y las relaciones no se consolidan”.

Tomado del diario Página 12 del día de la fecha
Por Irene Meler *

En el contexto de algunas psicoterapias psicoanalíticas en curso, varias mujeres jóvenes, cuyas edades oscilan entre los 35 y 40 años y cuyo motivo de consulta se relacionó con sus dificultades para formar una pareja estable y construir sobre esa base una familia, plantearon la posibilidad de criopreservar sus óvulos, y algunas de ellas efectivamente lo han hecho. Este recurso que ofrece el sistema médico está diseñado para resguardar la posibilidad de tener hijos que porten los propios genes, en el caso de que la construcción de la pareja a la que aspiran se demorara más allá del cese de su capacidad reproductiva.

Además de explorar el imaginario acerca de la conservación de óvulos, y de conocer el modo en que esta práctica médica afecta el cuerpo y el psiquismo de las pacientes, considero necesario reconocer que atravesamos por un período histórico donde la formación de parejas se encuentra muy dificultada en los sectores sociales medios, que han tenido acceso a la educación superior. Tomando datos disponibles, procedentes de España, al menos el nueve por ciento de las adopciones internacionales y el tres por ciento de los embarazos asistidos en ese país corresponden a madres solas: mujeres maduras con buen nivel educativo y con recursos económicos y vitales suficientes para mantener en solitario a sus familias.

Existe sin duda un malestar en las actuales relaciones de género entre jóvenes adultos. Las pacientes refieren que los varones con quienes se vinculan presentan actitudes de falta de compromiso, limitándose a llamados ocasionales para salir juntos y tener relaciones sexuales, pero sin establecer una relación que tenga posibilidades de consolidarse. Ellos suelen mantener relaciones paralelas que no ocultan, como sí lo hacían las generaciones anteriores. Agobiadas por la soledad, estas jóvenes entablan vínculos clandestinos con hombres casados, aceptan visitas después de medianoche y se involucran en relaciones intermitentes que les resultan frustrantes, sin atreverse a rechazarlas por temor a quedar privadas del contacto con los varones.

Mi impresión es que esta dificultad para establecer parejas ocasiona sufrimiento sobre todo entre las mujeres, mientras que los varones, al menos durante algunos años, la disfrutan. Ellos no se encuentran acuciados por el ominoso tic tac del reloj biológico, y confían en que, cuando decidan formar una familia, serán padres si así lo deciden. Mientras tanto, la diversidad de contactos sexuales, hoy accesible de modo casi irrestricto, les resulta, en general, más atractiva que un compromiso emocional que estiman prematuro. Por otra parte, la formación de parejas con mujeres más jóvenes que ellos está aceptada por la costumbre y, lejos de disminuir, se ha incrementado, de modo que pueden establecer una pareja estable después de los cuarenta años con mujeres menores en una década o más.

Ellas, por el contrario, pese a la modernización y a la liberación sexual, desean con frecuencia una relación con la que puedan contar y en cuyo marco les resulte posible elaborar proyectos conjuntos. Esto sucede porque persisten enclaves de una arraigada dependencia femenina respecto de estar en pareja con un varón. La presión social sobre las mujeres solteras es todavía muy fuerte y el escenario donde se pone en juego son las fiestas y eventos públicos como los casamientos, cumpleaños o aniversarios. Allí, la mirada de los otros evalúa de modo desfavorable a las adultas jóvenes que están solas, suponiendo que esto se debe a alguna dificultad subjetiva para cumplir con lo que es considerado como una meta evolutiva: formar pareja y familia. Aun cuando esta situación no se presente en la realidad, ellas la imaginan y sufren en consecuencia, llegando a desarrollar verdaderas fobias sociales en relación con esa soledad que parece evidenciar una carencia o un fracaso. Cuando los amigos van formando sus hogares y ellas aún no lo han logrado, su compañía se vuelve penosa y el sentimiento de humillación que padecen las incita a replegarse.

No sólo las aflige la presión social, sino que las mujeres suelen plantear mayores demandas vinculares, y las relaciones de intimidad les demandan un trabajo psíquico que los varones suelen destinar a los logros laborales. Esto sucede porque la exigencia que pesa sobre ellos consiste en que obtengan una posición económica y social que los ubicará en su contexto, en una especie de escalafón implícito, donde se les asignará un estatuto dentro del colectivo formado por los varones de su edad y condición social. De acuerdo con su desempeño, ellos se inscribirán en una masculinidad hegemónica o pasarán a revistar en los sectores subalternos del colectivo masculino.

Vemos entonces que, pese a las proclamas de paridad, la familia continúa siendo un imperativo social y subjetivo para las mujeres jóvenes, mientras que el trabajo aún mantiene su vigencia como ámbito para la puesta en juego de la masculinidad. Estas jóvenes a las que me refiero trabajan, y muchas veces lo hacen con éxito, pero no apuestan a ello la totalidad de sus energías o de su estima de sí. Los varones que les son contemporáneos forman, finalmente, familias, pero el eje de su proyecto vital pasa por obtener logros laborales, o en algún caso deportivos, pero siempre competitivos.

Encuentros sexuales

La censura sobre el ejercicio de la sexualidad prematrimonial, que durante el siglo XIX y hasta mediados del siglo XX fue muy severa para las mujeres, ha caducado casi por completo. Las mujeres jóvenes de los sectores medios educados ejercen su sexualidad de un modo antes desconocido, porque gozan de una nueva legitimidad y, gracias a la anticoncepción moderna pueden librarse de los embarazos no deseados. La pandemia de sida ha remozado el uso del preservativo y, aunque ellas todavía se sienten inhibidas a la hora de reclamarlo, lo exigen cada vez más, y hasta lo ofrecen. Sin embargo, el supuesto tácito acerca de que una salida con un hombre incluye de modo inevitable e inmediato la intimidad sexual encubre nuevas formas de opresión asociadas con un dominio masculino que, si bien está fragilizado, se reestructura sin cesar.

Es conocido que los varones presentan con frecuencia una actitud de búsqueda compulsiva de encuentros sexuales, animados no sólo por el deseo, sino también por el imperativo de la performance, que permite un reaseguro acerca de su virilidad. Se observa que muchas jóvenes “liberadas” se someten a esta compulsión masculina, accediendo a una intimidad que les resulta a veces abrupta y prematura, con el propósito de agradar y ser aceptadas. Ocurre algo semejante con algunas prácticas sexuales, tales como el sexo oral sin reciprocidad, o el sexo anal, que cursan como aparentes indicadores de sofisticación y superación de inhibiciones pero que para muchas mujeres representan actos de servidumbre.

El acceso irrestricto a la intimidad sexual tiende a desvalorizarla, en especial para los varones, que, ante la amplia y variada oferta erótica, tardan mucho en realizar el pasaje entre el placer y el apego a un objeto de amor específico al que se atribuya características de unicidad. En algunos casos, este proceso simplemente no sucede.

No se trata de idealizar “los buenos y viejos tiempos”, y construir así un paraíso retrospectivo donde, supuestamente, reinaba el verdadero amor. El amor romántico constituyó una mistificación de la dependencia femenina y encubrió la vigencia de otras consideraciones, tales como el ascenso social, que era posible para las mujeres a través de la formación de pareja. Para los varones implicó la construcción de un reino privado donde han ejercido la jefatura, y la seguridad –siempre ilusoria– de una progenie legítima.

Pero cada período histórico se caracteriza por su modalidad específica de malestar cultural. Si la modernidad hizo padecer el dominio masculino, los roles sexuales rígidos y la doble moral sexual, los tiempos posmodernos se caracterizan por la soledad, el aislamiento y la desinserción social.

De casa al trabajo

El sector de adultos jóvenes al que me refiero ha accedido a una formación educativa de nivel universitario y posuniversitario. Por efectos de la tercera revolución tecnológica, la oferta de trabajo ha disminuido de modo notable, mientras que el incremento poblacional progresa: las generaciones jóvenes enfrentan un mercado laboral donde deben competir intensamente para acceder a los escasos puestos de trabajo calificado y bien remunerado. Este tipo de ocupaciones se caracteriza por una demanda de tiempo y dedicación que ha sido denominada full life, ya que exige dedicar la totalidad de la existencia. Esta situación converge con la persistencia del tradicional imperativo de que sean las mujeres quienes cultiven los vínculos de intimidad. Pero estas jóvenes se han visto involucradas en fuertes exigencias y han padecido elevadas tensiones en sus tareas de responsabilidad. Debido a su obligada devoción al trabajo, muchas de ellas enfrentan, a mediados de su treintena, una escasez de redes sociales que dificultan conocer hombres de su generación para formar pareja.

Al mismo tiempo, en ese sector social, los requerimientos para obtener un nivel de vida considerado como adecuado o aceptable se han incrementado. Los varones de este sector suelen demorar la constitución de una familia para dedicar toda su energía psíquica a la carrera laboral. Como vimos, pueden hacerlo gracias a una particular combinación entre su especificidad biológica, que les permite conservar la fertilidad hasta períodos avanzados del ciclo de vida, y su dominancia social, que ha favorecido la erotización de las uniones asimétricas en cuanto a la edad, donde ellos pueden ser mayores que sus compañeras en más de una década.

En términos generales, cuando las parejas se establecen a edades más tempranas, si bien algunas pueden fracasar debido a la inmadurez, en otros casos se constituye un “nosotros”, una cultura, primero conyugal y luego familiar, que es parte de la identidad de cada sujeto. Promediando la treintena, los individuos posmodernos ya han formado su carácter y encuentran difícil integrar una estructura familiar con otro a quien pretenden, vanamente, asimilar a sí mismos.

Guiones eróticos

Los sexólogos han acuñado el concepto de “guiones eróticos” para referirse a un conjunto de fantasías que orquestan expectativas recíprocas que van pautando el intercambio amoroso entre varones y mujeres. Estos guiones exceden en mucho el mero intercambio sexual y es posible ampliar el sentido originario de la expresión para referirlo a la totalidad de los vínculos de pareja, incluyendo los arreglos económicos y familiares. En otros términos, quienes hoy transitan por el comienzo de su edad adulta están actuando sin libreto, navegando sin carta de navegación, recorriendo territorios sin mapa. Es cierto, se han superado los límites estrechos del pueblo chico y el mundo abre posibilidades diversas, pero es fácil extraviarse y llegar a situaciones sin salida. La conformidad de otros tiempos oprimía pero también brindaba protección.

Dentro de las opciones hoy posibles, vemos que algunas mujeres se aventuran por un sendero en apariencia novedoso, que consiste en fabricar sus propios hijos. Si ellos se muestran esquivos y renuentes, ellas asumirán el proyecto de familia de forma individual. Esta elección es innovadora en lo que se refiere a las tecnologías en juego. En lo que se relaciona con los imaginarios, no hace más que reiterar una actitud nada infrecuente entre las mujeres tradicionales, consistente en una adaptación formal a través del matrimonio, donde el varón elegido no era más que el catalizador necesario para desencadenar el circuito reproductivo que haría, por fin, que ellas fueran madres. He encontrado, en algunas terapias de pareja, una conciencia masculina lúcida y alerta ante ese tipo de instrumentación al servicio de un proyecto narcisista de maternidad.

Las mujeres que congelan sus óvulos exhiben de modo manifiesto que éste es un proyecto individual. He planteado anteriormente (“Parentalidad”, en Género y familia, de Mabel Burin e Irene Meler, ed. Paidós) que el acceso a la parentalidad suele ser inicialmente narcisista y que la referencia al otro y a la unión de pareja tiene con frecuencia un carácter encubridor. Los óvulos en el freezer testimonian sin pudor la vigencia de este anhelo, que no consiste en tener un hijo con otro concreto elegido para tal fin, sino simplemente en ser madres. La ilusión de conocer un varón con el que puedan entablar una relación amorosa no es resignada pero, si este proyecto no llegara a concretarse, queda implícita la posibilidad de fecundar los óvulos preservados con semen proveniente de un donante, ya sea amistoso o anónimo.

Existe al interior del campo psicoanalítico una cierta repulsa, cuasimoral, hacia el narcisismo, y una elevada valoración de la capacidad amorosa de índole oblativa. Sin embargo, en la opción por la maternidad en soledad, de apariencia narcisista, es necesario percibir el anhelo de un vínculo, la demanda de amor implícita en esta creación, en apariencia omnipotente, de otro que será, de modo irremediable, ajeno, y nunca estará a la altura de los sueños de su creadora.

* Directora del Curso de Actualización en Psicoanálisis y Género (APBA y Universidad Kennedy) y codirectora de la Maestría en Estudios de Género (UCES). Texto extractado del trabajo “Solas a pesar suyo, madres por elección”, presentado en el marco del Foro de Psicoanálisis y Género de APBA.
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miércoles, 26 de diciembre de 2012

HERNÁN BRIENZA

MANUEL DORREGO

Le decían "el loco", por sus irreverencias militares que enfurecían a San Martín y Belgrano. Pero desde el gobierno intentó aplicar un muy cuerdo plan de desarrollo productivo y organización nacional. Tocó intereses que explican el tamaño y la saña final de sus enemigos.

Manuel Dorrego, nacido el 11 de junio de 1787 y fusilado 41 años después por Juan Galo de Lavalle, fue revolucionario en Santiago de Chile, soldado y eficaz coronel del Ejército del Norte, exiliado político, periodista –fundador del diario El Tribuno–, legislador nacional y gobernador de la provincia de Buenos Aires. Vehemente, díscolo, insubordinado, apasionado, pagó con su muerte los aciertos de su vida política: haberse mantenido fiel al pensamiento republicano y democrático y, sobre todo, haber sido el primer líder popular de la Argentina. Sin embargo, en comparación con su grandeza, es el gran olvidado de la historia nacional.

"Jacobino y liberalísimo", como lo definió José Ingenieros en su libro La evolución de las ideas argentinas, es heredero de la línea fundada por Mariano Moreno y profundizada por Bernardo de Monteagudo tras las jornadas de Mayo de 1810. Es, también, un caso singular: republicano y federal, ilustrado y popular, porteño y bolivariano, liberal pero nacionalista, Dorrego.

El "loco"

Manuel Críspulo Bernabé –tal era su nombre completo– fue el quinto y ultimo hijo de una próspera y comercial familia de portugueses, lo que significaba en la Buenos Aires colonial poco menos que un enemigo de la corona española. Dorrego estudiaba Derecho en Santiago de Chile cuando lo sorprendió la Revolución de Mayo, por eso no participó del proceso en su ciudad natal, pero sí tuvo una destacada participación en el alzamiento trasandino de junio.

Fue el primer patriota que cruzó la Cordillera de los Andes a cargo de un ejército. Lo hizo en 1811, seis años antes que José de San Martín, sólo que en sentido inverso, desde Chile a la Argentina, con tres contingentes de 300 hombres por vez.

Durante los años siguientes, Dorrego fue coronel del ejército del Alto Perú, bajo las órdenes de Manuel Belgrano, y con su valiente accionar al mando de los Cazadores –la tropa de elite– se obtuvieron las victorias de Tucumán y Salta, definitivas para consolidar el poder de la Primera Junta. Enseguida, fue sancionado por alentar a que dos soldados se batieran a duelo. Quedó confinado en Jujuy, mientras ocurrían los desastres de Vilcapugio y Ayohuma, derrotas que –según Belgrano– no se habrían producido si Dorrego hubiera estado al mando de los Cazadores. Cuando San Martín se presentó ante Belgrano para reemplazarlo se produjo uno de los hechos más insólitos de la historia militar argentina. En una ronda de unificación de voces de mando, Dorrego se burló de la voz finita de Belgrano y fue separado definitivamente de ese ejército. Ya se lo conocía entre la tropa como "El loco Dorrego".

Hasta 1816, por recomendación de San Martín que encontraba así un punto de equilibrio salvaguardando la autoridad de Belgrano sin prescindir de Dorrego en la lucha por la independencia, participó de las batallas en la Mesopotamia contra las fuerzas artiguistas. Pero cuando averigua que el director supremo Juan Martín de Pueyrredón había negociado con el Imperio del Brasil la entrega de la Banda Oriental para sacarse de encima a Artigas y al mismo tiempo trasladar recursos de esa guerra al cruce de los Andes, Dorrego prepara la defensa uruguaya. Pueyrredón ordenó apresarlo y desterrarlo a Baltimore, Estados Unidos. En pleno viaje, el barco es asaltado por piratas y a punto estuvo de ser fusilado cuando la nave fue detenida en Jamaica. Pudo explicar a tiempo que era doble prisionero: del poder de Buenos Aires y de los bucaneros.

En Norteamérica, se enamora de las ideas federales y cuando regresa a Buenos Aires, en 1820, ya no es un jovencito díscolo: es todo un hombre político.

El cuerdo

En esta segunda etapa de su vida, Dorrego enfrentó desde la prensa y la Legislatura a los unitarios cuyo hombre fuerte era Bernardino Rivadavia. Desde su banca abogó por el voto popular, libre y sin coacciones y la extensión del sufragio a todos los sectores de la sociedad, incluso para los humildes que tenían vedado el acceso a los derechos políticos, por ejemplo, los jornaleros o los empleados domésticos.

Quizás el discurso más interesante que dio fue el del 29 de septiembre de 1826. Ese día delineó su proyecto de un país federal sostenido en economías regionales viables con mayor racionalidad que el centralismo unitario basado en la especulación financiera y aduanera. Dorrego buscar germinar la idea de una gran federación republicana que incluyera no sólo a la Banda Oriental sino también a los estados del sur de Brasil –los actuales departamentos de Río Grande, San Pablo y Porto Alegre–, al Paraguay y al territorio de Bolivia, independizado en 1826 gracias a la desidia de los rivadavianos. Y completa el trípode doctrinario abogando por un republicanismo no elitista, basado en la legitimidad popular: "No sé que se pueda presentar el ejemplo de un país, que constituido bien bajo el sistema federal, haya pasado jamás a la arbitrariedad y al despotismo; más bien me parece que el paso naturalmente inmediato es del sistema de unidades al absolutismo…".

Caído Rivadavia en 1826, tras la deshonrosa paz firmada con el Brasil, y disuelto ya el fraudulento proceso de constitucionalización de la República, Dorrego asumió el gobierno de la provincia de Buenos Aires.

Hay que descifrar las claves de su gestión para entender el tamaño y la saña final de sus enemigos. Acusó de "aristocracia mercantilista" a las autoridades del Banco Nacional, que entonces era el centro del poder económico. Los créditos de esa banca, dominada por intereses británicos, habían engendrado la monstruosa deuda externa de 13.100.795 pesos, que sólo era de un millón al comienzo del gobierno de Rivadavia. Muy poca de esa plata podía verse en obras y mucha en renegociación de deuda y comisiones de intermediarios.

Dorrego apuntó a un empréstito interno, con la plata de los sectores productivos –no especulativos– y a una tasa reducida que limitara la usura. Envió a la Legislatura en 1828 –año de su fusilamiento– un proyecto para transformar el Banco Nacional en Banco de la Provincia de Buenos Aires, con capitales de comerciantes y hacendados locales, que pusiera esa entidad al servicio de un proyecto nacional. Sancionó la ley de curso forzoso con inconvertibilidad de la moneda en metálico para detener la estruendosa fuga de capitales –episodio final de todas las experiencias de economía liberal en estos 200 años patrios–, en este caso de plata que se escurría en buques de bandera inglesa.

Pero Dorrego tuvo que gobernar con una bomba de tiempo que le había dejado el gobierno rivadaviano: una fabulosa inflación ocasionada por la devaluación del peso respecto de la libra por la sobreemisión de billetes realizadas por el Banco Nacional que a su vez lo ahogaba restringiéndole créditos.

El representante de la corona británica, Lord Ponsonby, advirtió que las potencias europeas podían invadir la Provincias Unidas. Tras un año y medio de gestión, Dorrego también estaba políticamente débil. Traicionado por sus embajadores, y obligado a firmar la paz con el Brasil, la suerte estaba echada. Cuando las experimentadas tropas del ejército regular volvieron de la Banda Oriental, el golpe de Estado se olía en el aire. La noche del 30 de noviembre, en una tenida masónica, los unitarios decidieron derrocar al gobierno legal y legítimo y fusilar a Dorrego. El encargado de llevar adelante el plan era Lavalle. A la mañana siguiente, las tropas realizaban el primer golpe de Estado de la historia argentina. Dorrego pidió ayuda militar a Juan Manuel de Rosas, jefe de las fuerzas de la campaña. Y combatió el 9 de diciembre en los campos de Navarro. Quince minutos le bastaron a los experimentados coraceros de Lavalle para poner en fuga al improvisado ejército de gauchos e indios que habían podido reunir los federales. Días después, Dorrego fue apresado y conducido hasta la estancia de Navarro donde lo esperaba Lavalle. Era el mediodía del 13 de diciembre de 1828. Lavalle ya había firmado la sentencia de muerte, a instancia de Salvador María del Carril y los hermanos Varela. Dorrego tenía apenas un par de horas para despedirse de su mujer, Ángela Baudrix, y sus hijas. Minutos después de la 14 fue llevado al patíbulo. Una escena conmovedora se produjo en ese lugar: Gregorio Aráoz de Lamadrid y Dorrego –enemigos políticos pero compadres– intercambiaron chaquetas militares. Dorrego murió con la casaca unitaria y Lamadrid cargaba la camisa federal. Su asesinato cambió los códigos de la política criolla del siglo XIX. Después de esa descarga de fusilería ya nada volvería a ser igual: comenzaba la larga guerra civil que ensangrentó durante cuarenta años la historia argentina.

El Argentino, 12/07/11

* Autor del libro El Loco Dorrego, el último revolucionario
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martes, 25 de diciembre de 2012

GIOVANNI BOCCACCIO (1313-1375)

El resucitado

Hubo, y aún existe, en Toscana una abadía situada en apartado lugar, como suelen estar esta clase de edificios. El fraile que desempeñaba el cargo de abad llevaba una vida bastante regular, si se exceptúa el artículo mujeril, sin el que no podía pasarse; pero el buen reverendo se las componía tan bien, que sus intrigas no llegaban a conocimiento de la comunidad, y le tenían por un santo varón. Cerca del convento vivía un rico campesino, llamado Ferondo, hombre grosero y estúpido, quien trabó relaciones con el abad, el cual, viéndole tan sencillote e imbécil, sólo le daba conversación para tener ocasión de divertirse a su costa. Habiendo transcurrido algunos días sin comparecer por el convento, el padre abad se decidió a visitarlo. La mujer de Ferondo era joven y linda, y apenas la vio el fraile, cuando quedó prendado de ella. “¡Qué lástima, decía para sí, que este palurdo posea semejante joya, cuyo precio, sin duda, ignora!” Equivocábase de medio a medio el buen padre, pues, aunque Ferondo careciese de talento, no por eso dejaba de amar a su mujer, y la vigilaba, y aun estaba tan celoso de ella, que no la perdía de vista. Este descubrimiento no gustó mucho al abad, que se había apasionado fuertemente de la casadita, y temía no poder conseguir pervertirla. No obstante, no le abandonó la esperanza, y, como era hábil y astuto, supo amansar de tal suerte al marido celoso, que logró que llevara a su mujer a pasear alguna vez por el lindo huerto del convento. El buen hipócrita compartía con ellos el placer del paseo, y, para engañarlos mejor, sólo les hablaba de cosas santas. La unción que empleaba en sus discursos, el celo que demostraba por su salvación, le hacían pasar por santo a los ojos de aquellos esposos. En fin: supo desempeñar el muy taimado tan bien su papel, que la mujer estaba muy impaciente para tomarlo por director espiritual y, habiendo solicitado el permiso de su marido, éste se lo acordó sin titubear. Ya la tenemos postrada a los pies del abad, quien, encantado de habérselas con tan encantadora penitente, se propone sacar partido de su confesión para conducirla a sus fines. El catálogo de los pecados de bulto no tardó en ser examinado; pero los asuntos caseros merecieron más larga discusión: allí la esperaba el confesor. Preguntóla si vivía en armonía con su marido.
—¡Ay! —comentó la penitente—, difícil es satisfacer a semejante hombre; no podéis figuraros lo que sufro con sus tonterías y estupidez. Continuamente estamos en altercados, malos modos y reconvenciones respecto a las cosas más mezquinas. Por otro lado, sus celos no tienen límite, aunque, a decir verdad, no doy el más pequeño motivo para que los tenga. Os quedaría muy reconocida, padre mío, si me quisieseis aconsejar sobre el modo con que debo obrar para curarle de esa enfermedad, que causa mi desdicha y también la suya. Mientras mi marido se porte conmigo como hasta ahora, temo que todas mis buenas obras queden sin recompensa, merced a la impaciencia que de continuo me está devorando. Estas palabras alegraron en gran manera los oídos y el corazón del padre abad, pues le convencieron que sería fácil llevar a cabo sus designios respecto a la bella casada.
—No hay duda que es muy desagradable —la contestó—, para una mujer sensible y bonita, que su marido sea un tonto y pobre de espíritu; pero creo que todavía es más molesto tener que habérselas con un hombre rudo y celoso. Me hago cargo, hija mía, de la extensión de vuestras penas. El único objeto que yo puedo daros para mitigarlas el que tratéis de curar a vuestro marido del mal cruel de los celos. Convengo con vos en que la cosa no es tan fácil, mas os prometo ayudaros en lo que pueda. Sé un remedio infalible, y lo emplearé, con tal que me prometáis guardar el más inviolable secreto de lo que voy a revelaros.
—No pongáis en duda mi discreción —contestó la señora—; antes mil veces la muerte, a ser posible, que divulgar una cosa que me hayáis prohibido decir. Hablad sin temor, y os pregunto: ¿cuál es ese remedio?
—Si hemos de conseguir que vuestro marido se cure de los celos —replicó el abad—, es absolutamente necesario que se dé una . vuelta por el purgatorio.
—¿Qué estáis diciendo, padre mío? ¿Acaso se puede ir al purgatorio en vida?
—No; morirá antes de ir. Y cuando haya transcurrido bastante tiempo para que quede curado de celos, entonces los dos rogaremos a Dios que le vuelva a la vida, y puedo aseguraros que nuestras oraciones serán oídas. —Mas, ¿durante el tiempo que estará sin vida deberé yo permanecer en estado de viudedad? ¿No podré volver a casarme?
—No, hija mía; no os será permitido tomar otro marido; esto irritaría al Todopoderoso. Por otra parte, os veríais en la precisión de abandonarle cuando vuelva Ferondo del otro mundo, y este nuevo enlace le haría más celoso que antes.
—Estoy resuelta a someterme ciegamente a vuestra voluntad, reverendo padre, siempre que quede curado de su mal y que no tenga necesidad de guardar por mucho tiempo la viudez, pues os confieso que, caso de no poderle resucitar, yo no podría pasar sin otro marido, aunque fuera tan celoso como el que ahora tengo.
—Estad tranquila, hija mía; todo se arreglará como corresponde. Mas ¿qué recompensa me daréis por este servicio?
—La que deseéis, si está en mi mano; pero ¿qué puede hacer una mujer de mi condición por un hombre como vos?
—Podéis hacer tanto o más por mí —repuso el abad— que lo que yo por vos; voy a procuraros la tranquilidad, y en vuestra mano estará procurarme la mía, pues la he perdido por completo desde que os conozco; y aún podéis conservarme la vida, que indudablemente perderé si no ponéis remedio a mi mal.
—¿Qué debo hacer, pues? Muy satisfecha quedaré si puedo demostraros lo reconocida que os estoy. ¿Cuál es vuestro mal, y de qué manera puedo curarlo?
—Mi mal no es otro que el inmenso amor que os profeso; y si no correspondéis a mi pasión, si no me acordáis vuestros favores, soy hombre perdido.
—¡Ah! ¿Qué es lo que me pedís? —repuso la mujer, toda sorprendida—. Yo os tenía por un santo. ¿Está bien que un sacerdote, un religioso, un confesor, haga semejantes declaraciones a sus penitentes?
—No debéis sorprenderos por esto, querida mía; la santidad no sufrirá menoscabo por ello, puesto que reside en el alma, y lo que os pido sólo atañe al cuerpo. Este cuerpo tiene sus necesidades, que es permitido satisfacer, mientras se conserve la pureza del espíritu. No constituye pecado de gula el materialisto de la comida, sino la idea del regalo; otro tanto sucede con las demás necesidades del hombre. Si alguna cosa debe sorprenderos, es el efecto producido por vuestra belleza en un corazón que no acostumbra ver otras beldades que las celestes. Es preciso que vuestros encantos sean bien poderosos para que me hayan movido a desear el favor que os pido. Podéis gloriaros de ser la más hermosa de las mujeres, ya que la santidad misma no ha podido resistir a vuestros atractivos. Aunque religioso, a pesar de mi dignidad de abad y de mi santidad, no he dejado de ser hombre. Sin duda que tendría más mérito a los ojos del Altísimo si pudiese hacer el sacrificio del amor que me habéis inspirado y del placer que espero me ha de proporcionar; empero, debo confesaros que este sacrificio está más allá de mis fuerzas: tal ha sido la impresión que vuestra hermosura ha hecho en mi corazón. Así, pues, no me neguéis el favor que os pido. ¿Por qué titubearíais en otorgármelo? Todavía no soy viejo; por austera que sea la vida que llevo, aún no me ha desfigurado; pero si no pudiese compararme a vuestro marido en lo físico, ¿no debéis amar a quien os adora y demostrar alguna complacencia por aquel que intentaría hasta lo imposible para procuraros la dicha, así en este como en el otro mundo? Más bien que causaros pesar, mi proposición debería llenaros de alegría… Mientras el celoso Ferondo permanecerá en el purgatorio, yo os haré compañía y os serviré de marido, sin que nadie llegue a saberlo nunca. Aprovechad, pues, linda amiga mía, la ocasión que el cielo os ofrece; conozco un sinnúmero de mujeres contentísimas de que se les presentara semejante oportunidad. Si sois discreta, no la dejareis escapar. Sin contar que poseo muy lindas sortijas y otras valiosas joyas, que os regalaré si consentís en hacer en vuestro favor. ¿Seríais tan desagradecida que me rehusaríais un servicio que tan poco ha de costaras, cuando quiero haceros uno de tal importancia para vuestra tranquilidad?
La pobre mujer, fijos los ojos en el suelo, no sabía que contestar al santo religioso; no se atrevía a pronunciar un “no”, y el decir “sí” no le parecía ni honrado ni, menos, decente. El abad, viendo su embarazo, auguró un buen resultado en su empresa, pues creyó que se encontraba indecisa. Para darle ánimo y acabarla de resolver, redobló sus ruegos y sus instancias, logrando, por último, persuadirla, por medio de razonamientos sacados de su devoción y santidad, de que no había nada de criminal en lo que la pedía. Entonces la bella le contestó, no sin cierta vergüenza y timidez, que haría cuanto fuese de su agrado, pero que esto sería cuando ya estuviese Ferondo en el purgatorio. —No tardará en ir —repuso el abad, pintada la alegría en su rostro—. Sólo os pido que le digáis venga a verme mañana, o pasado; cuanto antes, mejor.
Y dicho esto, le colocó una sortija en el dedo y la despidió.
La buena mujer, bastante satisfecha del regalo que acababa de hacerle el abad, y aguardando recibir otros, se encaminó en busca de sus amigas, antes de volver a su casa, para charlar con ellas sobre el abad. Contóles cosas estupendas de su santidad, y no se cansaba de elogiarle. Las otras mujeres creyeron con tanta más razón lo que ella decía, cuanto que nadie tenía motivos para sospechar de su hipocresía y sus galanteos.
No tardó en presentarse Ferondo en el convento. Al verlo el muy taimado del abad, creyó llegado el momento de poner en planta su negro designio… Había recibido de las tierras de Oriente unos polvos amarillos, que producían un sueño más o menos largo, según fuese más grande o más pequeña la dosis. La persona que se los procuraba le dio también la receta, habiendo hecho la experiencia varias veces. Podían usarse sin temor cuando se quería hacer dormir a alguno y despertarle más tarde; y era tal la virtud de aquellos polvos, que, mientras obraban sobre el que los había tomado, hubiérase dicho que estaba muerto, sin que por esto le causasen ninguna molestia: quitaban los sentidos, y nada más. El abad mezcló una cantidad en vino, y lo dio a beber a Ferondo, de suerte que no despertara de su letargo durante tres días. Hecho esto, abandonaron ambos la celda para pasearse por el claustro, hasta tanto que Ferondo se quedase dormido; allí encontraron algunos frailes, a quienes divirtieron las bestialidades del buen campesino. Sin embargo, esta diversión no duró mucho; los polvos empezaron a hacer su efecto: Ferondo se duerme, y cae al suelo. Fingiendo el abad cierta desazón por tal accidente, que se creyó fuese un ataque de apoplejía, ordena que el enfermo sea trasladado a una de las celdas. Todos se apresuran a socorrerle: unos le rocían la cara con agua fría, otros le dan a respirar vinagre para reanimarlo; pero todo es inútil. Se le toma el pulso, y vese que ha cesado , de latir; por lo tanto, no cabe ya duda que el pobre hombre está muerto. Dase parte de ello a su mujer y a sus allegados, que se lamentan y derraman muchas lágrimas sobre el inanimado cuerpo. Por último, es enterrado con todas las ceremonias de costumbre, pero vestido como estaba y en una fosa muy grande. La mujer que, conforme a lo que la prometiera el abad, espera que no tardará en volver a la vida su Ferondo, no se afligió tanto como si verdaderamente estuviese muerto, y regresó a su casa con su hijo pequeño, que había llevado al entierro, asegurando a los deudos de su marido que no volvería a casarse en su vida.
Apenas la noche hubo extendido sus sombras sobre la tierra, cuando el abad y un fraile bolones, íntimo amigo suyo, que había atraído a su convento hacía pocos días, se encaminan a la fosa, sacan a Ferondo del ataúd y lo trasladan al vade in pace, hoyo oscuro y profundo que servía de cárcel a los frailes que cometían algún pecadillo. Desnúdanlo, le ponen un hábito y lo extienden sobre un montón de paja, aguardando a que despierte. El siguiente día, el abad, acompañado de otro fraile, hizo una visita de cumplimiento a la viuda, que encontró toda enlutada y en la mayor aflicción. Después de consolarla con palabras muy discretas y edificantes, la tomó a su lado y la recordó, en voz baja para que no lo oyera su compañero, lo que le había prometido. La mujer, libre por la muerte de su marido, y viendo relucir en el dedo del abad una sortija mucho más linda que la que le regalara, le contesta que está pronta a cumplir lo prometido, y convienen en reunirse la noche siguiente.
Preséntase, en efecto, el fraile, vestido con las ropas del pobre Ferondo, que todavía dormía. Se acuesta con su mujer y se refocila de lo lindo, a pesar de su profesión religiosa. Ya se comprenderá que el bribonzuelo no se contentó con aquella noche, sino que menudeó tanto sus visitas, que lo observaron varias personas; pero, como iba de noche a casa de su Dulcinea, las buenas gentes se imaginaron que era el mismo Ferondo que se aparecía para pedir algunas oraciones o hacer penitencia; lo cual dio lugar en toda la comarca a mil patrañas, más absurdas las unas que las otras. Hasta se llegó a participar del suceso a la pretendida viuda; pero, como estaba más enterada que nadie del asunto, no le dio ningún cuidado lo que se decía.
Al cabo de tres o cuatro días despertó el pobre Ferondo. No podía darse cuenta del sitio en que se encontraba, cuando penetró en su calabozo el fraile bolones, provisto de un haz de juncos, y le aplicó cinco o seis golpes con todas sus fuerzas.
—¡Ay, ay! ¿Dónde estoy? —exclamó el buen hombre, llorando amargamente.
—Estás en el purgatorio —le contesta el fraile con voz muy lúgubre.
—¿Acaso he muerto?
—Indudablemente —replica el fraile.
Al oír estas palabras, el palurdo renueva sus lamentos, echa de menos su mujer y su hijo y profiere las mayores extravagancias. Al poco rato vuelve el fraile, trayéndole de comer y beber.
¿Cómo es eso? —exclamó Ferondo—. ¿Acaso comen los muertos?
—Sí —dice el religioso—, sí; comen cuando Dios lo manda. La comida que aquí ves es la misma que ha dejado esta mañana en la iglesia la mujer que dejaste en la tierra, para que dijesen misas por el descanso de tu alma. Dios quiere que te sea dada en este sitio.
—¡Oh, vos, quienquiera que seáis, saludad de mi parte a tan cara mujer, saludadla! La amaba tanto antes de morir, que toda la noche estaba abrazado con ella; la daba miles de besos, y luego, cuando la cosa apretaba, la hacía otras caricias. Saludadla, os digo, de mi parte, si podéis hacerlo, señor diablo, o señor ángel, pues ignoro cuál de las dos cosas sois.
Dichas estas palabras, nuestro imbécil, como se sentía débil, despachó la comida y la bebida con ansia; mas, como no le pareciera bueno el vino:
—¡Qué Dios la castigue! —exclamó en el acto—. Es una verdadera perdida. ¿Por qué no ha mandado al cura vino de la cuba que está adosada al muro?
Cuando se hubo engullido la frugal colación que le trajera el fraile, éste comenzó a disciplinarle de nuevo.
—¿Por qué pegarme así?
—Porque Dios me lo ha ordenado, y quiere que recibas igual número de azotes dos veces al día.
—Y el motivo ¿cuál es?
—Por haber tenido celos de tu mujer, la más honrada y virtuosa del lugar.
—¡Ah! Es muy cierto, era más dulce que la miel; pero yo ignoraba que los celos fuesen un pecado a los ojos de Dios. Puedo aseguraros que, a haberlo sabido, no hubiese estado celoso.
—Cuanto digas ahora es inútil; yo debo ejecutar las órdenes que tengo, y nada más; cuando vivías, debiste informarte. A lo menos, este castigo te enseñará a no serlo otra vez, si vuelves al mundo de los vivos.
—¿Acaso los muertos pueden volver a la tierra?
—Sí, siempre que así lo quiera Dios.
—¡Ay! Si algún día torno allí, prometo ser el mejor de los maridos. No, nunca reconvendré ni maltrataré a mi mujer, contentándome tan sólo con reñirla por el pésimo vino que me ha propinado y por no haber enviado algunas velas a la iglesia, siendo causa de que haya tenido que comer a oscuras.
—No han faltado las velas, pero se han gastado en las misas.
—¡Viva una mujer tan buena! ¡Y cuánto me pesa de haberla atormentado algunas veces! Verdad es que no se conoce el valor de las cosas sino cuando se han perdido. Si algún día vuelvo a su lado, la dejaré en libertad de hacer cuanto le acomode. ¡Buena y excelente mujer! Pero vos, que de tal suerte me habéis vapuleado para vengarla de mis celos, decidme quién sois.
—Soy un difunto como tú, natural de la Cerdeña; y por haber loado los celos de un amo que tuve, Dios me ha condenado a ser tu camarero y tu verdugo dos veces al día, hasta que decida otra suerte de nuestro destino.
—Otra pregunta —repuso Ferondo—: ¿no hay más que nosotros dos en este sitio?
—Somos muchos miles; pero no te está permitido verlos ni oírlos, ni ellos te ven ni te oyen a ti.
—¿A qué distancia nos hallamos de nuestro país?
—A miles y miles de leguas.
—¡Cáspita!, muy lejos es; sin duda, debemos estar fuera del mundo, ya que se encuentra tan distante de aquí nuestro pueblo.
El fraile apenas podía detener la risa al oír las estúpidas preguntas del buen hombre. No faltaba todos los días con la comida, si bien dejó de azotarlo y de hablarle. Diez meses hacía que aquel infeliz permaneció encerrado en aquella mazmorra, cuando su mujer, que ya casi le había olvidado del todo, quedó embarazada. Al momento que lo notó, lo participó al abad, que la visitaba con frecuencia. Entonces juzgaron ser llegado el momento de resucitar al marido, para encubrir el libertinaje. Sin tal accidente, es muy posible que el pobre diablo hubiese pasado todavía algunos años en su purgatorio.
La siguiente noche, el abad se dirigió en persona al calabozo de Ferondo, y, fingiendo la voz, le dijo, con el auxilio de una bocina:
—Consuélate, Ferondo; Dios quiere que vuelvas a habitar la tierra, donde tendrás otro hijo, a quien darás el nombre de Benito. Debes tan señalada gracia a las reiteradas oraciones de tu mujer y a las del santo abad del convento de tu pueblo.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó el prisionero, en medio de su contento—. Voy a ver otra vez a mi dulce y santa mujer, a mi caro y tierno hijo y al santo y piadoso abad, a quien deberé mi redención. ¡Qué Dios les bendiga para siempre amén!
Apenas hubo dicho estas palabras, cuando cayó aletargado. El padre abad había tenido la precaución de hacerle mezclar los consabidos polvos en su bebida, mas sólo puso lo suficiente para que durmiera cuatro o cinco horas. Aprovechó su sueño, ayudado del fraile bolones, su confidente, para ponerle otra vez su traje y llevarlo a la fosa donde había sido enterrado al principio.
Estaba ya muy adelantado el día cuando despertó el pretendido difunto, y al ver por un agujero la claridad natural, cosa que no le aconteciera por espacio de diez meses, notando después en aquel momento que verdaderamente estaba vivo, se acercó al agujero y empezó a gritar con todas sus fuerzas que le abrieran. Como no obtuviese contestación, se esforzó con la cabeza y los hombros para levantar la losa que cubría la sepultura. y tales fueron sus esfuerzos, que la entreabrió, pues no estaba bien cerrada. Pide socorro por segunda vez. Los frailes, que acababan de cantar maitines, acuden, al oír aquellos gritos; se acercan a la fosa, y apodérase tal miedo de todos ellos, que huyen precipitadamente, dando parte al abad de aquel prodigio. El superior fingía estar orando.
—Nada temáis, hijos míos —dice a los atemorizados frailes—; tomad la cruz y el agua bendita, y vamos a ver, con santa reverencia, lo que la omnipotencia de Dios acaba de obrar.
Mientras tanto, el bueno de Ferondo había logrado, merced a sus esfuerzos, apartar la losa de manera que pudiese pasar por la abertura y salir del hoyo. Estaba pálido, desencajado, como era natural en un hombre que se había hallado tanto tiempo privado de la luz del día. Al momento que ve al abad se arroja a sus pies y le dice:
—Padre mío, vuestras oraciones y las de mi mujer me han librado de las penas del purgatorio y vuelto a la vida. Ruego al Altísimo que os la alargue mucho y os colme de bendiciones.
—¡Bendito y alabado sea el nombre del Señor! —repuso el abad—. Levántate, hijo mío, y ve a consolar a tu mujer, que desde tu muerte no ha cesado de llorarte; anda, y sé un fiel servidor de Dios.
—Conozco, padre mío, de cuánto le soy merecedor; puedo aseguraros que haré todo lo que esté en mi mano para demostrarle mi agradecimiento. ¡Mi buena y excelente mujer! Vuelvo a su lado para probarle con mis caricias el gran aprecio en que tengo su amor. La recomiendo, buen padre, a vuestras oraciones y a las de toda la comunidad.
El abad fingía mayor sorpresa que el resto de sus cofrades, no olvidando hacer resaltar la grandeza de aquel milagro, en cuyo honor mandó entonar el Miserere.
Ferondo regresaba a su casa. Cuantos encontraba en el camino huían a su vista, cual si fuera un espectro. Hasta su mujer, aunque advertida, tuvo miedo, o a lo menos lo fingió así. Empero, cuando se vio que desempeñaba las funciones de un ser vivo, cuando hubo llamado a todos por su nombre, se desechó el temor y se creyó que efectivamente había resucitado. Entonces fue el interrogarle y preguntarle hasta lo infinito; él, en cambio, dio a todos la noticia del otro mundo: les habló del alma de sus deudos, les contó sus tristes aventuras, introduciendo mil fábulas ridículas, cual si su ingenio se hubiese desarrollado y tratase de burlarse de la tonta credulidad de sus vecinos. La revelación que tuvo pocos momentos antes de resucitar tampoco fue olvidada, pretendiendo que le había sido hecha por Ragnolo Braghiello. En una palabra, no hubo extravagancia que no relatara con la mayor sangre fría y que no fuese admitida con avidez por los campesinos de aquella aldea.
Su mujer le recibió con las mayores demostraciones de contento; al cabo de siete meses dio a luz un niño, a quien el pretendido resucitado puso por nombre Benito Ferondo, creyéndose verdaderamente su padre. Cuanto había relatado del otro mundo, de su larga ausencia, el testimonio de los frailes y el de sus allegados, que concurrieron a sus funerales, todo ayudó a probar que realmente resucitara de entre los muertos, lo cual aumentó la reputación de santidad de que gozaba el padre abad. No pudo olvidar Ferondo los sendos azotes que habían recibido sus espaldas en el purgatorio, y vivió al lado de su esposa sin sospecha alguna y sin molestarla con sus celos. Ella, por su parte, aprovechó la indulgencia y rusticidad de su marido para seguir recibiendo bendiciones de su santo director.
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