sábado, 31 de agosto de 2013

OSVALDO BAYER

Estupidez e irracionalidad

Tomado del diario Página 12 del día de la fecha
Desde Bonn, Alemania

Alguien ha dicho alguna vez que a las guerras lejanas hay que vivirlas y sufrirlas como propias, como si se desarrollaran en el propio país. Como si todo aquel que muere en la guerra fuera un propio familiar, vecino o conocido nuestro.

Llego a Europa y la noticia de un próximo ataque de Estados Unidos a Siria conmueve a todos los ámbitos. Es la principal noticia en televisión, radios y tapa de los diarios. La noticia de la muerte de niños y adultos por gases tóxicos ha conmovido a todos. Cohetes contra gases sería la solución “occidental”. En eso andan los Estados Unidos y –con menor adhesión–, Gran Bretaña y Francia.

Nuevamente la irracionalidad como método superior para solucionar problemas. Algún filósofo optimista aseguraba que las religiones serían el único método de asegurar la paz eterna. La realidad de la historia del ser humano ha demostrado lo contrario. Allí donde reina el concepto religioso parece ser que inspira el desencuentro, la superioridad del uno sobre el otro, la idea de someter al que no cree o al que cree diferente.

El empleo de gases. Siria contra el enemigo en el propio país desató las cuerdas que contenían a los más agresivos. Ahora sólo queda la guerra, la destrucción total del enemigo, de acuerdo con lo sostenido en las últimas horas por políticos de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, contra las dudas de Alemania y el No airado pero fecundo de todas las organizaciones pacifistas.

Contra todo eso queda sólo la palabra, el único camino contra la destrucción. El ideal más literario e irreal en la historia del mundo, pero el único racional. El acuerdo, el respeto mutuo, la vida por sobre todo. Ni el gas ni el cohete. Una tesis irreal a todo trapo pero igual a las de aquel glorioso pacifista Mahatma Gandhi, que demostró finalmente que su tesis era la única real y efectiva.

Pero en vez de Gandhi lo tenemos a Obama, Premio Nobel de la Paz, quien hasta el momento pareciera ser el más obediente a los seguidores de los planes de sus generales; y a Cameron, el primer ministro inglés que demuestra hasta ahora ser el más firme cumplidor de los planes del poder de su antigua colonia americana. Fantasías de la realidad. Inglaterra colonizada por Estados Unidos en cuanto a su política exterior. Que, en resumen, es continuar una historia de coloniajes y agresiones simuladas de autodefensa.

Buques de guerra, lanzacohetes, gases mortíferos. Otra vez la pregunta: ¿hasta cuándo? ¿Por qué las religiones no hacen un congreso conjunto y se obligan a sí mismas a un nunca más a las armas, un sí a los pactos de resolver todo en paz y en igualdad de derechos?

¿Cuándo los seres humanos vamos a dar un sí definitivo a la vida? Y esto no sólo tiene que ser resuelto por los organismos políticos, sino por sobre todo por las religiones, en conjunto con las entidades pacifistas que existen en casi todos los países del mundo. Un control de armas internacional hasta llegar a un mundo desarmado. ¿Idealismo irracional? ¡No! La única fórmula para decirle no a la destrucción. Si pensáramos que alguna vez los soldados se irían transformando en trabajadores de la tierra, en productores de bienes, ya no habría más hambre en el mundo. Y si en vez de construir tanques y acorazados, ametralladoras y balas se destinara ese dinero y esas energías a construir viviendas, ya no existiría gente sin techo en todo el mundo.

Claro, esto para algunos suena disparatado, pero hay que proponer el tema una vez más ante el peligro cada vez más pérfido que amenaza otra vez al mundo. Estados Unidos ya tiene todo preparado para iniciar acciones de guerra. Balas y bombas contra los gases. La irracionalidad de la violencia. ¿Y qué hacen los filósofos del mundo que no llaman a un congreso para marcar un camino que detenga las balas que ya están en puntería?

Sí, esto se escribe desde hace siglos, pero no pasa nada. Deberían avergonzarse las entidades mundiales que no hicieron oír su voz ante las sinrazones de los que dominan el poder en este mundo que gira desde hace muchos miles de años y arroja a sus hijos al pozo de la crueldad.

Hoy, el diario alemán General Anzeiger, en la misma página, trae dos títulos que muestran –tal vez sin proponérselo– la irracionalidad en que ha caído la humanidad. Un título es éste: “Estados Unidos, en su presupuesto 2013, otorgó 50 mil millones de dólares a los Servicios de Inteligencia”. Un “Black Budget”, que emplea para prestar servicios a 107.035 personas. Se señala allí que la CIA (Agencia Central de Inteligencia) recibe nada menos que 14.700 millones de dólares por año. En segundo lugar está la National Security Agency (NSA), con un presupuesto de 10.800 millones de dólares. La National Reconnaissance Office (NRO), encargada de los satélites espías, recibe 10.000 millones de dólares. ¿Y Obama qué dice? El, que en el año 2007, como senador, criticó al presidente Bush cuando intervino en Irak y lo acusó de “no haber respetado la Constitución de Estados Unidos”. Pero, claro, después del War Power Act, el presidente de Estados Unidos puede iniciar una guerra hasta 90 días sin que lo apruebe el Congreso. ¿Acto democrático? El diario alemán, en la misma página, a cinco columnas, titula: “En las grandes ciudades crece el riesgo de la pobreza”. La Unesco define como pobre a aquel que dispone de menos de 1,25 dólar por día. Más aún, lo define como “pobre absoluto”.

Comparemos esos dos datos. Luego de existir ya durante incontables siglos, llegamos a esto. A los servicios de Inteligencia y a la pobreza. ¡Qué dos contradicciones que nos hablan de la perversidad en que ha caído el ser humano! A pesar de sus grandes pensadores y sus héroes del pueblo, aquellos que lucharon por la paz eterna y por el respeto a la vida.

¿Después de estas comprobaciones, nos volvemos egoístas? ¿Nos volvemos pesimistas? ¿O continuamos la discusión sobre mejores futuros pensando en la sonrisa de los niños?

viernes, 30 de agosto de 2013

WITOLD GOMBROWICZ

llega a la Biblioteca Nacional
Con curaduría de Miguel Grinberg se exhibirá una muestra que incluye revistas, libros, afiches, dibujos y fotos sobre el novelista.

Tomado del diario Tiempo Argentino del día de la fecha

Witold Gombrowicz (1904-1969) será homenajeado con una exposición que bajo el nombre de Momentos singulares de Witold Gombrowicz se realizará en la Biblioteca Nacional desde el 10 de septiembre hasta el 13 de octubre, con el auspicio de la Biblioteca Polaca Domeyko y la Embajada de Polonia en nuestro país. La exhibición estará basada en libros, revistas, afiches polacos, fotografías inéditas y dibujos, que documentan distintas facetas de la permanencia del escritor en la Argentina. 
Gombrowicz es una de esas figuras que pertenecen a una selecta lista de personajes míticos que habitaron Buenos Aires y la Argentina, un Olimpo de notables extranjeros que por distintos motivos alguna vez tuvieron esta tierra como hogar transitorio. Una lista que tal vez pudiera compartir con los poetas Federico García Lorca y Rubén Darío; el músico Juan Manuel de Falla, y más acá, por qué no, también con ese gran actor que es Viggo Mortensen. Gombrowicz fue un novelista y dramaturgo nacido en Polonia, a quien el inicio de la Segunda Guerra Mundial dejó varado durante 24 años en la Argentina. 
Su primer éxito fue la novela Ferdydurke, que causó conmoción a raíz de una virulenta crítica dirigida a la parte nacionalista de la sociedad de Varsovia. En 1939 llegó a Buenos Aires como parte de una embajada cultural a bordo del viaje inaugural de un trasatlántico polaco, y ante la invasión alemana a Polonia decidió quedarse en Buenos Aires, donde permaneció hasta comienzos de 1963, cuando regresó a Europa. Otras tres novelas, varias obras teatrales y dos volúmenes de sus diarios fueron publicados entonces en París por Kultura, una editorial de emigrados. 
El catálogo de la exposición Momentos singulares de Witold Gombrowicz incluye testimonios de su viuda, Rita, y de varios escritores argentinos, entre ellos su amigo Miguel Grinberg (curador de la exposición), Ricardo Piglia, Elvio Gandolfo, Germán García y Silvia Hopenhayn. También se exhibirán dibujos de Mariano Betelú, otro de sus amigos argentinos, y la bandera de los "ferdydurkistas" polacos, dada a conocer recientemente durante el Décimo Festival de Teatro Gombrowicz, celebrado en Radom, Polonia. 

viernes, 23 de agosto de 2013

SÁBATO

EN ESTOS DÍAS

Tomado del diario Página 12 del día de la fecha
Por Enrique Medina

Sabato está contento. La verificación de los decorados que hará para la próxima novela, con la inclusión de conferencias en universidades y centros de cultura de distintos países de Europa, surgidos en consecuencia, le han dado un nuevo atractivo enriquecedor al viaje. Con dicho entusiasmo, pone a mano su tarjeta, porque sabe que le pedirán los 16 números, y llama por teléfono para informar de su itinerario y el seguro de vuelo; además de las promociones y otras ventajas si las hubiere. Le responde una voz grabada dándole el buen día, igualito que el sargento a los conscriptos, y le pide el DNI. El pulsa los números. La voz anónima le pide los 16 números de la tarjeta. Los pulsa. La robotizada voz le informa sobre montos, cuotas, saldos, adelantos en efectivo y gastos en países limítrofes y en el resto del mundo. Cuando ya el escritor está más desorientado que playa sin mar, la monotemática voz le ofrece una serie de opciones. Capta al vuelo la que busca y presiona la tecla correspondiente. La misma hueca voz le vuelve a pedir el número del documento. Y el día y el mes de nacimiento. Más los tres numeritos de seguridad que están en la parte de atrás de la tarjeta. Con calma, Sabato cumple con el pedido. Todo bien. Pero vuelve la sonora voz a darle teléfonos útiles, cobros revertidos y cuatro mil recomendaciones más que nadie podría retener a tanta velocidad y sin haber estado avisado, así que el maestro se da cuenta de que debe estar atento, no vaya a ser que se le acalambren los reflejos. El discurso de encargos es largo-larguísimo. Hasta que por fin le vuelven a dar opciones y teclea la número uno sabiendo que es la suya. Vuelve la incansable voz para decirle que esta conversación puede ser grabada y otras cosas. Y aparece Gabriela. Sabato no lo puede creer. ¡Ha dado con una voz humana! No la obra de Cocteau, sino la que uno necesita de manera perentoria y sacrosantamente. Se da a conocer antes de que le corten y deba volver a empezar el via crucis. Lo ubican y ello le otorga existencia. Todo bien encaminado, piensa él. Pero, si quisiera retirar dinero en el exterior con la tarjeta debe tener un pin. ¿Qué es el pin y cómo lo consigo? Para eso deben derivarlo, trasladarlo, lo que sea. Le dicen que lo van a pasar y le aconsejan seguir las instrucciones. Entonces Sabato, previsor, sabiendo la que se le puede venir se prepara con un papel y una birome por si las moscas. Mientras tanto, le tiran por la cabeza una seguidilla de teléfonos para reclamos por robos y pérdidas y demás engorros que sólo distraen. Pero resulta que por el tubo empieza a escuchar el tono de ocupado. No puede ser, piensa. ¿Será así? Mejor espero. Sigue el mismo tono. No le han dicho que haya una tecla que lo vuelva atrás ni nada, así que, luego de esperar un rato, se da por vencido y corta. Cualquiera tiene ganas de tomárselas con el aparato. Reventarlo contra la pared. Pero como se supone que un escritor debe ser inteligente, Sabato, como le enseñaron en Francia, cuenta hasta diez para retomar la calma y no perderse en una fútil ofuscación de joven principiante. Repite la operación desde el principio prometiéndole a Dios una reconvención ejemplar. Cumple los pasos necesarios y por fin logra su Pin, ahora con mayúscula. Cuelga y respira pausadamente. Primera pelea ganada. Toma un café para distenderse. Ahora deberá llamar al banco debido a que por Internet no puede entrar en su cuenta. Y llama a esos teléfonos que empiezan con cero, casi como si estuvieran burlándose del cliente. Pero resulta, y habla con Susana que le sugiere crear un nuevo “usuario” y nueva “clave”. El se entrega al sacrificio aceptando que no deben ser números corridos ni claves anteriores ni... Sabato ya se siente más humillado que portero de cementerio en el Sahara. En la cabeza le bullen las mil claves que ya ha usado y las terminaciones numéricas a las que es afecto; pero supera el incordio. Lo pasan al “Banco-fono” para el toque final. Nada es fácil. Algo se interpone diabólicamente y la operación salta por los aires. El escritor primero cuenta hasta diez y de inmediato estalla contra los fantasmas del mal. Putea en francés y griego antiguo. Se echa agua en la nuca y las muñecas. Respira hondo y vuelve a repetir el ejercicio. Ahora da con Liliana. Nombre que le cuadra si fuera la mujer de Tarzán, piensa Sabato, como para aflojarse. La otra cree que es un pelotudo que no tiene otra cosa que hacer y corta. Se da cuenta el escritor de que los años lo hacen pensar a uno en voz alta. Vuelve a la operación-suicidio. Ahora da con Mario y repite lo que ya, a este paso, va sabiendo de memoria. Pero cuando debe enfrentar al “Banco-fono” la suerte se le tuerce y ya no es él. Vuelve a llamar y ahora da con Isabel. Le grita que ella es una santa y no tiene nada que ver, pero el banco es mierda helada y le importa diez carajos que lo graben y regraben y que pueden irse todos a la misma-mismísima. Y esta vez corta él. Lo que lo dignifica. Media hora después y gracias a un té de boldo tranquilizador, Sabato vuelve a llamar como si nada. Con papeles desplegados y proyectos de clave sin números corridos y toda la historia. Da con Silvina. Tiene ganas de preguntarle si es pariente de los Bullrich, por su amiga escritora, pero se queda en el molde y cumple, paso a paso, con lo que le ordenan. Silvina le aclara que vaya a su correo y allí tendrá la nueva clave que él deberá cambiar, etcétera, etcétera. Agradece con el don de gentes que lo caracteriza, y cuelga. Se siente bien, casi justificado. ¿Cómo uno no va a pintar retratos de Kafka, de alienados, y escribir sobre héroes y tumbas y laberintos y túneles y sobre informes de ciegos y sobre incendios históricos y exterminadores y la mar en coche, viviendo en este mundo?

jueves, 15 de agosto de 2013

ANTÓN CHÉJOV

La Gaviota

Por Mario Goloboff *
Tomado del diario Página 12 del día de la fecha

“Por fin puedo escribirte, mi querido, mi lejano y al mismo tiempo mi cercano Antón. Hoy llegué a Moscú y fui a ver tu tumba... ¡Si supieras qué bien se está allí! Después del árido sur, aquí todo parece tan jugoso, aromático, hay olor a tierra, todo está verde, los árboles murmuran suavemente. ¡Es incomprensible que tú no estés entre los vivientes! Tengo que contarte muchas cosas, debo relatarte todo lo que yo sufrí últimamente durante tu enfermedad y después del instante en que cesó de latir tu corazón, tu dolorido y sufrido corazón. Me parece extraño escribirte y sin embargo tengo un fuerte deseo de hacerlo. Pues cuando te escribo, me parece que tú vives y en algún lugar estás esperando mi carta. Querido mío, deja que yo te diga palabras cariñosas y tiernas.”

Es la primera de las cartas de Olga Leonardovna Knipper a un Antón Pavlóvich Chéjov casi cincuenta días después de desaparecido, que sigue a otras “normales”, es decir entre dos seres vivos, y a ésta proseguirán varias más en ese romance que, comenzado poco tiempo antes, continuará hasta el fallecimiento de ella, muchos años más tarde, en marzo de 1959. Olga fue uno de los treinta y nueve miembros del Teatro de Arte de Moscú, cuando Konstantin Stanislavski lo formó en 1898. Actuó el papel de Arkádina en La Gaviota (1898), fue la primera en protagonizar Masha en Tres Hermanas (1901), Madame Ranévskaya en El jardín de los cerezos (1904) e hizo de nuevo el papel de Ranévskaya en 1943 para celebrar la tricentésima representación de El jardín. Tuvo, además, dos sobrinos famosos: la actriz alemana Olga Chéjova y el compositor soviético Lev Knipper. Durante los cincuenta y cinco años que sobrevivió al gran Chéjov (para Harold Bloom, “el poeta de la vida no vivida”), Olga se la pasó escribiéndole cartas. Buena parte de ellas fueron encontradas y publicadas, pero muchas aún no. Le cuenta sus representaciones, sus viajes, su encuentro en Nueva York con el célebre músico Sergei Rachmaninov, lo incómoda que le resulta Norteamérica: “El ruido aquí es tremendo; todo vuela, galopa, alcanza y sobrepasa”.

Cuando Chéjov conoció a Olga Knipper, actriz principal del Teatro de Arte de Moscú, ya era un escritor reconocido y comenzaba a representar sus obras de teatro fundamentales. Al principio, la relación fue bastante secreta, pero en 1901 se casaron. En el breve tiempo que estuvieron juntos, lo distintivo era el alejamiento, ya que por razones de salud él tenía que pasar parte del año retirado en Krasnojarsk, considerada por Chéjov una de las más hermosas ciudades de Siberia (donde trataron, entre otros, a Elisabeth Toumanovski, “la muchacha de los bucles de oro”, amiga de Carlos Marx y enviada por éste a la Comuna de París), y Olga en Moscú, por su trabajo artístico. Por ello también, en esas primeras cartas, Chéjov escribe mucho sobre teatro, sobre sus propias obras, y explaya con Olga sus dudas, le hace sugerencias de interpretación, la sitúa en cada pieza. Desde el punto de vista de ella, estar tanto separados supone un gran sufrimiento y la tensión entre el deseo de vivir con él, a quien amaba, y la necesidad de estar en Moscú, cumpliendo con una carrera teatral a la que no se debía menos.

Escribe Olga en una de sus cartas: “Después de La Gaviota sufrí físicamente, mientras que ahora, tras Tío Vania, sufro moralmente. /.../ Solo sé una cosa: interpreté con pretensiones, y eso es precisamente lo más terrible”. Le contesta Chéjov: “La obra es antigua y ya tiene un tiempo, además de muchísimos defectos de toda clase. Si más de la mitad de los intérpretes no han sido capaces de dar con el tono apropiado, eso quiere decir, por supuesto, que la culpa es de la obra”. E inquiere: “Descríbeme, aunque sea, un solo ensayo de Las tres hermanas. ¿Hay algo que es necesario añadirle o quitarle? /.../ No expreses aflicción en tu rostro en ningún acto. Enfado sí, pero no aflicción”. Responde ella: “Representamos dos veces el tercer acto. Stanislavski ha organizado un horrible barullo en el escenario. /.../ Todos actúan con armonía y tenemos esperanzas de que la pieza vaya bien. Stanislav(ski) habló ayer conmigo en privado más de dos horas, analizó toda mi naturaleza artística, una vez más me reprochó mi incapacidad para trabajar, para repetir el mismo papel durante tres años. /.../ Es muy difícil para mí hablar con él; él se da cuenta de que no me inclino, de que no me pongo en sus manos como actriz, y eso lo saca de quicio. Es cierto, no tengo una confianza ciega en él”. La conversación llega a ser teórica y hasta sobre “la revolución teatral”. Escribe Olga: “Analizaron de una forma rara tanto al espectador como al teatro. /.../ Dijeron por ejemplo que el teatro favorece la pasividad, ya que el espectador no puede mostrar un interés o desinterés acerca de lo que está ocurriendo en el escenario. /.../ Por supuesto, todos tendían a hablar mal del teatro contemporáneo y del repertorio. /.../ El discurso lo cerraron con estas palabras: ‘¡Que viva la luz y que perezcan las tinieblas!’”. Replica Chéjov: “¡! ¿Y qué la pintura, entonces? ¿Y la poesía? El espectador, al mirar un cuadro o leer una novela, tampoco puede manifestar su interés o su desinterés sobre lo que haya en el cuadro o en el libro”.

Poco después, Chéjov viaja a Alemania para una cura. Pero muere la noche del 14 de julio en Baden Weiler, la estación termal de la Selva Negra. Y a los días lo llevan a Rusia en un vagón de ostras, refrigerado. Ha alcanzado a escribirle antes a Olga, frente a sus nervios y ansiedades y desesperaciones: “El arte es un campo en el que resulta imposible avanzar sin titubear. Todavía tienes por delante muchos días aciagos e incluso temporadas enteras arruinadas. Volverás a encontrar grandes dificultades y dolorosas desilusiones; hay que estar preparado para todo ello. Hay que aguantar. Y, a pesar de todo, hay que conservar la cabeza con una energía decidida, casi fanática”. Tras el corte abrupto que impone la muerte de Antón Chéjov, llegan las notas del diario de Olga Knipper y, en el fondo, a pesar de la comprensión infinita de su esposo que valoraba más que nadie sus capacidades como actriz, la angustiosa duda de la artista: “El teatro, el teatro... No sé si amarlo o maldecirlo...”.

Luego, toda esta correspondencia se vuelve mágica y también naturalmente muy extraña, una pieza brillante, ambigua, no clasificable, atípica aun para el género epistolar, entre una persona normal y un “no correspondiente”, esta relación y redacción unilateral de textos que no tienen su contrapartida... Entre dos intelectuales, dos artistas parejos, desparejos, que además viven el crepúsculo del “antiguo régimen”. Son los primeros años del siglo XX en Rusia. Poco después, la Gran Guerra, el desmoronamiento del zarismo y la toma del poder por los bolcheviques ocultaría todo esto bajo el polvo.

* Escritor, docente universitario.
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miércoles, 14 de agosto de 2013

NICOLÁS BERDIAEV

EL TIEMPO Y LA ETERNIDAD

La cuestión fundamental, el supuesto fundamental de toda filosofía de la historia es, sin duda alguna, la cuestión del tiempo y de su naturaleza, pues la historia es un proceso que se desarrolla en el tiempo, un movimiento, un devenir temporal. Por eso el significado que se atribuye a la historia va directamente ligado al que atribuimos al tiempo. ¿Tiene el tiempo un significado metafísico? ¿Está ligado a algo esencial que llega hasta el núcleo más profundo del ser, o es simplemente una forma y una condición del mundo fenoménico? ¿Está ligado el tiempo al ser auténtico o es sólo fenomenológico, es decir, vinculado al fenómeno y, por consiguiente, exterior a la esencia más profunda del ser? Toda metafísica que vea en lo «histórico» algo esencial para la profundidad del ser ha de admitir el significado ontológico del tiempo, esto es, la tesis según la cual el tiempo guarda una relación esencial con la profundidad misma del ser. Nos enfrentamos, pues, con el problema de las relaciones entre el tiempo y la eternidad. Parece como si entre ambos hubiese una contraposición inconciliable y fuese imposible establecer entre ellos cualquier vínculo. El tiempo es como una negación de la eternidad, un estado que no hunde sus raíces en la vida eterna; éste es uno de los puntos de vista sobre el tiempo. ¿O bien el tiempo se halla quizá sumergido en la eternidad y está ligado a ella?

Esta es la cuestión que llevamos entre manos, que consideramos central para la metafísica de la historia y que es el supuesto esencial para toda comprensión del proceso histórico. Esto nos lleva a admitir que existen algo así como dos tipos de tiempo: el malo y el bueno, el  verdadero y el falso. Hay un tiempo corrompido y un tiempo profundo, el cual participa de la eternidad y en el que no hay corrupción. Esta es la cuestión que divide a las diferentes corrientes filosóficas.

Una de éstas, la menos dominante en la historia del pensamiento filosófico y a la que nos adherimos sin reservas, admite que el tiempo puede entrar en la eternidad y también afirma que la prisión del tiempo puede saltar por los aires cuando actúa sobre él un principio eterno, y, entonces, el tiempo desembocaría en la eternidad. El tiempo no es un círculo cerrado sobre sí mismo en el que no penetra ninguna realidad eterna, sino una realidad abierta. Este es uno de sus aspectos. Por otro lado, este punto de vista presupone que el tiempo mismo es algo sumergido en lo profundo de la eternidad. Aquello que llamamos tiempo cuando hablamos del proceso histórico universal, de nuestra realidad mundana (que representa un proceso temporal), es un cierto período o época interiores a la eternidad misma. Esto significa que no existe únicamente nuestro tiempo terrestre, el tiempo en que se desarrolla nuestra realidad terrena, sino también el tiempo verdadero, el celeste, en el cual se halla sumergido el primero y del que es expresión y reflejo.

Esto supone la existencia del eón de la profundidad divina del ser, para utilizar la terminología de los antiguos gnósticos. La existencia de estos eones indica que, para el fundamento mismo del ser, el tiempo también existe, es decir, que aquí se desarrolla también un cierto proceso temporal; por consiguiente, el proceso temporal no es sólo una forma de esta realidad terrestre, opuesta a otra realidad que no tendría nada en común con el tiempo. No, esta última realidad posee un tiempo propio, celeste, divino, y esto nos lleva a admitir que el proceso temporal (que es el proceso histórico universal que se desarrolla en nuestro tiempo), comienza en la eternidad, que en la eternidad da principio aquel movimiento que acontece en nuestra realidad mundana.

Para toda una serie de corrientes filosóficas, por ejemplo, para todo fenomenismo (ya sea en la variante del criticismo kantiano o en la del empirismo inglés), es característico separar erróneamente al tiempo de la eternidad, pues todo fenomenismo piensa que no existen vías inmediatas de comunicación entre la realidad mundana que se manifiesta en el tiempo y la esencia del ser, entre el fenómeno y la cosa en sí; se trata de esferas y ámbitos inconmensurables, separados absolutamente entre sí y que en modo alguno pueden ser conciliados. Nuestra existencia se desenvuelve en el mundo temporal y no hay posibilidad de comunicación directa con la realidad profunda y  verdadera, que no está sujeta al mundo y a la que no se extiende la naturaleza temporal. Kant expresa todo esto mediante la teoría global según la cual el espacio y el tiempo son formas trascendentes de la sensibilidad, formas de la apercepción, a través de las cuales se manifiesta para nosotros el mundo cognoscible. En la apercepción externa, este mundo se nos aparece como situado en el espacio y en el tiempo, mientras que, en la vida interior psíquica, se nos manifiesta únicamente como existente en el tiempo, ya que el espacio no es una forma interior que se haga presente en la realidad psíquica; por lo que respecta al núcleo interior del ser, ni la forma del espacio, ni la del tiempo, se extienden a él.

Hay que decir que ni siquiera en el platonismo o en la antigua filosofía hindú existe un vínculo entre el tiempo y la esencia interior del ser. Esta última era concebida como atemporal, no como un proceso que tiene su tiempo propio y sus épocas, sino como una eternidad inmóvil opuesta a todo proceso temporal.

Por esta razón, toda la conciencia cristiana lleva la impronta de esta concepción de las relaciones entre la eternidad y el tiempo, pues, incluso en la conciencia cristiana, es muy fuerte la corriente que excluye al tiempo de las profundidades de la vida divina. Esto va directamente ligado a la cuestión de si la naturaleza del movimiento, del proceso, se extiende también a la vida divina; nosotros hacemos el mismo razonamiento, pero partiendo de otro lado. A nuestro entender, cuando se dice que el tiempo está ausente de la vida divina, se expresa únicamente el aspecto exotérico y no la profundidad última de la gnosis. Esto significa, además, que es asimismo exotérica la tesis (muy difundida y quizá predominante en la conciencia religiosa), según la cual, la naturaleza de la historia no se extiende a la vida divina, pues la historia humana está indisolublemente ligada al tiempo y no puede existir fuera de él. Si la existencia del proceso histórico terrestre se desarrolla en un tiempo maligno y corrompido, la profundidad del ser y la vida divina suponen la existencia de un tiempo verdadero y auténtico, que no se opone a la eternidad, sino que constituye un momento interior de la eternidad misma, una especie de época de la eternidad. Nuestro tiempo, nuestro mundo, todo nuestro proceso mundano desde el principio hasta el fin, es una época, un período, un eón de la vida eterna, un período o época sumergido en las entrañas de la eternidad. Por eso, este proceso mundano no se cierra en modo alguno a las fuerzas más profundas, divinas y, para nosotros, misteriosas, que, procedentes del mundo de la eternidad, pueden irrumpir en él. Esto es un punto de vista radicalmente  opuesto al de la conciencia anquilosada, para la cual el ámbito de nuestra realidad, de la totalidad mundana y del proceso que en ella acontece, está cerrado, para la cual no es posible que las fuerzas del otro mundo penetren en éste, ni que nuestro proceso mundano influya profundamente sobre el otro mundo, sobre la otra realidad.

En nuestra opinión, sólo si concebimos la naturaleza del proceso mundano de un modo dinámico y no anquilosado, podremos construir una verdadera metafísica de la historia. Si, en el pasado, la conciencia religiosa ha mantenido esta clausura del tiempo y ha creído necesario aislar al mundo presente del otro mundo, por otra parte, la conciencia científico-positivista (especialmente en sus formas extremas, como la materialista) cierra herméticamente este nuestro eón histórico y niega la existencia de cualquier otro mundo. Según ella, la esencia del ser se agota en el proceso temporal que aparece ante nuestra conciencia, no existe ningún otro mundo, el ámbito de nuestra realidad es un círculo completamente cerrado.

El enclaustramiento de nuestra realidad lleva a negar la existencia de otro mundo diferente; por el contrario, la apertura de este círculo lleva a admitir la existencia de otros mundos. Para construir una metafísica de la historia es indispensable partir del supuesto de que lo «histórico» se sumerge en la eternidad y hunde sus raíces en ella. La historia no es un ser arrojado a la superficie del proceso universal, ni es la pérdida de contacto con las raíces del ser; ella es necesaria a la eternidad misma, a un determinado drama que se desarrolla en la eternidad. La historia no es otra cosa que una profundísima interacción de la eternidad y el tiempo, la irrupción ininterrumpida de aquélla en éste. Si el cristianismo valora de un modo tan profundo la historia, si la ha incorporado a sí mismo hasta tal punto, es porque, para la conciencia cristiana, lo eterno puede manifestarse en el tiempo, encarnarse en él. La existencia misma del cristianismo, su presencia en el proceso histórico mundano, significa que la eternidad, es decir, la realidad divina, puede sumergirse en el tiempo, romper la cadena del tiempo, entrar en su interior y revelarse en él como la fuerza más poderosa.

La historia no se desarrolla únicamente en el tiempo y no sólo presupone el tiempo (sin el cual no existiría), sino también la lucha ininterrumpida de lo eterno con lo temporal. Es una lucha constante, una continua reacción de lo eterno presente en el tiempo, un permanente esfuerzo de los principios eternos para asegurar la victoria de la eternidad; ahora bien, esto no lleva consigo una huida del tiempo o una negación de él, ni tampoco el paso a una  condición desprovista de cualquier nexo con el tiempo, pues ello significaría negar la historia; los principios eternos luchan por lograr la victoria de la eternidad en la arena misma del tiempo, es decir, en el proceso histórico. Esta lucha de la eternidad con el tiempo es una lucha incesante y trágica a vida o muerte durante todo el proceso histórico, porque la interacción y el conflicto entre los procesos eterno y temporal no es otra cosa que el choque entre la vida y la muerte, pues un aislamiento definitivo del tiempo con respecto a la eternidad, una victoria de lo temporal sobre lo eterno, sería la victoria de la muerte sobre la vida, y el abandono definitivo de lo temporal sería una salida de este nuestro proceso histórico. En realidad, existe un tercer camino y un tercer principio, según el cual el objetivo de la lucha entre la eternidad de la vida y la mortalidad del tiempo consiste en sumergir lo eterno en lo temporal.

Para poder percibir la realidad de la historia, para constatarla y comprenderla en toda su plenitud, es necesario presuponer la existencia del final, es decir, presuponer el fin de este eón mundano, de la presente época mundana de la eternidad a la que llamamos nuestra realidad mundana, nuestra vida mundana. Es la superación de todo lo corruptible, temporal o mortal, es el principio eterno que triunfa en la misma realidad temporal mundana, es la victoria sobre lo que Hegel llama la perversa infinidad. La perversa infinidad es la ausencia de un final del tiempo, es un proceso infinito en el tiempo que no conoce victoria definitiva ni tiene salida alguna. Hablaremos de ello al tratar del progreso y del nexo entre éste y la idea del fin de la historia. Por ahora nos limitaremos a establecer como supuesto de la historia, que el tiempo de nuestra realidad mundana, el tiempo en el que se desarrolla la historia, este eón del destino terreno del hombre, se sitúa en el interior de la eternidad; sólo en virtud de ello adquiere el tiempo un valor antológico. El sentido de esta historia, que se desarrolla en nuestro eón terrestre, consiste en participar de alguna manera de la plenitud de la eternidad, en salir de su estado de imperfección y de indigencia y lograr una cierta plenitud eterna.

Este supuesto de la metafísica de la historia, ligado a la relación entre tiempo y eternidad, nos lleva inmediatamente a plantear un problema sin el cual la historia es imposible y que es central para la misma, a saber, el de las relaciones entre pasado, presente y futuro. Si la realidad histórica está indisolublemente ligada al tiempo, si es un proceso que tiene lugar en el tiempo, un proceso que presupone un valor ontológico especial del  tiempo, valor que es esencial para el ser, surge el problema de la naturaleza de las relaciones entre el pasado y el futuro. El tiempo de nuestra realidad mundana, de nuestro eón, es un tiempo desgarrado; es el tiempo maligno que encierra en sí el principio malvado y mortífero, el tiempo no integral, fragmentado en pasado, presente y futuro. A este propósito, son realmente geniales las enseñanzas de San Agustín. El tiempo no sólo se halla dividido en partes, sino que cada una de ellas se subleva contra la otra: el futuro se rebela contra el pasado, y éste lucha contra el principio destructor del futuro. El proceso histórico temporal es una lucha constante, trágica y desgarradora entre estos fragmentos del tiempo, entre el futuro y el pasado. Este desgarramiento es tan extraño y terrible, que, en último extremo, transforma al tiempo en algo fantasmagórico, pues, analizando los tres momentos, las tres partes del tiempo, puede uno llegar a la desesperación: los tres momentos se revelan fantasmales e irreales, porque, en realidad, ni el pasado, ni el presente, ni el futuro tienen existencia.

El presente sólo es el instante infinitamente pequeño en que el pasado ya no existe y el futuro aún no ha llegado, pero, considerado en sí mismo, no es más que algo abstracto, desprovisto de realidad. El pasado y el futuro son algo fantasmagórico: el primero, porque ya no existe; el segundo, porque aún no ha llegado. El hilo del tiempo se halla dividido en tres partes, el tiempo real no existe. Esta fagocitación mutua que tiene lugar entre las diferentes partes del tiempo lo priva de toda realidad y de todo ser. En el tiempo se manifiesta un principio malvado, mortífero y destructor, pues, en realidad, la muerte inferida al pasado por cada instante sucesivo, la inmersión del pasado en las tinieblas del no-ser operada por todo devenir temporal es justamente la manifestación de aquel principio. El futuro es el asesino de todo instante pasado, el tiempo maligno está desgarrado entre el pasado y el futuro, en medio de los cuales se sitúa el punto inaferrable del presente. El futuro devora al pasado para transformarse a su vez en un pasado que será devorado por el subsiguiente futuro. La separación entre pasado y futuro es la enfermedad, el defecto, el mal fundamental del tiempo mundano.

Si sólo admitimos la existencia de nuestro tiempo maligno y enfermo, en el cual pasado y futuro se hallan disociados, es imposible aceptar y admitir la existencia de una realidad histórica auténtica que se desarrolla en un tiempo genuino, íntegro y real, no desgarrado ni mortífero, un tiempo portador de vida y no de muerte. El tiempo de nuestra realidad mundana sólo es portador de vida en apariencia: en  realidad, lleva en sí la muerte, porque, al crear la vida, arroja al abismo del no-ser el pasado, porque todo futuro ha de convertirse en pasado, ha de caer bajo el poder de este voraz torrente del futuro, y no existe realmente un verdadero futuro en el cual pueda desembocar toda la plenitud del ser, en el que el tiempo bueno pueda vencer al maligno, en el que cese la separación y el tiempo integral pueda ser eterno presente u hoy eterno. En efecto, el tiempo verdadero sería realmente el tiempo del hoy en el que todo se cumple y en el que no hay pasado ni futuro, sino sólo presente.

De acuerdo con las diferentes filosofías de la historia y los diversos puntos de vista sobre el proceso histórico, ¿podríamos quizá decir que el futuro es real y que el pasado es menos real que el futuro o bien que el pasado es menos real que el presente? Si admitimos por un segundo que el pasado, es decir aquellas partes separadas que desaparecen en la eternidad, han perdido su realidad y que la realidad auténtica es únicamente el presente y el futuro que nace del mañana, nos vemos obligados a negar, en definitiva, la realidad de lo «histórico», pues esta realidad no es otra que la realidad del pasado. Toda la realidad de la que se ocupa la historia es la realidad de aquella parte del tiempo que se ha transferido al pasado y en la cual todo «futuro» ha quedado reducido a «pasado». Pero, ¿cómo asignar al pasado toda la realidad histórica, todas las grandes épocas de la historia, toda la grandiosa existencia de la humanidad, cuyas obras y épocas más excelsas le dejan a uno maravillado? El pasado, ¿es algo real o irreal? ¿Basta acaso, con decir que el pasado existió, que hubo una historia del pueblo hebreo, del antiguo Egipto, de Grecia y de Roma, del cristianismo, del medioevo, del Renacimiento, de la Reforma, de la Revolución francesa, y afirmar que todo este pasado asumido por la historia no es sustancialmente real, no forma parte de la realidad genuina y es inconmensurable con la realidad efectiva del futuro, del mañana, del futuro que vendrá, por ejemplo, de aquí a un siglo? Este punto de vista se halla muy difundido, pero, en último extremo, lleva a negar la realidad de lo «histórico», pues considera la realidad histórica y todo el proceso del devenir histórico como una serie de instantes sucesivos y, en definitiva, fantasmagóricos, que vienen engullidos por los instantes siguientes y se precipitan en el abismo del no-ser.

La metafísica de la historia ha de aceptar la solidez de lo histórico y admitir que la realidad histórica, la realidad que consideramos pretérita, es una realidad genuina y permanente, es una realidad que no muere ni desaparece, sino que desemboca en una cierta realidad  eterna; es una momento interior, un período interior de esta realidad eterna que referimos al pasado. Este último no es percibido por nosotros como el presente, es decir, de un modo inmediato, porque vivimos en un tiempo deteriorado, enfermo, desgarrado, que sólo es un reflejo del desgarramiento de nuestro ser, que no se halla en posesión de su realidad integral.

Podemos vivir en el pasado histórico como lo hacemos en el presente y esperamos hacerlo en el futuro. Existe una vida integral que contiene los tres momentos del tiempo y los reúne en una unidad orgánica, pues la realidad histórica que se ha alejado hacia el pasado no está muerta; tampoco es menos real que la que se desarrolla en este instante o la que acontecerá en el futuro (la cual no percibimos, sino sólo aguardamos, y en la que ponemos nuestras esperanzas). El pasado continúa existiendo, permanece, y lo percibimos como algo meramente transcurrido porque nuestro ser se halla desgarrado y limitado, porque no vivimos en este pasado integral, porque estamos desarraigados de él, porque estamos encerrados en el instante del presente. El pasado, con todas sus épocas históricas, es una realidad eterna, en la cual cada uno de nosotros, a través de su experiencia espiritual más profunda, supera el desgarramiento morboso del propio ser. Cada uno puede entrar en comunión con la historia en la medida en que existe en este eón de la realidad mundana. En realidad, la conciencia religiosa no puede soportar la idea de que algo auténticamente vivo pueda morir y desaparecer. El cristianismo es la más sublime de las religiones sobre todo porque es la religión de la resurrección, porque no acepta la muerte definitiva y la desaparición, porque busca la resurrección de todo lo que tiene existencia auténtica.

En nuestra misma realidad histórica, en la vida misma, en este tiempo nuestro desgarrado y maligno, en el que el pasado parece algo meramente transcurrido y el futuro se nos presenta como algo aún no nacido, de tal manera que nos encontramos encerrados en el instante de un dudoso presente, hay un principio, una fuerza, que lucha contra este tiempo perverso y mortífero y que conduce la lucha del espíritu de la eternidad, sin el cual no sería posible la unidad de la historia, su integridad, el nexo interior al tiempo; de lo contrario, la separación entre pasado, futuro y presente sería tan irreversible y definitiva que la condición mundana nos recordaría a un demente definitivamente privado de memoria, dado que la característica principal y fundamental de la locura es justamente la pérdida de la memoria. La memoria es este principio que conduce una incesante lucha contra el principio mortífero  del tiempo.

La memoria es la lucha contra el poder mortífero del tiempo en nombre de la eternidad. Es la forma fundamental de apercepción de la realidad del pasado en medio de nuestro tiempo pervertido. En nuestro tiempo perverso y desgarrado, el pasado sólo permanece a través de la memoria. La memoria histórica es la manifestación más profunda del espíritu de la eternidad de nuestra realidad temporal. Ella asegura el vínculo histórico entre los tiempos. La memoria es el fundamento de la historia. Sin ella, no habría historia, porque, aunque ésta existiese, el presente estaría tan radicalmente separado del futuro y del pasado que resultaría imposible una apercepción de la historia. Todo el saber histórico no es otra cosa que un recuerdo, un triunfo (de cualquier especie que sea) de la memoria sobre el espíritu de la corrupción.

A través de la memoria, restauramos lo que se ha alejado de nosotros, lo que ha muerto y casi se ha ahogado en el oscuro abismo del pasado. Por eso la memoria es el principio ontológico eterno que constituye la base de lo «histórico». La memoria conserva el principio paterno, el vínculo con nuestros padres, pues el nexo con los padres es justamente el lazo que une al presente y al futuro con el pasado. Olvidar definitivamente a nuestros padres significaría olvidar el pasado, constituiría una locura, a través de la cual el hombre se limitaría a vegetar en un tiempo desagarrado, en un tiempo manco y aislado, sin ningún vínculo o trabazón internos. Por consiguiente, una percepción cultural de la vida, basada en el culto del futuro y de todo instante presente, constituiría para la humanidad una verdadera locura, en la que quedaría definitivamente roto el nexo interior del ser, es decir, se perdería toda ligazón entre los diversos momentos temporales y resultaría imposible percibir tal nexo.

El proceso histórico posee una doble naturaleza: por una parte, conserva, por la otra, destruye; por un lado, es vinculación entre el pasado y el futuro, por el otro, separación; es decir, su naturaleza es, a la vez, conservadora y revolucionaria. Sólo la interacción de estos dos principios crea la historia; la acción de uno solo provocaría una mutilación del tiempo.

En efecto, el devenir histórico no sólo quiere fundamentalmente mantener el nexo entre presente, futuro y pasado, sino también prolongar el pasado hacia el futuro; no sólo quiere impedir nuestro empobrecimiento como consecuencia de la pérdida de las grandes riquezas del pasado, sino también asegurarnos la posibilidad de enriquecernos a través del futuro que hemos de crear. Por esta razón, la co-presencia de estos dos principios es indispensable para que se dé el proceso histórico. Por su misma  naturaleza, la historia es justamente esta ligazón, es un devenir vinculante. A través del tiempo enfermo y pervertido, que devora y destruye nuestra vida, convirtiéndola en un cementerio, en el que, sobre los huesos de los antepasados difuntos se eleva la nueva vida de los descendientes olvidados de ellos, a través de la historia, actúa el verdadero tiempo, el tiempo no desgarrado, que asegura la trabazón interna entre sus diferentes momentos y en el cual no hay separación entre pasado, presente y futuro; en suma, el tiempo nouménico y no puramente fenoménico.

Así pues, para una verdadera conciencia histórica, nada hay más importante que establecer la relación justa con el pasado y el futuro. El culto exclusivo al futuro y el rechazo del pasado, característicos de las diferentes teorías basadas en la idea del progreso, someten la vida a un principio aniquilador, mortífero, que destruye los vínculos y rompe la integridad de la realidad. El que se hace esclavo del tiempo, de su mortífero poder, no puede comprender el sentido del destino humano como destino celeste. En el tiempo perverso acontece la disociación entre lo metafísico y lo «histórico», mientras que, por el contrario, la historia ha de establecer un nexo entre ambas cosas. Separar lo eterno de lo temporal es el error más grande en que puede incurrir la conciencia y obstaculiza la creación de una verdadera filosofía de la historia.

Dicho esto, pasamos a considerar el último supuesto fundamental de la metafísica de la historia, pues, en último extremo, todo lo que hemos dicho a propósito de la historia celeste guarda relación con los supuestos religiosos de la historia.

Reconocer en la base de la historia el principio de la libertad para el mal es un supuesto religioso fundamental de la historia, sin el cual ésta resulta imposible de comprender, pues el principio de la verdadera libertad implica el principio de la libertad para el mal y el proceso histórico no puede ser entendido sin hacer referencia a esta última libertad. Sin ella podemos entender, sin duda, el proceso histórico temporal, en el sentido de que nos es posible establecer esta o aquella ley, pero todo ello no nos lleva a comprender la metafísica de la historia, ni a penetrar en las últimas profundidades de la historia.

Los antiguos mitos y tradiciones alcanzan una profundidad mayor y nos ofrecen algo más en orden a la comprensión de la esencia íntima de la historia. Ellos nos dicen que el principio de la libertad para el mal ha sido puesto en la base del proceso histórico universal. En efecto, si admitimos que el destino del hombre es el tema fundamental de la metafísica de la historia, las concepciones  fundamentales al respecto sólo pueden ser dos: la primera es la evolucionista, que predominó durante el siglo XIX y parecía haber liquidado definitivamente a la segunda.

Para la concepción evolucionista, el hombre surge y se eleva a lo largo del proceso histórico universal gracias a la evolución, y es un producto de la vida del mundo. El hombre es hijo del mundo, es el resultado de un proceso que se ha desarrollado a partir de estadios inferiores: partiendo del estadio animal y semianimal, el hombre, a través de la evolución y del perfeccionamiento progresivo, llega a ser lo que es y alcanza estadios cada vez más elevados.

La segunda concepción, que la conciencia de los siglos XIX y XX considera superada, supone que en los procesos evolutivos, secundarios y parciales en que se desarrollan los destinos del hombre, desempeñan un papel fundamental los actos de la caída, del pecado, del alejamiento del hombre de las fuentes de la vida divina y de la justicia superior. Todo esto se halla en la base de las tradiciones y de los mitos sobre el pecado original, de la Biblia y de la conciencia cristiana, así como de muchas otras formas de conciencia religiosa. Esta admite más bien un cierto proceso de alejamiento progresivo del hombre de las fuentes de la vida, que es necesario para el cumplimiento de su destino a través de la vida mundana; por el contrario, la ciencia excluye una identificación del destino del hombre con el destino universal y no admite un pasado que determine de antemano el destino del hombre.

En realidad, una concepción puramente evolucionista llevada a sus últimas consecuencias niega la existencia de un destino del hombre como tema de la metafísica de la historia. Admitir la existencia de un proceso evolutivo a través del cual el hombre se eleva desde los estadios inferiores hasta su propia condición, a partir de la cual se perfecciona cada vez más, un proceso en el que el hombre viene determinado por las fuerzas mundanas y llega a ser hijo del mundo, equivale a negar que su destino sea el tema de la metafísica de la historia. Para admitir la existencia de un destino del hombre que se desarrolla a través de la historia mundana, hay que aceptar la premundaneidad del hombre, hay que admitir que este destino da comienzo y se define antes de que surja aquella realidad mundana en la que acontecen todos los procesos de evolución y de desarrollo mediante los cuales la teoría evolucionista quiere explicar el origen del hombre y su ulterior desenvolvimiento. En sustancia, esto significa negar el destino del hombre. Este presupone la existencia de una naturaleza originaria, creada por la suprema naturaleza divina y sujeta a su trágico destino en el mundo; presupone la acción de determinadas fuerzas premundanas que condicionan al hombre y de las que recibe las energías interiores necesarias para cumplir su destino. Sin todo esto es imposible hablar de destino en el auténtico sentido de la palabra.

El hombre sólo puede tener un destino si es hijo de Dios, y no si sólo es hijo del mundo. A nuestro entender, es justamente éste el supuesto de la metafísica de la historia: el hombre es hijo de Dios y está sometido a un destino trágico en un mundo en el que existe el proceso de la caída y el del desarrollo, porque en la base y en las fuentes mismas de este destino se halla la libertad natural de la cual fue investido este hijo de Dios, verdadera imagen del Creador. Esta libertad otorgada al hombre como hijo de Dios es la fuente de su destino trágico, de la condición trágica de la historia, con todos sus horrores y conflictos, pues la libertad, por su misma esencia, ha de ser a la vez para el bien y para el mal. Si sólo existiese libertad para hacer el bien y la libertad de Dios predeterminase el destino del hombre, no existiría el proceso histórico universal. El proceso universal e histórico sólo existe porque tiene en su base la libertad para el bien y para el mal, para alejarse de la fuente de la vida divina superior y para retornar a la misma.

La libertad para el mal es el verdadero fundamento de la historia. La antigua tradición referente a la caída del hombre, al pecado de Adán y Eva, a través de un breve relato, nos narra lo que ocurrió en la historia del ser antes de que diese comienzo el proceso universal: es el relato de los orígenes de la historia, que se sitúan más allá de la línea divisoria entre nuestro tiempo y la eternidad. Este acto primordial que nos ha sido transmitido a través del mito y de la tradición antiguos no aconteció en el marco del tiempo, sino que tuvo lugar en la eternidad y germinó en ella. Este acto produjo el deterioro de nuestro tiempo, aquel mal de nuestro tiempo que va ligado al desgarramiento del tiempo uno e integral en sus tres momentos: pasado, presente y futuro.

La suprema dignidad y libertad del hombre es la conciencia de su origen premundano y superior, comienzo premundano y superior de su destino, que cayó a continuación bajo el poder de las fuerzas mundanas que la ciencia estudia a través de su teoría evolucionista. Esto no significa que todo el evolucionismo sea falso y erróneo, sino únicamente que posee un sentimiento diferente. La teoría evolucionista contiene una gran parte de verdad en lo que se refiere al origen del hombre y a su destino en el mundo, pero dice relación a procesos derivados, no primarios, y no hace observación alguna en lo referente  a principios más profundos, anteriores al nacimiento mismo de nuestra realidad mundana y de nuestro tiempo, ni a propósito de los procesos de los que hablan las tradiciones religiosas y que sólo son accesibles al conocimiento metafísico.

En realidad, nos encontramos aquí no con dos concepciones opuestas e irreconciliables, sino con dos puntos de vista complementarios. La teoría científico-evolucionista estudia el influjo del ambiente sobre el hombre, una influencia que es real, pero que se ejerce sobre el destino derivado del hombre, de nuestro ámbito mundano. Nosotros explicamos este último a partir de ciertos acontecimientos ocurridos con anterioridad al nacimiento de nuestra realidad mundana, acontecimientos que se desarrollaron en el interior de una realidad muy profunda, la realidad premundana. Sólo así se comprende la historia de la humanidad como una experimentación libre de las energías espirituales del hombre y como la redención del mal originario de la caída, ocurrida a causa del ejercicio de la libertad del hombre.

El sentido de esta libertad, que determina el destino del hombre, de nuestra realidad mundana temporal, ilumina también el destino del hombre que se desarrolla en el ámbito de la historia. Este nos enseña, por otra parte, que, en el ámbito de la historia mundana, toda constricción y toda realización no libre de la suprema voluntad y de la suprema justicia divinas no son necesarias a Dios, y que Dios rechazaría hasta la perfección del hombre si ésta resultase de procesos necesarios, coactivos. Lo que no proviene de la libertad no es aceptado por Dios. Se podrían repetir aquí las palabras con que el Gran Inquisidor reprende a Cristo, pero quitándoles el sentido de reproche que llevan consigo y entendiéndolas en sentido doxológico; en este caso, vienen a expresar la verdad religiosa fundamental referente a la esencia del existir humano. El Gran Inquisidor dice: «Tú deseabas que el hombre te amase y te siguiese libremente, seducido y conquistado por ti». Por su misma esencia, la libertad es un principio trágico; en la base de la libertad primordial hay una dicotomía y una escisión trágicas y sin la libertad puede existir un proceso de desarrollo o de descomposición, pero no un destino trágico, no un destino en el verdadero sentido de la palabra. El destino (y ésta es la gran revelación que distingue al mundo cristiano del antiguo) se basa sobre la libertad, mientras que, por el contrario, el mundo antiguo no comprendió la libertad. Lo vemos en el destino subyacente a la tragedia antigua, basada sobre el fatum. El mundo pagano antiguo había perdido el sentimiento de la libertad y sólo conservaba un oscuro presentimiento de ella. En el cristianismo,  las cosas cambian radicalmente: el destino del hombre está ligado a la libertad primordial y por eso se puede decir que la conciencia cristiana es la única que ha llegado a la idea de la Providencia divina, idea que se halla en la base de la primera filosofía de la historia, creada por San Agustín. La Providencia divina no tiene nada que ver con la necesidad o la coacción, sino que es la conjunción antinómica de la voluntad divina con la libertad humana.

Según esta tradición antigua sobre la libertad primordial del hombre y, por consiguiente, sobre su caída, ¿cómo comienza el destino histórico del hombre sobre la tierra? En nuestra realidad mundana, en nuestro tiempo, el destino histórico del hombre comienza con su inmersión en las entrañas de la naturaleza, es decir, con la involución (según la terminología teosófica). Esta inmersión en la naturaleza fue el resultado necesario del alejamiento de las fuentes divinas de la vida (libremente decidido por el hombre), una vez que la libertad misma se perdió y se transformó en una cierta necesidad y parálisis interior.

Con el mal primordial se inicia el destino natural y material del hombre, que es el objeto de la biología, la antropología y la sociología. Se trata de un destino humano, inmerso en la naturaleza, no del destino de un hijo de Dios, de un espíritu libre creado a imagen y semejanza de Dios; se trata del destino de un ser natural y material, de un hijo del mundo. El hombre deviene (y continúa siendo a lo largo de su historia) un ser bipolar que está en comunicación con dos mundos, es decir, con el mundo supremo divino, del que es un reflejo, con el mundo libre, por un lado, y con el mundo natural-material en el que se halla inmerso y cuyo destino comparte, por otro, un mundo que actúa de muchas formas sobre el hombre y lo liga de pies y manos, hasta tal punto que su conciencia se oscurece, olvida su superior origen y su participación en la realidad espiritual suprema. Esta dependencia de la naturaleza, del estado de inmersión en el reino de la necesidad, este alejamiento de la suprema realidad divina, de la que el hombre recibió su libertad, esta caída en una realidad puramente natural, de la que recibe la impronta de la necesidad y que le impone su ley, viene reflejada durante los primeros estadios de la historia humana en el proceso mitológico, en el proceso de la conciencia que aparece en la mitología primordial.

Schelling ha explicado de un modo genial cómo la mitología es una repetición de los procesos de la naturaleza en el espíritu y en la conciencia del hombre. La historia del proceso natural, de la formación cosmogónica de la naturaleza, se refleja y se repite en  la conciencia humana, en el espíritu humano y, durante los primeros estadios de la conciencia humana, esta repetición adopta la forma de una mitología. De aquí que la conciencia mitológica esté llena de mitos cósmicos que nos muestran al hombre como un ser ligado a los espíritus de la naturaleza y nos revelan su vinculación con el proceso primordial de la creación y configuración del mundo, que se mueve a un nivel anterior y más profundo que aquella consolidación de la materia a partir de la cual la conciencia científica comienza el examen del proceso evolutivo del mundo.

Mucho antes de esta consolidación de la materia tuvieron lugar ciertos procesos profundos en el seno de la naturaleza; a través de ellos, el destino del hombre (alejado de la fuente suprema de la vida espiritual) se sumergió en la naturaleza y quedó estrechamente entrelazado con ella. Por eso se puede decir que la historia primordial del hombre, su prehistoria, es un cierto proceso religioso mitológico. La mitología es la fuente primordial de la historia del hombre, la primera página de la narración del destino humano terreno posterior a su destino celeste, una vez que el prólogo se desarrolló en la historia celeste. Tras el prólogo, que narra las relaciones íntimas entre Dios y el hombre, que nos habla sobre la libertad y la caída del hombre, comienza el siguiente acto, que se desarrolla en el mundo natural bajo la forma de un proceso mitológico. Este proceso es el segundo acto si se contempla desde la eternidad, pero el primero si lo consideramos desde la perspectiva de la historia terrenal del hombre. En la más remota profundidad de los tiempos, en aquella profundidad en donde se desenvuelve el destino primordial del hombre y su descenso primordial hasta la frontera que separa claramente al tiempo de la eternidad, en estas profundidades del estadio primordial de nuestro tiempo histórico, es posible captar ciertos momentos que todavía participan de la eternidad; sólo a continuación, en un tiempo diferente, acontece la petrificación y la clausura de nuestro eón mundano, que comienza a oponerse a la eternidad. Lo que llamamos eternidad celeste se disipa en una lejanía trascendente, que queda separada de este mundo.

Por el contrario, en los mitos religiosos primordiales, en las tradiciones de la humanidad, todos estos confines entre la eternidad y el tiempo no están aún delimitados, y éste es uno de lo más grandes misterios de la vida religiosa antigua, que, para nosotros, resulta difícil de comprender. Nuestra conciencia se ha habituado hasta tal punto a la realidad mundana, a su enclaustramiento y a sus límites (que separan la realidad terrena de la eternidad y del  verdadero tiempo), que nos es muy difícil romper esta costra y penetrar en el ámbito de la conciencia primordial presente en los albores del destino humano, cuando tales límites aún no existían. En la Biblia, en las tradiciones religiosas primordiales, en los mitos primitivos, tales confines no existían, y por eso es tan difícil comprender este entrelazamiento de la historia terrena con la celeste, del tiempo con la eternidad; parece como si todo ocurriese en nuestro planeta, en nuestro tiempo, en nuestra realidad mundana, y, sin embargo, acontece en otro tiempo, en otro mundo, anterior a nuestro eón mundano.

Por esta razón, antes de que naciese la ciencia histórica, las nociones históricas primordiales tenían valor científico en los sectores de la historia, la geografía, la geología, la antropología. El desarrollo subsiguiente de la conciencia filosófica y de los conocimientos científicos puso en cuestión todo esto, y la ingenua ciencia de la Biblia quedó apartada a un lado. Pero esto no significa en modo alguno que la verdad religiosa contenida en las tradiciones bíblicas pueda ser invalidada de alguna manera por la crítica científico-filosófica. En efecto, la verdad religiosa presente en todos los mitos y tradiciones no se refiere a conocimientos relacionados con las ciencias naturales o la historia, a conocimientos que puedan entrar en conflicto con la historia, la geología, la biología de nuestros días, sino que es la expresión simbólica de ciertos procesos profundísimos acontecidos más allá de los límites que separan a nuestro eón mundano de la realidad eterna. Ninguna crítica científico-filosófica puede afectar en lo más mínimo a una revelación de este tipo. La conciencia eclesiástico-religiosa, en su esfuerzo por adquirir el status de ciencia apodíctica, ha entrado en conflicto con la ciencia y, por ello mismo, ha desarmado a la verdad religiosa; en cambio, para la conciencia filosófico-religiosa, es claro que estos dos campos pueden ser delimitados perfectamente. El significado religioso oculto en las tradiciones y en los mitos de la antigüedad no constituyen una ciencia de valor objetivo, ni tampoco puede rivalizar con ésta, sino que representa la explicación de verdades mucho más profundas, que se refieren a otras esferas completamente diferentes.

La gran verdad de la Biblia, que nos ofrece el punto de contacto entre la historia celeste y la terrenal, el comienzo del destino celeste y terreno del hombre, ha de ser interpretada filosófica y religiosamente a la luz del Nuevo Testamento, no del Antiguo.

Hay que decir que, en el cristianismo, ha prevalecido la interpretación veterotestamentaria de la Biblia, que contempla toda la cosmología y antropología bíblicas bajo el prisma  limitado de la conciencia del hombre veterotestamentario. Esta limitación en orden a la comprensión de la revelación de la verdad divina se ha transferido también a la Biblia, cuya revelación fue acogida por esta limitada conciencia humana y transmitida por ella a otros niveles más elevados de conciencia espiritual. La conciencia eclesiástico-religiosa, cuando se aplica al estudio de las verdades bíblicas, asume la revelación sobre la vieja naturaleza del hombre, sobre el destino del pueblo hebreo y de los pueblos con quienes estuvo indisolublemente ligado, y, en cierto modo, lo hace con aquellas mismas limitaciones. Esto ocurre también en la conciencia cristiana-neotestamentaria. La antropología y cosmología cristianas, las enseñanzas cristianas sobre el origen del hombre, llevan sobre todo la impronta de la limitación del hombre veterotestamentario. Esto obstaculiza la creación de una verdadera metafísica cristiana y de una metafísica cristiana de la historia, las cuales están ligadas a las doctrinas antropológicas y cosmológicas que llevan consigo las limitaciones bíblicas. La conciencia veterotestamentaria dificulta la creación de una auténtica metafísica de la historia, porque esta última ha de basarse en unos supuestos que superen los límites de la conciencia veterotestamentaria, todavía no sobrepasados definitivamente, ni siquiera en el cristianismo; la metafísica del hombre propia de la conciencia del viejo Adán y que se manifiesta en las antiguas revelaciones de la humanidad, continúa imponiendo sus limitaciones incluso en el período neotestamentario de la historia humana.

Todo esto ejerció una gran influencia en la orientación de la metafísica de la historia. Es necesario reelaborar y transformar la historia interior del hombre a la luz del Nuevo Testamento, del nuevo Adán, del hombre nuevo, para el cual ha desaparecido el yugo bajo el que vivía el hombre viejo, el yugo de la necesidad natural y de la ira divina, que hacía imposible el encuentro con Dios cara a cara, del que se decía: «El hombre no puede ver a Dios y seguir viviendo». Este sentimiento veterotestamentario de Dios, este sentimiento de la naturaleza, este terror veterotestamentario de la ira divina que invade al hombre caído en la esfera inferior de la vida natural, y, a la vez, la superación de este sentimiento a través de la revelación veotestamentaria del nuevo Adán, que hace a Dios infinitamente próximo al hombre, así como la liberación de los espíritus de la naturaleza, de los demonios de la naturaleza que atormentaban al hombre antiguo, son el fundamento del destino del hombre en el curso de su historia cristiana. Toda la historia cristiana de la humanidad se distingue de la del mundo pagano y  bíblico por un viraje a consecuencia del cual el hombre comenzó a liberarse interiormente del poder de los demonios de la naturaleza a través del misterio de la redención y del sentimiento de ser aplastado por Dios que experimentaba el hebreo, el cual sentía a Dios como algo lejano, como una fuerza terrible y airada, con la que era peligroso encontrarse. A la luz de esta nueva revelación y de esta nueva naturaleza humana, no sólo es posible entender la historia cristiana, sino también toda la historia antigua y bíblica.

Este proceso no se ha hecho todavía lo suficientemente consciente en el ámbito cristiano; sólo algunos grandes místicos aislados, como, por ejemplo, Jakob Böhme en su Mysterium Magnum, descubrieron la verdad neotestamentaria de la Biblia, en tanto que no se puede afirmar lo mismo de la mayor parte de la filosofía cristiana. Para la filosofía de la historia ésta es la piedra angular. Desde el punto de vista de la nueva naturaleza humana que va manifestándose desde el nacimiento del cristianismo, es fundamental para la filosofía de la historia el hecho de que todo el proceso histórico universal está bajo la égida de Cristo, del nuevo Adán. Comienza, pues, una era totalmente nueva en lo que respecta a la comprensión de la esencia y del significado de la historia. Con esto termina lo que podríamos llamar la historia celeste del hombre y da comienzo su historia terrena, su destino terrenal. Es en el pueblo hebreo en donde vemos el punto de intersección, el conflicto más violento entre los destinos celeste y terreno. Por eso, la filosofía del destino terreno del hombre podemos hacerla comenzar por la filosofía de la historia hebrea y del destino de este pueblo. Es aquí donde se sitúa el eje de la historia universal: a lo largo de la historia universal va desarrollándose el tema que viene planteado a través del destino mismo del pueblo hebreo.
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sábado, 10 de agosto de 2013

THEODOR W. ADORNO

Contra la cuestión del origen

El arte tiene su concepto en la constelación, históricamente cambiante, de sus momentos; se resiste a la definición. Su esencia no es deducible de su origen, como si lo primero fuera el estrato fundamental sobre el que se edificó todo lo subsiguiente, que se hundió cuando ese fundamento fue sacudido. La fe en que las primeras obras de arte fueron las más elevadas y las más puras es sólo romanticismo tardío; con el mismo derecho se podría sostener que los más antiguos productos artísticos, todavía no separados de prácticas mágicas, de objetivos pragmáticos y de nuestra documentación histórica sobre ellos, productos sólo perceptibles en amplios períodos por la fama o por nuestra grandilocuencia, son turbios e impuros; la concepción clasicista se sirvió de buena gana de tales argumentos. Considerados de forma groseramente histórica, los datos se pierden en una enorme vaguedad
El intento de subsumir ontológicamente la génesis histórica del arte bajo un motivo supremo se pierde necesariamente en algo tan confuso que la teoría del arte no retiene en sus manos más que la visión, ciertamente relevante, de que las artes no pueden ser incluidas en la identidad sin fisuras del Arte en cuanto tal.
En las reflexiones y trabajos dedicados a los άρχαί estéticos se mezclan de forma grosera la recolección positivista de materiales y las especulaciones tan odiadas por la ciencia, de lo cual Bachofen sería el máximo ejemplo. Y si en vez de esto se intentase, de acuerdo con el uso filosófico, separar categóricamente la llamada cuestión del origen, considerada como cuestión de la esencia, de la cuestión de la génesis desde la prehistoria, entonces se cae en la arbitrariedad de emplear el concepto de origen de forma contraria a lo que dice el sentido de la palabra. La definición de lo que sea el arte siempre estará predeterminada por aquello que alguna vez fue, sólo adquiriendo legitimidad por aquello que ha llegado a ser y, más aún, por aquello que quiere ser y quizá pueda ser. Aun cuando haya que mantener su diferencia de lo puramente empírico, se modifica cualitativamente en sí mismo; algunas cosas, pongamos las figuras cultuales, se transforman con el correr de la historia en realidades artísticas, cosa que no fueron anteriormente; algunas que antes eran arte han dejado de serlo. Plantear desde arriba la pregunta de si un fenómeno como el cine es o no arte no conduce a ninguna parte. El arte, al irse transformando, empuja su propio concepto hacia contenidos que no tenía. La tensión existente entre aquello de lo que el arte ha sido expulsado y el pasado del mismo es lo que circunscribe la llamada cuestión de la constitución estética. Sólo puede interpretarse el arte por su ley de desarrollo, no por sus invariantes. Se determina por su relación con aquello que no es arte. Lo que en él hay de específicamente artístico procede de algo distinto: de este algo hay que inferir su contenido; y sólo este presupuesto satisfaría las exigencias de una estética dialéctico-materialista. Su especificidad le viene precisamente de distanciarse de aquello por lo que llegó a ser; su ley de desarrollo es su propia ley de formación. Sólo existe en relación con lo que no es él, es el proceso hacia ello. Para una estética que ha cambiado de orientación es indiscutible la idea desarrollada por el último Nietzsche en contra de la filosofía tradicional, de que también puede ser verdad lo que ha llegado a ser. Habría que invertir la visión tradicional demolida por él: verdad es únicamente lo que ha llegado a ser. Lo que se muestra en la obra de arte como su interna legalidad no es sino el producto tardío de la interna evolución técnica y de la situación del arte mismo en medio de la creciente secularización; no hay duda de que las obras de arte llegan a ser tales cuando niegan su origen. No hay que conservar en ellas la vergüenza de su antigua dependencia respecto de vanos encantadores, servicio de señores o ligera diversión; ha desaparecido su pecado original al haber aniquilado retrospectivamente el origen del que proceden. Ni la música para banquetes es inseparable de la música liberada, ni fue nunca un servicio digno del hombre, servicio del que el arte autónomo se ha liberado tras anatematizarle. Su despreciable sonsonete no mejora por el hecho de que la parte más importante de cuanto hoy conmueve a los hombres como arte haya hecho callar el eco de aquel martilleo.
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viernes, 9 de agosto de 2013

MARINO DI TEANA

Conocí a este artista en uno de sus viajes a Buenos Aires, cuando le hicimos una recepción en el Taller de mi Maestro Antonio Pujía, si mal no recuerdo, viaje que realizó cuando fue designado miembro de la Academia Nacional de Bellas Artes.
Quienes han visto mis trabajos, sean escultóricos, dibujos o grabados, pueden observar que nada tengo que ver con la imagen y la estética que propone Marino Di Teana, pero, como por estos días estoy escribiendo un texto sobre Pujia, al mencionar a Marino, me pareció interesante mostrarlo en el Blog.

MARINO DI TEANA

Académico Correspondiente ANBA en Italia

Nació en Teana, en la provincia de Basilicat, Italia del sur cerca de Potenza, el 8 de agosto de 1920. A la edad de 16, emigra a la Argentina como albañil.  A la edad 22, es nombrado capataz de construcción.  Al mismo tiempo, estudiaba por la noche en el Politécnico Salguero, y en la Escuela Nacional de Arquitectura.  Ingresó a la Escuela Superior Nacional de Bellas Artes “Ernesto de la Cárcova” en Buenos Aires mediante un examen de selección. Se graduó con el título de Profesor Superior y obtuvo un cargo de profesor en la misma escuela. 
Ganó el Premio Mitre, equivalente al Gran Premio Europeo de Roma.  Regresó a Europa en 1952, estableciéndose en París.  Ingresó a la galería Denise René en 1956. Denise René organizó varias exposiciones públicas personales a partir de 1960. Desde entonces, participó en numerosas demostraciones de arte contemporáneo en Francia y en el exterior: Museos de Ixelles, de Lieja y de Brujas en Bélgica; Leverkusen, Frankfort, Munster, Copenhague, Tokio, Tel Aviv, Mineapolis.

Estuvo presente en las galerías: Stendhal de Milán, Redfern de Londres, Lahumière, Claude Bernard y Krings Ernst  de Colonia, Alemania. 
Expuso regularmente en la galería Attali en los años 70, y luego en las galerías Carlhian, Dutko y a ARTCURIAL en los años 80 y los 90. 
Expuso luego en: Gran muestra retrospectiva en el Museo de Arte Moderno de la ciudad de París en 1976; Museo de Pau en 1981; Museo Nacional de Saarland, Sarrebruck en 1987; representa a la Argentina en la Bienal de Venecia en 1982, y a Francia en el Simposio Internacional de las Artes y las Ciencias de Seúl, Corea en 1997.

Hay obra suya en las colecciones del Museo de Arte Moderno de la ciudad de París, del George Pompidou, del Museo Nacional de Arte Moderno, del Nuevo Museo de Arte Contemporáneo MACVAL, en varios FRAC franceses (Fondos Nacionales para el Arte Contemporáneo) y en colecciones famosas como la de L'OREAL ó la Colección Francois PINAULT, la colección Marcel Joray en Suiza, la donación de Thomas NEIRYNK en la Fundación Rey Baudouin en Bélgica.
Ha realizado luego de ganar el concurso respectivo más de 50 esculturas monumentales de hasta  20 m de alto (París/Fontenay sous Bois, Montpelier, Orléans-Chevilly, Canjuers Var). La escultura “Freedom” en Fontenay es una de las esculturas más grandes de Europa.

Ha obtenido numerosos Premios, incluyendo: el primer premio de Saint Gobain concedido por un jurado integrado por Zadkine, Michel Seuphor y Alberto Giacometti poa la parte artística; el diploma honorario del 14ta. Trienal de Milán, Italia; la medalla de plata del Congreso Internacional de Arquitectura, concedido por Willy Brandt, en Bochum, Alemania; dos medallas de oro concedidas por la Provincia di Basilicata y por su aldea natal en Italia.

Fue designado miembro de la Academia Nacional de Bellas Artes de la Argentina (Buenos Aires). Obtuvo la Medalla de Honor de la Universidad de Seúl, Corea. Recibió la medalla de plata del consejo general de Val de Marne. Recibió la Gran Medalla de Plata concedida por la Academia Francesa de Arquitectura para su trabajo. Designado Chevalier des Arts et des Lettres por el gobierno francés.

A partir del año 1980, se desempeñó como profesor en la Universidad Americana del Arte y de la Arquitectura en Fontainebleau.

Falleció el 1 de Enero del año 2012. En lo que era su taller en Périgny sur Yerres, está instalada la fundación de Dubuffet.










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miércoles, 7 de agosto de 2013

NATALIA GONCHAROVA

Natalia Goncharova fue una pintora digna representante de la vanguardia rusa, una radical que renovó la tradición a partir de los iconos medievales. Los futuristas le parecieron una nueva academia. Proclamada el primer cubista ruso.

Infancia y Juventud

Nace el 16 de junio de 1881 en Negaevo provincia de Tula, decendiente de una familia de la alta burguesía rural y biznieta de Alexander Pushkin, sus padres: Sergei Goncharov, arquitecto, y Ekaterina Il'ichna Beliaeva, pero se crió en casa de su abuela. Asistió al Gimnasio Cuarto para las niñas en Moscú y en 1898 ingresó en la Escuela de Moscú de Pintura, Escultura y Arquitectura como estudiante de escultura. Allí conoció a Mijaíl Lariónov, que se convertiría en su compañero, tanto en lo artístico como en lo personal, hasta el final de su vida y la animó a salir de la escultura a la pintura. Goncharova atrajo brevemente al impresionismo y el simbolismo, pero su participación en la exposición Vellocino de Oro le presentó a los estilos de Gauguin, Matisse, Cézanne y Toulouse-Lautrec, cuyo arte le influyen en su desarrollo. En una serie que representa el tema popular de los campesinos rusos que trabajan la tierra, esta influencia se manifiesta en el color y la aproximación a la forma.

Madurez Artística

En 1910 fue miembro fundador de la Sota de Diamantes. Dos años más tarde lo abandonó junto a Lariónov para fundar El Rabo de Burro y fue la principal protagonista de la exposición que se celebró con este nombre. En este momento, algunas de sus obras continuaban relacionándose directamente con el mundo de los iconos y el arte popular ruso, mientras que en otras comenzaba a ser evidente la influencia del cubismo y el futurismo. De ahí evolucionó al rayonismo, estilo en el que realizó una serie de vistas de bosques en 1913.

Su obra fue bien acogida por la crítica y el público, aunque su estilo de vida, alejado de los convencionalismos sociales, estuvo siempre acompañado de una cierta polémica. En 1914 participó en la puesta en escena de Le Coq d’or de Diághilev, la primera de toda una serie de colaboraciones que hicieron que en Francia y Occidente se la conociese principalmente como escenógrafa.

En 1915 comenzó a diseñar trajes de ballet y decorados, en Ginebra. Viajó con Diághilev y Lariónov a Suiza, Italia y España, y cuando en 1919 establecieron su residencia en París, trabajaron juntos. En París diseñó varios decorados para los Ballets Russes de Sergei Diaghilev. La muerte de Diághilev, en 1929, supuso para ella un cierto declive en su creatividad. Goncharova y Lariónov contrajeron matrimonio en 1955. En 1961, se organiza una retrospectiva de las pinturas de Goncharova y Larionov en el British Arts Council

Pocos meses antes de su muerte, acaecida en 1962, el Arts Council de Londres organizó una exposición retrospectiva de la obra de ambos en la que se reconocía su importancia dentro de panorama artístico ruso y europeo del siglo XX

Influencias

Fue afectada inevitablemente, no solamente por su sufrimiento pero por la serie de derrotas infligidas en las tropas rusas. Al saber que su marido peleaba en el frente, Natalia se preocupo por lo que le podía pasar y decidió pintar ángeles que destruían ciudades como aquellos que destruyeron la ciudad de Babilonia, en los pasajes de la Revelación Apocacalypta.

Los litografos de Gonchorova "Una Tumba Común" al igual que "Angeles y Aeroplanos" son dos obras que demuestran la preocupación que ella sintió durante la guerra.

Los últimos años los pasó en la pobreza y muere en París, el 17 de octubre de 1962.

Obras











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domingo, 4 de agosto de 2013

ERNESTO SÁBATO

QUERIDO Y REMOTO MUCHACHO:

Me pedís consejos, pero no te los puedo dar en una simple carta, ni siquiera con las ideas de mis ensayos, que no corresponden tanto a lo que verdaderamente soy sino a lo que querría ser, si no estuviera encarnado en esa carroña podrida o a punto de podrirse que es mi cuerpo. No te puedo ayudar con esas solas ideas, bamboleantes en el tumulto de mis ficciones como esas boyas ancladas en la costa sacudidas por la furia de la tempestad. Más bien podría ayudarte (y quizá lo he hecho) con esa mezcla de ideas con fantasmas vociferantes o silenciosos que salieron de mi interior en las novelas, que se odian o se aman, se apoyan o se destruyen, apoyándome y destruyéndome a mí mismo.

No rehúyo darte la mano que desde tan lejos me pedís. Pero lo que puedo decirte en una carta vale muy poco, a veces menos que lo que podría animarte con una mirada, con un café que tomáramos juntos, con alguna caminata en este laberinto de Buenos Aires.

Te desanimás porque no sé quién te dijo no sé qué. Pero ese amigo o conocido (¡qué palabra más falaz!) está demasiado cerca para juzgarte, se siente inclinado a pensar que porque comés como él es tu igual; o, ya que te niega, de alguna manera es superior a vos. Es una tentación comprensible: si uno come con un hombre que escaló el Himalaya, observando con suficiencia la forma en que toma el cuchillo, uno incurre en la tentación de considerarse su igual o superior, olvidando (tratando de olvidar) que lo que está en juego para ese juicio es el Himalaya, no la comida.

Tendrás infinidad de veces que perdonar ese género de insolencia.

La verdadera justicia sólo la recibirás de seres excepcionales, dotados de modestia y sensibilidad, de lucidez y generosa comprensión. Cuando aquel resentido de Sainte-Beuve afirmó que jamás ese payaso de Stendhal podría hacer una obra maestra, Balzac dijo lo contrario; pero es natural: Balzac Había escrito la Comedia Humana y ese caballero una novelita cuyo nombre no recuerdo. De Brahms se rieron gentes semejantes a Sainte-Beuve. Mientras que Schumann, el maravilloso Schumann, el desdichadísimo Schumann, afirmó que había surgido un músico del siglo. Es que para admirar se necesita grandeza, aunque parezca paradójico. Y por eso tan pocas veces el creador es reconocido por sus contemporáneos: lo hace casi siempre la posteridad, o al menos esa especie de posteridad contemporánea que es el extranjero, la gente que está lejos, la que no ve cómo te vestís. Si esto les pasó a Stendhal y Cervantes, ¿cómo podés desanimarte por lo que diga un simple conocido que vive al lado de tu casa? Cuando apareció el primer tomo de Proust (después que Gide tirara los manuscritos al canasto), un cierto Henri Ghéon escribió que ese autor se había “encarnizado en hacer lo que es propiamente lo contrario de una obra de arte, el inventario de sus sensaciones, el censo de sus conocimientos, en un cuadro sucesivo, jamás de conjunto, nunca entero, de la movilidad de los paisajes y las almas”. Es decir, ese presuntuoso critica lo que es la esencia del genio proustiano. ¿En qué Banco de la Justicia Universal se pagará a Brahms el dolor que sintió, que inevitablemente hubo de sentir aquella noche en que él mismo tocaba el piano en su primer concierto para piano y orquesta, cuando lo silbaron y le arrojaron basura? No ya Brahms, detrás de una sola y modesta canción de Discépolo, cuánto dolor hay, cuánta tristeza acumulada, cuanta desolación.

Pero —tan extraña es la condición humana— no sólo los insignificantes y fracasados padecen esos sentimientos bajos. ¿No dictaminó Lope que el Quijote era el peor libro que había leído en su vida? ¿No silenciaba Goethe a poetas que eran tan notables como él, mientras elogiaba a otros de tercera categoría, con lo cual ponía por debajo de ellos a espíritus que en el fondo envidiaba? Pero volvamos a tus dudas. Me basta con leer uno de tus cuentos para saber que un día llegarás a ser importante. Pero ¿estás dispuesto a sufrir esos horrores? Me decís que estás perdido, vacilante, que no sabés que hacer, que yo tengo la obligación de decirte una palabra.

¡Una palabra! Tendría que callarme, lo que podrías interpretar como una atroz indiferencia, o tendría que hablarte durante días, o vivir con vos durante años, y a veces hablar y a veces callar o caminar juntos por ahí sin decirnos nada, como cuando se muere alguien que queremos mucho y cuando comprendemos que las palabras son irrisorias o torpemente ineficaces. Sólo el arte de los otros artistas te salva en esos momentos, te consuela, te ayuda. Sólo te es útil (¡qué espanto!) el padecimiento de los seres grandes que te han precedido en ese calvario.

Es entonces cuando además del talento o del genio necesitarás de otros atributos espirituales: el coraje para decir tu verdad, la tenacidad para seguir adelante, una curiosa mezcla de fe en lo que tenés que decir y de reiterado descreimiento en tus fuerzas, una combinación de modestia ante los gigantes y de arrogancia ante los imbéciles, una necesidad de afecto y una valentía para estar solo, para rehuir la tentación pero también el peligro de los grupitos, de las galerías de  espejos. En esos instantes te ayudará el recuerdo de los que escribieron solos: en un barco, como Melville; en una selva como Hemingway; en un pueblito, como Faulkner. Si estás dispuesto a sufrir, a desgarrarte a soportar la mezquindad y la malevolencia, la incomprensión y la estupidez, el resentimiento y la infinita soledad, entonces sí, querido B., estás preparado para dar tu testimonio. Pero, para colmo, nadie te podrá garantizar lo porvenir, porvenir en que cualquier caso es triste: si fracasás, porque el fracaso es siempre penoso y, en el artista, trágico; si triunfás, porque el triunfo es una especie de vulgaridad, una suma de malentendidos, un manoseo; convirtiéndote en esa asquerosidad que se llama un hombre público, y con derecho (¿con derecho?) un chico, como vos mismo eras al comienzo, te podrá escupir. Y también deberás aguantar esa injusticia, agachar el lomo y seguir produciendo tu obra, como quien levanta una estatua en un chiquero. Lee a Pavese: “Haberte vaciado por entero de vos mismo, porque no sólo has descargado lo que sabés de vos sino también lo que sospechás y suponés, así como tus estremecimientos, tus fantasmas, tu vida inconsciente. Y haberlo hecho con sostenida fatiga y tensión, con cautela y temblor, con descubrimientos y fracasos. Haberlo hecho de modo que toda la vida se concentrara en este punto, y advertir que es como si no lo acoge y da calor un signo humano, una palabra, una presencia. Y morir de frío, hablar en el desierto, estar solo día y noche como un muerto.”

Pero sí, oirás de pronto esa palabra —como ahora, donde esté Pavese oye la nuestra—, sentirás la anhelada presencia, el esperado signo de un ser que desde otra isla oye tus gritos, alguien que entenderá tus gestos, que será capaz de descifrar tu clave. Y entonces tendrás fuerzas para seguir adelante, por un momento no sentirás el gruñido de los cerdos. Aunque sea por un fugitivo instante, sentirás la eternidad.

No sé cuando, en qué momento de desilusión Brahms hizo sonar esas melancólicas trompas que oímos en el primer movimiento de su primera sinfonía. Quizá no tuvo fe en las respuestas, porque tardó trece años (¡trece años!) para volver sobre esa obra. Habría perdido la esperanza, habría sido escupido por alguien, habría oído risas a sus espaldas, habría creído advertir equívocas miradas. Pero aquel llamado de las trompas atravesó los tiempos y de pronto, vos o yo, abatidos por la pesadumbre, las oímos y comprendemos que, por deber hacia aquel desdichado tenemos que responder con algún signo que le indique que lo comprendimos.

Estoy mal, ahora. Mañana, o dentro de un tiempo seguiré.