domingo, 11 de diciembre de 2011

ROBERT WALSER

Extraña ciudad 
Érase una vez una ciudad. Sus habitantes eran simples muñecos. Pero hablaban y caminaban, tenían sensibilidad y movimiento y eran muy corteses. No se limitaban a decir «buenos días» o «buenas noches», sino que también lo deseaban, y de todo corazón. Tenía corazón aquella gente. Y eso que era gente de ciudad por los cuatro costados. Suavemente -y a regañadientes, como quien dice- se habían desprendido de su componente rústico y grosero. Su corte de ropa y su comportamiento eran de lo más refinado que un hombre de mundo o un sastre profesional hayan podido imaginar jamás. Nadie llevaba ropa vieja o raída ni excesivamente holgada. El buen gusto había impregnado a cada uno de los habitantes, no existía eso que llaman plebe, todos eran perfectamente iguales en cuanto a modales y educación, sin ser, no obstante, parecidos, lo que sin duda hubiera sido aburrido. En la calle sólo se veía, pues, gente bella y elegante, de noble y desenvuelto porte. La libertad era algo que sabían manipular, dirigir, frenar y conservar con sumo refinamiento. De ahí que nunca se produjeran transgresiones relacionadas con la moral pública. Y menos aún ofensas a las buenas costumbres. Las mujeres, sobre todo, eran estupendas. Su vestimenta era tan fascinante como práctica, tan hermosa como seductora, tan decorosa como atractiva. ¡La moralidad seducía! Por la noche, los jóvenes salían de paseo detrás de esa seducción, lentamente, como soñando, sin caer en movimientos presurosos ni ávidos. Las mujeres iban vestidas con una especie de pantalones, unos pantalones de encaje por lo general blancos o celestes que, por arriba, terminaban en un talle muy ceñido. Los zapatos eran altos y de color, del cuero más fino. ¡Era una delicia ver cómo los botines se ajustaban a los pies y luego a la pierna, y cómo ésta sentía que algo precioso la ceñía y los hombres sentían que la pierna lo sentía! Llevar pantalones ofrecía la ventaja de que las mujeres ponían su espíritu y lenguaje en su forma de andar, que, oculta bajo la falda, se siente menos juzgada y observada. Todo era, en general, un sentir único. Los negocios iban de maravilla, porque la gente era despierta, activa y honesta. Era honesta por educación y buen tipo. Complicarse unos a otros esa hermosa y fácil existencia no les hacía ninguna gracia. Dinero había suficiente y para todos, pues todos eran tan juiciosos que pensaban antes que nada en lo necesario, y todos facilitaban a todos el acceso al buen dinero. Domingos no había, como tampoco una religión por cuyos dogmas pudieran disputarse. Los lugares de esparcimiento eran las iglesias, en las que se reunían para meditar. El placer era para aquella gente una cosa sagrada, profunda. Que permanecían puros en el placer era algo evidente, pues todos tenían la necesidad de hacerlo. Poetas no había. Los poetas no hubieran podido decir nada nuevo ni edificante a gente así. También brillaban por su ausencia los artistas profesionales, pues la habilidad para cualquier tipo de arte se hallaba ampliamente difundida. Es bueno que los hombres no tengan necesidad de artistas para ser gente artísticamente despierta y talentosa. Y aquellos lo eran, porque habían aprendido a proteger y utilizar sus sentidos como algo precioso. No necesitaban buscar giros lingüísticos en los diccionarios porque ellos mismos poseían una sensibilidad fina, fluida, alerta y vibrante. Hablaban bien dondequiera que tuviesen la oportunidad de hacerlo; dominaban el idioma sin saber cómo habían llegado a hacerlo. Los hombres eran bellos. Su comportamiento correspondíase con su educación. Muchas eran las cosas que se deleitaban y ocupaban, pero todo guardaba relación con el amor por las mujeres guapas. Todo quedaba enmarcado en una relación delicada y ensoñadora. Se hablaba y pensaba con gran sensibilidad sobre cualquier cosa. Los asuntos financieros eran abordados con mayor tacto, nobleza y sencillez que hoy en día. No existían las denominadas cosas sublimes. Imaginarse alguna hubiera sido intolerable para aquella gente, sensible a la belleza del mundo existente. Todo cuanto ocurría, ocurría con intensidad. ¿Sí? ¿De veras? ¡Qué tonto soy! No, no hay nada cierto de aquella ciudad y aquella gente. No existen. Son pura y simple invención. ¡Muévete, muchacho!

Y el muchacho salió a pasear y se sentó en el banco de un parque. Era mediodía. El sol birllaba a través de los árboles y salpicaba manchas en el camino, en las caras de los paseantes, en los sombreros de las damas, sobre el césped: era un sol muy travieso. Los gorriones retozaban saltarines, y las niñeras empujaban sus cochecitos. Era como un sueño, como un simple juego, como un cuadro. El muchacho apoyó la cabeza en el codo y se integró en el cuadro. Poco después se levantó y se fue. Calro que esto es asunto suyo. Luego vino la lluvia y difuminó la imagen.

Robert Walser, Historias, 1914
(Vida de poeta, traducción de Juan José del Solar, Alfaguara Literaturas, 1989)

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