jueves, 1 de diciembre de 2011

MEMPO GIARDINELLI

Un manifiesto por la lectura

Para el autor de esta nota, el pésimo manejo de la política educativa y cultural del país hace que la misión de los intelectuales y de la creación literaria en la Argentina deba ser ante todo la reflexión ética y la resistencia.  

DESDE que se restableció la democracia en 1983,la literatura argentina ha evolucionado mucho y los argentinos de este fin de milenio están, en mi opinión, mucho más marcados por la literatura que lo que comúnmente se cree. Consecuentemente, el discurso literario ha cambiado muchísimo y se ha vinculado con todos los códigos sociales que expresan a los argentinos de este tiempo. No podía ser de otra manera: así lo imponen nuestra zarandeada vida cotidiana y el ritmo vertiginoso de la llamada posmodernidad.
Pero reflexionar sobre el discurso literario no implica solamente pensar qué literatura hacemos, sino qué significa hacer literatura en una sociedad todavía autoritaria y tan degradada social y culturalmente. La crisis que vivimos es colosal y desestabilizadora, pero lo abrumador de nuestro tiempo no es que estemos en crisis, porque en América Latina siempre hemos estado en crisis, por lo menos desde hace 505 años. Lo que es nuevo es el tamaño. Nunca el mundo ha vivido crisis como la actual, ni la Argentina democrática, situación parecida de injusticia, mala educación y violencia.
Éramos un país casi sin analfabetos; hoy ni siquiera hay cifras oficiales confiables, pero todos sabemos -sentimos- que el analfabetismo ha crecido dramáticamente entre nosotros. Y la educación pública argentina, de tradición integradora de inmigrantes y cultivadora de un sentimiento nacional progresista, ha sido desplazada por un economicismo suicida que nos ha convertido en una especie de narcocalifato en el que sólo importan los negocios y la impunidad.
Todo esto es decir lo menos. Cualquier argentino puede añadirle sal y pimienta, o edulcorar un poco la cosa, pero casi todos tenemos esta sensación: estamos culturalmente en retroceso y habría que hacer algo.
Por lo tanto, la primera acción para nosotros, trabajadores de la palabra, no puede ser otra que analizar la textualidad que producimos, revisar el papel de los intelectuales en la crisis, y a la vez imaginar estrategias de lectura que vayan más allá del dudoso y tan cuestionable canon consagrado por el academicismo y ciertas mafias literarias. Porque es un hecho que la lectura se desliza por una peligrosa pendiente: hace cuarenta años se calculaban 2,8 y hasta 3 libros por habitante/año; ahora bajamos a sólo 1,2 libros por habitante/año.
También por eso, frente al Congreso Nacional se levanta, desde hace meses, la llamada Carpa de la Dignidad, donde los maestros argentinos ayunan en defensa de la escuela pública y en reclamo de un fondo educativo permanente, y resisten también el constante atentado a la autonomía universitaria y el recorte de recursos para la investigación. El magisterio en la Argentina es hoy la reserva moral más grande que tiene el país, herederos del mandato de Sarmiento, padre fundador de la educación pública obligatoria, laica y gratuita.
El estado de nuestra educación y nuestra cultura es escandaloso. Más allá de las infinitas manifestaciones culturales y expresiones artísticas que hablan de la sostenida creatividad de los argentinos, la política educativa y cultural oficial no ha sabido revertir el atropello ni el oscurantismo de la dictadura. Los civiles no tuvieron conciencia -por ignorancia, corrupción o desidia- de que las semillas horribles de la dictadura iban a germinar algún día. Por eso la reconstrucción democrática, que lleva ya catorce años, se concentró en establecer nuevos modelos políticos y económicos, importantes y necesarios, sin duda, pero también insuficientes, porque descuidaron la cultura. Y el resultado es que las nuevas generaciones surgieron y surgen insufladas de politiquería y economicismo, pero tan incultas.
La literatura argentina, es obvio, acompaña el proceso colectivo. La literatura no está para hacer política, se sabe y se dice, y suena muy bien, pero la hace todo el tiempo. Y especialmente en sociedades adoloridas como la nuestra. Pero -primera gran paradoja- la crisis se expresa sólo en términos de mercado, porque la creación viene atravesando un período muy rico, yo diría un renacimiento. Por eso, cuando se habla de crisis literaria, en mi opinión se falta a la verdad: lo que está en crisis es el mercado, la industria editorial. Pero no nuestra literatura, que goza de muy buena salud.
En el fin del milenio hay tres características fundamentales que definen la literatura argentina en democracia. Una es la irrupción de la mujer en nuestra escritura, sin duda. Quiero decir las mujeres que escriben y lo que escriben las mujeres, cuya producción representa, hoy, más de la mitad de lo que se escribe y publica en la Argentina y tiene que ver, sin duda, conel hecho de que en la democracia hemos recuperado el uso de la palabra. La segunda es que en estos años nuestra narrativa se ha vuelto menos moralizante y menos sentenciosa, y se ha ido perdiendo aquel exotismo que fue común a generaciones anteriores. Y la tercera es la recuperación de la Memoria frente a la propuesta de Olvido, que es la marca más fuerte de la tragedia argentina desde 1810 y que determina la producción narrativa y poética de este fin de milenio.
Hoy sabemos que, aun con sus carencias e insatisfacciones, la democracia es el mejor ámbito para la creación artística, y que son precisamente las formas las que hacen a la esencia tanto de la vida democrática como de la creación estética. Es el cuidado de las formas lo que abre y ensancha espacios en la vida republicana, para que se expresen todos los discursos pero sobre todo para que ya no se mate a la gente, no haya censura y el disenso sea estímulo y no represión.
Claro que hay una pregunta sobrevolando: ¿qué obra produce el artista que es capaz de ignorar las miserias que definen el curso de la sociedad en que vive? Porque, digámoslo, no hay obra moral de autores inmorales, como no hay estética valiosa si proviene de la carencia de rigor creativo. No hay belleza en la ignorancia, y por eso la cultura popular debe tener un altísimo sentido estético para que su ética sea valiosa.
La democracia y la libertad de expresión, que alientan el proceso de pérdida del miedo y de recuperación del rol de los intelectuales, dan sentido a la producción intelectual. Si la tendencia contemporánea es el pragmatismo, y pragmatismo suele equivaler a olvidos éticos, nuestra mejor opción sigue siendo resistir con ideales y principios. Por eso en un país como la Argentina hacer cultura es resistir. Por eso no nos olvidamos de José Luis Cabezas ni dejamos de reclamar el esclarecimiento de los atentados contra la Embajada de Israel y la AMIA y el castigo de los que pusieron las bombas.
Los narradores y poetas argentinos sabemos todo esto y, más allá de las infinitas diferencias que a veces desatan apasionadas polémicas, por eso escribimos, y junto con críticos, periodistas e investigadores vamos tejiendo la trama múltiple y compleja del discurso literario argentino de este tiempo. Un tiempo en el que impera la llamada estética de la posmodernidad, que es una estética de vértigo y desencanto en la que la violencia es parte de un paisaje en general desalentador e insolidario.
Las novelas posmodernas prenuncian el apocalipsis y la destrucción, que parece ser el único destino final de la humanidad. Esa mirada nos ofrece un novedoso repertorio de paradojas y pesadillas: el vértigo y el cúmulo informativo que impiden pensar, la fascinación y el asco que nos produce el horror en nuestras narices, las novedosas formas de represión que son nuestro neonaturalismo, y la misma vocación censora de ayer, hoy con maneras más sutiles. Bien ha sentenciado el guatemalteco Augusto Monterroso: "En el mundo moderno los pobres son cada vez más pobres; los ricos, más inteligentes, y los policías, más numerosos".
Frente a esto puede parecer ridículo reivindicar el romanticismo, pero no quiero dejar de pensarlo como arma de resistencia. Sobre todo ahora que se escucha tanta queja, tanto despotricar contra el mercado y la pérdida de lectores, hace falta decir que también cansa y fastidia tanto desaliento. Porque somos muchos, muchísimos, los que no hemos perdido la esperanza ni bajado los brazos. No nos resignamos a dejar de soñar con un mundo mejor, no entregamos nuestro derecho a la utopía, incluso literaria.
En estos tiempos implacables, los así llamados "temas nacionales" parecen desdibujados, gastados por el costumbrismo, y han perdido vigencia y prestigio literarios al igual que la oralidad como impronta textual. Pero no ocurre eso con la historia, y mucho menos con la pasión por reconstruirla, que no deja de ser un acto del más puro romanticismo. La novela histórica, que está tan en boga en esta década final en toda nuestra América, y a la cual he contribuido, está dando pie a nuevas formas de romanticismo y es hora de reconocerlo así.
Aunque los argentinos, a fuerza de fracasos, parece que nos hemos vuelto indiferentes ante las emociones y nietzscheanamente escépticos y algo cínicos ante los cambios, creo que hay otro camino posible. Por lo menos mi generación ha asistido a la débacle del sueño de la revolución social latinoamericana y a la extinción de los bienes sociales del peronismo, y es cierto que no es la actual -la de 1997- la cultura de la democracia que queríamos hace catorce años, después de tantos y tan crueles años de autoritarismo. La otrora orgullosa cultura argentina, de la que se ufanaron dos o tres generaciones de intelectuales, desde Ingenieros y Lugones hasta Borges, por lo menos, y aún más acá, hoy está en emergencia como en toda la América Latina. No en retroceso, digo en emergencia, que es decir en plena batalla. Lejos de toda comodidad agraria, hoy está con los pies metidos hasta el fondo en el barro de su propio pasado, de su sexismo, su autoritarismo y sus mitos.
Cuando la realidad de una sociedad es sombría, es improbable que su literatura no lo sea. Y sin embargo, en el caso argentino es precisamente en la literatura donde cabe el optimismo. Al mío lo sustento en el simple hecho de que están vivos y escribiendo más de un centenar de narradores y poetas cuyas obras obligan a pensar que nuestro discurso literario es en cierto modo un lujo a contrapelo del mercado.
En esta Argentina enferma de humillaciones e inficionada de miedo, hipocresía, impunidad y eufemismos, la literatura no se detiene y sigue proponiendo una indeclinable batalla por la restauración de la ética y los valores que conlleva: honradez, trabajo, solidaridad, rectitud. Y es que imperiosa, urgentemente, no tenemos alternativa: la ética es, hoy en día y cara al tercer milenio, realmente lo único que nos queda y lo único que dignificará nuestra literatura. Y ése es el sentido mayor de nuestra resistencia.
1997

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