martes, 13 de diciembre de 2011

MARCELO CARUSO

La historia secreta de Pifio Gambardella
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Publicado con autorización del autor, a quien agradezco enormemente.
Tomado del libro "Un pez en la inmensa noche" Editorial Galerna 1989

Antonio Gambardella saludó a la última persona, sintió, con débil amargura, la mano vacía después del saludo, y decidió cerrar. Muerta, su madre estaba muerta, aunque ésa era una palabra absurda para definir lo que había sucedido en los dos últimos días: la ambulancia de PAMI en la puerta de su casa, ahí en Perdriel; esa gente de blanco entrando y saliendo; las mejillas de la madre inflándose, desinflándose; la dentadura postiza caída en el suelo. Gambardella habría preferido no ver las otras escenas, ni escuchar esa frase: "Por fin se le cortó el cordón, al hombre", que había dicho la urraca del chalet.
Necesitaba otro café. Cuando llegaba a la cocina escuchó el primer ruido. En realidad, no supo a qué atribuirlo, porque el ruido se produjo en el preciso instante en que su mano hacía chirriar la alacena, y Gambardella pensó que a lo mejor los chicos de al lado, que tal vez una pelota. Sin embargo, había sido el ruido de una puerta. Gambardella se sintió demasiado roto para verificar esas hipótesis; el resto de energía iba a ser utilizado en el titánico esfuerzo de revolver el Nescafé. "¿Y por qué los sueldan ahora?", pensó. Cuando enterraron a su padre -Gambardella sólo tenía cinco años-, la ceremonia había sido solemne. Para ser exactos, había sido ceremonia. Y además, el robusto ataúd de roble, cerrado en un silencio absoluto, recogido. "Así que ahora los sueldan. Con estaño"
La pava estaba silbando con insistencia. Gambardella la miró un rato, sin reaccionar, y cuando supo lo que tenía que hacer, la manija de la pava lo quemó.
-Siempre el mismo botarate- dijo una voz, atrás. Gambardella habría tardado más de un año en darse vuelta, si no hubiera reconocido esa voz.
Estaba ahí, encorvada y vieja como una semana antes, con las manos en la cintura. Y lo miraba.
-Si te vieras -dijo- Si te vieras la cara. Mirate, mirátela, bobón. ¿Qué habré hecho yo para merecer esta condena? No, no me lo digas. Yo sé lo que hice. Por supuesto, mocosa que era. Me casé con ese tarambana de tu padre, eso hice. Y el señor, después de largar su babita cada noche, durante siete años, no tuvo mejor idea que morirse y dejarme este regalito.
Gambardella dijo: -¡Mami!-, con los ojos empañados.
La mujer imitó su voz con notable exactitud: 
-¡Mami! ¡Mami! Hace cincuenta años que te escucho decir: ¡Mammiiiii!
Sin darse cuenta, Gambardella volcó el café. Vio a su madre mirando hacia abajo y recién entonces descubrió el charquito oscuro sobre las baldosas. Agachó la cabeza y esperó la andanada. Pero la mujer dijo, con un tono fatigado:
-Dale, nene. Agarrá el trapo rejilla. Me voy a lo de Cándida, que goy la operan de la vesícula.
Sin un segundo para que Gambardella comprendiera algo de todo aquello, la mujer cerró la puerta y desapareció.
Gambardella se quedó de pie, con el trapo rejilla en la mano. Había estado a punto de preguntarle a qué hora volvía. Y entonces se dijo: "Está muerta. Estoy solo", y se agachó para limpiar el piso.
Esa noche durmió mal. Había sido demasiado lo del velorio. Por más veces que se tapaba (le había quedado el temor de que, si dormía destapado, tendría pesadillas) no podía alejar de la memoria la cara de su madre, golpeada por la luz violeta de las lámáras matainsectos, con un trozo de algodón cubriéndole la boca. El médico de PAMI había dicho: "insuficiencia cardíaca" "Tricardia al cardiático", había dicho la urraca del chalet. Y después había dicho lo otro, lo de "se le cortó el cordón al hombre".
La mañana siguiente se le fue en trámites. Debió presentar el certificado de defunción en la cochería, el carnet de PAMI de su madre, el suyo (Gambardella se había jubilado de ordenanza municipal, por un problema de várices) y el certificado de casamiento. Si hubiera tenido dinero para comer afuera, no habría vuelto a casa. Pero de todos modos hacía mucho tiempo que apenas si almorzaba un gran tazón de leche con galletas partidas.
Cuando abrió la puerta de calle, casi no tuvo tiempo, ni firmeza, para cerrar. La vieja estaba ahí, sentada en su silla de mimbre. Había dejado caer el último tejido y se llevaba constantemente el pañuelito a los ojos.
.Claro -dijo-. Total, a quien puede importarle un viejo. Se va, no avisa, y una que en cualquier momento... -el llanto no la dejaba terminar-. Una no molesta. Una ni siquiera gasta nada. ¿Qué gasto? Yo me hago mis trapos, me arreglo una enagüita. ¿Comer? Si uno es un pajarito. Un caldo, una patita de pollo.
-Mamá -dijo Gambardella, confuso-. Tuve que salir.
La madre agitó una mano.
-No si yo no digo nada. Nada te digo. Pero como vi que tardabas, me empezó acá -la mujer se clavaba un puño en el pecho- unas palpitaciones, una opresión que...
Gambardella la observó angustiado.
-Vení viejita. Acostate. -dijo- ¿Querés que te haga un caldo?
La vieja sollozaba.
-Dejá, dejá -decía- Qué puede importar un viejo... A quién... Un perro... Un perro nomás...
Gambardella tuvo miedo. Un miedo filoso, que se le hundió en el estómago. Sin darse cuenta, había tocado la mano de su madre. Era una mano frágil, nudosa y llena de pecas. Y estaba caliente.
-No ve -dijo ella- Asco le da. Le da asco una que lo trajo al mundo.
-No viejita -tartamudeó Gambardella-, No... es que...
-No, no, si yo sé muy bien lo que pasa. Una estará vieja, estará debilucha, enferma, pero estúpida, lo que se dice estúpida, no es... -rechazó la ayuda un poco atolondrada de su hijo con aire de irreparable ofensa- Ponele un poquito de orégano, ¿querés?
Gambardella respiró algo más aliviado. Encendió la hornalla y preparó con dedicación casi fanática el caldo de verduras. Fue todo un logro que no se le volcara por el camino. Cuando llegó a la pieza, sólo encontró la cama vacía, desarreglada desde el momento en que los camilleros se la llevaron. Y la dentadura.
"Mamá", pensó, "me estoy volviendo loco, mamá".
Una hora más tarde los vecinos lo vieron en pijama, siguiendo lentamente la franja gris del cordón de la vereda. No reconocía las casas, ni los árboles, ni la gente. La urraca del chalet lo llevó de nuevo adentro, le preparó un guiso, le recetó medio Lexotanil y lo obligó a que le diera toda la ropa sucia, la suya solamente, y aquella que necesitaba zurcido o costura.
Gambardella la dejó hacer, amodorrado por el calmante. No dijo ni una palabra de lo que había visto. Se limitó a seleccionar las camisetas, las medias y un pantalón descocido. No le dio ningún calzoncillo.
-Lo que a usted le hace falta Antonio -le dijo la urraca-, es una esposa. Qué va a hacer acá solo, en esta casa llena de humedad.
Gambardella miró la mancha negruzca que brotaba de un caño, en la pared.
-A esta altura...-dijo.
La urraca no se daba por vencida. Gambardella se dio cuenta de que no recordaba el nombre (¿Eugenia? ¿Clarisa?) Lo de urraca había sido ocurrencia de su madre, porque decía que era ladrona, picuda y que tenía el traste parado.
-¿Y no tuvo una relación? -dijo la urraca- Digo, un conocimiento, alguna muchacha. De su casa, digo.
Gambardella se sintió muy cansado para hacer memoria. Dejó que el recuerdo brotara solo, neblinoso y diluido por el Lexotanil. Había existido una, tal vez. Cuánto hacía. Su madre, eso lo recordaba un poco más claro, había dicho "Mosca muerta", y había dicho también algo terrible. Qué había dicho.
-Porque, bueno, es una lástima... Un hombre joven, todavía...
"Cacerola", había dicho su madre. Gambardella lo recordaba. Recordaba la lista de nombres que, dijo, le habían revuelto el cucharón. "Cacerola".
La mujer volvió al ataque varias veces. Gambardella agradeció el renovado batallón de zoquetes, camisetas y pantalones arreglados. Sin embargo, la tristeza de los días siguientes fue en aumento. El no saber dónde estaba, ni para qué, durante ratos cada vez más largos, se hizo frecuente. Dejó el lexotanil, pero se entretuvo esa semana en una cola de jubilados, en la cola del banco, porque vencía el gas, y en un supermercado donde compró su leche, sus galletas sin sal y una cajita de caldos Knorr.
Su madre no aparecía. La casa estaba en silencio, pese a la tenacidad con que Gambardella esperaba. La urraca, que había adoptado el tono de quien disimula una secreta indignación, le pidió unos batones de su madre, para la abuelita de la casa del ligustro. Gambardella dejó que entraran y que vaciaran el ropero. Sin sorpresa, sólo constastando, vio que faltaba también una carpeta de hilo que su madre tenía sobre la cómoda. "La urraca", pensó. "La ladrona".
Una noche oyó ruidos en el patio. Se envolvió en un pulover y con el alma a destajo abrió la puerta que daba a la parra. El maullido aterrado de un gato lo derribó por completo. Pasó los días siguientes persiguiendo el crujido de los machimbres, el roce del viento en las celosías, algún cubierto mal acomodado, titntineando contra un plato. Pero nada. Es que su madre no lo quería, no lo había querido nunca. "Pifio", lo llamó por mucho tiempo. "Pifio Gambardella", porque decía que era fruto de un error. Porque su padre -el padre de Gambardella- la había engañado, prometiéndole vestidos, y un departamento en la Capital, con teléfono y mucama. Y después la había transformado en una viuda, con un hijo que nunca fue un verdadero sostén.
Gambardella resistió semanas. Siguió acechando los ruidos, siguió levantándose de noche. Soñó una y mil veces con el cuerpo amortajado, viejo, de su madre, abandonando la tumba, y con los empleados de la cochería soldando el cajón tantas veces como había salido.
Un domingo a la mañana, Gambardella escuchó cantar.
La voz provenía del baño. Se colaba por la banderola entreabierta y llegaba hasta la cama. Curiosamente se dijo que cantaba la vecina. No se levantó. Trató de asfixiar esa voz con la almohada sobre la cabeza- Diez minutos, veinte, y desapareció. Gambardella se levantó, entonces, y se hizo el desayuno. Cuando iba a sentarse en la cocina, la imagen lo paralizó.
-Qué hizo mi Cuchu. ¿Un cafecito? Am, Am.
Eso acababa de decirlo una mujer, una mujer como de treinta años, envuelta en un toallón, descalza, con el pelo negro chorreando aún sobre sus hombros.
La mujer se le acercó a los saltos, en puntas de pie. Le robó una galletita y le dio un diminuto beso en la nariz.
-Buen día, Cuchu -dijo- ¿Dormiste bien?
Gambardella no podía reaccionar. Se había quedado dentro de esos ojos, los ojos llameantes, por momentos casi verdes, de la mujer. Eran los ojos exigentes de su madre.
-¿Qué pasó anoche, salvaje? -le preguntó ella. Sonreía, su madre sonreía-. Pito parado. Torpedín.
Gambardella la vio danzar a su alrededor, quitarse fugazmente el toallón, mostrar con descaro los pechos y volver a taparse, con aire de Caperucita Roja.
-Quiero más, Cuchu -decía.
Gambardella miró su café. Dijo:
-Vení, desayuná.
No le quedó garganta para otra frase. Puso una taza más, sirvió café, leche, y se olvidó de su propio desayuno. La mujer era voraz, sensual hasta en los mordiscos, era habladora y vital y soberanamente hermosa. Era su madre. Hablaba hasta por los codos de Irigoyen, se interrumpía, lamentaba no recibir el diario para ver los alquileres de la Capital (tres habitaciones y teléfono, para cuando quedara embarazada) decía que los ingleses fueron, eran y seguirán siendo los mismos chanchos con galera y polainas, y que cuando le iban a aumentar el sueldo, ya que no le daban un ascenso.
Confuso, Gambardella dijo: "sí", dijo: "no", dijo "pronto" y evitó tocar detalles de su padre que no recordaba o que nunca había sabido. La mujer, su madre, se limpiaba los labios con una servilleta (unos labios carnosos, enormes, que brillaban con algunas gotas de jalea y Gambardella miraba anonadado), después decía:
-Hagamos fiaca, Cuchu. ¿Querés?
Gambardella la miró indeciso.
-Dale -siguió ella- Voy al baño a cepillarme el pelo. Cinco minutos, nada más. Si querés esperame en la camita. Tengo un terremoto para vos.
Gambardella la vio salir de la cocina. La escuchó cantar en el baño, a través de la banderola, mientras se cepillaba el pelo. Cantaba "La Farolera", con un tono perversamente ingenuo.
Qué hacer. Estaba atontado, triste, lleno de unas angustias que nunca había reconocido como entonces. Su padre no había sido tan feliz, después de todo. La mujer, la soberbia mujer que era su madre lo había querido, lo había llamado "Cuchu", lo había mimado y ardido con su cuerpo. El único infeliz, al fin de cuentas, era él, Antonio, o Pifio, Pifio gambardella. Esa era la verdad. Él, que ´rácticamente no había conocido a nadie, que nunca se había quemado en las caricias, como su padre, que siempre había sentido una especie de horror, de pánico irrefrenable, ante la idea turbadora de una mujer desnuda. Gambardella recordó a una muchacha. Recordó con angustiosa nitidez una sonrisa de muchacha, el nombre "alba" y la curva suave de su cadera, debajo de un vestido rosa. "Cacerola", había dicho su madre "Cacerola". Gambardella se odió durante un minuto eterno, el tiempo exacto que tardó en recuperar con toda su violencia un incidente muy viejo, el día más desesperado de su vida. Alba y su vestido rosa, ahí, en el comedorcito, acomodando unas flores que le había llevado a su madre, esas prímulas que su madre había dejado en la pileta del baño.
En el comedorcito no había té, ni masas, ni licor. Había una cacerola de aluminio gigante, tiznada por meses de guisos y polentas. Una cacerola con manijas rotas, en cuyo interior su madre había tirado infinidad de papelitos escritos con nombres y apellidos. "Enzo Rigone, dos veces". "Perini, en el zaguán". Méndez y Fanjul, doblete". "Schuster, el vidriero, por atrás" Y Alba, el rostro espantado de Alba mirando los papeles, diciendo: "Qué es esto, Antonio", mientras su madre los contemplaba satisfecha desde el corredor. "Decí algo, Antonio, hacé algo Antonio", decía Alba, decía ese vestido rosa, con una cara envuelta en lágrimas. Gambardella había dicho: "Mamá, por qué, mamá" y su madre sólo había agregado dos palabras, dos palabritas, como dos disparos secos: "Mosca muerta".
Alba dijo: "Antonio, yo me voy", y Gambardella había tratado de reparar lo irreparable. había tratado de que no se fuera, diciendo que se iba a acostumbrar, que ya la iba a querer. Alba se fuer para siempre, sin una mirada, sin detenerse más.
La taza mordió el borde de la mesa, titubeó un instante y después se estrelló con estrépito contra las baldosas. gambardella dejó de recordar y prestó atención a los sonidos. Ya no provenían del baño. venían de la habitación de su mamá.
Era ella, la mujer. Seguramente se había quitado el toallón y esperaba debajo de las sábanas, con esos grandes labios encarnados. Por un momento, los ojos de Gambardella se llenaron de luz.
Cruzó el pasillo. La puerta estaba cerrada. Del otro lado, seguía saliendo "La Farolera", pero en voz muy baja, como una caricia.
Gambardela abrió de golpe y entró.

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