miércoles, 7 de diciembre de 2011

BERNINI, EL GRAN AGITADOR

Por Zenda Liendivit
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Imaginemos una masa de fieles que confunde realidad con ficción. Una masa que deambula desconcertada frente a la velocidad de los cambios y al abismal panorama que, de golpe, se levanta frente a sus ojos, desacomodando sus cuerpos y sus certezas. Imaginemos una época que oscila entre la razón, la fe y los asuntos de brujería. Una época agitada por el movimiento y la provocación sensual. Límites confusos entre realidad y ficción, desacomodo de cuerpos, crisis de certezas, movimientos oscilatorios y sensualidad. No, no se trata de una radiografía del siglo XX. Sí, tal vez, de sus albores. La historia da cuenta de un hombre que, fiel a su tiempo, con frecuencia provocaba grandes agitaciones: Bernini, el genial escultor-arquitecto-pintor y dramaturgo romano del Siglo XVII.
Las obras de Bernini poseen el extraño don de involucrarnos. En su posición original (tal como la había proyectado el maestro), la escultura del David (ver foto) obligaba al espectador a ubicarse en el recorrido de la linea de fuego (o del hondazo). Y con Goliat, ausente de la escena, indefectiblemente a sus espaldas. En la actualidad, se halla sobre una plataforma de alrededor de un metro de altura, rompiendo esa continuidad espacial entre obra y receptor tan buscada en el arte barroco. Lamentablemente, quedamos a salvo del peligro.

El cuerpo de David está girado; la boca contraida y el ceño fruncido denotan el esfuerzo mental por la concentración extrema; la honda, al borde del disparo. Es el instante previo al conocido desenlace. Sin embargo, con el corazón acelerado y el aliento contenido, sorpresivamente nos descubrimos esperando. Mientras, nuestra vista se extravía en esa piel sedosa que se agita palpitante en músculos firmes; cada tramo de ese cuerpo perfecto, cada tendón, cada poro, cada brillo sudoroso nos provoca y seduce, convocando al propio Eros. Espera y deseo, entonces, ensamblados en un perfecto mecanismo que promete pero jamás cumple. Y es justamente esta puesta en escena del exceso de carnalidad la que nos trae de nuevo a la realidad: al fin y al cabo, estamos frente a un trozo de mármol. En ese extremo de salud, de vigor, de perfección, de vida, se vislumbra también su opuesto, la muerte, la falta de aliento. En las manos de Bernini la piedra se ve obligada a re escribir su historia, a despojarse de las pesadas capas sedimentadas de materia inerte para dar al fin con sus entrañas vitales.



Se puede decir que el mármol recorre el proceso inverso al que realizamos nosotros, los mortales de carne y hueso, que de materia viva nos encaminamos al polvo. 
Pero si a nosotros nos hace falta tiempo para recorrer ese mortal itinerario, ¿qué rige a estas criaturas que salieron de lo inerte y que por su situación límite nos señalan también el retorno? 
El tiempo del hombre es variado: están las horas indiferenciadas de relojes y calendarios, las horas muertas, las felices, las nefastas, los momentos gloriosos, el tiempo productivo, etc. El tiempo del David es el tiempo fugitivo, el instante infinitamente pequeño en el que las cosas están a punto de dejar de ser para volverse otras. El David vive un tiempo único e indivisible que inexorablemente lo lleva al borde de un umbral que jamás será atravesado. Vive la intensidad de un determinado instante en el que el antes y el después quedan en las penumbras. Habita el entretanto. Y en esa extrema fugacidad relampaguea la eternidad.

En su afán por reproducir la realidad, Bernini intenta bucear en todas las formas posibles de ella, todas las posiciones del hombre frente al mundo, frente a ese infinito que se le había puesto delante, y frente a él mismo. Su arte figurativo cruza los umbrales del mundo real y se interna en lo no real, en el misterio, en el enigma, en lo que se escapa. Bernini no conoce límites ni opuestos. En sus manos cobra vida el mármol así como se eterniza el instante fugitivo; el amor carnal proyecta el amor divino y la voluptuosa agonía (Santa Teresa o la Beata Ludovica Albertoni) promete la redención celestial. El cuerpo humano, deseante y deseado, se ubica en el corazón mismo de la escena religiosa católica -cuna de pecados, sitio históricamente negado, repudiado, mortificado, el cuerpo es desde Sócrates el bajo fondo de un mundo superior-. Y si erotiza los asuntos religiosos también los coloca en un plano ambiguo. Bernini sabe que las cosas tienden al anquilosamiento, a la sedimentación. Sabe también que la única forma de conjurar ese peligro es a través del movimiento. Cuando lleva el proceso de persuasión católica a sus límites (erotismo y ficción se enfrentaban seriamente a ciento sesenta años de castidad y dogma), salta al vacío para desde allí crear su propia obra. Pero este salto no es aquel salto condenado de su admirado Miguel Angel; no es un salto frente a la imposibilidad de llegar a una idea suprema. Bernini cae a un vacio sin fondo ni fin. Es un movimiento puro, primordial, que le garantiza la multiplicidad de recorridos. En la fusión de arte y vida; dolor y placer; carnalidad y espiritualidad; eternidad y fugacidad, sus obras se abren a aquello que, en la realidad, resulta inasible.

Inasible es el instante fugitivo, inasible es el momento del cambio, innombrable es el cuerpo que habla del polvo rebosando salud. Desde ese espacio imposible de ver, de pensar, de nombrar, instaura una zona de indecisión cuya resolución en un Dios único y último es, por lo menos, precaria. En la mayoría de sus obras, este elemento es absorbido por el mismo movimiento de fuga que realizan los otros: la luz misteriosa y redentora que insinúa lo absoluto se mueve en la ambigüedad del claro oscuro. Y algo nos murmura que allí tampoco está todo dicho.
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Zenda Liendivit es arquitecta y escritora. Ha publicado: "Contratiempo o los vaivenes de la pasión" (Relatos-Ed.El Faro,1997); "Zona de paso" (Novela-Ed.Simurg, 2000); "El Umbral" (relato de Ciencia Ficción-Fundación El Libro,1996)

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