martes, 20 de diciembre de 2011

DE MI AUTORÍA

Los rostros del Tren del Oeste
Primer Capítulo
.
Todos los días.
Durante todo el día. Trenes atestados
En la estación Once ascender o descender, es lucha cuerpo a cuerpo. Por suerte, entre paréntesis, una lucha sin heridos ni lastimados. Pero qué lucha.
Cuando el tren va llegando a la estación que es la terminal o el inicio del recorrido (Once-Moreno, Moreno-Once) uno advierte en el aire cómo se van tensando los cuerpos de los que esperan sobre el andén, se siente una energía que preanuncia la acción, el inicio de la disputa. Ingresa aminorando la marcha, hasta que lentamente llega al límite indicado para su detención; todos quienes no coinciden en el lugar preciso donde se abrirán las puertas, comienzan a desplazarse apretujadamente hacia la que está más cercana y van desalojando a quienes ya tenían por seguro el acceso directo hacia el primer asiento vacío. Pero como la formación llega colmada de pasajeros, los de adentro, pretenden bajar. Empujan desesperados, porque los de afuera, hacen exactamente lo mismo y por un momento, entre empellones de ambos lados, esa multitud de empujadores parece detenida, estática, porque las fuerzas se corresponden, hasta que alguien afloja por un infinitesimal segundo y en ese momento, el desborde. Se ingresa y se sale del vagón al mismo tiempo, entre forcejeos, gritos, insultos, manotazos, ayes y tropezones. Pero para los que suben, aún falta otra batalla: la de “ganar El Asiento”. Una vez conseguido éste, acomodarse -para los que tienen un largo recorrido-, cerrar los ojos y comenzar un sueño que, para quienes van hasta la estación Moreno (final del sistema electrificado) dura algo más de una hora.
Cuando consigo sentarme, cuando obtengo la victoria en los empujones, es que me atrapa el hecho de la observación. En batallas no favorables he perdido un teléfono celular, tres pares de anteojos, dos lapiceras, dos botones de una camisa, un gorro de lana. En el viaje sin asiento, lo único que puedo hacer es ir acomodando el cuerpo de la mejor manera posible como para que durante esa hora (voy hasta la estación Moreno) las piernas sostengan la vertical, a la vez que tratando de encontrar una posición en la cual la bolsa que lleva quien está junto a mí, mejor dicho pegado a mí no moleste tanto, pero, el otro pegado que está atrás, lleva una mochila y, como la porta sobre su pecho, mi espalda tiende a encorvarse para mitigar la presión, mientras que la señorita que está del otro lado, incrustada también, me mira como diciendo que no se me ocurra moverme o para mejor decirlo, girar mi cuerpo como para quedar ambos enfrentados, porque… bueno… se puede comprender fácilmente cual será la consecuencia de ese enfrentamiento corporal. Pero, tiene detrás un varón que medio se hace el dormido, tratando de disfrutar de la zona trasera del cuerpo de la joven; entonces, yo, buen tipo, haciendo un esfuerzo sobrehumano, muevo mi cuerpo, hago espacio y le digo: -ponete aquí. Ella responde con un gracias resignado, cabizbajo, agobiado, cansado, porque sabe que mañana, la historia volverá a repetirse: la historia del tipo ubicado detrás de ella, que cuenta con el aporte de los otros pasajeros, ya que no hay uno, que disfrute de un milímetro de espacio como para viajar en comodidad y el movimiento del vagón sobre las vías, el bamboleo, coadyuva para el que está detrás de la señorita.
Todavía faltan las próximas estaciones en las cuales intentarán subir, empujando, presionando, con el consecuente griterío de los que están dentro: -¡no cabe más gente!, -¡no empujen! – ¡Che, no somos animales! Grita alguno en la mitad del coche, a lo que se acoplan otros ya con insultos, mientras que el guarda consigue cerrar las puertas y la formación parte hacia la próxima descomunal lucha que se dará en la estación siguiente.

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