Para Ferdydurke de Witold Gombrowicz
Creo que fue en 1939 cuando por
primera vez leí algo de Gombrowicz. Yo vivía aún en La Plata , donde habíamos
inventado con mi amigo el astrónomo Miguel Itsigzohn un tipo de humor paranoico
que denominamos margotinismo. Con los
años aprendí que tales invenciones en rigor son siempre descubrimientos, y que
aquella reacción un poco demencial contra un universo deshumanizado era casi
inevitable. Fue por entonces cuando me llegó la revista Papeles de Buenos Aires,
que dirigía Adolfo de Obieta. Con estupor leí el cuento titulado Filifor forrado de niño, de un desconocido de
nombre polaco: Witold Gombrowicz. Corrí a buscar a Miguel, con la revista en la
mano. Nos pareció de pronto milagroso que algo tan aparentemente descabellado
como el margotinismo (y, por lo tanto, producto de la pura casualidad) pudiera
surgir en otro remoto lugar de la tierra, con características tan similares.
No recuerdo ahora cómo nos
encontramos, más tarde, con el propio autor de aquel relato. Era un individuo
flaco, muy nervioso, que chupaba ávidamente su cigarrillo, que desdeñosamente
emitía juicios arrogantes e inesperados. Parecía helado y cerebral. Era difícil
adivinar debajo de esa coraza el cálido fondo humano que latía
en aquel exilado vagamente conde, pero auténticamente aristócrata.
Supe entonces que Filifor formaba parte de una novela
llamada Ferdydurke, que ardía por leer.
Pero su autor no estaba en condiciones de hacerla traducir ni editar. Pobre,
desanimado, trabajando en una oficina bancaria, caminando por las calles del
Bajo, jugando partidas de ajedrez en cafés llenos de humo, nadie o casi nadie
adivinaba en aquel sujeto a un formidable artista; más bien la gente se
inclinaba a considerarlo como a un mistificador o a un mitómano. Hasta que una
mujer (significativa paradoja para aquel irónico enemigo del género femenino),
Cecilia Debenedetti, decidió e hizo posible la edición castellana del libro,
que empezó a ser traducido por un grupo de creyentes. Cuando en 1947 apareció con
el sello de Argos, el escritor cubano Virgilio Piñera, que por aquel tiempo
vivía en Buenos Aires, escribió en la solapa: “Resulta difícil prever la suerte
de este mensaje, sobre todo cuando no nos llega de París. Creo, sin embargo, que con estas breves
líneas no hago otra
cosa que disparar
el primer tiro
en la batalla que tarde o temprano van a librar los
ferdydurkistas de Hispanoamérica.” Hoy, cuando
W. G. tiene fama mundial, es justicia rendir homenaje a
aquel pequeño grupo de fervorosos que aquí advirtieron y saludaron su talento.
Las palabras de Piñera fueron
lamentablemente proféticas. Es muy improbable que en la Argentina la gente se
atreva a considerar genial a un escritor que no venga patentado desde París.
Por otra parte, es cierto que la
obra no era de fácil acceso, sobre todo en 1946. Especie de grotesco sueño de
un clown, con páginas de irresistible comicidad, con una fuerza de pronto
rabelesiana, el reinado al parecer del
puro absurdo, ¿cómo adivinar que en el fondo era algo así como una payasada
metafísica, en que delirantemente estaban en juego los más graves dilemas de la
existencia del hombre?
El autor previó y temió la
incomprensión. Por lo cual juzgó conveniente un prólogo en que intentaba
explicar al lector las ideas básicas de su visión del mundo. No creo, sin
embargo, que el prólogo ayudara mucho. Pues si es verdad que debajo de la obra
de un gran escritor hay siempr una Weltanschauung, no siempre esa concepción del
universo puede expresarse en ideas claras y distintas; o, en todo caso, la
natural forma de expresarla es, en el poeta, su mágica creación, lo que es algo
menos pero también algo más que una filosofía, algo menos y algo más que un conjunto de conceptos: es
una visión total de la realidad, en parte conceptual y en parte intuitiva,
parcialmente intelectual y en sumo grado emocional y mágica. Motivo por el
cual, aunque los críticos puedan ofrecernos una interpretación de las ideas de
Kafka, la sola lectura de un cuento suyo nos da una vivencia de su mundo (incluso
de su mundo ideológico) que ninguna exposición conceptual es capaz de
revelarnos, por extensa e inteligente que sea.
Y es precisamente esta causa la
que diferencia a este escritor existencialista (que escribía su obra en 1936,
cuando no tenia la menor noticia de esa doctrina) de un filósofo como
Heidegger. Pues éste, en tanto que pensador, no puede sino operar con razones,
siendo a la postre una especie de racionalista, inevitablemente; lo que
equivale a decir que en definitiva resulta, paradójicamente, un tipo de
antiexistencialista. Mientras que un escritor como W. G. simplemente es existencialista, por su sola presencia
integral, por su manera de ver y sentir la realidad.
No se trata, pues, de incapacidad
para las ideas: su Journal demuestra la extraordinaria inteligencia y la
cantidad de ideas de este poeta. Se trata de la radical incapacidad del ensayo
para reemplazar a la ficción y a la poesía, manifestaciones del espíritu que no
pueden ser reducidas a los términos del pensamiento puro.
En estas condiciones, sería
inconsecuente con la propia tesis que acabo de exponer todo intento de
reemplazar la lectura de Ferdydurke con una serie de explicaciones. Pero, y del
mismo modo que, aun sin poder sustituir la visión personal de París con palabras
ajenas, se le puede decir al viajero que se fije con cuidado en tal o cual
monumento o calle o mercado o rincón del Sena (perturbado y un poco atontado
como está el recién venido por el tumulto, la novedad y la contingencia), se le
puede advertir al lector de este libro de choque que trate de ver, en esta
novela en apariencia tan descabellada, las ideas básicas que son las típicas
del existencialismo: la angustia, la nada, la libertad, la autenticidad, el
absurdo. Y, sobre todo, o debajo de todo, el problema típico de Gombrowicz, la
categoría que es esencial en su
concepción del mundo:
la Inmadurez ; categoría íntimamente vinculada a otra que
le es obsesiva: la de la Forma.
Pues para Gombrowicz el combate
capital del hombre se libra entre dos tendencias fundamentales: la que busca la Forma y la que la rechaza.
La realidad no se deja encerrar totalmente
en la Forma , el
hombre es de
tal modo caótico que necesita continuamente definirse
en una forma, pero esa forma es siempre excedida por su caos. No hay pensamiento
ni forma que pueda abarcar la existencia entera (y de ahí, como yo decía antes,
la imposibilidad de sustituir la expresión poética o mágica de la existencia
mediante el puro pensamiento abstracto). Y esta lucha entre esas dos tendencias
opuestas no se realiza en un hombre solitario sino entre los hombres, pues el
hombre vive en comunidad, y vivir es con-vivir; siendo las formas que adopta la
consecuencia de esa ineluctable convivencia. (De paso, y como me hace notar mi
mujer, esa tenaz y cálida necesidad que Gombrowicz siente por la comunicación
lo aleja del existencialismo negativo de un Sartre, para ace carlo, curiosa e
inesperadamente, al pensamiento de un escritor como Saint-Exupéry.)
No creo demasiado arbitrario
aducir que ese combate es el que eternamente se ha librado entre el espíritu
dionisiaco y el espíritu apolíneo, siendo la existencia del ser humano un como
equilibrio (inestable) entre ambos, en virtud de esa ley psicológica, ya entrevista por Heráclito, de la enantiodromia, reguladora de los contrastes. Tampoco creo
arriesgado suponer que lo que Gombrowicz llama la Inmadurez no es otra
cosa que el espíritu dionisiaco, la potencia oscura, que desde abajo, como
fuerza inferior (en el sentido psíquico y hasta teológico del vocablo, no en el
sentido ético) presiona y a menudo rompe la máscara, es decir la persona, la
Forma que la convivencia y la sociedad nos obliga a adoptar
(una y otra vez, porque nos es imposible sobrevivir sino mediante máscaras o
formas). Y as como la Inmadurez es la vida (y
por lo tanto la adolescencia, el circo, el absurdo, el romanticismo, la
desmesura y lo barroco), la
Forma es la
Madurez , pero también la fosilización, la retórica y en
definitiva la muerte; una muerte (curiosa dialéctica de la existencia) que nos
es imprescindible para vivir y entendernos. Hasta el punto que el mismo
dionisiaco Gombrowicz debe acceder a ello, intentando finalmente expresar su
caos y su ambigüedad mediante una obra de
arte; que, como
toda obra de
arte, en última
instancia es un orden, una Forma. Forma que al mismo tiempo que expresa a Gombrowicz, como a todo artista, también lo traiciona e intenta
agotarlo; motivo por el cual el poeta o novelista necesita lanzarse a la
creación de otra obra, y luego de otra y así
ad infinitum; resultando de ese modo que el creador es superior a su
obra misma, al menos hasta el momento de su muerte física.
Esta angustiosa lucha entre
extremos opuestos, esta esencial antagonía del espíritu humano, se trasluce
en Ferdydurke. Y el lec or percibirá
cómo encaja en este cuadro una escena al parecer tan descabellada como la
frenéticamente cómica parte en que el Flaco pugna por explicar a sus alumnos la grandeza del poeta
Slawoski, tratando de arrancarles la admiración oficial que hay en las
historias del arte y en los museos por los caparazones fosilizados. De ahí
también el temor al Envejecimiento de
este creador a la vez viejo de mil años y conmovedoramente infantil (como todo
creador, ya que la magia es atributo de la infancia y de la Inmadurez ). De ahí el combate
que en todas sus obras lleva contra las falsificaciones de la cultura libresca,
contra la deshumanización del hombre contemporáneo, contra el esteticismo
estéril del Profesor y la Academia ; y no, es bueno
advertirlo, como un mero problema estético sino como problema existencial y
metafísico.
Hay, en fin, un aspecto en las
ideas de Gombrowicz que lo hace particularmente útil para nosotros los
argentinos. No hay casualidades en el reino del espíritu, ni tampoco causalidades.
En buena medida el hombre es libre para construir su destino, y no creo que por
puro azar este polaco haya permanecido veinticuatro años entre nosotros; ya que
si pudiera admitirse como acto gratuito
y contingente que Gombrowicz se embarcara en el viaje inaugural de un
transatlántico polaco hacia Buenos Aires, invitado a visitar esta región del
mundo, y si el hecho luego de producirse la guerra mundial no es, claro, un
hecho que la voluntad de Gombrowicz pudiera haber evitado, en cambio su permanencia aquí
es si un
acto que en
buena medida es
productode su voluntad.
Es que nuestro país, como
Polonia, forma parte de lo que en su lenguaje podríamos llamar Territorio de la Inmadurez. Y esto lo
vinculo a una vieja teoría que tengo sobre lo que llamo la periferia del Renacimiento.
Países como Polonia, Rusia, Noruega, Dinamarca, Suecia y España no sufrieron de
modo estricto el proceso renacentista, fenómeno burgués, caracterizado por el maquinismo
y la razón que tuvo su epicentro en Italia y Francia. Aquellos países
mantuvieron rasgos semifeudales casi hasta este siglo, no debiendo extrañarnos
que un personaje como el Quijote pocas veces haya sido
bien interpretado en
Francia, siendo en
cambio entrañablemente sentido en Rusia. En ambos extremos de Europa, la
desmesura y la sinrazón eran los restos de una mentalidad preburguesa. Y el
parentesco se acentuó en la vieja Argentina de las grandes llanuras pastoriles;
hasta el punto de que una novela como
Ana Karenina, con sus criadores
de toros de raza y sus gobernantas francesas, con sus estancieros y burócratas,
podía entenderse cabalmente aquí. Y si al célebre personaje de Gontcharoff se
le colocara un mate
en la mano
en lugar de
su eterno vaso
de té ¿quién dudaría en encontrarle
casi todas las características de un argentino viejo? La desorganización, un
sentido del tiempo medieval, no cuantificado por el interés, la vida patriarcal
de las antiguas familias, una educación afrancesada, el desdén y al propio
tiempo la arrogancia por lo nacional;
todo ello explica por qué un estudiante argentino entendía mejor las Memorias desde el Subterráneo (por lo menos hasta la segunda guerra
mundial) que un profesor de la
Sorbona , al que los personajes de Dostoievsky le resultaban nouveaux
riches de la conscience, individuos poco menos que demenciales, incapaces de
apreciar las ideas claras y distintas, tan disparatados como para afirmar
(contra todas las tradiciones de cartesianos y ahorristas franceses) que dos
más dos puede ser igual a cinco. Lo curioso, pero psicológicamente explicable,
es que aquellos bárbaros moscovitas, como nuestros bárbaros aborígenes,
admiraban la refinada cultura occidental, sus toros escoceses, sus novelas
(¡Dostoievsky aspiraba a escribir como George Sand!), la filosofía alemana, los
establecimientos de Baden-Baden y sus
casinos.
Y así, por los mismos motivos que
nosotros, se hicieron “europeistas”, rasgo tan típicamente eslavo o ríoplatense
como el vodka o el mate; al revés de lo que aquí sostienen algunos
superficiales pensadores, que lo consideran un rasgo de enajenamiento. Los
europeos no son europeistas: son simplemente europeos. Leyendo
ese Journal que debería traducirse cuanto antes, observo
que mi teoría es correcta y que vale para la
intelliguentsia polaca las mismas
reflexiones que podemos hacer para la argentina. Allá como aquí es palpitante
el problema de la inmadurez intelectual; allá como aquí se prefiere lamentarse
de la situación inferior con respecto a Europa, en lugar de aceptarlo como un fecundo y poderoso punto de partida de
algo original. Nosotros, como ellos, tenemos las ventajas de los países
“bárbaros”, por haber resguardado una vitalidad y un candor que la civilización
renacentista no alcanzó a desecar. Es un hecho significativo que la formidable reacción existencial
contra esa civilización se levantara precisamente en esa periferia bárbara, y
bastarían los nombres de Dostoievsky, Kierkegaard, Nietzsche y Unamuno para
probarlo. Polacos y argentinos estamos, sin embargo, llegando a valorar en
medio de la gran crisis de nuestro tiempo (y se ve también por esto
cómo “crisis” significa “enjuiciamiento”) lo que cabalmente somos y lo que podemos
representar en el mundo, superando al mismo tiempo dos actitudes simultáneas e
igualmente equivocadas: nuestro sentimiento de inferioridad y nuestra loca arrogancia con relación a
Europa. Con toda la razón, Gombrowicz les dice a sus compatriotas en su Diario
que no traten de rivalizar con Occidente y sus formas, sino que traten de tomar
conciencia de la fuerza que implica su propia y no acabada forma, su propia y
no acabada inmadurez; con todo lo que ello supone de fresca y franca libertad
en un mundo de formas fosilizadas. En suma, recomienda y practica él mismo la
barbarie dionisiaca, haciendo de su juventud e inmadurez una potencia
renovadora. Buena lección para nosotros.
ERNESTO SÁBATO
Santos Lugares, julio de 1964.
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