Por Guillermo Rodríguez Rivera
Conocí a Nicanor Parra durante la primera visita que hizo a La Habana. Fue en 1965, y el poeta chileno venía como jurado del Premio Casa. Fue un año memorable, porque en ese jurado estaban también el mexicano Jaime Sabines, el argentino César Fernández Moreno y el beatnik Allen Gingsberg.
Yo iba a cumplir 22 años, y estudiaba en la Escuela de Letras y de Arte de la Universidad de la Habana. Como escribía poesía y siempre me ha rondado el bicho de la teoría, ponía especial interés en las clases de poesía hispanoamericana del siglo XX que impartía un Roberto Fernández Retamar de copiosa cabellera que era un protagonista de la misma poesía que enseñaba. Roberto no ilustraba solo el trabajo de cada poeta, sino que trataba de encontrar lo que cabría llamar “su significado en la trama global de la poesía de la lengua.
Todavía no dirigía la revista Casa, aunque muchos lo den por fundador de ella. En las informadísimas clases de Roberto escuché, por primera vez, el nombre de Nicanor Parra y conocí algunos poemas suyos. El suyo no parecía el nombre de un poeta.
Chile es el país de loa poetas seudonominados. Gabriela Mistral se llama en verdad Lucila Godoy Alcayaga; Pablo Neruda fue inscrito como Ricardo Eliécer Neftalí Reyes, y es fama que se cambió de nombre porque el padre atribuía a los versos que escribía, las malas notas que el muchacho tenía en matemáticas; Vicente Huidobro apenas tuvo que retirar el muy común García que llevaba delante del mucho más exclusivo apellido materno.
A Parra le sugirieron que trocara el vulgar Nicanor en el prestigioso Rubén, que aprovechaba la fama de Darío. Eran los finales de la década de los treinta, y Parra acababa de publicar un poemario que tituló Cancionero sin nombre. Eran los años en que Pablo Neruda editaba los tremendos volúmenes que conforman Residencia en la tierra.
La obsesión de Parra era encontrar una expresión válida, alternativa a la de Neruda. Desde este primer poemario, muy apegado a García Lorca, hasta el segundo, transcurrirán dieciséis años: En 1954 se editará en Santiago de Chile su libro Poemas y antipoemas.
El libro reunía un grupo de textos ―los poemas― que cabría ubicar dentro del estilo memorioso de algunos poetas de su generación ―que es la misma de los poetas cubanos de la revista Orígenes y del mexicano Octavio Paz―, y los antipoemas que el crítico argentino Enrique Anderson Imbert definió como “poemas normales que se ponen de cabeza al tomarse unas copas de surrealismo”.
Anderson Imbert salió rápidamente del compromiso, pero el chileno Pedro Lastra hizo más por su paisano. A partir de esos textos de Parra, definió una tendencia que llamó “antipoesía”, y Fernando Alegría indagó aún más en ella.
Los poetas (y los críticos) navegan siempre buscando una originalidad a ultranza. Yo creo que hacia fines de la década del cuarenta e inicios de la del cincuenta del pasado siglo, hay una reacción en la poesía en lengua española contra la que cabría llamar una poesíaesencialista, la poesía de autores como José Lezama Lima, Octavio Paz, Alberto Girri o Vicente Gerbasi. Se trata de una poesía que hace énfasis en el habla, ese fundamental aspecto del lenguaje definido por el fundador de la lingüística moderna, el suizo Ferdinand de Saussure. No era la primera vez que ocurría: los postrománticos y postmodernistas habían acudido al habla para combatir la retórica dominante en sus momentos. Aparecen diversas tendencias por esos mismos tiempos en que surge la antipoesía.
El nicaragüense Ernesto Cardenal define su poesía como exteriorista; el cubano Roberto Fernández Retamar escribe sobre la poesía conversacional; el argentino César Fernández Moreno define toda esta poesía como de la experiencia, y el crítico español José María Castellet habla simplemente de poesía realista.
A quien quisiera conocer bien ampliado mi punto de vista, lo remito a mi ensayo “El cambio en la poesía en lengua española desde 1940”. (1)
Nicanor Parra es uno de esos poetas que contribuye a esa esencial transformación de la poesía de la lengua.
Su poesía (la escrita a partir de Poemas y antipoemas), descolocaba a quienes estaban habituados a la poesía tradicional.
Este poema se llama “Último brindis”:
Lo queramos o no
solo tenemos tres alternativas:
el ayer, el presente y el mañana.
Y ni siquiera tres
porque como dice el filósofo
el ayer es ayer
nos pertenece solo en el recuerdo:
a la rosa que ya se deshojó
no se le puede sacar otro pétalo.
Las cartas por jugar
son solamente dos:
el presente y el día de mañana.
Y ni siquiera dos
porque es un hecho bien establecido
que el presente no existe
sino en la medida en que se hace pasado
y ya pasó…
como la juventud.
En resumidas cuentas
solo nos va quedando el mañana:
yo levanto mi copa
por ese día que no llega nunca
pero que es lo único
de lo que realmente disponemos.
Yo dialogué mucho con Parra durante su estancia cubana de ese año, y de ese diálogo surgió la idea de una antología de su poesía, que Casa de las Américas publicó en 1969, y que yo prologué.
Se ha hablado del escepticismo de la poesía de Nicanor Parra, y es cierto en parte. Pero a veces se quiso atribuir el escepticismo a la expresión misma, y ello no es así. De alguna manera, Parra contribuye a nutrir la voz de algunos de los más jóvenes ―y de los más revolucionarios― poetas posteriores, como es el caso del salvadoreño Roque Dalton.
En verdad, el poeta Nicanor Parra contribuyó a alimentar la expresión poética del continente y de la lengua. Anda cumpliendo, este año, el hermano de Violeta Parra, nada menos que sus 97. Sea pues bienvenido su premio Cervantes.
Nota
(1) “El cambio en la poesía en lengua española desde 1940”, en De literatura, de música, Ediciones Unión, La Habana, 2010, p. 141 y ss.
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