sábado, 17 de diciembre de 2011

ANTONIN ARTAUD

Carta acerca de Lautreamont

Sí, tengo algunas confidencias que hacerle respecto del impensable conde de Lautreamont, de sus cartas tan extravagantes como coercitivas, todos esos lóbregos ucases conminatorios, férreos, que con tanta elegancia y llenos de cumplidos enviaba incluso a su padre, a su banquero, a su editor o a sus amigos. Extravagantes, por cierto que sus cartas lo son, con esa extravagancia estridente de un hombre que anda con su lirismo como con una llaga vindicadora, impúdica, en su costado izquierdo, o en el derecho.
No puedo escribir una simple carta común sin que se sienta la trepidación epileptoide del Verbo, que, trátese de lo que pueda tratarse, no quiere que se lo utilice sin un estremecimiento.
Y la Poesía, limosna de lo infinitamente pequeño, es la reclusa de ese verbo de lo que en cada carta hace Lautreamont un cañón de marina a fin de repeler el principio de la carne.
Una carta, no de dos francos, sino de dos veces el intangible precio de la poesía de Baudelaire sumada a la de Lautreamont, le anuncia a un editor el pago, no en sellos postales, sino en sellos -dice- del correo del suplemento a los poemas de Baudelaire. Y si el lector no siente ese del -que descarna merced al vacío insistente de un subrepticio humor las firmes viñetas de los sellos en nombre de cuyas especies habrá de pagarse el precio del libro, y las descarna por la astilla, esquirla del ser de una misma idea-, ese del puesto como la nota más baja de la escala, como el punto de un órgano negro bajo el pedal de un enorme pie, es porque el lector no es más que el retensivo lacayo de una puta y la materia encarnada de un puerco.
Algo como el tótem abismal de la empedernida bestialidad entronizada (y la idea de la belleza ha sido asentada, como dice Arthur Rimbaud). La bestia que quiere guardar entre sus impuros muslos los treinta dineros a cuenta del poeta, no por sus poemas todavía no hechos y por hacer, sino por ese encarnado bolsillo sangrante que durante la noche palpita sin tregua y que el domingo sale de paseo como todo burgués por las bacanales, ese bolsillo de explosivos influjos que en el pecho de un gran poeta no late igual que en otra parte, pues justamente ahí abreva todo burgués, contra ese corazón que estricta y obstinadamente, celosa y agresivamente, siempre endureció su actitud y osificó su incoercible salvaguardia, porque el burgués hipócrita y despectivo, acaramelado, drogado, muñeco de la certeza despreciativa, no es en realidad más que una antigüedad merodeadora y este simio, este viejo simio del Ramayana, antiguo escamoteador por debajo de toda pulsación de poesía perentoria, en instancia de chirrido. "Pero eso no se hace, no, no se hace", le dice el conde de Lautreamont. No lo oímos con estos oídos (y el oído es una caverna de ano en la que todo burgués bien harto y acorazado de antistrofa escamotea la poesía). Deja. Vuelve a entrar en la norma.
Tu corazón late de horror, pero eso no se ve. Y también yo, también yo tengo un corazón de carne siempre necesitado de ti. ¿Cómo? No te interesa.
Pero Lautreamont no se deja detener. "Déjeme -dice a su editor- déjeme ahora recomenzar desde un poco más alto". El poco más alto de la muerte, sin duda, que un turbio, sospechoso día se lo llevó, pues nunca se ha considerado con suficiente atención -insisto en ello. el remordimiento, la muerte tan evasivamente chata del impensable conde de Lautreamont.
Demasiado anodinamente chata fue su muerte para que no se sientan ganas de mirar más de cerca el misterio de su vida, porque, en fin de cuentas, ¿de qué murió exactamente el pobre Isidore Ducasse, genio sin duda irreductible al mundo y a quien el mundo, según hay que creer, no quiso, como no quiso a Edgar Poe, a Baudelaire, a Gérard de Nerval o a Arthur Rimbaud?
¿Murió de prolongada o breve enfermedad? ¿Se lo encontró muerto en su cama al despuntar el día? La historia dice simplemente -simple y siniestramente- que el acta de defunción fue firmada por el patrón del hotel y por el muchacho que lo atendía.
Poco y flaco para un gran poeta; hay en ello un no sé qué tan mezquino, tan evasivamente prosaico y mezquino que en cierto modo apesta a innoble, y la pacotilla de un entierro tan prosaico y vulgar no condice con la vida de Isidore Ducasse, si bien condice demasiado bien, a mi modo de ver, con todo lo simiesco de esa subrepción de odio, gracias a la cual la tontería burguesa escamotea todos los grandes nombres.
Pero debido a que roñosa putañería de imbecilidad arraigada oí decir un día que si el conde de Lautreamont no hubiese muerto a los veinticuatro años, en los comienzos de su existencia, también él habría sido internado como Nietzsche, como Van Gogh, o como el pobre Gérard de Nerval.
Y ello porque si la actitud de Maldoror es admisible en un libro, sólo lo es después de la muerte del poeta, cien años después, cuando los explosivos sojuzgadores del verdino corazón del poeta tuvieron tiempo de calmarse. En vida de él eran demasiado poderosos. Así se les cerró la boca a Baudelaire, a Edgar Poe, a Gérard de Nerval y al impensable conde de Lautréamont, porque hubo miedo de que su poesía saliera de los libros y trastocara la realidad... Y a Lautréamont se le cerró la boca muy joven a fin de concluir cuanto antes con la creciente agresividad de un corazón al que la vida de cada día dispone de una manera catastrófica y que a la larga habría terminado por trasportar a todas partes la cínica e insólita cautela de sus incansables desolladuras.
"Y pasado el farol rojo -dice el pobre Isidore Ducasse- ella le permitió, por un precio módico, mirar dentro de su vagina..."
No es un acontecimiento el hecho de haber hallado que esta frase estaba en los Cantos de Maldoror, como tampoco lo es que esté allí, pues todo el libro está hecho sólo de frases atroces de ese tipo. Sí, en los Cantos de Maldoror todo es fiero y cruel. La pantorrilla de una desdichada mujer que aborta o el paso de un último autobús. Todo es como aquella frase en la que el conde de Lautreamont ve -y más bien creo que fue el pobre Isidore Ducasse antes que el impensable conde de Lautreamont quien lo vio- ve, digo, como un palo anda a través de las persianas clausuradas de una habitación del más siniestro quilombo (nombre argótico vulgar del lupanar o burdel) y se entera por boca de ese mismo palo de que éste no es un palo, sino un cabello caído de la cabeza de su amo, munificente bobo a quien su dinero le otorga el derecho de triturar a una menesterosa en la epidermis de un par de sábanas, acaso limpias primero, pero siempre nauseabundas después.
Y digo que había en Isidore Ducasse un espíritu que siempre quería dejar caer a Isidore Ducasse en beneficio del impensable conde de Lautreamont. Bellísimo nombre, nombre inmenso. Y digo que la invención del nombre de Lautreamont, si bien sirvió a Isidore Ducasse de santo y seña para cubrir e introducir la magnificencia insólita de su producto, digo que la invención de este patronímico literario -tal un traje encima de la vida- originó, por su alzamiento sobre el hombre que lo produjo, el paso de una de esas roñosas cochinadas colectivas que pululan en la historia de las letras y que a la larga hizo huir de la vida al alma de Isidore Ducasse. Así es. Quien murió fue Isidore Ducasse y no el conde de Lautreamont, e Isidore Ducasse fue quien proporcionó al conde de Lautreamont con qué sobrevivir, y poco falta -diré incluso que no falta nada- para pensar que el impensable conde impersonal del heráldico Lautreamont no haya sido frente a Isidore Ducasse una manera de indefinible asesino. 
Ciertamente creo que en fin de cuentas, llegado ya a las últimas, de eso murió el pobre Isidore Ducasse, si el conde de Lautreamont lo ha sobrevivido en la historia, pues Isidore Ducasse fue quien dio con el nombre de Lautreamont; pero cuando lo halló no estaba solo. Quiero decir que había en torno a él y de su alma esa microbiana precipitación de espías, ese baboso, acrimonioso tropel de todos los más sórdidos parásitos del ser, de todos los antiguos aparecidos del no ser, esa sarna de aprovechados innatos que en su lecho de muerte le dijeron: "Nosotros somos el conde de Lautreamont y tú no eres más que Isidore Ducasse, y si no reconoces que eres sólo Isidore Ducasse y que nosotros somos el conde de Lautreamont, autor de los Cantos de Maldoror, te matamos" Y un amanecer murió, a la vera de una noche imposible. Sudando y mirando su muerte como desde el orificio de su ataúd, igual que el pobre Isidore Ducasse frente al rico de Lautreamont. Y esto no se llama sublevación de las cosas contra el amo sino la bacanal del inconsciente fraudulento de todos contra la conciencia de uno solo.
Insisto en el hecho de que Isidore Ducasse no era un alucinado ni un visionario, sino un genio que durante toda su vida no dejó de ver claro en ésta cada vez que observaba y hurgoneaba en el barbecho del inconsciente aún inusado. El suyo y nada más, pues no hay en nuestro cuerpo puntos donde podamos encontrarnos con la conciencia de todos. Y en nuestro cuerpo estamos solos. Pero el mundo jamás ha admitido esto y siempre ha querido conservar para sí un medio de observar más de cerca en la conciencia de todos los grandes poetas, y todo el mundo ha deseado poder mirar en todo el mundo ha deseado poder mirar en todo el mundo a fin de saber lo que todo el mundo hace.
Y cierto día una personas -nobles de infinito, como en Annabel Lee de Edgar Poe, sino innobles polillas del ser, la roña de los sarnosos de la envidia- fueron a decirle a Isidore Ducasse, por encima de su lecho y su cabeza y de la cabecera de su lecho de muerte: Eres un genio, pero yo soy el genio que inspira a tu conciencia, y yo soy quien escribe en ti tus poemas antes que tú y mejor que tú. Y de ese modo Isidore Ducasse murió de rabia por haber querido considerar, tal cual Edgar Poe, Nietzsche, Baudelaire y Gerard de Nerval, su individualidad intrínseca en lugar de convertirse, como Víctor Hugo, Lamartine, Musset, Blaise Pascal o Chaateaubriand, en el embudo del pensamiento de todos.
Pues la operación no estriba en sacrificar su yo de poeta, y en ese momento de alienado, a todo el mundo, sino en dejarse penetrar y violar por la conciencia de todo el mundo, sino en dejarse penetrar y violar por la conciencia de todo el mundo de tal manera que uno no sea ya en su cuerpo nada más que el siervo de las ideas y reacciones de todos.
Y el nombre Lautreamont sólo fue un medio inicial -del que Isidore Ducasse no desconfió quizá lo bastante- de despistar en beneficio de la conciencia general las obras archiindividualistas de Isidore Ducasse, poeta furiosamente apasionado por la verdad.
Quiero decir que en el limbo de la muerte donde Isidore Ducasse está hay conciencias y yos distintos de los suyos que se alegran sin duda obscenamente de haber participado en la emulsión creadora de sus poemas y sus gritos y que deducen oscuras delicias de la idea de exasperar a este poeta para sofocarlo y para matarlo.

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