miércoles, 23 de mayo de 2012

VIVIANE FORRESTER

El libro completo, son 12 capítulos.
Los iré publicando de a uno, pues lo que acontece en Europa, la autora ya lo dijo, lo explicó, lo vaticinó.
UNA EXTRAÑA DICTADURA
Capítulo 1

Día a día asistimos al fiasco del ultraliberalismo. Cada día, este sistema ideológico basado en el dogma (o el fantasma) de una autorregulación de la llamada economía de mercado demuestra su incapacidad para autodirigirse, controlar lo que provoca, dominar los fenómenos que desencadena. A tal punto que sus iniciativas, tan crueles para el conjunto de la población, se vuelven en su contra por un efecto bumerán, y al mismo tiempo el sistema se muestra impotente para restablecer un mínimo de orden en aquello que insiste en imponer.

¿Cómo es posible que pueda continuar sus actividades con la arrogancia de siempre, que su poder tan caduco se consolide y despliegue cada vez más su carácter hegemónico? Sobre todo, ¿de dónde viene esta impresión creciente de vivir atrapados bajo una dominación inexorable, "globalizada", tan poderosa que sería vano cuestionarla, fútil analizarla, absurdo oponérsele y delirante siquiera soñar con sacudirse una omnipotencia que supuestamente se confunde con la Historia? ¿A qué se debe que no reaccionemos, que sigamos cediendo, consintiendo, atenazados, rodeados de fuerzas coercitivas, difusas, que parecen saturar todos los territorios, ancladas, inextricables y de orden natural?

Es hora de despertar, de constatar que no vivimos bajo el imperio de una fatalidad sino de algo más banal, de un régimen político nuevo, no declarado, de carácter internacional e incluso planetario, que se instauró sin ocultarse pero a espaldas de todos, de manera no clandestina sino insidiosa, anónima, tanto más imperceptible por cuanto su ideología descarta el principio mismo de lo político y su poder no necesita de gobiernos ni instituciones.

Este régimen no gobierna: desprecia y desconoce a aquellos a quienes tendría que gobernar. Para él, las instancias y funciones políticas clásicas son subalternas, carentes de interés: lo estorbarían, lo harían visible, permitirían convertirlo en blanco de ataques, echar luz sobre sus maniobras, exhibirlo como la fuente de las desdichas planetarias con las cuales jamás aparece vinculado, porque si bien ejerce el verdadero poder en el planeta, delega en los gobiernos la aplicación de todo lo que ello implica. En cuanto a los pueblos, el régimen apenas experimenta una sensación de fastidio cuando ellos se apartan del silencio, del mutismo que supuestamente debería caracterizarlos.

Para este régimen no se trata de organizar una sociedad sino de aplicar una idea fija, diríase maniática: la obsesión de allanar el terreno para el juego sin obstáculos de la rentabilidad, una rentabilidad cada vez más abstracta y virtual. La obsesión de ver el planeta convertido en terreno entregado a un deseo muy humano, pero que nadie imaginaba convertido -o supuestamente a punto de convertirse- en elemento único, soberano, en el objetivo final de la aventura planetaria: el gusto de acumular, la neurosis del lucro, el afán de la ganancia, del beneficio en estado puro, dispuesto a provocar todos los estragos, acaparando todo el territorio o, más aún, el espacio en su totalidad, por encima de sus configuraciones geográficas.

Una de las cartas de triunfo, una de las armas más eficaces de esta razzia es la introducción de una palabra perversa, la "globalización", que supuestamente define el estado del mundo, pero en realidad lo oculta. Así, con un término vago y reductor, carente de significación real o por lo menos precisa, "engloba" lo económico, político, social y cultural, los escamotea para sustituirlos y así evitar que esta amalgama caiga bajo la luz del análisis y la comprobación. El mundo real parece estar atrapado, engullido en este globo virtual presentado como si fuera real. Y todos tenemos la impresión de estar en cerrados en las cuevas de este globo, en una trampa sin salida.

Recientemente, un periodista explicaba por radio, a propósito de una de esas decisiones empresarias que se han vuelto habituales -en este caso una fusión-, que provocan despidos masivos: "La globalización los obliga..." Ajá, ¿de veras? Ni una palabra más: ¡a callar! Y para el que no terminó de comprender, aquí va el argumento definitivo: "La competitividad exige que..." Sin embargo, en este caso, "la" globalización no significa nada. Lo que "obliga" a fusionar y por lo tanto a despedir es exclusivamente la "necesidad" de obtener mayores ganancias. Se responderá que esa ganancia es beneficiosa, necesaria para todos, que de la prosperidad de las empresas, esa gallina de los huevos de oro, depende la creación de puestos de trabajo, la disminución del desempleo, en fin, la suerte de la mayoría. Pero este argumento olvida que la empresa había alcanzado la prosperidad empleando a los que ahora despide. Lo que desea aumentar no es su volumen de negocios sino, precisamente porque es próspera, la rentabilidad que obtiene, y que obtienen sus accionistas, de ese volumen. ¡Y para ello no hay que crear puestos de trabajo sino echar trabajadores!

También olvida que en el mundo entero, mientras se repite el estribillo oficial, "prioridad a la creación de puestos de trabajo", las empresas (generalmente muy rentables) que despiden masivamente mejoran su cotización en la Bolsa justamente por ello, en tanto sus directivos proclaman que su modo de gestión preferido es la reducción de los costos laborales, o sea los despidos en masa. Cada día hay una lista de ejemplos.

Veamos algunos, entre muchos, correspondientes a marzo de 1996:

· El 7, ATT (el gigante norteamericano de las telecomunicaciones), que dos meses antes había anunciado 40.000 despidos, informó a la prensa que el sueldo de su presidente, Robert Allen, era de 16,2 millones de dólares (la tercera parte en opciones de compra de acciones), casi el triple que el año anterior. En su haber no tenía otra realización de beneficios que esos 40.000 despidos...

· El 9, Sony anuncia la eliminación de 17.000 puestos; su cotización aumenta ese día en 8,41 puntos y al siguiente en 4,11.

· El 11, Alcatel, con 15.000 millones de francos de ganancias, anuncia 12.000 despidos, con los cuales suman 30.000 en cuatro años.

· El 19, la privatizada Deutsche Telekom anuncia 70.000 despidos en tres años.

· El 25, Akai anuncia entre 154 y 180 despidos en su planta de Honfleur, donde emplea a 484 trabajadores. Motivo: su traslado a Gran Bretaña y Tailandia.

· Ese día, Swissair suma a una primera oleada de 1.600 despidos otros 1.200. El objetivo: la competitividad y reducción de costes en 500 millones de francos suizos (2,11 millones de francos franceses o 470.000 dólares).

· France Télécom, con 15.000 millones de ganancias, no tomará empleados, y así sucesivamente.

Estos pocos ejemplos de prácticas que se vuelven cada vez más habituales demuestran la incoherencia de proposiciones como las siguientes: el empleo depende del crecimiento; el crecimiento, de la competitividad; la competitividad, de la capacidad para eliminar puestos de trabajo. Lo cual equivale a decir: para luchar contra el desempleo, ¡hay que despedir!

"La globalización obliga...", "la competitividad exige... ": ¡divinas palabras! Ya no se trata de argumentos sino de referencias a la doctrina, a dogmas que ni siquiera es necesario enunciar: basta aludir a ellos para anular cualquier intento de resistencia. "Globalización" forma parte de ese vocabulario rico en términos que, al ser tergiversados y repetidos con fines de una propaganda eficaz, tienen la propiedad de persuadir sin intervención del razonamiento. Su mera enunciación permite manipular magistralmente los espíritus porque, tras ingresar de manera insidiosa en el lenguaje corriente, hasta el punto de aparecer incluso en boca de sus opositores, parece dar por evidente, cierto y por añadidura consumado aquello que la propaganda quiere que se reconozca, pero que difícilmente podría demostrar. Entre estos términos citemos el célebre "mercado libre"... para obtener ganancias; las "reestructuraciones" para desmantelar empresas o al menos desintegrar su masa salarial; proceder a los despidos en masa, es decir, a un deterioro drástico de la sociedad, es elaborar un "plan social". Se nos exhorta a combatir el "déficit público" que comprende, en realidad, los "beneficios públicos": esos gastos considerados superfluos, incluso nocivos, no tienen otro defecto que el de no ser rentables, estar perdidos para la economía privada y representar para ella un lucro cesante insoportable. Ahora bien, estos gastos son vitales para sectores esenciales de la sociedad, en especial los de la educación y la salud. No son "útiles" ni "necesarios" sino indispensables; de ellos dependen el futuro y la supervivencia de nuestra civilización.

Pero la obra maestra del género -una verdadera joya, ¡un triunfo!- es una vez más la "globalización". Ella cubre con su solo nombre, reduce a esa sola palabra, todas las realidades de nuestra época, y logra camuflar, volver indistinguible en el seno de esta amalgama, la hegemonía de un sistema político, el ultraliberalismo, que sin ejercer oficialmente el poder domina el conjunto de aquello que los poderes tienen para gobernar, ejerciendo así la omnipotencia planetaria.

A partir de esta opción política, la de una ideología ultraliberal, se administra la globalización. ¿Acaso es una razón para confundir a esta última con la ideología que la rige pero que no la constituye? Ahora bien, nosotros creamos esta confusión y le conferimos al ultraliberalismo el carácter irreversible, ineluctable de los avances tecnológicos que definen a la globalización, no al liberalismo. Sobre todo, olvidamos que la globalización no requiere una administración ultraliberal, y que esta última sólo representa un método (por lo demás, calamitoso) entre otros posibles. En síntesis, la globalización no es inseparable del ultraliberalismo... ¡y viceversa! No obstante, cuando hablamos de aquélla en realidad nos referimos inconscientemente a éste y le transferimos la idea de fatalidad que es propia de la primera. El ultraliberalismo no tiene nada de fatal: no es inevitable.

Lo que tenemos, y que vemos como resultado de una globalización omnipresente al punto de abarcarlo todo, es producto de una política deliberada, ejercida a escala mundial, pero que a pesar de su poder no es ineluctable ni predestinada sino, por el contrario, coyuntural, perfectamente analizable y discutible. Esa política rige la globalización y le impone sus dictados. Se trata de la elección de cierto tipo de gestión estrechamente vinculado con esta política. Pero existen mil métodos de gestión posibles y sin duda preferibles. Repitámoslo: el tipo de gestión imperante no es una fatalidad.

No es la "globalización" -término vago- la que cae como un peso inamovible sobre la política y la paraliza. Una política precisa, el ultraliberalismo, al servicio de una ideología, sujeta la globalización y somete a la economía. Se trata de una política que no dice su nombre, no trata de convencer, no pide adhesiones ni aspira, como hemos dicho, a ejercer oficialmente el poder y se cuida de enunciar sus principios, tanto más por cuanto su único objetivo difícilmente despertaría el entusiasmo de las multitudes: obtener para la economía privada unas megaganancias fenomenales de manera cada vez más rápida, al costo que sea.

Esta política no aparente, corporativista, busca consolidar y banalizar las licencias absurdas y la anarquía de un mundo de los negocios y una economía de mercado sumidos en una forma económica puramente especulativa; fomentar y legitimar las desregulaciones, el desarraigo y la fuga de capitales, jugar con la sacralización de unas monedas y el sabotaje de otras, las vueltas de los flujos financieros, las dinámicas mafiosas. Así se crea el marco, o mejor, el impasse donde no parece haber otra alternativa que "adaptarse" a las condiciones favorables a las ganancias y perjudiciales para la gran mayoría. En este impasse, las políticas públicas, expresadas por las instituciones oficiales, tendrán el mandato de organizar esta "adaptación" y no salirse de ella.

Así se advierte cómo la globalización sirve de pantalla para el alucinante desarrollo de una dominación política; más aún, cómo el ultraliberalismo, la ideología dominante, base de un sistema oligárquico, se engalana con el ropaje de la globalización.

¡En esto radica el engaño! Porque si la realidad de la globalización, fenómeno histórico, es irreversible por ser producto de un pasado inmodificable, sus potencialidades no están cristalizadas en una constatación de ese pasado; su futuro es perfectamente modificable y depende de diversas dinámicas, diversos proyectos capaces de movilizarlo, de la gama de políticas variadas capaces de regirlo. El ultraliberalismo, que no es sino uno de los rectores posibles, no es idéntico al fenómeno cuyas características trata de usurpar para hacerse pasar por irreversible e ineluctable con el fin de detener la Historia (o hacer creer que está detenida) en la época actual, la de su predominio y omnipotencia. Normalmente, éste sería apenas un período, un episodio de la Historia que, al igual que sus predecesores y los que vendrán, tendrá una duración más o menos larga. En verdad, lejos de ser sinónimo del fenómeno histórico, el liberalismo se inscribe en él como un elemento condenado, como los demás, a la probabilidad de ser transitorio.

Sin embargo, ha logrado hacer pasar un sistema ideológico preciso y sus prácticas intencionales por fenómenos naturales, tan irreversibles e inflexibles como el Big Bang, tan imposibles de contrarrestar como las mareas, la alternancia del día y la noche o el hecho de que somos mortales. Ya no se trata de aceptar o rechazar el ultraliberalismo que, deseable o deplorable, bajo la máscara de la globalización, se presenta como un hecho consumado hacia el cual tendía la Historia desde sus comienzos. ¿Rebelarse? ¡Sería tan equivocado como grotesco! ¿Quién osaría rechazar la tecnología de punta, las transacciones en tiempo real y tantos otros avances prodigiosos que se le atribuyen equivocadamente? ¿Quién es tan ciego como para negar que éstos son los elementos constitutivos de nuestra Historia?

Ahora bien, estos avances de la tecnología de punta son inseparables de la globalización, pero no de la ideología que pretende confundirse con ella. Han permitido el triunfo del ultraliberalismo, pero no son lo mismo que éste. Al contrario, el ultraliberalismo depende de ellos, los utiliza y manipula; ellos no dependen ni provienen del ultraliberalismo y podrían disociarse de él sin sufrir la menor alteración. Así podrían quedar a disposición para nuevos usos en lugar de ser confiscados; podrían ser beneficiosos para la gran mayoría en lugar de funestos.

Por consiguiente, ultraliberalismo y globalización no son sinónimos.

Cuando creemos hablar de globalización (definición pasiva y neutra del estado del mundo actual), casi siempre se trata del liberalismo, ideología activa y agresiva. Esta confusión permanente permite hacer creer que el rechazo del sistema político, sus operaciones y sus consecuencias, es el rechazo de la globalización y la amalgama sobre la cual descansa, incluidos los progresos de la tecnología. Los exégetas del liberalismo se complacen en refutar a sus opositores con un encogimiento de hombros y una expresión burlona, hacerlos pasar por tristes agitadores, consagrados al absurdo, hundidos en el arcaísmo, que se obstinan en negar la Historia y rechazar el Progreso.

Impostura fundamental, estratagema de este léxico tendencioso, cada vez más difundido y en el que aparece la palabra "globalización": se confunden los prodigios de las nuevas tecnologías, su irreversibilidad, con el régimen político que los utiliza. Como si fuera lógico que el inmenso potencial de libertad y de dinamismo social ofrecido a la humanidad por las investigaciones, las invenciones y los descubrimientos de punta se haya transformado en un desastre y en el confinamiento de la gran mayoría de los hombres en las cuevas provocadas por ese desastre.

Por otra parte, se confunde la perennidad de la Historia con aquello que no es sino una peripecia. La Historia es permanentemente un vehículo de movimiento; esta movilidad perpetua la define; no puede quedar fija para siempre en uno de sus episodios. Jamás lo olvidemos: no vivimos el "fin" de la Historia. A pesar de que una de las estrategias contemporáneas es la de convencernos de lo contrario, vivimos una de sus mayores efervescencias, que ya no acompaña las crisis de la sociedad sino la mutación de una civilización basada hasta ahora en el empleo, una civilización que está en contradicción con la economía especulativa dominante. Esto implica desempleo y remedos de empleo, salarios congelados y en baja, y sobre todo aquellos, numerosos, que no son sino seudosalarios insuficientes para vivir. Las estadísticas se modifican con saña, pero no se modifica la vida social, que está cada vez más deteriorada y que reparte cada vez menos.

En lugar de reconocer la muerte de una sociedad para asentar sobre nuevas bases aquélla en la cual se vive, todos, sean víctimas o beneficiarios, tienden a desconocerla. Con ello se le facilita a la propaganda la tarea de imponer la convicción de orden religioso según la cual estaríamos paralizados, atrapados sin remedio ni salida, detenidos para siempre en los huecos de un globo sin fallas, como si todo estuviera consumado, como si todo intento de resistencia estuviera condenado a terminar en fanfarronadas locales, quijotescas, bravuconas y sobre todo inútiles. Como si sólo nos restara debatirnos en vano, prisioneros en estructuras imperecederas, con esa impresión de que ya es "demasiado tarde" que se nos sugiere permanentemente. Como si todas las salidas estuvieran bloqueadas o directamente clausuradas.

Es una propaganda eficaz, porque si no somos conscientes del yugo bajo el cual se coloca al planeta, al no pensar con lucidez es posible que fantaseemos sobre él, sin analizarlo, y cedamos a una sensación de impotencia que nos parece demasiado pesada, ineluctable y perpetua.

Sin duda, vivimos la hora del triunfo ultraliberal, tanto más porque sus propias derrotas son incapaces de quebrantarlo y porque los desastres provocados por sus defectos parecen alimentar su soberbia y confirmar los éxitos de sus objetivos.

Sin duda. Pero semejante victoria jamás es definitiva ni menos aún está asegurada. ¡Cuántos imperios y regímenes aparentemente consolidados, que se creían inquebrantables, acabaron por derrumbarse! Es verdad que aparecían con su verdadero rostro: el de regímenes políticos a los que se podía enfrentar. La fuerza del régimen actual, de envergadura mundial, se debe a que se ejerce de manera anónima, imperceptible y por ello es intocable y coercitivo. Para liberarnos de él, lo primero es hacerlo aparecer.

En esta época de política única, globalizada, ¿sabemos bajo cuál régimen vivimos? ¿Advertimos que se trata de un régimen político y cuál es su política? ¿Nos preguntamos qué función puede tener la pluralidad de formaciones diversas, indispensables para la democracia, ahora que reina de manera cada vez más abierta la afirmación, que sería blasfemo rechazar, de que la economía de mercado representa el único modelo posible de sociedad?

"No hay alternativa a la economía de mercado": un dictado no sólo débil sino carente de fundamento, ¡porque la economía de mercado encubre una economía puramente especulativa que la suplanta y la destruye como destruye todo lo demás! Pretender que existe un solo modelo de sociedad sin alternativa no sólo es absurdo sino directamente estalinista. Y esto es así, cualquiera que fuese el modelo propuesto. Es un discurso dictatorial que sin embargo define el espacio en el cual nos encontramos confinados. Un espacio que en apariencia no depende de ningún régimen, de ninguno que hubiera podido resistir a la llamada soberanía "económica" en la cual todo concurre para convencernos de que ella reina sola y nos aplasta, de que la economía ha triunfado sobre la política.

Lo cual es falso.

La economía no ha triunfado sobre la política. Lo contrario es verdad.

La globalización parece estar generalizada y asociada con la economía y no con la política, pero en realidad no se trata de la economía sino del mundo de los negocios, el business, que hoy está entregado a la especulación.

Y a su vez es una cierta política, la del ultraliberalismo, la que intenta -por ahora con éxito- liberarse de toda preocupación económica, desviar el sentido mismo del término "economía", antes vinculado con la vida de la gente y ahora reducido a la mera carrera por las ganancias.

No asistimos a la primacía de lo económico sobre lo político sino, por el contrario, a la relegación del concepto mismo de economía, que cierta política trata de sustituir por los dictados de una ideología: el ultraliberalismo.

La desaparición aparente de lo político se debe a una voluntad política exacerbada que reclama, en realidad, una exasperación de esta actividad. Esta voluntad y actividad políticas están al servicio de la todopoderosa economía privada, la cual, bajo el rótulo casto y reconfortante de "economía de mercado", sirve de pantalla a una economía dominante, cada vez más especulativa, revuelta en procedimientos de casino, indiferente a los activos reales.

La única función de esta economía virtual es allanarle el terreno a la especulación, a sus ganancias provenientes de "productos derivados", inmateriales, donde se negocia aquello que no existe. Es, por ejemplo, la compra de riesgos virtuales derivados de un contrato en estado de proyecto, luego de los riesgos sobre esos riesgos, los cuales incluyen a su vez mil y un riesgos virtuales que son objeto de otras tantas especulaciones virtuales: apuestas y apuestas sobre las apuestas, convertidas en los objetos "reales" de los mercados.

La economía actual, llamada "de mercado", conduce precisamente a estos juegos incontrolables: a especular con la especulación, con los "productos derivados" de otros productos derivados, con los flujos financieros, con las variaciones futuras de las tasas de cambio, con distribuciones manipuladas y nuevamente con productos derivados artificiales. Una economía anárquica, mafiosa, que se extiende e introduce en todas partes mediante un pretexto: el de la "competitividad". Una seudoeconomía basada en productos sin realidad, inventados por ella en función del juego especulativo, separado a su vez de todo bien real, de toda producción tangible. Una economía histérica, inoperante, asentada en el viento, alejada años luz de la sociedad y, por ello, de la economía real, porque ésta no existe sino en función de la sociedad y sólo encuentra sentido en su vinculación con la vida de los pueblos.

Un ejemplo del ostracismo de la economía verdadera y la ineficacia arrogante es el triunfal "milagro asiático", tan festejado, exhibido como prueba indiscutible de los fundamentos ultraliberales. Y su derrota. La conversión brutal del "milagro" en un fiasco preocupante.

Una situación que se ha vuelto clásica: en función de las ganancias, se pretende exportar un sistema económico sin tener en cuenta las poblaciones de ambos lados. De ahí la implantación brutal, colonialista, en regiones incompatibles, de mercados ávidos de mano de obra con salarios de hambre, sin garantías laborales ni leyes de protección social, que son consideradas "arcaicas". Estos mercados están ávidos de la "libertad" pregonada por los exégetas del liberalismo; una "libertad" que permite suprimir la de los demás al otorgar a unos pocos todos los derechos sobre la gran mayoría. Una "libertad" que permite en ciertas regiones del globo aquello que prohíben en otros los progresos sociales tachados de "arcaicos".

Como resultado, se obtienen ganancias alucinantes en tiempo récord y, en el mismo lapso, la derrota absoluta, el derrumbe lamentable de la apoteosis asiática, modelo ejemplar del sueño liberal. Quedan de ello las gigantescas megalópolis, soberbias y desiertas, incongruentes en esos lugares, y la miseria agravada de los pueblos. Mientras los campeones de esta epopeya, incapaces de controlar o siquiera comprender el desastre, indiferentes a los pueblos sacrificados, sólo se interesan por remendar unos mercados financieros cuyos caprichos resisten cualquier intento de manejarlos. Y de huir o adquirir por monedas los restos de esos países en liquidación.

Una vez más, el ultraliberalismo pretendió hacer economía y sólo hizo negocios. Pretendió hacer negocios y sólo hizo especulación.

Se conocen las consecuencias, que por otra parte eran previsibles.

Pero no nos limitamos a confundir la economía con las operaciones de business, éste con la especulación o incluso la globalización con su administración ultraliberal: confundimos el ejercicio engañoso de la economía con el de la política. Sobre todo, confundimos las instituciones políticas con el poder económico. No advertimos que si este poder neutraliza aquellas instituciones, eso no significa que éstas han desaparecido sino que aquél las ha anexado y gobierna en su lugar. Sin preocuparse por la economía real sino por la locura de los flujos financieros.

¿Qué es la economía? ¿Es la organización y el reparto de la producción en función de los pueblos y su bienestar? ¿O bien es la utilización o marginación de éstas en función de las fluctuaciones financieras anárquicas, en su detrimento y en beneficio exclusivo de las ganancias? ¿Estamos en una economía verdadera o, por el contrario, en su negación?

A partir de estas confusiones y engaños se despliega, de manera inadvertida, una política destructora de las demás, que después de anularlas y sustituirlas puede pretender que no queda ninguna política, ni siquiera la que ella misma encarna y que reina, única y disimulada, sin temer oposición alguna.

Semejante neutralización de la política proviene evidentemente de una resolución extrema que sólo mediante una acción y propaganda exacerbadas puede lograr su objetivo, el de un régimen político único, vale decir totalitario, que reina sobre un vacío. Así, la acción política en todas sus formas queda sujeta a hechos real o pretendidamente consumados, que se convierten en el punto de partida tácito, considerado evidente, de toda medida, de todo compromiso o iniciativa, en fin, de todo el engranaje.

Es un régimen autoritario capaz de imponer las coerciones reclamadas y otorgadas por su poder financiero sin poner de manifiesto el menor aparato, el menor elemento que deje traslucir la existencia del sistema despótico instaurado para implantar su ideología imperiosa. Esta política se pretende "realista" a la vez que impone una indiferencia asombrosa respecto de la realidad.

Es una política única, dispuesta al divorcio de la democracia, pero por ahora lo suficientemente poderosa para no interesarse por ello. "Una política", digamos mejor un nuevo régimen, oculto detrás de hechos económicos supuestamente ineluctables, tanto menos advertido por la sociedad por cuanto ésta respira y circula en una puesta en escena y una estructura democráticas. Lo cual no carece de importancia; lejos de ello, debemos conservarlas a toda costa mientras aún haya tiempo para liberarnos de este régimen, de esta extraña dictadura que cree poder darse el lujo, mientras sea poderosa, de mantener el marco democrático.
------------------------------------------------------------

No hay comentarios: