lunes, 21 de mayo de 2012

NÉSTOR GARCÍA CANCLINI

En defensa de la sociedad plural, no del relativismo
Tomado de Revista Ñ del sábado 2 de abril 2005
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La problemática actual de las identidades no deriva sólo de la diversidad de culturas y de su entrecruzamiento intensificado en la globalización. El problema no es sólo cómo poner una imaggen con la heterogeneidad multicultural y multitemporal de las sociedades, sino co mo hacerse cargo de la desintegración actual, cómo asumir el escepticismo que genran las ruinas de lo que pudo ser América Ltina.

Los diagnósticos recientes exigen repensar las naciones y el continente devalijados por las privatizaciones, los squeos de capital económico y humano. Varios estudios sobre los acuerdos de libre comercio y la globalización de América Latina va más allá de las polémicas sobre la identidad, y también trascienden los enfoques convencionales de las dimensiones económicas, financieras y tecnológicas de la globalización. En lugar del debate sobre cuál de las raíces o, de las combinaciones multiculturales nos representarían mejor, la documentación del presente hace pensar en las cuatro principales formas en que nos globalizamos: como productores culturales que vemos por fin expandirse al mundo partes de nuestra literatura, nuestra música y nuestras imágenes, pero a través de editoras que no controlamos, como consumifores de lo importado en países donde se vaciaron las fábricas, como migrantes, y como deudores.

Heterogeneidad y conflictos

El hecho más desintegrador y empobrecedor de los últimos treinta años es este aumento sofocante de la deuda externa. Los latinoamericanos debíamos 16 mil millones de dólares en 1970; 257 mil millones en 1980 y 750 mil millones en el 2000. Esta última cifra, según cálculos de CEPAL y SELA, equivale al 39 por ciento del Producto Geográfico Bruto y al 201 por ciento de las expotaciones de la región. No hay posibilidad de los más de 200 millones de pobres, explica el Secretario Permanente del SELA, si no reunimos "el poder disperso de los deudores", tal como cita Otto Boye en un documento publicado tres años atrás.

Pero todas las reuniones latinoamericanas, iberoamericanas, interamericanas, hasta la cumbre Europa-América latina efectuada en mayo del 2004 en Guadalajara exhiben la imposibilidad de agruparnos para negociar como latinoamericanos un lugar menos sumiso. En la medida en que no unificamos nuestras negociaciones por las deudas ni nuestro intercambio interno, sigue atrasando nuestra modernización. En las dos últimas décadas pasamos de situarnos en el mundo como un conjunto de naciones con gobiernos inestables, frecuentes golpes militares, pero con entidad sociopolítica, a ser un vulgar mercado: un repertorio de materias primas con precios en decadencia, historias comercializables si se convierten en músicas folclóricas y telenovelas y un enorme paquete de clientes para las manufacturas y las tecnologías del norte, pero con baja capacidad de comprar, que paga deudas vendiendo su petróleo, sus bancos y aerolíneas. Al deshacernos del patrimonio y de los recursos para administrarlo, expandirlo y comunicarlo, nuestra autonomía nacional y regional se atrofia.

¿Qué significa que nos globalizamos como migrantes? Una pérdida de confianza en la propia nación y un debilitamiento de los lazos identitarios. Y también un conjunto de interacciones multiculturales e internacionales entre los que se fueron y los que se quedan: viajes en ambas direcciones, conversaciones telefónicas y correos electrónicos semanales, remesas de dinero, en fin, una apertura del horizonte nacional.

En los países latinoamericanos tal vez sea más patente que no hay discontinuidad absoluta entre lo moderno y lo posmoderno. Nuestras ruinas son las de una modernización incompleta, exacerbada, desgarrada por las tradiciones que aún no se han ido y las innovaciones educativas, científicas, tecnológicas y de desarrollo socioeconómico que no acaban de llegar. O alcanzan para pocos, y las mayorías deben arreglárselas con los restos  de las construcciones o de las máquinas. Lo que eso tenga de posmoderno no es sustitución de la modernidad, sino uso atípico de sus piezas, de sus fracasos, de su iconografía, de sus soluciones formales, para dar respuestas que se esperaban de una modernización mejor planificada, menos errática y corrupta. 

¿Qué significa proponerse construir -o reconstruir- identidades en las condiciones de un tiempo de globalización? ¿Cuáles son los riesgos y las promesas de considerarla una tarea clave? Hay causas positivas por las cuales se afirman las identidades: reivindicaciones de género, étnicas o nacionales. Pero hay también razones negativas, que tienen mucho que ver con el carácter parcialmente imaginario de los procesos identitarios.

Las identidades no son enteramente imaginadas. Se basan en soportes tan verificables como el color de la piel, la lengua, historias compartidas y sistemas ritualizados de interacción. Pero la afirmación fundamentalista de las identidades suele ser el recurso imaginario donde quisiéramos conjurar o controlar el riesgo de que todo esté permitido. Aferrarse a la identidad aparece a menudo como el recurso para ocupar el lugar donde Dios está ausente o reforzar aquello que queda de la familia, la etnia o la nación que no son suficientes para establecer reglas de convivencia.

La otra motivación negativa de la afirmación de identidades es la dificultad de vivir oscilando entre las muchas referencias que ofrece la interculturalidad global. Podemos transitar en una semana entre varios países, conversar con amigos de distintos continentes en el mismo día gracias a Internet, saltar en una hora hora entre canales de diversas lenguas gracias al zapping televisivo. Podemos disfrutarlo y también abismarnos en el vértigo de tantas lenguas, religiones que antes no se confrontaban, costumbres y gustos extraños. El aumento de guerras y miedos indica que tanta cercanía y diversidades difícil de sobrellevar. Quienes más se alarman eligen refugiarse en su etnia, sus velos, o sus misiles. Los conflictos del siglo que acaba de empezar muestran, más que un horizonte de interculturalidad, el terror de lo diferente.

El siglo XX fue el siglo del ascenso y el fracaso de las revoluciones contra la desigualdad. Fue, en un sentido, menos triunfalista y con caídas menos estrepitosas, el siglo del reconocimiento de la diversidad. Se vanzó en la aceptación de la pluralidad etnica, las opciones diversas de género, las primeras formas de ciudadanía multinacional o la posibilidad de que una persona posea varias nacionalidades y que el algunos países y en algunas ciudades convivan con cierta legitimidad muchos grupos diferentes. El siglo XXI comienza repleto de preguntas sobre cómo mejorar la convivencia con los otros, y si es posible no sólo admitir las diferencias sino valorizarlas o jerarquizarlas sin caer en discriminaciones.

Una épca posrelativista

Una de las consecuencias de la globalización intercultural es que volvió inviable el relativismo. Digámoslo de modo más provocador. Está bien partir de que todas las culturas, o modalidades culturales dentro de una nación, en principio son legítimas; pero ¿vale lo mismo ser occidental y oriental dentro de Occidente, ser estadounidense, europeo o latinoamericano, y, aun dentro de la variedad de culturas centradas en cada una de esas regiones, pertenecer a una o a otra?

Cuando preguntamos si valen lo mismo, necesitamos despojar a la cuestión de cualquier esencialismo. No se trata de afirmar superioridades intrínsecas de una cultura o sociedad respecto de otras, sino de las condiciones que cada una otorga a sus miembros para desempeñarse en un mundo interconectado donde las comparaciones y confrontaciones de desarrollos socioculturales son constantes e inevitables.

Esta interconexión ha propiciado en algunas áreas de las ciencias sociales comparaciones no racistas, no discriminantes, sino destinadas a averiguar qué recursos socioculturales y qué formas de organización habilitan mejor para actuar en la contemporaneidad. Hay trabajos de antropología y sociología política que presentan de manera compleja, nada contundente, argumentos a favor del comunitarismo tradicional o del individualismo liberal para justificar los sistemas políticos de gobierno y participación. Pero cuando pasamos al nivel teórico más general, aparecen todavía dos posiciones clásicas: a) la afirmación relativista de que todas las culturas son legítimas e intrínsecamente justificables, hagan lo que haga; b) la cautelosa prescindencia ante el riesgo de que las comparaciones interculturales, como tantas veces ocurrió, conduzcan a imponerse a los "más fuertes" y excluir a los demás.

Propongo esta hipótesis para nuestro trabajo futuro: tanto el relativismo como la prescindencia valorativa, que tuvieron cierta utilidad en épocas en que las sociedades funcionaban con mayor independencia, se volvieron posiciones poco fecundas en tiempos de globalización.

No descarto la posibilidad de políticas de la diferencia. Como explican varios antropólogos, por ejemplo Jorge José Carvalho, hay partes innegociables e inasimilables de los patrimonios culturales étnicos o grupales. El reconocimiento de la protección de estas diferencias inasimilables tiene importancia cultural, y también política. Es imposible olvidar infinidad de procesos históricos y situaciones de interacción cotidiana en los cuales marcar la diferencia es el gesto básico de dignidad y el primer recurso para que la diferencia siga existiendo. En este sentido, en sociedades dualistas, escindidas, que siguen segregando a los indios o a las mujeres, las políticas de la diferencia son indispensables.

Al mismo tiempo, la intensa y ya larga interacción entre pueblos indígenas y sociedades nacionales, entre culturas locales y globalizadas (incluidas las globalizaciones de las luchas feministas e indígenas), hacen pensar que la interculturalidad también debe ser un núcleo de la comprensión de las prácticas y la elaboración de políticas. Los pueblos indígenas tienen en común el territorio y a la vez redes comunicacionales transterritoriales, el español y sobre todo la experiencia del bilingüismo, la disposición a combinar la reciprocidad y el comercio mercantilizado, sistema de autoridad local y demandas democráticas en la sociedad nacional. necesitamos, entonces, una reorientación de nuestro trabajo en las ciencias sociales y en la acción social y política para aceptar nuevos problemas de la contemporaneidad.

Me refiero a las preguntas que surgen cuando vemos que a los factores transnacionales generadores de desigualdad (acumulación concentrada y desterritoralización del poder económico) se responde destacando los recursos y la tenaz resistencia de las culturas locales: como si sólo se pudiera contestar a la desigualdad desde la diferencia.

O ante la expansión asimétrica de las redes globalizadas se opone la vocación solidaria y la reciprocidad de las comunidades cara a cara: como si pudiera conjurarse el agravamiento de la brecha tecnológica de escala mundial con domésticos movimientos igualitarios. Comparto la hipótesis de Luis Reygadas, que ha sido expuesta en una investigación aún en proceso, acerca de que el incremento reciente de la desigualdad en América Latina se debe, en parte, a que las fuerzas productoras de desigualdad se fortalecen actuando a escala global (flujos financieros y redes de comercio transnacionales, mundialización de las industrias culturales y de sus estilo espectacularizador) mientras los dispositivos de redistribución económica, las compensaciones simbólicas y las redes solidarias son locales. Por eso, las preguntas del día son cómo articular las batallas por la diferencia con las que se dan por la desigualdad en un mundo donde todos estamos interconectados.

García Canclini es antropólogo, profesor e investigador de la Universidad Autónoma de México (país en el que reside) y autor de ensayos como “Culturas híbridas” y “La globalización imaginada”.
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