domingo, 20 de mayo de 2012

ITALO CALVINO

La novela como espectáculo
Tomado del libro"Punto y aparte, Editorial Bruguera, 1983
Texto publicado en Il Giorno, el 14 de octubre de 1970
.
Visitando la exposición que el "Victoria and Albert Museum" de Londres ha dedicado este año al centenario de Dickens, lo que más da la idea de lo que significaba ser novelista a mediados del siglo pasado son los folletines populares que Dickens fue sacando durante toda su vida y en que aparecían por entregas sus novelas. Con varias cabeceras, todas ellas bonachonamente domésticas (Miscelánea Bentley, ERl reloj de maestre Humprey. Palabras familiares, Para todo el año), los fascículos semanales o mensuales, de que Dickens era en general editor, director y único colaborador, consistían sobre todo (o exclusivamente) en una entrega de la novela que el autor estaba escribiendo, con ilustraciones en los puntos culminantes. Sobre la importancia de las ilustraciones y sobre sus relaciones con sus dibujantes (Seymour empezó pero no avabó Pickwick; Cruikshank y Dickens regañaron después de Oliver Twist; Browne, llamado «Phiz», siguió siendo el fiel intérprete de casi todo el resto de la producción), está muy documentada la exposición. En ella se ve cómo Dickens marca en el manuscrito el punto en que se debe insertar una viñeta; se sigue también, a través de los bocetos, cómo un personaje iba encontrando, bajo la guía del autor, el rostro que habría de convertirlo en popular y reconocible para miles de lectores.

Dickens tenía una fuerte pasión histriónica. Intentó ser actor, pero sin éxito. Obtuvo, en cambio, grandes éxitos cuando, en la cumbre de su fama, leía episodios de sus novelas en los teatros de Londres y de provincias. La narrativa volvía a sus orígenes de comunicación oral; el público pagaba la entrada para los recitales del novelista, igual que para un espectáculo. Pero ese carácter de espectáculo se extendía también al papel impreso. Para Dickens, ser autor de una novela no significaba sólo escribirla, sino también dirigir su interpretación visual -dirigiendo al ilustrador- y el ritmo de las emociones del público -mediante las interrupciones de las entregas-, por lo cual la novela se iba haciendo, como un espectáculo, casi a la vista del lector, en diálogo con sus reacciones: curiosidad, miedo, llanto, risa.

En una de estas revistas de Dickens, las novelas eran presentadas por un personaje bufo que contaba haber encontrado los manuscritos en la caja de un viejo reloj de una casa misteriosa. Como los antiguos romanceros, una ficción constituía el marco de otras ficciones: las historias que los lectores habrían de seguir como hechos de personas por ellos conocidas, no escondían su carácter convencional y espectacular, su utilización de los efectos, su naturaleza novelesca, en una palabra. Las cartas que los lectores de las entregas le escribían a Dickens para que no dejase morir a un personajes, eran producto no de una confusión entre ficción y realidad, sino de la pasión del juego, del antiguo juego entre quien narra y quien escucha, que exige la presencia física de un público que intervenga haciendo de coro, casi provocado por la voz del narrador.

La narración ha seguido arrastrando este carácter de espectáculo colectivo, aunque haga siglos que ha dejado de ser representación de fabuladores o juglares, para convertirse en objeto de una lectura solitaria y silenciosa. Podemos decir que se ha perdido en una época relativamente reciente y quizás sea aún pronto para afirmar si se trata de un ocaso definitivo o de un eclipse temporal.

Muy justamente, Cassola marca en Flaubert el final de lo novelesco (por ello Flaubert es reconocido como el iniciador de la disolución de las formas literarias que se convertirá luego en programa de las vanguardias), y muy justamente lo tiene presente como modelo constante de su poética personal. Pero cuando esto pretende sacar unos preceptos universales, va contra el espíritu profundo de su propia inspiración. Contemplar la vida más allá de las mediaciones míticas y culturales, esperar «la revelación de la verdad a través del lenguaje mudo de las cosas», implica no sólo una singular idea del mundo objetivo y del propio yo, sino también una relación excepcional entre los dos términos, un itinerario expiritual, un estado de gracia; el que de verdad lo alcanza se olvida quizás que se había puesto en ese camino únicamente para escribir una novela. La poética de la inefabilidad de la existencia está y estará ligada a experiencias individuales raras, a coyunturas exóticas muy particulares. Cassola afirma que ha triunfado; ¿no se da cuenta de que ese triunfo es una derrota? ¿Qué puede significar hoy ese triunfo? Novelas descoloridas, como el agua de lavar los platos, en que flota el pringue de sentimientos refritos. A quien, como Cassola, tiene razones para expresar su amor por la lección de Flaubert, más le valdría reconocer que nunca se ha estado más lejos de esa época, que ese estado de ánimo no es reproducible a placer, y reivindicar orgullosamente la propia y solitaria condición de epígono.

Si en este momento tiendo a asociarme con Citati en la rehabilitación de lo «novelesco» y a apostar por su futura reencarnación, no es únicamente porque los aspectos «artesanales» del arte narrativo me hayan interesado siempre, sino también porque me parece que las razones internas de la investigación literaria acabarán llevando por ese camino.

Para detenernos en lo que pasa hoy día en los laboratorios literarios más especializados, destquemos dos aspectos que parecen contradictorios: por un lado, la novela -o lo que para la literatura de investigación ha tomado el lugar de la novela-, tiene como primera regla dejar de remitir a una historia, o a un mundo, exterior a sus propias páginas, quedando el lector sujeto a seguir solamente el desarrollo de la escritura, el texto en el acto de su redacción; por otro lado, existe una convergencia de estudios y de análisis acerca de lo que es -o ha sido- el cuento tradicional en todas sus manifestaciones. Nunca esta función humana que es la narración -operante en todas las fases de la civilización- ha sido tan analizada como hoy, tan desmontada y vuelta a montar en sus mecanismos elementales, sea como cuento oral (mito primitivo, fábula infantil, epopeya), sea como cuento escrito (novela, romance popular, hecho de crónica periodística), o como cuento a través de imágenes (películas, tebeos). Diríase que la narración está tocando contemporáneamente la cumbre de su eclipse de los textos creativos y la cumbre del interés crítico- analítico.

Si Roland Barthes puede dedicar su último libro (Ese-Zeta) al análisis minuciosísimo de un cuento de Balzac, en que cada mínimo detaller se revela como funcional a la vista de un efecto y no hay nada que sea insignificante, es porque -según él mismo declara- un texto tan lleno de sentido, legible mediante «códigos» de desciframiento que abarcan todos los lugares comunes, conscientes e inconscientes, de una sociedad, hoy no se podría escribir. Si podemos por fin realizar una lectura exhaustiva de una novela «clásica» (que aquí significa romántica, novelesca) es porque se trata de una forma muerta.

Pero a este razonamiento se le puede dar vuelta: si ahora conocemos las reglas del juego «novelesco», podríamos construir novelas «artificiales» alumbradas en laboratorio, podríamos jugar a la novela como se juega al ajedrez, con absoluta lealtad, restableciendo una comunicación entre el escritor, plenamente consciente de los mecanismos que está utilizando, y el lector, que se prestaría al juego porque conocería sus reglas y sabría que no se le iba a tomar como un pasivo señuelo. Pero como los esquemas de la novela son los de un rito de iniciación, de un adiestramiento de nuestras emociones y miedos y de nuestros procesos cognoscitivos, aunque se practicara irónicamente la novela acabaría, a pesar nuestro, por implicarnos a todos -autor y lectores- y por poner en juego todo lo que llevamos dentro y todo lo que llevamos fuera. Y cuando digo «fuera» me refiero naturalmente al contexto histórico-social, a todo lo «imputo» que ha alimentado la novela en sus épocas doradas.
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