domingo, 19 de febrero de 2012

SOBRE EL PODER DECIR

Por Helios Buira

Sé que se trata del sujeto.
No interviene en absoluto realidad alguna, de todas las realidades que nos rodean.
Yo y el mundo vamos, como también el otro va con su mundo.
Toda apreciación valorativa, es esencial y absolutamente subjetiva.
Y si hablamos del mundo del arte, del mundo de la expresión artística, ya no hay disquisición posible. Es así. No de otra manera.
La obra es en sí. Cosa instalada en el planeta.
El hacedor, desde su más secreta subjetividad, considera que nos está diciendo algo que él quiere decir o necesita decir, y que a la vez, puede decir. Claro, siempre y cuando se tenga algo para decir.
Yo, observador, lector o escucha, según de qué disciplina del arte se trate, desde el sujeto que soy, desde mi más secreta subjetividad, le daré significado o no, a eso dicho y hecho por el artista, a través de la razón del sentimiento. El arte pertenece al universo sensible del hombre. En esa zona se da el encuentro, el diálogo. No en otro lugar.
Puedo ejemplificarlo de la siguiente manera:
Estaba yo mostrando mis obras escultóricas en una galería de arte, era el día inaugural y los invitados llegaban, saludaban, se saludaban entre sí quienes se conocían, me alababan con las palabras que siempre suelen decirse en esos acontecimientos: felicitaciones, buenos deseos, buenos augurios en energía favorable.
En un momento dado, ingresa a la sala un escultor amigo, quien luego de saludarme recorre las obras, las observa, se detiene por un tiempo prolongado en algunas más que en otras y, al terminar ese recorrido, se acerca y me dice: -Helios, ¡te están pidiendo tamaño, quieren tamaño! –debo aclarar que eran esculturas de pequeño formato, no más de setenta centímetros de altura las de mayor volumen- Respondí, como pude, que ellas me habían salido así, que tal vez querían ser de ese tamaño y no de otro... digo, vagamente...
Mientras esto hablaba con mi amigo, ingresa a la muestra otro escultor, conocido de ambos, que nos saluda y realiza el consabido recorrido observatorio. Seguía yo en la conversación con el que había llegado primero y cuando el otro termina su viaje apreciativo, me abraza y me dice: -Helios, éste es el tamaño de tu obra. Que bien se las ve.
Tomé una mano de cada uno de mis amigos, las junté, hice que a su vez se tomaran entre ellos y les dije: -Muchachos, ahora, la pelea es entre ustedes, para discutir acerca del tamaño que debe tener una obra. En este caso, la mía. Yo no tengo nada que hacer en esa discusión.
Otro ejemplo, en la misma muestra, unos días después:
Estaba yo con Ana Krause, discípula que frecuentaba mi taller, que no había podido asistir el día inaugural. Como no había otro público, recorríamos la muestra tranquilos, con tiempo, ella me hacía comentarios, cosa que yo le pedía para que fuese esa charla, una prolongación de las clases que tomaba en el taller. En un momento nos detenemos ante una de las figuras y ella me dice: -Por qué ese color, ¡qué fea pátina! Mi respuesta, la misma que a los otros amigos en el día inaugural: -Me salen así, ellas me piden el color, no especulo racionalmente, son emociones...
En el mismo instante en que esto estoy diciendo, ingresan tres mujeres –a las que no conocía-, recorren la muestra y cuando llegan al lugar en que estábamos Ana y yo, una le dice a las otras:
-¡Miren que hermoso color el de esta escultura!
Miré a Ana directamente a sus ojos, sonreí y le dije; -Ana, esta es la clase de hoy.
Y un tercer ejemplo:
En otro lugar, en otra exposición, de un artista que no conocía en persona, pero sabía de su obra. Esta vez, yo recorría los trabajos, pinturas y dibujos. Me presenté, saludé al artista y seguí observando una por una. Mientras tanto, ingresa a la sala una pareja, hacen el camino de comunicación con lo allí expuesto y escucho que el hombre, le comienza a explicar a la mujer, todo lo que el artista quiso decir con cada una de las obras, se mete por todos los vericuetos posibles de la interpretación; pero lo que yo veía y sentía que el artista había hecho, distaba mucho de las palabras de ese joven. Cuando se retiraron del salón, el artista me dice: -Bueno, al menos mi obra sirve para que alguien pueda conquistar a una chica con sus “conocimientos”. Ambos reímos, porque en verdad, eso habíamos sentido ante tanta interpretación y la “solvencia” para narrar esas interpretaciones.
Que digo con esto: que el único modo de saber de qué se trata cuando alguien se detiene ante una obra, sea para observarla, leerla o escucharla, es a través de su mundo sensible, de su cosmogonía, de todo su Ser.
Porque el artista, expresa lo que está del otro lado de la realidad. Y únicamente se puede llegar a “esa otra” realidad, a través del mundo sensible, que es el único mundo que puede ver el otro lado de las cosas.
Cuando Van Gogh pinta “ese” árbol, termina pintando “el otro”, el que le pertenece a él, que no está en la realidad, sino que está sólo en sus cuadros. Porque el artista, pinta lo que "es" en la realidad, no, lo que “se ve” en la realidad.
El artista, sea de imágenes, palabras o sonidos, expresa ese otro mundo tal vez sin saberlo, o quizás, sabiendo qué quiere decir, pero lo que no podrá saber jamás, es cómo será vista, leída, o escuchada su obra. Ese, es uno de los mayores misterios de la creación artística.
Y aparece aquí la forma. El puente para poder decir. Y eso que el artista tiene para decirle a los otros, necesita de una forma para ser dicho. Entonces, se hacen inseparables: contenido y forma.
Van Gogh, para decir “ese” árbol, sufría y luchaba esforzadamente, cuando sentía dudas, cuando su espíritu no encontraba la manera. Hay cartas memorables sobre este tema, escritas a su hermano Theo.
Muchas veces, esas formas, al no ser sentidas, luego comprendidas por el observador, generan un rechazo y dan lugar a cuestionamientos que tanto dolor han causado a muchos artistas, en el transcurrir de la historia del arte.
Cuántas veces, se ha visto que mucho de lo catalogado de feo, el artista lo transformó en belleza. Para el artista, todo puede ser llevado a un estado de belleza. Para él, la fealdad está en la conducta inmoral del hombre, en la injusticia de unos hacia otros, en el ambicioso sin escrúpulos, en el traidor de causas nobles.
Y toda esa resaca de los hombres, a su vez, es utilizada por el artista para luego devolverlo en belleza, en la posibilidad de elevar nuestros espíritus a la Zona Sublime. Me vienen a la memoria las imágenes de los fusilamientos de Goya, o del Guernica, que estos grandes españoles testimoniaron para los tiempos.
Por ello, Austen Heller, ese magnífico crítico de arte, pudo decir: «Y que Dios me condene si la grandeza debe ser alcanzada por medio del fraude.»
El compromiso del artista con su obra, pero, a la vez, con el tiempo en el cual transcurre su existencia.
Se dice que a Baudelaire lo vieron mientras escribía poemas en la barricada y con un fusil al hombro; van Gogh le escribe a su hermano acerca de la durísima vida de los mineros y los tejedores. Dice en una carta de agosto de 1880: «Los obreros de las minas de carbón y los tejedores son una raza un poco distinta a la de los demás trabajadores y artesanos y yo siento hacia ellos, una gran estima... El hombre del fondo del abismo, de profundis, es el minero; el otro, de aire pensativo, como de soñador, es el tejedor. Cada día encuentro algo conmovedor, hasta desgarrador en estos obreros pobres y oscuros, los más desvalidos de todos, puede decirse, los más despreciados...»
Y qué hizo el desdichado, el maravilloso Vincent, pintó “Los comedores de papas”, una de las obras más intensas sobre la condición humana de quienes sufren por las injusticias.
La obra es en sí. Cosa instalada en el planeta.
El artista, sólo tiene tiempo para hacerla. Luego, “el otro tiempo”, se encargará de cuidarla, de sostenerla, de llevarla hacia zonas insospechadas, de tal manera, que cincuenta mil años después, nos extasiamos ante la Venus de Willendorf, o la emoción que nos produce Safo, cuando setecientos años antes de Cristo, nos dice: «Se han puesto ya la luna y las pléyades. Es media noche. Pasa el tiempo. Y yo sigo durmiendo sola.»
Mientras que Rabelais, allá por el mil quinientos,  nos diera a Gargantúa y Pantagruel, o el mismísimo Cervantes El Quijote, para luego, doscientos años después que ellos, Beethoven haría la Ofrenda de su Novena Sinfonía, cuando ya estaba totalmente sordo, como diciéndonos a gritos, que esa era la música que tenía adentro de sí, para Gloria de Dios y de los Hombres”.
Y nosotros hoy, aquí, en este mundo al que se le han resquebrajado los cimientos, esta civilización incomprensible, doliente,  que camina amortajada hacia su propio funeral, preguntándonos qué es el arte. Y podríamos agregar en el interrogante, para qué sirve el arte en tiempos como este que nos toca existir.
Cuál es el compromiso hoy, o cuál debería ser el compromiso del artista tal como va el mundo.
El compromiso con su obra y con el mundo. Cuál.
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