jueves, 9 de febrero de 2012

JOSÉ PABLO FEINMANN

Crear la Realidad

Fue durante esos días cuando se le apareció Jack el Destripador.
Fernando Castelli acababa de cumplir treinta años, escribía guiones cinematográficos y nunca le habían filmado uno. Lejos, todavía, estaba de sospechar que para que tal cosa ocurriese —es decir, para que le filmasen uno, al menos uno— debería convertirse en un infalible y brillante asesino serial. Por el contrario, lo que solía asiduamente sospechar era que ya caminaba por el filo de la navaja, que se le acababa el tiempo y, con el tiempo, las justificaciones. ¿Transcurriría el resto de sus días entre el rencor y la tristeza?
En caso de ser así —se decía— su existencia no sería muy diferente a la de sus compatriotas. (He aquí una palabra que Fernando aborrecía usar: compatriotas.) Vivía, al fin y al cabo, en un país de tristes y resentidos.
En un país que se acercaba al fin del siglo agitándose entre la jarana superficial, imbécil y obscenamente ostentosa de unos pocos y la tristeza, el resentimiento y la impotencia de los restantes. De aquí que Fernando no quisiera identificarse con unos ni con otros. De aquí que Fernando aborreciera la palabra compatriotas. Porque nada tenía que ver con él. Porque él no quería sumarse al bando de los ostentosos imbéciles ni al de los resignados impotentes. Porque él era él, Fernando Castelli, un solitario. Y un solitario no tiene compatriotas.
   También, y no sin cierta frecuencia, solía considerarse algo más que un solitario. Solía considerarse un escritor, condición que, posiblemente, fuera otro de los rostros de la soledad, pero, qué duda podía caber, su mejor rostro, el más fascinante, el único capaz de abrirle brechas al muro asfixiante de la realidad cotidiana para buscar algo más allá. ¿Una utopía?, gustaba preguntarse con una sonrisa íntima, irónicamente.
   Le divertía utilizar esta palabra —utopía— tan transitada, tan bastardeada en boca de sociólogos televisivos, periodistas y políticos para hacer referencia a algo tan delicado, tan tenue y errático como su destino. Por eso insistía en plantearse, con esa bastardeada palabra, una pregunta que expresaba sus más dramáticas obsesiones.
   ¿Cuál era la utopía de Fernando Castelli?
   Podía ensayar un par de respuestas.
   Una era ésta: quería escribir un gran guión, una gran historia, ¿la más grande historia jamás contada?, y quería que con esa historia se hiciese una película, ¿la más grande película jamás filmada?, y quería tener éxito, y triunfar como escritor y ser solicitado para nuevos proyectos cinematográficos. A todo esto bien se le podía llamar: su utopía.
   No obstante, dudaba. ¿En qué lo transformaría el éxito? ¿No lo arrojaría de bruces irremisiblemente al mundo de los imbéciles ostentosos? Le sobraban ejemplos para demostrarse que el triunfo, el éxito —en el sistema mundial del fin del siglo— imbecilizaba a la gente, la tornaba vanidosa e insustancial. Y esta posibilidad lo aterraba.
Aunque no menos lo aterraba la otra. No quería ser el hombre del subsuelo. No quería estar en la vereda de enfrente, del lado de la sombra, desdibujándose en su insignificancia, mirando el desfile rumboso de los triunfadores, el circo de la happy band. ¿Era una cosa o la otra? ¿Tan maniquea era la realidad? ¿Tan torpemente dual?
   Aquí, entonces, se delineaba aquello que bien podía llamarse la verdadera utopía de Fernando Castelli: abrir un nuevo espacio en la realidad. Un espacio hasta ahora inexistente. Un espacio que sólo se abriría para cobijarlo a él, su creador. Un espacio entre los presuntuosos triunfadores y los sombríos fracasados.
   Pensó: crear la realidad.
   Y este pensamiento lo llenó de felicidad y de orgullo.
   Fue durante esos días cuando se le apareció Jack el Destripador.

2. Jack el Destripador

   Primero fue una bruma leve que surgió de algún punto insondable de la irrealidad y fue a reposar sobre una de las sillas de la habitación. Permaneció en ella apenas un par de minutos. No adquirió forma alguna ni emitió el menor ruido. Sólo fue eso, lo que había comenzado siendo —y lo que terminó de ser no bien se esfumó—: una bruma leve.
   Pero Fernando no tuvo duda alguna: esa bruma leve, esa mera densidad que buscaba una forma, había sido convocada por su deseo y por su imaginación, tan fuertes el uno como la otra, él mismo —se dijo— era su lámpara de Aladino. ¿Cuánto demoraría en hacerse presente el genio?
   Demoró una semana, ya que lo segundo —es decir, lo que vino después de la bruma leve— fue abiertamente una corporización. Esto sorprendió a Fernando, que esperaba algún paso intermedio, una sombra perfilada, una silueta, algo así. Lo segundo —si bien no dentro de la habitación, sino fuera— ya fue inequívocamente Jack el Destripador.
Fernando lo vio durante un crepúsculo rojizo que ya comenzaba a ennegrecerse con las primeras sombras de la noche. Lo vio en ese instante mágico, cuando el día se entrega, cuando el fuego del atardecer se vuelve ceniciento y frío para dibujar su final, cuando el día ya quedó atrás, pero aún no es, unívocamente, la noche; allí, Fernando vio, por primera vez, a Jack el Destripador, que fumaba su pipa, no sin cierta solemnidad, de pie en mitad de la calle, con su pequeño sombrero, su capa con esclavina, su maletín de médico y su bigote esmeradamente recortado.

3. El ojo de Marion Crane

   Norman Bates, ataviado con las ropas de su madre, descargaba el cuchillo, una y otra vez, compulsivamente, sobre el cuerpo indefenso y desnudo, de Marion Crane. Marion gritaba desgarrándose y extendía sus manos con la vana intención de defenderse o, con el afán más vano aún, de pedir clemencia, puesto que ninguna máquina de matar —y eso era Norman Bates para entonces— concedería clemencia.
   Finalmente, ya cumplida en exceso su tarea, ya satisfecho, Norman salía de la escena, y allí, en la bañera, sólo quedaba el cuerpo de Marion, recostado contra los azulejos blancos (¿serían blancos?), deslizándose hacia la base de la bañera, con los ojos entrecerrados, con el velo oscuro y final de la muerte pesando sobre ellos. Y, entonces, con un esfuerzo quizá absurdo, que provenía más del deseo que de la posibilidad de vivir, pues sus heridas eran irremisiblemente mortales, Marion Crane estiraba su mano hacia la cortina de plástico de la bañera, la aferraba y, con el propósito de incorporarse, tironeaba de ella con tal fuerza —¿cuán poderosas pueden ser esas que suelen llamarse las últimas fuerzas?— que la cortina, sostenida a un barral por unos aros, se desprendía de éste con una prolijidad vertiginosa y escalofriante, aro por aro, con un ruido semejante al tableteo de una ametralladora, y Marion, la desdichada Marion Crane, cuya desdicha, más que apropiarse de cuarenta mil dólares, había sido la de querer transcurrir una noche en el Bates Motel, caía, aún aferrada a la cortina de plástico, caía, por decirlo así, en brazos de la muerte.
   Ahora su sangre corría hacia el desagüe de la bañera, giraba locamente y luego se hundía, allí, para siempre. Luego la Cámara se acercaba hacia ese agujero oscuro e infinito (¿un agujero negro?) y sobre él se imprimía el ojo derecho de Marion, abierto, muy abierto y aterradoramente inmóvil. Esto era todo. Era, al menos, todo para Marion Crane. Porque así era su muerte. Así moría Marion Crane en Psicosis, a manos de Norman Bates.
¿Cómo había logrado Hitchcock, se preguntaba siempre Fernando Castelli, la absoluta inmovilidad de ese ojo? Porque ese ojo, allí inmóvil, era la más estremecedora imagen de la muerte que había visto en el cine. ¿Era una foto? No, no lo era, ya que, observando agudamente, era posible detectar una que otra gota deslizándose desde el cabello de Marion hacia su frente. ¿Habría Hitchcock realmente asesinado a Janet Leigh, la actriz que interpretaba a Marion Crane? Tampoco esto era probable. Porque aunque semejante escena —la perfección de esa escena— bien hubiera justificado matarla, era evidente que el Maestro no lo había hecho, puesto que Janet Leigh había trabajado en películas posteriores a Psicosis.
   De modo que —buscando develar éste y otros secretos de esa formidable secuencia cuyo rodaje había demorado siete días, con setenta posiciones de Cámara para sus cuarenta y cinco segundos de duración— Fernando Castelli, apasionado cinéfilo, rebobinaba el videocasete y lo detenía no bien Marion Crane entraba en la bañera y todo empezaba una vez más.
   Sin embargo, no habría de ver —hoy— dos veces esa secuencia.

4. Doña Clara Castelli, viuda

   Marion Crane gritaba de dolor y de terror, Norman Bates descargaba sobre ella sus implacables puñaladas y Fernando Castelli, apoltronado en un sillón, miraba apasionadamente la pantalla del televisor a través de sus anteojos tipo León Trotsky, mientras comía, en abundancia, maní con chocolate.
   Fue en ese exacto instante cuando se abrió la puerta. La abrió su madre, la madre de Fernando, luego de embestir contra ella, como la inapelable metralla de un cañón, con su silla de ruedas. Así, violenta, con el rostro encendido por la ira, dispuesta a devastarlo todo, entró en la habitación.
   —¡Idiota! —gritó aún con más fuerzas que Marion Crane—. ¡Basura! ¡Grandísimo infeliz!
   Fernando no apartó sus ojos de la pantalla —en ese instante Marion estiraba su mano en busca de la cortina de plástico y pronto se desprenderían los aros del barral— ni dejó de comer su maní con chocolate. En suma, no miró a su madre. Pero dijo, serenamente:
   —No seas tan dulce conmigo, mamá. Vas a malcriarme.
   La madre de Fernando Castelli, por decirlo suavemente, era horrible. Sus expansivas caderas apenas si cabían en la silla de ruedas. Lucía en su cabeza ruleros de diversos y, en rigor, escandalosos colores, sudaba copiosamente como si transcurriera sus días bajo un eterno y ardiente y húmedo verano o como si fuera una criatura del infierno asediada por sus llamas. Tenía papada, tenía granos en la cara, granos de los que surgían pequeños pelos, cortos y de puntas agudas, amenazantes, y acostumbraba a comer —tal como, por ejemplo, ahora— tallarines fríos que extraía de una oxidada cacerola de aluminio.
   Fernando no abandonó su sillón ni dejó de mirar las imágenes de su amada película. (¿Serían blancos los azulejos?) Su madre continuaba hablando:
   —Vos ya estás malcriado —respondía a su hijo—. Pero no por mí. Ni por tu pobre padre. Dios lo tenga...
   —En Su santa gloria —completó Fernando.
   —En Su santa gloria, sí —gimoteó su madre—. Tu pobre padre que se mató trabajando para sacar algo bueno de vos. Hasta que... ¡Hasta que su corazón no pudo más!
   —Hasta que se tiró desde la Torre de los Ingleses, mamá —precisó Fernando mientras masticaba con creciente furia, y sin que tal acción le impidiera hablar, el maní con chocolate—. ¿O no se tiró desde la Torre de los Ingleses? Y no por mí. Por vos. Porque no aguantaba vivir un segundo más con vos.
   Doña Clara, ya que no era otro el nombre de la madre de Fernando, chilló:
   —¡Miserable! ¡Sólo vos sos capaz de decir algo tan canallesco!
   —Si fuera posible, te pediría que hablaras sin escupir fideos —solicitó Fernando.
   Doña Clara tragó y volvió a chillar:
   —¡Grandísimo pelotudo!
   Fernando tomó el control remoto, presionó el stop y el ojo muy abierto y muy muerto de Marion Crane se borró de la pantalla. (¿Cómo habría logrado Hitch esa hazaña?) Dejó la caja de maní con chocolate sobre una mesita, se incorporo, miró al monstruo en que se había convertido su madre —no siempre había sido así— y preguntó:
   —¿Se puede saber para qué viniste? ¿Para qué entraste tan dulcemente en mi habitación?
   —¡Estoy harta de escuchar los gritos de tus crímenes! —explicó Doña Clara—. Ni comer en paz puedo. Siempre hay alguien gritando en tu televisor. Cuchillos, sangre, muerte. ¡Y todo en podrido blanco y negro!.
   Hundió en su boca otro tenedor desbordante de fideos. Fernando dijo:
   —Son mis gustos, mamá. ¿O querés que me dedique a bordar manteles como vos?
   —Por lo menos yo traigo dinero a casa —reprochó duramente Doña Clara—. En cambio, vos... ¡Inútil! —chilló y varios fideos frío escaparon otra vez desde su boca.
   —¿Inútil? ¿Yo? —se indignó Fernando—. Dos trabajos tengo. ¿Te parece poco?
   Con increíble velocidad, Doña Clara giró su silla de ruedas y salió de la habitación.
   —¡Sí, poco! —la oyó tronar Fernando—. ¡Me parece poco! ¡Me parece una mierda! ¡Llevás la vida de un infeliz!
   Sin dejar de proferir atrocidades aún mayores —siempre, claro, a propósito de Fernando—, cruzó el patio como un vendaval, entró en su habitación y la cerró de un portazo. Una pequeña maceta con dos o tres geranios que pendía de una pajarera se sacudió con violencia y fue a estrellarse contra el piso de baldosas rojas que cubría el patio. ¿La sangre de Marion Crane habría dejado tan rojos como esas baldosas los azulejos de la bañera?, se preguntó Fernando antes de cerrar la puerta de su habitación, apoyarse contra ella y cubrirse el rostro con las manos.
   —La odio —masculló con furia—. La odio.—Retiró las manos de su cara. La frente y los ojos le brillaban.—Si pudiera matarla —murmuró—. Destriparla... Destriparla...
   Caminó unos breves pasos por la habitación. Se detuvo junto a su escritorio. La lámpara, al iluminarlo desde abajo, dibujaba extrañas zonas de sombras y de luces en su rostro. Con una voz sorda y lenta, masticando cada palabra, todavía dijo: —Destriparla... Si tuviera coraje... Si fuera... Si fuera...
   —¿Jack el Destripador?
   Estaba de pie junto al televisor. Estaba allí con su capa con esclavina, su maletín de médico y su bigote esmeradamente recortado. Sonreía. No sólo parecía satisfecho de sí mismo, sino, por decirlo así, de la existencia humana en general.
   Admirado, perplejo aunque sin posibilidad de incredulidad alguna, puesto que Jack estaba allí, frente a él, de pie junto al televisor, allí, en su habitación, Fernando exclamó:
   —¡Jack el Destripador! El más grande asesino serial de la historia del crimen. El que desapareció entre las nieblas de Londres sin que nadie pudiera apresarlo.
   El Destripador se quitó su pequeño sombrero. Apoyó el maletín junto al escritorio y se sentó plácidamente sobre un sillón. Cruzó las piernas. Fumaba, desde luego, su pipa.
   —Sí —asintió—, soy yo. Aquí estoy. —Miró fijamente a Fernando y preguntó: —¿Puedo ayudarte? Pídeme lo que más necesites. Lo haré para ti. O haré que tú lo hagas.
   Fernando Castelli sintió que algo —muy pronto— cambiaría en su vida.
   Algo, o quizá todo, se dijo.

del libro "Los crímenes de Van Gogh", de José Pablo Feinmann. Publicado en 1994 por Planeta, Buenos Aires. ©1994 J.P.Feinmann.

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