jueves, 12 de julio de 2012

LILIANA HEKER

Liliana Heker cuenta los orígenes de su novela, El fin de la historia, que fue un proyecto a lo largo de varios años. Trata el tema de la traición en un escenario sombrío: el de la guerrilla en la década del setenta.

Una tarde del invierno de mil noveceintos setenta y uno estoy en un café esperando a una mujer de mi edad que poco tiempo atrás ha pasado a la clandestinidad. Para atenuar la inquietud de la espera, o por costumbre, se me cruza la idea de una novela -versión argentina y sesentista de El grupo, de Mary McCarthy: tres amigas con un mismo origen que, a lo largo de los años devienen: una, guerrillera, otra, intelectual, la tercera, una perfecta señora burguesa- , idea trivial que enseguida olvidaré. Cinco años después lloro la muerte de la mujer a quien había esperado; tres años más tarde un hecho feroz me sacude más que esa muerte y empieza a convivir conmigo como una presencia intolerable.
   Estos tres episodios fraguan la prehistoria de El fin de la historia, un plasma evasivo y al mismo tiempo imperioso que, sin alharacas, empezó a trabajar dentro de mí, y que, en mil novecientos ochenta y ocho, me llevó por primera vez a declarar: voy a escribir una novela sobre el tiempo apasionado que nos tocó vivir a los que nacimos en los años cuarenta y sobre una militante que traicionó.
   No soy de fiar. Entre mi primer deseo -o necesidad- de escribir una cierta ficción y el momento en que lo deseado deja de ser una nebulosa y puedo de verdad sentarme a escribir , suele mediar un espacio sin bordes que me llena de pavor y en que me desplazo a los saltos entre picos de fe y socavones de escepticismo.
   En el caso de esta novela, durante casi seis años y entre la escritura de otros textos, narré episodios aislados, completé capítulos, que no pertenecían a nada, escribí fragmentos de escenas sin destino, diálogos truncos y párrafos iniciales que corregía hasta lo maníaco pero que no me conducían a ninguna parte. Leí mucho también: acerca de las distintas organizaciones gurrilleras, acerca de los campos de exterminio, acerca de los métodos -algún nombre hay que darles- de los represores. Y, sobre todo, hice ciertas entrevistas de las que emergía como de una pesadilla. Fue así que, un buen día, tuve completa la cronica de los hechos que hacían a mi protagonista; sin fisuras, el segmento de vida que quería contar y que hoy es el eje central de la novela. Pero seguía sin encontrar esa novela. [...] Por fin, un día de abril de 1994, me desperté a las cuatro de la madrugada y, como ocurren a veces estas cosas, supe de golpe cómo se cuenta lo que quería contar. A las cinco y media empecé a escribir esta novela.
   Creo que ningún texto mío me dio tanto trabajo, y que con ninguno me he sentido tan libre. Como si algo -¿tal vez mi desesperación por narrar todo lo que pretendía sin caer en un mamotreto de seiscientas páginas?- me compeliese a cruzar ciertas fronteras dentro de las cuales, hasta ese momento, me había manejado con alguna seguridad. Distintos tonos, distintas voces, distintos tiempos se inmiscuían unos en los otros y se resignificaban por contacto. O sea, al menos, esa era mi impresión en los momentos de optimismo. En ese sentido, el de la escritura, debo confesar que la construcción de esta novela fue un acto dichoso, más allá de la desdicha de lo relatado. Descubrir cómo se cuenta aquello que, hasta ayer, había aparecido como caótico y confuso, constituye una alegría difícil de comunicar. Y emular.
   Pero no fue un trabajo liviano. Y tampoco seguro. Mi sensación, mientras escribía, era la del salto al vacío: no tenía ninguna garantía de que, eso que estaba haciendo, fuera realmente una novela; ninguna certeza de estar tramando una historia -o más de una historia- que alguien pudiera, y quisiera, leer del principio al fin. No fue esa, sin embargo, la dificultad mayor. Ocurre que ante la muerte como política oficial, ocurre que ante el crimen y la tortura existe una sola respuesta posible: la oposición absoluta y sin atenuantes. Pero las respuestas consensuadas no necesitan de la literatura. Ni la literatura necesita de ellas; aviesamente buscará comprobar que, enquistadas en el horror, constituyéndolo, hay historias privadas, repugnantes pero al mismo tiempo tan resbaladizas que apenas uno se acerca a ellas, parecen darse vuelta, generar sus propias defensas, desfigurar su verdadera cara. Digamos, por ejemplo: aquel a quien llamamos traidor nunca es un traidor para sí mismo; su discurso nos lo revelará como actuando de la única manera posible en que se puede actuar en una circunstancia dada. ¿Cómo contar a ese traidor? ¿Cómo contar a un torturador desde su propia verdad? ¿Con cuáles otras verdades confrontarlo?
   He buscado desdibujar los límites entre documento y ficción; he buscado que el texto fuera, ante todo, un hecho literario, con todo lo que esto implica de sinuoso y de ambiguo. No sé con qué fragmentos de la realidad cotejará cada lector cuáles fragmentos de este libro. Sé que, para mí, su escritura fue un modo de atarme a la memoria, por incómoda o intolerable que esta memoria fuera. Un intento, tal vez, de reconstruirme.
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