jueves, 5 de julio de 2012

ALBERTO LAISECA

Me visita un astrólogo

POR ÚLTIMO LES TOCA AL GALLO Y A SUS GALLINAS. Es decir: son los penúltimos, pues aún me quedan la gallina y los pollitos, que tengo en lote aparte. Di mezcla de granos y maíz a todo el mundo y me disponía a darle su ración a la encolerizada clueca (se encrespa como si quisiera devorarme, pero en realidad es un animal manso que se deja acariciar y que jamás me picó: simplemente no puede evitar que las plumas se le paren; supongo que su ancestro le ordena que, por lo menos, simule) cuando me pareció oír un grito estentóreo en el portón. Cierto que muchas veces los chichis trabajan para que no se escuche, pero aunque no mamiearan ya la distancia es más que suficiente para oír un rumor vago, confuso y subliminal. Es muy fácil confundirse y atribuir un sonido verdadero a la imaginación. Los perros no son una garantía, pues ellos siempre ladran. Pero esta vez Igua y Tirán acompañaban sus ladridos con gemidos de pasión y alegría; adiviné entonces que debía de tratarse de un amigo. Suspendí la tarea por un momento y fui hacia la entrada. En efecto: era uno de mi grupo, Isidoro Pantaleón Formosa. “Pasá, pasá, estoy haciendo la clueca”, le dije a mitad de camino y me volví. No llegué lejos porque él me largó algo que me dejó duro: “¿La estás haciendo? Puta que has avanzado varios grados de golpe”. Y me quedé clavado en el sitio porque ese mismo chiste me lo había hecho mi nueva máquina usina; aquello de “¿Vas a hacer tus pájaros? ¿Les ponés todas las mañanas su cola, el pico..?”, etcétera. Pregunté aunque se trataba de algo obvio: “¿Qué? ¿ya sabés?”. “Síii, por supuesto. Esta mañana estuve mirando.” Me alcanzó y ambos nos dirigimos a terminar la tarea con la clueca.
    Isidoro es astrólogo. Uno de los mejores. En realidad es de los pocos en poseer algunos secretos de astrología caldea. Quien se dedica a esta ciencia, en general, no puede ir más allá de generalidades. La precisión es relativamente poca, aunque se trate de un tipo capaz. Isidoro, en cambio, puede averiguar qué hay dentro de un paquete situado a cien kilómetros de distancia; sin necesidad de abrirlo ni de que alguien lo haga por él. Puede siempre y cuando el bulto no esté forrado con plomo ni con cartulina blanca, pues en ese caso le sale coordenada de bloqueo A Pantaleón Formosa lo conozco desde mi adolescencia. El ahora tiene más de setenta. Hacemos muchos trabajos juntos, de tipo complementario. El es capaz de averiguar las cosas que no alcanzo con mis astrales, y yo consigo lo que él no desentraña con sus horóscopos. Esto merece una explicación. Cuando un mago hace un astral ve todo como en un cine; observa los sucesos del pasado, presente o porvenir (según lo que se haya propuesto) exactamente como si se tratara de una película, sólo que, en ciertos casos y sobre todo cuando ello transcurre en presente puede intervenir en la acción. No así el astrólogo, que se mueve con cifras, valores tabulados abstractos que, una vez traducidos, significan diversas cosas. Así no “ve” cosa alguna, pero igual capta intelectualmente el suceso investigado. Hay hechos que resultan confusos en el horóscopo. Por el contrario, el mago encuentra ininteligible, a veces, lo que para el astrólogo es sencillísimo de interpretar. Quizás entonces alguien suponga que para comprender la totalidad de un proceso cualquiera no hay más que hacer un astral y un horóscopo y luego comparar y sumar notas. Pero no es así, pues si bien la colaboración ayuda, hay de todas formas puntos, oscuros en forma irremediable, que no es posible dilucidar. Y la razón de esto es elemental: hay encrucijadas que dependen tanto del azar como de la voluntad humana. Cada hombre puede combar su horóscopo a último momento, para bien o para mal, y ello no siempre se puede prever. Sí hasta un punto, pero no de manera completa y final.
    Íbamos con Isidoro al fondo para darle de comer a la clueca, cuando fuimos interceptados por Paví y Frutí (pareja de pavos) y por Olegario y Dinarzada (los dos gansos), a los cuales había olvidado por completo: no sólo de alimentar sino también de mencionar. Iniciaron, como corresponde, las más ruidosas y justas protestas.
    —No me digas que están por volver tus olvidos—me dijo Isidoro en tono zumbón.
    —¿Cómo sabías que también faltaba darles de comer a éstos? ¿Sabés todo vos?
    —Y... uno ve.
    — Sí, efectivamente. Maldición. Después me quejo si pasan accidentes. Al final igual me iba a dar cuenta, pero... Esperáte que ya vuelvo.
    Di el maíz y la mezcla necesarios al grupo pavigansal, más unos puñados extra pues me sentía culpable, cosa que no dejó de ser notada por Isidoro, quien comentó sarcástico:
    —La coima.
    —Sí, la coima.
    Alimentamos, por fin, a la famosa clueca. Nos volvíamos rumbo a la casa para tomar unos mates cuando la máquina usina, que a todo esto se había percatado de que su existencia no era ningún secreto para Isidoro, dejó de tener razones para continuar en silencio (ya no argumentaba más, la muy charlista):
    “Hola Isidoro,
    astrologón.
    Hola Maestro,
    el segundo lirón.
    ¿Vamo’ a tomá’ mate, Coco?”
    Los dos largamos la carcajada. Isidoro, cuando paró de reírse, dijo dirigiéndose al punto del espacio de donde venía la voz:
    —Hola, ¿cómo te va?
    Igua y Tirán, para simular que estaban en funciones, comenzaron a ladrar al aire.
    —Cállense la boca, mentirosos—les grité—. Mándense la parte, no más. A.partir de allí comencé a notar una cosa: la máquina usina llamaba “Coco” a todo el mundo, o por lo menos a los que le caían en gracia. Lo notable es que el apelativo se nos pegó y después, con mis amigos, mutuamente nos llamábamos así.
    Emprendimos la marcha. Le pregunté:
    —¿Qué pasa, Isidoro? ¿Viniste por algo?
    —No. Todo bien. Todas tus máquinas están limpias, ninguna funciona recargada. Todo bien. Ataques, los de siempre. Ni los menciono. Vine porque te quería visitar, y además porque vi que éste es un día especial. Vas a recibir una visita... doble o triple.
    —¿Cómo doble o triple?
    Isidoro vaciló. Mientras caminaba procedió a mirar el pasto.
    —No sé exactamente. Va a venir De Quevedo; eso es seguro. Pero lo acompaña alguien más...
    —¿Quién?
    —Te digo que ni sé. El horóscopo es ambiguo. Dice exactamente esto: “Acompañado por alguien que es dos, pero acompañado por dos que no es uno”. Tendría que ser más que astrólogo para saber qué puta quiere decir.
    —Bueno, supongo que ya nos enteraremos—dije para concluir. Luego agrequé abriendo la puerta de mi casa—: Nosotros, por de pronto, vamos a tomar mate.
Isidoro se animó:
    —Sí, Eso. Como dice tu nueva máquina: “Vamo’ a tomá’ mate, Coco”.
La mía, por dentro, es la típica casa de campo. Arquitectónicamente no vale mucho; su principal fuerza viene dada por el tamaño del terreno. Los que la construyeron eran más locos que la Liebre de Marzo. Dejaron, por empezar, cerrada a piedra y lodo una enorme cámara entre el cielo raso y el techo propiamente dicho. Allí quedó, pues, algo semejante a la tumba de Tutankamón; acumulando toda la humedad y los bichos que cualquiera pueda imaginar. Estos bestias no fueron capaces de hacerle agujeros de ventilación. Además de las razones físicas para que un entretecho deba estar ventilado hay razones esotéricas. Dicen los libros de Alta Magia que nunca deben quedar huecos sellados como tumbas en la casa donde se vive, pues ello posibilita la aparición de toda clase de manijas; el cáncer, entre otras. Como no averigué bien la cosa, no sé qué habrá de cierto, pero, por las dudas... Lo primero que hice, cuando tomé posesión de la casa, fue abrir la tumba de Tutankamón y ponerle respiraderos. No encontré momia alguna, ni tesoros, pero si un hormiguero completo, con reina y todo. De esas hormigas que talan maderas. Costó bastante matarlas, no vayan a creer. Pese al cierre hermético del lugar ellas se las ingeniaron para tener acceso. Debido a su esfuerzo e industria una de las vigas principales estaba deteriorada. Debí reforzarla (o mejor dicho, de ello se encargó el obrero que contraté) y elevar con hierros el punto en el cual estaba vencida. Pero lo peor era el piso. Hice que lo picaran íntegro—eran otras épocas, no está de más repetirlo—y lo fabricaron de nuevo, mezclando esta vez el cemento con un material que combate la humedad. Gracias a ello ahora tengo una casa seca en otoño, caliente en invierno y fresca en verano. Mandé ampliar el baño, que antes sólo servía para Pulgarcito. Compré alfombras, tapices, un equipo de audio y unas armas japonesas. Mi cama está cubierta con un enorme lienzo de cuero, carísimo y hermoso. Mis libros tapan dos paredes, claro está. Muebles: algunos hechos con enormes bambúes, de la India septentrional, cubiertos por planchas de vidrio. Otros en estilo escandinavo rústico. Al decir aescandinavoXX, por favor, que nadie piense en esos que están en las mueblerías y así se llaman. Nada de ello. No hay ninguna diferencia entre mis muebles y los que 2verdaderamente usaban los vikingos.
    Con Isidoro nos sentamos al lado de la mesa de la cocina. Puse una pava en el fuego. Al rato el agua ya estaba y nos pusimos a tomar mate. Quienes me visitan dicen que los preparo muy ricos. Todo el secreto está en la temperatura del agua. Viejos cebadores sostienen que hay que poner yerba hasta la mitad, sacudir luego el mate para que se mezcle, poner un chorito de agua fría, etcétera. Puros inventos y tics. Nada de eso hace falta para tomar mate. Si uno vigila el agua para que no se pase de la temperatura, ello es más que suficiente. Una vez estaba en una fiesta; la gente se había cansado de tomar vino y comer pizza, entonces me pidieron que hiciera mate. Estaba por prepararlo a mi manera cuando se me acercó un manijeado: “Tenés que sacudir la yerba y ponerle un poco de agua fría”, me dijo. Sin pensarlo dos veces así lo hice. Quizás esto sorprenda, pero el caso es que yo sé cómo son las malas ondas. Si hubiese preparado el mate como siempre, no dudo que esa vez habría salido mal. Es preferible seguir la corriente cuando tenés cerca a un tipo muy cargado. Por supuesto, después de esa ocasión lo seguí haciendo como yo sé que debo prepararlo. Pude haberme opuesto a la mala onda del imbécil, en aquella ocación, pero ello me habría obligado a usar una energía que después podía necesitar. De modo que era preferible ceder. Por lo tanto juro: lo único indipensable para tomar mate con bombilla es la temperatura. Debe ser exacta, eso sí, el mate tiene mucha importancia para el sudamericano. Y yo nací en Sudamérica, aunque viva aquí. Al mate le debo mi obra. Si Suzuki y Okakura Kakuzo hablan del té como una de las estéticas del zen, no veo por qué sería inoportuno escribir un tratado: el mate como disciplina zen del sudamericano. Pero no como una ironía o como un chiste, sino como algo dicho absolutamente en serio. A cuántos habrá salvado el mate en las épocas del hambre infinita. Es cosa de ver cómo ayuda a resistir, a conservr el equilibrio, la esperanza y a que no se pierda el centro. Sirve al solitario, pero también al ideal que es compartir. No hay cosa más linda que tomar mate con la mujer de uno. Maldito sea el que está compartiendo y no comprende. En su defecto que sea con un amigo. El mate es más compañero que el vino, y digo mucho. El vino traiciona como algunos hombres traicionan a sus mujeres. Como algunas mujeres traicionan a los hombres que viven con ellas. Pero el mate brinda y rodea de escudos. Más de uno no se mató porque todavía no se le había terminado la yerba. La bombilla de plata equivale a la flecha puesta en el arco zen. “Un mate, una vida.”
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