miércoles, 11 de julio de 2012

ESTHER DÍAZ

Los lenguajes del deseo
Publicado con autorización de la autora, a quien agradezco enormemente.¨
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Una mujer incentiva sexualmente a su pareja mediante un método que termina por matarlo. Desesperada por lo ocurrido, le corta el pene y se lo introduce a sí misma en un vano intento por perpetuar el goce. Mientras el hombre estaba vivo, sus órganos y los de la mujer formaban una máquina de deseo. Pero cuando el desacople ya no es posible, porque lo que producía placer permanece “pegado” a la piel y ausente de otra subjetividad, acontece el horror. Esto ocurre en una de las últimas escenas de la película japonesa El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima. La protagonista no encuentra ya placer en la “posesión” de ese órgano perennemente alojado en el suyo. Camina a la deriva, se pierde a sí misma, pierde la razón.

El deseo brutal, ese deseo en estado puro, porque se descodificó de lo aceptado socialmente, puede arrojarnos más allá de los límites de la razón. Pero también, en otras circunstancias, puede deslizarnos hacia líneas de fuga liberadoras.

Consideraciones de este tipo hubieran sido impensables en épocas pre-freudianas. La teoría psicoanalítica conmocionó el imaginario colectivo social y sexual, además de incidir en las subjetividades. Freud elaboró conceptos que siguen conservando la frescura y el vigor del primer momento y otros que reclaman ser reconsiderados. Las problemáticas que llegan a la clínica actualmente van cambiando al ritmo de las nuevas tecnologías, de la reorganización del poder mundial, de los replanteos en las relaciones deseantes y de las nuevas conformaciones subjetivas; en consecuencia, las teorías que dan cuenta de nuestra inserción en el mundo reclaman ser repensadas a la luz de esos cambios.

Sigmund Freud levantó las compuertas de los discursos científicos y humanísticos sobre el sexo e innovó radicalmente las concepciones acerca de la locura. No porque nunca se hubieran tratado estos temas antes que él, o incluso en su misma época, sino por la manera en que los trató. Y, aunque en este artículo no se tematiza específicamente la teoría freudiana, la presente reflexión se instaura teniendo esa teoría como telón de fondo. Freud, con los Tres ensayos para una teoría sexual, entroniza una cuña en la episteme de su época. Desarrolla hipótesis sobre el deseo que abren una multiplicidad de senderos para recorrer los tortuosos laberintos de la sexualidad. Es maestro de la teoría sexual moderna.

Considero que a partir de él, por aceptación o rechazo, no se deja de ser su discípulo cuando se piensa la cuestión sexual. No obstante, cien años más tarde de su publicación genial, se impone preguntarse si el buen discípulo debe seguir acríticamente a su maestro o, por el contrario, diferenciarse en sus derroteros. Sin embargo, estas dos posibilidades no son contradictorias, sino complementarias. Se puede soltar la mano del maestro sin dejar por ello de compartir caminos. Se puede avanzar sin pastor pero es difícil hacerlo sin buena compañía.

Con esta aclaración (que se imponía) retomamos las consideraciones sobre el deseo y su posibilidad de ser moldeado -o no- por el significante. El deseo, en sí mismo, es polimorfo y múltiple, nada tiene que ver con las codificaciones con que se lo suele encorsetar. El poder codifica al deseo tanto para tornar más fácilmente gobernables a los sujetos, como para volverlos dóciles a las leyes del mercado. Aunque eventualmente los sujetos encuentran líneas de fuga, por las que escapan de los territorios “normalizados” por los aparatos de poder-saber. El tema es cómo escapar a las sobrecodificaciones sin caer en la locura o en la exclusión social (o en ambas, ya que se implican mutuamente).

Si se trata realmente de liberación, las pulsiones deseantes forman máquinas que actúan desde una especie de dispositivo formal, aunque tenga contenido. Es formal porque puede disparar la posibilidad de múltiples sentidos. En definitiva de diferentes disposiciones deseantes. La boca y el pezón -dicen Gilles Deleuze y Félix Guattari, en El Anti-Edipo- constituyen una máquina deseante que se acopla y se desacopla, que se prende y se desprende dando así lugar a un dispositivo de alimentación-placer. Hay disfrute porque existe la posibilidad de conectarse y desconectarse. Una boca y un pezón acoplados indefinidamente no permitirían alimento ni placer. La cosificación del deseo es también su extinción. Estos mismos autores, en Mil mesetas, agregan nuevas categorías para pensar el devenir deseante. Aquí interesa el concepto de “rizoma”, una palabra que, como todas las palabras, es una metáfora acerca de cierto aspecto de la realidad. Deleuze y Guattari la utilizan cómo tecnicismo que, para ser entendido requiere de cierta explicación previa.

Hay teorías que intentan dar cuenta de la realidad como si ésta se sostuviera en una raíz pivotante. Su fundamento en un principio único y universal: el ser, o Dios, o la ciencia u otras ideas absolutas. Existen también teorías que semejan raíces dicotómicas. Sus bases de sustentación no son unívocas (como las pivotantes), sino duales: el ser y la apariencia, la sustancia y los accidentes, la esencia y la existencia. Pero no dejan de evocar universalidades y reduccionismos que simplifican una realidad compleja. Un tercer tipo de teoría recurre a la idea de rizoma para referirse a los flujos que circulan por lo que, un poco vagamente, llamamos “lo real”. El concepto de rizoma no aspira a ser un calco o un reflejo de la realidad, sino un mapa de la circulación de deseo que la posibilita.

El ímpetu deseante deviene consciente filtrado por los códigos sociales que los poderes hegemónicos le imprimen al deseo. Si aceptamos acríticamente la norma que tales códigos imponen, nos convertimos en individuos predecibles y fácilmente gobernables. Las teorías acerca de la realidad que postulan principios únicos para sus desarrollos cognoscitivos se tornan -a veces sin proponérselo- funcionales a los sistemas coactivos. Esas teorías son semejantes a un árbol sostenido por una raíz pivotante. Tampoco mejoran mucho las cosas si en lugar de un fundamento se postulan dos, a la manera de las raíces dicotómicas.

En contraposición con las teorías pivotantes y dicotómicas, una teoría rizomática señala que, además de no fundamentarse en nada, las aparentes unidades, más que dividirse, se diversifican, son múltiples. Las organizaciones subjetivas, sociales, vegetales y animales son complejas. Incluso las conformaciones minerales son plurales.

Pero, de hecho, las raíces pivotantes y dicotómicas presentan estratos que permiten identificarlas como tales. Y, cuando funcionan como metáfora de lo existente, la pivotante actúa en el sujeto. Se supone que nos captamos a nosotros mismos como unidad “centrada”, y que también captamos esa entidad en cada uno de los demás sujetos. La dicotómica, en cambio, actúa en el objeto. Ahí el supuesto es que el sujeto conoce objetos que tienen realidad por sí mismos, independientemente de quien los percibe. Esta concepción simplista de la realidad ignora la constante interacción en la que subsistimos.

En el pensamiento occidental, fundamentalmente a partir de los llamados “maestros de la sospecha” decimonónicos: Marx, Freud y Nietzsche, se cuestiona la unidad lineal del saber. Una teoría debería aspirar a dibujar mapas de lo que acontece, en lugar de especular con abstracciones. La reflexión debería descentralizarse y, como el mundo al que tematiza, expandirse, antes que reducirse a pensamiento puro negador del deseo. Debería “volverse rizoma” dirían los autores de El Anti-Edipo.

El rizoma no es una raíz, sino un tallo subterráneo. Se extiende bajo la tierra adquiriendo formas imprevisibles, estalla sobre la superficie regalando una planta, y otra, y otra. Varios metros separan, a veces, un helecho de sus múltiples vecinos, pero todos están conectados por un mismo rizoma. Bajo la superficie, algunos forman bulbos o tubérculos. Emiten raíces penetrando la tierra o irradian tallos que se asoman a la superficie. Se proyecta hacia arriba y hacia abajo. Si es cortado en alguno de sus tramos, se lanza nuevamente a la aventura de crecer. Tiene formas diversas y se extiende en todos los sentidos posibles.

El rizoma no esquiva el caos, sin dejar por ello de establecer aquí y allá distintos órdenes casi siempre imprevisibles, nunca reversibles. La botánica parece ser rizomorfa, o lo es cuando forma bulbos, tubérculos, tallos subterráneos con pluralidad de salidas y entradas. La zoología también forma rizomas: manadas de ovejas arremolinándose, pájaros migratorios desplazándose, ratas huyendo y atropellándose, roedores subterráneos construyendo madrigueras. También hay urbanismos rizomáticos como Ámsterdam, o Venecia, las favelas y las villas miserias.

En el pensamiento antiguo, medieval y moderno prevaleció el pivote (principio único en filosofía, religión, política y/o ciencia). En las postrimerías de la modernidad, predominó la dicotomía (bifurcación, en el pensamiento maoísta o en análisis lingüísticos estructuralistas), ciertas corrientes actuales intentan el rizoma, donde la multiplicidad se concatena mediante eslabones biológicos, políticos, económicos, sexuales, urbanísticos, intelectuales, artísticos. Los eslabones deseantes ponen en juego regímenes de signos y estado de cosas.

Las artes, las ciencias, las luchas sociales se actualizan microfísicamente. Para modificar algún aspecto de ellas, en sentido liberador, hay que operar desde lo micro, molecularizar desde formaciones espontáneas, no ideologizadas, es decir, no codificadas por los aparatos de poder. En un rizoma continuamente hay líneas de fuga. Glen Gould, interpretando a Bach, se desterritorializa de la partitura en cada nueva variante melódica de las Variaciones Goldberg.

Sólo existe unidad cuando la multiplicidad es capturada por el poder del significante, o en un proceso de subjetivación, en el que la unidad se sobrecodifica. La unidad es una abstracción, una mera atribución verbal. Cuando se elide la multiplicidad, se molariza, se masifica el deseo negando las diferencias. Por el contrario cuando se logra molecularizar las pulsiones, se liberan partículas, intensidades, líneas de fuga.

La ruptura del significante implica una des-codificación desterritorializante. Pero las reterritorializaciones acechan. Los microfascismos siempre están dispuestos a cristalizar un ordenamiento fácilmente gobernable. También los aparatos de poder hacen micropolítica, pero negativa, en la medida en que actúan sobre las materialidades para molarizarlas, para encerrarlas en una “normalidad” funcional a los poderes hegemónicos. De modo tal que se producen reterritorializaciones en lo familiar, en lo social, en lo cultural, en lo político y en lo natural: desde resurgimientos edípicos hasta prácticas sociales domesticadoras, pasando por solidificaciones naturales que detienen, por ejemplo, el curso de un río coaptando vegetales y animales que fluían libremente en las turbulencias de sus aguas.

La multiplicidad es rechazada por la voluntad de unidad. La multiplicidad no tiene sujeto ni objeto, contiene determinaciones. No hay unidad que sirva de pivote en el objeto, o que devenga dos en el sujeto. Hay circulación de intensidades. El devenir material captura códigos. La orquídea, por ejemplo, adquiere forma de avispa hembra atrayendo a la avispa macho que, al posarse en su superficie se impregna de polen que esparcirá luego en otras orquídeas fecundándolas. Parecería que la flor imitó a la avispa. Pero, en realidad, le capturó su código aumentando su valencia: devino avispa. Entre el insecto y la planta circulan intensidades. No se produce imitación, sino surgimiento de series heterogéneas desde un rizoma común. La serie de las avispas y la serie de las orquídeas son multiplicidades diferentes interactuando.

“No busques la raíz, sigue el canal”, dice una canción de Patti Smith. En el canal los flujos se movilizan, cambian, son rizoma. La raíz, por el contrario, está fija de una vez y para siempre. Kafka escribe, en su Diario, que las cosas que se le ocurren no se le presentan por su raíz, sino por un punto cualquiera situado hacia el medio; y nos incita a que tratemos de retener esa brizna de hierba que sólo empieza a crecer por la mitad del tallo.

La máquina de guerra, que moviliza los flujos del deseo, es nómada. En cambio el aparato de Estado, que codifica los caudales deseantes, es sedentario. No obstante, algo de sedentario hay en la realidad, de lo contrario no podría ni ser pensada. Se trata de los estratos, de la “cubierta” de los acontecimientos, de los sujetos, de los libros. Esos estratos permiten la ilusión de la unidad desde la multiplicidad. Los segmentos, a su vez, son porciones de estratos. La estatua de mármol rodeada de plantas es un estrato del bosque. Ofrece una mano surgiendo de lo verde. Es decir, un segmento como entidad en sí mismo, un trozo sedentario que no está libre de tornarse nómada mediante el abrazo, por ejemplo, del rizoma de un helecho que lo cubriera y lo horadara. Podría formar una máquina, en la que la piedra interactuaría con la humedad y las nutrientes de la planta. Lo sedentario lograría así devenir nómada transformándose en máquina de guerra.

Aquello que nos parece estático nos engaña por lo intangible de sus movimientos. Pero puede adquirir velocidad visible. El majestuoso glacial patagónico, inmóvil y unitario, puede quebrarse y arrojar sus trozos turquesa para explotar –magnífico- y sumergirse en las lechosas aguas del lago sin detener su incontenible pulsión de cambios. Un glacial en actividad es también un rizoma, ¿cómo entonces no habrían de serlo la circulación de los cuerpos, los cuerpos mismos, el intercambio entre ellos? Y los dispositivos políticos, religiosos, morales y científicos que se preocupan por colocar rótulos sobre nuestros anhelos, ¿no serán acaso vigilantes temerosos de las imprevisibles direcciones de un deseo no codificado? 
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