sábado, 9 de marzo de 2013

SANDRA RUSSO

Lo que no le perdonan a Chávez

Tomado del diario Página 12 del día de la fecha

A Hugo Chávez no se lo perdonaron ni cuando era evidente que iba a morir. Cuando le pidió a Dios un año, cuando imploró que le diera ese tiempo. Cuando usó la metáfora de la luna llena para dar una idea de qué forma, redonda, era su convicción de que Nicolás Maduro garantizaba la continuidad del proyecto bolivariano. Los odiadores, dentro y fuera de Venezuela, no se lo perdonaron ni le perdonarán nunca haber sido el primer presidente del mundo en rasgar el velo de la gran chanchada neoliberal y haber motorizado con ideas y petróleo a una región que recién cuatro o cinco años después, como resultado de la gran crisis, votó a sus compañeros de ruta, los presidentes latinoamericanos que han hecho que la región, por primera vez en doscientos años, crezca, pero no a cuenta de más desigualdad. Ese es un dato duro. Aquí o allá, más o menos, mejor o peor, primero una cosa o la otra, con uno u otro estilo, pero lo hicieron. Sus países, los nuestros, en la “década ganada”, crecieron económica y socialmente. Es eso lo que no le perdonaron a él ni les perdonan a los otros. Que haya puesto la mente, el corazón y las políticas en lo social, que es lo que hoy Occidente barre bajo la alfombra.

Chávez hizo evidente lo que parecía imposible. Que se puede ser un militar que defiende a su patria, pero que la patria es el pueblo, y no los mandamases financieros. Que se puede repartir hacia abajo la renta de aquello por lo que se invaden países, se le miente a la opinión pública, se mata y se muere. Estados Unidos va a la guerra por petróleo y Chávez lo regalaba o lo abarataba para los amigos. Y sus amigos no eran CEO de holdings o bancos o corporaciones: eran los presidentes de otros pueblos que querían sacar cabeza después de un sufrimiento popular que perduró generaciones.

Con su frontalidad descarada, Chávez le dijo al mundo: ey, los recortes no son inevitables; los bancos no son damas de caridad; lo nuestro es nuestro y es de todos, también de los indocumentados y los piojosos. Chávez dijo también: ey, no hay por qué ni está escrito que lo que vivimos hasta hoy siga igual y en las mismas manos que rapiñan. El mundo se le fue en contra pero él dijo: “No me importa ni siquiera defender mi honor. Yo quiero defender a mi patria”.

Europa sigue sin darse cuenta, o quizá con darse cuenta no alcanza, y hay que esperar que surjan líderes que sinteticen y conduzcan los anhelos colectivos de cambio. Chávez no tuvo miedo de cosas que a cualquier hombre sensato lo habrían erizado. Después lo siguieron otros, y en este punto cómo no recordar a Néstor Kirchner cuando, antes de la reestructuración de deuda más grande de la historia, zampó su diagnóstico irrefutable, el mismo al que diez años después empiezan a llegar los europeos: fue cuando dijo que “los muertos no pagan”.

Hoy, poco queda ya de aquellos indignados europeos que salieron a las calles en 2011. O al menos, los grandes medios no dan cuenta de qué pasó con esos jóvenes que cuestionaban el sistema, pero seguían identificando sistema, con política, como si fuera inevitable que la política fuera una sola cosa: pura mugre.

Aquí sabemos lo que es lidiar con las urgencias: durante los ’90 en la Argentina no se habló de política sino de hambre y desempleo. En España les cayeron las lluvias tóxicas de los recortes, y los “desahucios”: esa guillotina que corta de cuajo las ganas de vivir de quienes de un día para el otro pierden el techo. Esos bonzos y suicidas con nombre y apellido, individuados todavía gracias a las capas de Estado de Bienestar que la troika quiere desmantelar, expresan en Europa lo que en América latina, un continente hasta hace poco tiempo “sacrificable”, expresaron los millones de excluidos que el mismo sistema y las mismas políticas escupieron durante años.

En un artículo reciente, el ensayista y traductor vasco Gorka Larrabeiti da un pantallazo de la trampa cazabobos que hoy es Europa. Tira breves noticias de último momento. Algunas son: en Portugal, simultáneamente en 39 ciudades, una multitud canta un himno de la Revolución de los Claveles contra la troika. En Italia, hay dificultades para formar gobierno. Resurge Berlusconi y surge Beppe Grillo, que se dice “ni de izquierda ni de derecha”. En Alemania ya se ha formado un Partido Antieuro. Surgen más voces que reclaman el regreso a las monedas nacionales, porque se percibe a la euro-Europa como una arrebatadora de la autodeterminación de los pueblos. En Francia, la derecha de Marine Le Pen pide “solemnemente” un referéndum para salir del euro y abomina tanto de la Unión Europea como “de la Unión Soviética”. En Holanda, Geert Wilders, líder del Partido de la Libertad, anuncia una mezcla de medidas antiinmigración de extrema derecha y políticas combinables con un Estado de Bienestar para los “puros”. En Bélgica, el popular alcalde de Amberes, Bart De Wever, impuso un impuesto especial para los ciudadanos no belgas. En Eslovenia cae un gobierno corrupto y se forma un gobierno “técnico”. Estados Unidos anuncia su propio recorte de gasto público, y millones se preparan para vivir peor.

Ninguna de ésas son, a ojos de los grandes medios, “sociedades divididas”, como no estaba dividida la Argentina del ’99, cuando ganó la Alianza. Hugo Chávez ya gobernaba en Venezuela, pero parecía un militar más de ésos a los que daba el ok el Pentágono. Las sociedades no se dividían porque no había ninguna puja de poder. Redireccionar el poder era inimaginable: estaba clavado en un punto fijo.

Eso es lo que no le perdonan a Hugo Chávez: fue el primero en mover la aguja que estaba fija. La inclinó hacia el pueblo y pagó todos los costos, dio todo, hasta su vida, y su muerte es la prueba de que aquello de “querer perpetuarse en el poder” era una estupidez más de las tantas que se escuchan cada día. Lo que Chávez quería que se afirmara, que se prolongara, que se desarrollara, no era su permanencia en el poder, sino la de la aguja señalando hacia abajo. Es eso lo que no le perdonan.
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