domingo, 19 de agosto de 2012

EUGENE O'NEILL

O’Neill y el teatro contemporáneo
Tomado del libro del mismo nombre, editorial Sudamericana, 1961
Por León Mirlas

1 – Mundo y espíritu del teatro de O’Neill

Pocos artistas han sabido recrear mejor la miseria de la vida cotidiana para envolverla en una atmósfera de sugestión y de lirismo que Eugene O’Neill. En todo el panorama del teatro contemporáneo, difícilmente podrá hallarse a un escritor más puro, más austero. O’Neill es un creador que se exige a sí mismo esfuerzos inauditos, un poeta que trabaja con el mismo rigor, con verdadero ascetismo. Sus obras no siempre están logradas, pero jamás les falta una noble aspiración de vuelo. Si en un drama hay autenticidad, es porque se manifiesta fiel a sí mismo; si hay humanidad, es porque jamás bastardea a sus personajes. Autenticidad y humanidad: he aquí los dos polos entre los cuales oscila su poder creador.
O’Neill ha construido todo un mundo, un mundo propio, donde los seres son recogidos por las leyes de la necesidad. Todos sus personajes son como son no porque lo haya querido el autor, sino porque la vida es así, perversa y terrible, llena de anormalidades y contradicciones, caótica y carente de equilibrio, de orden y de lógica. Y esa vigorosa belleza de la verdad, esa sucia y desgreñada belleza de lo que es irremediablemente como es y que presenta en absurda promiscuidad la debilidad de la fuerza, lo delicado y lo tosco, lo respetable y lo humillante, lo puro y lo repulsivo, esa intensidad de la vida que se presenta tal como es, desnuda, con la candorosa desnudez de quien conoce la vergüenza, es lo que atrae y apasiona a O’Neill.
Por eso, porque ama la verdad y cree en su fuerza catártica, O’Neill es un trágico. Tiene como pocos el sentido esquiliano de la vida y sólo escribe ocasionalmente una comedia riente –“Ah, soledad”- o una sátira –“Los millones de Marco Polo”- que iluminan como un relámpago risueño su mundo sombrío y lacerarte. Para él, la vida es un espectáculo amargo e intensamente dramático en que es forzoso aceptarlo todo, recibir todas las cartas: tal es la regla del juego. El amor, el odio, la codicia, la lucha constante del demonio con el ángel, apenas son en su teatro los elementos de una misma concepción patética del mundo. Por momentos, entre sus meandros sombríos, entre sus sinuosidades siniestras, se eleva el canto de una voz pura, se percibe el acento de la esperanza; pero esto es un espejismos. La mayoría de sus personajes son unos malditos, que sólo pueden hallar una solución en el regreso a la tierra –como cuando Sibila, en “El Gran Dios Brown”, arropa al hombre innominado, Anthony Brown, para el último viaje- o en el nirvana de una taberna donde se ha detenido el tiempo o en la jaula de un gorila.
O’Neill ama a sus agonistas y se compadece de ellos: lo mismo cuando se trata del mediocre Billy Brown que del apasionado Dion Amthony, del burdamentente práctico Marco Polo que del soñador Robert Mayo. No tiene predilección por los santos, los puros, los hermosos: casi diríamos que prefiere a los seres desdichados, a los míseros, hasta a los canallescos, porque sabe que necesitan más amor, que están degradados o son viles porque alguna vez les hizo falta amor y no lo tuvieron.
Aunque O’Neill no aparece ni se advierte cuando mueve los hilos de la trama, cumple con lo preceptuado por Flaubert para el verdadero artista: “El artista, como Dios, debe estar en todas partes y no aparecer en ninguna”. Por eso, el acto de presencia del dramaturgo se realiza indirectamente: su espíritu vive en todos y cada uno de sus personajes. Así como en la tragedia ática, por ser antitrágicos los personajes humanos, detrás de la máscara de cada comediante se ocultaba el dios, así, también detrás de las máscaras de los personajes de O’Neill, de sus rostros psicológicos, se adivina siempre, agazapado, al hombre dionisíaco que se llama Eugene O’Neill, el dionisíaco enfrenado y contenido frente al misterio del trasmundo, al miedo metafísico que domina a Brown y derrota a Jones y al cual procura vencer Lázaro.
¿Qué mundo es este que ha creado el autor de “El mono velludo”? ¿Qué ámbito inmenso es el que ha llenado de voces y desgarramientos y figuras patéticas y simbólicas? Es, ya lo dijimos, el mundo de la necesidad, el mundo tal como es. Pero O’Neill llevaba en sí todo el amargo fatalismo de la vida, toda su inevitable crueldad y halló su espejo en el mundo, tan esquiliano y fatal como su propia alma. Y entonces se confundió con él, se lo apropió, lo trasvasó a sus dramas. Feliz encuentro de O’Neill con este universo suyo, dolorosos, fuerte, trepidante, intenso: rara y feliz simbiosis de la cual surgen la identificación total del artista con el fracaso y el dolor ajenos, con el drama de la especie.
En el mundo de O’Neill nadie obra libremente, guiado por el mero capricho de su voluntad. El concepto de la libertad, que es una obsesionante pesadilla intelectual en el teatro de Sartre y de Camus, desaparece aquí totalmente. Los personajes de O’Neill están predeterminados, su futuro es irrevocable, no pueden especular siquiera con la idea de la libertad. Desde que aparece en escena Yank, puede preverse que lo destruirá su propio impulso ingobernable, que se despeñará en alguna parte como toda fuerza ciega: O’Neill lo hace terminar en la jaula del Gorila, un abismo como cualquier otro; desde que la Nina Leeds de “Extraño interludio” empieza a pregonar sus apetitos y sus sueños, se adivina que está condenada a ser una insatisfecha y que sólo podrá envejecer apaciblemente junto a Marsden, el indiferenciado sexual; Brutus Jones no saldrá jamás de la selva ni podrá evadirse de sus obsesiones; Jim Harris será siempre la máscara del negro para Ella Downey; Robert Mayo nunca llegará más allá del horizonte; Dion Anthony está predestinado a sucumbir bajo el peso de sus sueños y Billy Brown a envidiar su vitalidad creadora; Marco Polo perseguirá siempre al oro como Soanes Forsyte de Galsworthy, sin ver a su lado a la Belleza.
Desde luego, no se trata de un determinismo impuesto, forzado, como el que suele gobernar los destinos en el teatro de Lenormand –“El tiempo es un sueño”, “El hombre y sus fantasmas”- ya que deriva de la línea psicológica de los personajes. Yank concluye como concluye porque es la fuerza irresponsable: Jones, al entrar a la selva, está signado por la muerte porque es, en el fondo, una fuerza natural y volverá a sus orígenes y a las fuentes y raíces de su vida al enfrentarse con la naturaleza y entonces subirán por su sangre todos los clamores de su ancestro; Eben está perdido apenas ve a Abbie porque él es como es y ella es como es. El dramaturgo se limita a reconocer lo que contienen potencialmente sus personajes y los abandona a su destino. En las piezas de Lenormand que hemos mencionado se advierte al autor empujando a sus entes hacia el desenlace inevitable y de rigurosa causalidad, para demostrar prácticamente la viabilidad de alguna teoría de Freud, de Marañón o del propio Lenormand. A O’Neill eso le parece superfluo, ya que los seres humanos, para él, llevan latente una desarmonía con el medio o un desequilibrio psíquico y basta con que el dramaturgo dé vida a sus personajes y los deje obrar. La tragedia será inevitable y llegarán a las últimas consecuencias de sus actos.
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