domingo, 17 de junio de 2012

VLADY COCIANCICH

La octava maravilla

A Norberto del Vas.

Nothing of him that doth fade
But doth suffer a sea-change
Into something rich and strange
Shakespeare, La tempestad, Acto 1, Esc. 11

1

Me sucedió —el viaje, el cambio de mar o el otro— hace ya un año, en el Berlín de hielo y de llovizna de febrero, y en este Buenos Aires que arde húmedamente mientras escribo, que penetra por mi ventana abierta en vaharadas de calor, me estremece la memoria de aquel frío y la pura conciencia de mi perplejidad.
Los diarios de la mañana, un ejemplar de cada uno (tuve que comprar todos para convencerme de que la noticia era real, no la broma de un enemigo que supiera lo de Berlín), están extendidos y abiertos en la página con la información imposible, sobre el sofá tapizado de rojo que hay en mi estudio .
Hace apenas unos minutos, la muchacha que bajó del tren en la estación de Villa del Parque, ayer, mientras yo aguardaba vaya a saber qué —no a ella, por supuesto, ni al tren— se asomó a la puerta. La vi, alta, desnuda, el largo cabello rubio enmarañado, y me sobresalté, le grité que no entrara.
A pesar de su soñolencia y de esa carnal naturalidad con que una mujer se mueve en casa extraña si ha dormido ahí una noche, unas horas, pareció trastabillar, recibió mi grito como un golpe. Me dolió desbaratar su adormilado aplomo, precisamente hoy, precisamente el suyo, y me disculpé mostrándole el desorden de los diarios abiertos. Sonrió, se inclinó para darme un beso leve en la frente y fue a vestirse.
Escribo con angustia, partido en dos: un hombre que necesita escribir esta historia para entender su historia, su vida, y un hombre que necesita retener a esa muchacha para seguir viviendo. El impulso de correr hacia ella y abrazarla, demostrarle con caricias que mi atención está concentrada violentamente en su presencia aquí, en mi casa, y el impulso de contar lo que me sucedió, a riesgo de que ella crea que prefiero encerrarme en mi trabajo en vez de prolongar el goce de la tarde y de la memorable noche anterior, tienen una fuerza pareja.
Oigo correr el agua de la ducha. Los minutos de tregua antes de que regrese vestida, ya despierta, esta codiciada extranjera de ondulante cabello rubio y ojos grises, me alcanzan para desear rabiosamente no haber leído la noticia de que Vida y Obra de Francisco Uriaga, la película cuyo libro escribí durante mi estadía en Berlín, fue premiada en el Festival de Cannes.
No pretendo una reivindicación, no reclamo por noches sin dormir en la pensión de Frieda Preutz. Tampoco debe leerse mi relato como un reproche a Juan Pablo Miller, el joven cineasta argentino que triunfa en Europa, con quien fuimos cálidamente amigos y al que no he vuelto a ver. ¿Por qué no callo entonces? Porque me desborda el azoramiento. Porque mi brusco ingreso en el mundo del cine, un viaje dentro de otro viaje, me convirtió en uno de esos turistas que compadezco, gente que apuesta las ganas de ser otro en la ruleta de circunstancias extranjeras. Porque no sé qué es lo que gané cuando creí haber ganado, qué es lo que perdí cuando me anunciaron la pérdida.
Y porque la única documentación de mi viaje es la película que está dando su triunfal vuelta al mundo y mi nombre no figura en los títulos.

2

Me llamo Alberto Paradella, tengo treinta y dos años, un divorcio, ningún hijo, y hasta que empezaron los viajes como periodista especializado en turismo, mi vida transcurrió sedentariamente entre Villa del Parque, donde nací, me crié y fui a la escuela, y el barrio sur de Buenos Aires, cuyas ruinas apuntaladas a fuerza de literatura y de folklore eligió Victoria, porque esta casa nos ofrecía, además de su prestigiosa vejez, un jardín interior y la única palmera sobreviviente del suburbio. La palmera sigue ahí, marcando una línea ancha y firme en la ventana de mi estudio; de Victoria, mi legítima esposa, me separé hace una eternidad.
Cuando del destino se trata, no hay otro modo de abordarlo que remar río atrás, corriente arriba, en busca de una orilla reconocible de la que se pudiera haber partido. Así viajé toda la noche, un hombre en un bote, solitario e insomne. Para ser franco, no he encontrado nada que explique el viaje, la película, la muchacha rubia. Mi pasado es un pueblo de llanura.
Fui un chico como todos los chicos de Villa del Parque, progenie bien alimentada, correctamente vestida, estatalmente educada, de familias inmigrantes, españolas e italianas en su mayoría, y la sola diferencia que recuerdo —mi condición de hijo único— la disimulaba con irritante exageración el gran número de primos, abominables criaturas menores, que invadían la casa de la calle Jonte. Si a mis amigos les sobraban hermanos, a mí me sobraban parientes.
Tanta convivencia forzada con dos pares de abuelos saludables, con todas las ramas del árbol familiar combadas por el peso de los robustos frutos de su descendencia, invita a la reflexión, empuja al ensueño. Era, cuando podía, un chico solitario, un aplicado soñador. Lo curioso es que aunque anoche recuperé, en el rastreo de la infancia, la imagen del niño que se escapaba de aquel mundo gregario y bullanguero para soñar, no recuerde un solo sueño.
Recuerdo, en cambio, la terraza.
Nuestra casa era de una sola planta, un edificio cuadrangular, con un frente liso y sin revoque y un patio al fondo que protegía la parra de rigor. A la terraza se subía por una escalera de mano, ancha y sólida, a la que le faltaban los primeros peldaños.
Cada vez que mi padre declaraba, con tono firme, que esa misma tarde se ocuparía de reparar la escalera, yo temblaba pensando en los primos, encaprichados y llorosos, retenidos en el patio por la escalera desdentada y la aprensión de sus madres. Pasé momentos de verdadera angustia antes de comprender que cuando mi padre decía “sin falta”, “ahora mismo”, no expresaba la decisión que me despojaría de mi refugio, sino el fastidio que le causaba la busca de dos cajones de fruta vacíos para reemplazar los peldaños faltantes. Los cajones desaparecían regularmente el sábado y el domingo. Yo los escondía hasta que mis primos dejaban de interesarse en la escalera, se aburrían de pedir un permiso nunca concedido o los mandaban a aturdir en la vereda.
El panorama que veía desde la terraza no tenía nada de espectacular o misterioso: una laguna de techos planos y terrazas similares a la nuestra, con puntas del tejado a dos aguas de dispersos chalets. se extendía plácidamente hasta donde alcanzaba la vista. A mis pies, entre márgenes de edificios cuadrados, sin gracia alguna, que reflejaban como un espejo la sucinta arquitectura de mi propia casa, corría la calle adoquinada, con pozos que hacían corcovear la bicicleta. Las copas de los paraísos apenas rozaban la cornisa del techo; en invierno perdían las hojas y me permitían observar a gusto el paso de los vecinos, las mujeres barriendo la vereda; en verano florecían con un olor estruendoso, de una dulzura repugnante que atraía nubes de moscas.
Pero yo no subía a mirar el paisaje.
Anticipando un segundo piso que nunca se construyó, había un gran balcón de curva pretenciosa, que se asomaba a Jonte. Era alto, panzón como la proa de esos pesados galeones españoles que ilustraban mi libro de historia. Las duras rectas de la casa y del damero suburbano de Villa del Parque, la tradicional superposición de cuadraturas ejecutadas por un dibujante torpe entre bostezos, se diluía pesadamente en la media circunferencia del balcón, como un intento grotesco de recordar la forma del mundo. Curiosamente, era la falta de paredes, de ventana, de techo, lo que le daba una absurda pero enfática dignidad: la de una nave construida para surcar mares difíciles, pensada para el transporte de tesoros, no para la exploración ni el combate.
La asociación entre el balcón y el barco corresponde al adulto que escribe. El chico, simplemente, estaba en él. Me gustaría contar que jugaba a los viajes. Pero busco la verdad, no una clave literaria, y la verdad es mi pura presencia en el balcón, sin juegos, sin sueños transmitibles, sentado en unas tablas que mi padre había amontonado ahí y cuyo destino, infinitamente postergado, ni él mismo recordaba. Quieto, paciente, me recuerdo sentado en el balcón como en una playa, de espaldas a la casa, contemplando el mar de casas y de gente. En algún momento de la infancia, quizá porque intuí que hay que dar razones para todo, empecé a llevar libros. Tampoco recuerdo qué leía.
Menciono la terraza porque del resto de la casa de Villa del Parque, que se vendió cuando murieron mis padres, casi no me acuerdo. Hasta el barrio, al que volví ayer después de una larga, deliberada ausencia, me pareció, de tan impreciso, extranjero.
Eso, en cuanto a la infancia y no es mucho. De mis años de adolescente tengo aún menos que decir. Me asombra que la familia me considerara excepcional, sobre todo las mujeres, que se llenaban la boca de elogios. Lo mejor de la existencia del otro es que a uno lo arranca de mirar hacia adentro, lo obliga a verse como lo ven. Pero ni las fotos en el álbum de mi madre, ni los suspiros y sonrojos de prima ya crecidas, ni la fácil conquista de chicas en Argentinos Juniors, éxito que coronó e interrumpió simultáneamente Victoria, me convencen de que yo era tan buen mozo como se declaraba. En lo que se refiere a mis singulares virtudes, no poseo otra certeza que el odio encarnizado que despertaba en mis primos varones.
Una sola vez estuve al borde de la vanidad, cuando una joven vecina, casada y a todas luces feliz con su marido, que acostumbraba tomar sol en la terraza de al lado, cruzó a la mía y me sedujo. Fue hecho en silencio, sin explicación previa. Yo tendría catorce o quince años, ella andaba por los veinticinco.
Durante un largo verano, a la hora de la siesta, todos los días menos sábados, domingos y feriados, yo trepaba la escalera con esos libros que ya no leía, ella se asomaba, callada, puntual, en el hueco de la suya, agitaba una mano y saltaba el muro bajo de la medianera. Nunca dijo que me amaba o que era un chico hermoso. Nunca, en realidad, dijo nada más que una palabra de saludo, alguna orden instructiva al principio, susurrada para no asustarme o para no alertar a posibles testigos. Un día esperé inútilmente hasta que se hizo noche. Ella no apareció ni ése ni los días que siguieron y yo volví a leer. Después, cuando las tías adulaban a mi madre comentando la suavidad del cabello, la belleza de los ojos castaños, la sonrisa encantadora con sus dientes perfectos, la elegancia natural de ese único producto de los Paradella de Jonte, yo pensaba, desconcertado y triste, que alguna de esas cosas podrían haber gestado el salto de mi hermosa vecina, pero no habían sido suficientes para retenerla otro verano.
Con excepción de este episodio erótico, nada hubo de interesante en aquel período de mi vida, que se deslizó, amable, sin cumbres, sin abismos, por tres angostos cauces: el Colegio Nacional Urquiza, el Club Argentinos Juniors, la casa, en la que ya raleaban los primos y me permitía estar solo sin necesidad de esconderme.
Así llegó el momento de elegir una carrera. ¿Fue ése el punto de encrucijada? ¿Existió alguien, en algún lugar de este mundo tan raro, que apoyó la oreja en el suelo y distinguió mis pasos entre los pasos de millones de muchachos de igual edad y de igual inocencia ante el futuro, y dijo “éste” y me marcó para una fecha y una ciudad, Berlín?
Mis padres me preguntaron cuál era mi vocación. Respondí que quería ser arqueólogo, me convencieron de la prudencia de estudiar antes medicina, me inscribí en la Facultad, aprobé con brillo dos exámenes teóricos, me desmayé ignominiosamente ante el primer cadáver. Siete años después, me recibía de abogado.

3

El título de abogado me llegaba con la revelación de que a menos que me abriera paso como un tigre en la jungla de la muchedumbre colega, sería un simple esclavo de oficinas jurídicas, tan mal pago como la secretaria que me llamaría doctor y mucho más aburrido que ella.
La esclavitud y el sueldo de miseria me importaban muy poco. Me asustó el tigre que la sociedad me imponía. Y no hablo, por favor, de otra sociedad que la que verdaderamente molesta: la del prójimo. Padres, tíos, amigos, novia, esa batida ululante que abre camino en la maleza, acorrala la fiera y luego se hace a un lado y espera que el cazador acierte el tiro.
La actividad de mi compañía nativa empezó cuando cursaba las últimas materias. Aturdían los tambores: “Y cuando Alberto se reciba”. Pues bien, el abogado de prestigio, el triunfador, el héroe, preso en la carpa del talento que lo exiliaba de ser un muchacho cualquiera de Villa del Parque, lo condenaba a jugarse la vida cotidiana en astucias menores, pensaba, estremeciéndose, en su clara incapacidad para estar a la altura de una épica tejida con cadáveres de clientes y de colegas.
Si hay duda, siempre es mejor callarse.
Una noche en que volvíamos del cine con Victoria, tuve la mala idea de preguntarle:
—¿Qué pasa si no me recibo?
Caminábamos por calles generosamente oscuras, entretenidos en la dificultad y el corto éxtasis de besos dados en plena marcha, y si recuerdo con tanta nitidez mi pregunta es porque la respuesta de Victoria la cristalizó.
—Imposible.
Me detuve bruscamente. Victoria, enredada en mi abrazo, casi cayó hacia atrás.
—¿Por qué imposible? —grité—. ¿Y si me aplazan en los exámenes
Victoria era menuda, más bien baja (nunca me gustaron las mujeres altas), y con veinte años ya cumplidos y el título de maestra normal, conservaba intactos el temperamento y los modos de una niña. Ahí estaba precisamente su mayor encanto, en el notable divorcio entre forma y contenido. Ya extraída de un molde maravilloso de sensualidad, carne, piel, curva y ángulo, ni un solo trazo a dibujarse en la pequeña obra maestra de su cuerpo y sin embargo, pura e inalterable persistía en la mujer el alma de la niña. Siempre guardaría, para enamorarme a mí y, ay, a otros hombres, todo el dogmatismo, la astucia y la brutalidad de una chica de diez.
Los plátanos de la vereda marcaban una segunda sombra sobre nosotros, apenas si le veía la cara. Antes de hablarle, la besé. Una manzana arrancada tempranamente del árbol, mi Victoria: tersa, fragante y dura.
—¿Por qué imposible? Tenés que ver la cantidad de aplazados que hubo este cuatrimestre.
La suya era una mente, si bien restringida, lógica. Contestó:
—Medalla de oro en la primaria, medalla de oro del Urquiza. ¿Quién te quita la medalla de oro de la Facultad?
Y agregó, impaciente:
—Mamá me está esperando levantada. Vos sabés que nos tienen calculado el tiempo.
A veces sospecho que las peores cosas de mi vida me suceden porque así como hay personas que carecen del sentido del olfato o del gusto, a mí me falla el instinto de sincronización. De modo que en vez de aguardar una ocasión a todas luces más propicia que la vuelta del cine, con la señora madre en la otra punta del camino y mirando el reloj, insistí:
—Escuchame, Victoria. Por favor. Ya me he estado preguntando qué pasa si no me recibo. Si no, fijate bien, es una suposición, si no ejerzo de abogado. Porque últimamente, creeme, siento que no voy a ser un buen profesional. No el que vos y la familia esperan.
Frunció el ceño; pensé que reflexionaba. Continué:
—Supongamos que apruebo los exámenes, que me recibo. ¿Y después? Nos casamos. ¿Y qué vida tenemos? Yo todo el día afuera, trabajando como loco para ganar plata, para comprar la casa-quinta y el auto, y vos sola, aburrida, esperándome, hasta que yo llego medio muerto, sin ganas de nada, tal vez furioso.
—¿Qué tiene de malo la casa-quinta? —me interrumpió, alarmada.
Uno de nuestros sueños de novios era una casita en el Tigre.
La tranquilicé:
—No es por la casa-quinta. Se trata de otra cosa.
La expliqué que de sólo imaginar una vida de constantes decisiones me daba náusea y vértigo. Que la misma desidia que me llevaba rectamente a la medalla de oro sería la causa de mi fracaso como profesional. Que mientras ella me veía rico o famoso, yo me veía convertido en un abogado de tercera, trotando por los tribunales, perdiendo pleitos y acumulando honorarios impagos.
—Para esa vida de peleas, soy un cobarde.
Me escuchaba con tanta atención que, arrastrado por mi propia elocuencia, pasé a describir mi modesto, anhelado paraíso. Casarme con ella; ayudar a mi padre en la carpintería; comprar una casita en Villa del Parque y también la casa-quinta en el Tigre; nada de autos, de viajes a Europa, de cansadores lujos, que imponen tantas obligaciones, tanta gente aburrida. Victoria y yo, Villa del Parque, nuestros hijos.
La excitación, el tiempo que apremiaba, la madre suspicaz esperando en la puerta, me empujaron a farfullar esta cursilería:
—Tengo una sola ambición, Victoria. Decir, como Ulises, que mi nombre es Nadie y empezar por el final feliz. No salir de Itaca, ahorrarme las batallas y los viajes.
Por si acaso, aclaré:
—Itaca es Villa del Parque
He dejado de escribir. He ido al dormitorio y he contemplado el retrato de Victoria en un estado de agitación muy similar al de aquella noche. Tan solo, tan incoherente como entonces. A la cara hoy extraña de la fotografía le he reprochado, tal vez injustamente, porque me siento abandonado por todo lo que me era familiar y querido:
—¿Qué te costaba? Me hubieras ahorrado el viaje a Berlín, ese sueño y esta pesadilla. ¿Qué te costaba, Victoria? Era tan fácil.
¿Lo era?
En el fondo de nuestras expectativas hay un libreto que nunca respetan los autores. Ya me parecía oír, desde la doble sombra de los plátanos, la voz aniñada de mi novia recitando una letra común al cine de la época, a la película que habíamos visto esa noche y que la había hecho llorar a mares. Victoria diría: “Tenemos una vida por delante. Será feliz mientras estemos juntos, amor mío...
Victoria dijo:
—Imposible.
La tomé del brazo y la arrastré a un claro entre las hojas por donde pasaba, débil y trémula, la luz del farol de la calle. Le puse una mano bajo el mentón, alcé el bonito rostro hacia mi cara, que sentía dura por el esfuerzo de ocultar la decepción y la única recordada furia que me provocaría Victoria en largos años de amor y desencuentro. Inciertos puntos amarillos le salpicaban la frente y las mejillas, pecas de luz, que falseaban la limpia belleza de su piel.
—¿Por qué imposible? —susurré, ahogándome, desesperado y terco.
Estaba loco por ella y con razón; mis amigos me la envidiaban y con razón. Era hermosa, despreocupada, alegre.
Abrió enormes los ojos, sabía que me gustaban tanto. Despreocupadamente, alegremente, contestó:
—Porque te quiero mucho.

4

Necesito hablar de Victoria y sin embargo me disgusta hacerlo. Más que cualquier otro sentimiento humano, el amor es una cosa del presente. Y yo un cobarde. El miedo me vuelve cuidadoso. Hay una explicación para todo, me digo. Pero no la encuentro. Paradójicamente, sobran las explicaciones. Ninguna me conforma y en el fondo de la papelería de buenas razones, intuyo otra que no sólo no es buena sino que nada tiene de razonable.
¿Es posible que yo, Alberto Paradella, el hombre más sensato del mundo, pueda volverme loco?
Escribo con bastante serenidad, pero cuando me aparto del papel, dejo de creer que soy el que soy, ya no me pertenezco, no pertenezco a nada ni a nadie. Todo lo que me rodea parece extraño y hostil. La casa, ajena. El jardín con palmera, siniestro.
Entonces, sin pensar, llevado por un impulso del que me arrepiento en seguida, hago cosas de chico o de borracho. Marco el número de la casa de Victoria, donde vive con el hombre por el que me dejó.
—Hola.
La voz del marido de Victoria. Ronca, malhumorada. Es natural, porque no respeto la hora —tengo todo el tiempo del mundo, la eternidad del insomnio— y deben ser las tres o las cuatro de la mañana.
—¿Puedo hablar con Victoria, por favor?
—¿Qué?
—Por favor. Cuestión de vida o muerte. Déme con Victoria. Prometo no hablar mucho, un minuto nomás.
Murmullos sofocados, una exclamación. El teléfono está junto a la cama. Dios. Al fin, Victoria.
—Hola.
—Victoria, soy yo.
—¿Pero quién habla?
—Alberto.
—Alberto qué.
—Alberto, tu marido, Alberto Paradella, yo, soy yo, Victoria.
—¿Cómo? Pero ¿qué dice?
Ah, finge asombro, me niega.
—Victoria, no es el momento de jugar. Tengo que hablar con vos. Tengo que verte. Por favor.
La voz del hombre, muy próxima —quizá tenga la cara pegada a la de Victoria para escuchar— exclama: “¿Quién es?”.
—¡Y qué sé yo! —contesta la inconfundible voz aniñada de Victoria, con una irritación que me alegra porque está dirigida a él.
Furiosa, se defiende:
—Escuche, yo no conozco a ningún Alberto Como-se-llame. Voy a colgar. Y no se le ocurra molestar de nuevo.
El hombre, ¿es tan celoso o de tan buena imaginación que la obliga a negar a un marido que ella misma abandonó?
—Por favor, Victoria, no cuelgues. Tengo que verte y explicarte. Vos sos la única que...
Antes del clic me alcanzan las atroces palabras de mi mujer al otro.
—Un chiflado, un borracho. Andá a saber.

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