jueves, 26 de abril de 2012

MARTÍN HEIDEGGER

La obra y la verdad
De El origen de la obra de arte

El origen de la obra de arte es el arte. Pero ¿qué es el arte? El arte es real en la obra de arte. Por eso buscamos primero la realidad de la obra. ¿En qué consiste? Las obras de arte muestran siempre su carácter de cosa aunque sea de manera muy diferente. Hemos fracasado en el intento de captar ese carácter de cosa de la obra con ayuda de los conceptos habituales de cosa, y no sólo porque tales conceptos no capten dicho carácter, sino porque con la pregunta por la base de cosa de la obra obligamos a ésta a adentrarse en un concepto previo que nos bloquea cualquier acceso al ser-obra de la obra. No se podrá determinar nada sobre el carácter de cosa de la obra mientras no se haya mostrado claramente la pura subsistencia de la misma.

Pero ¿acaso la obra puede ser accesible en sí misma? Para que pudiera serlo, sería necesario aislarla de toda relación con aquello diferente a ella misma a fin de dejarla reposar a ella sola en sí misma. ¿Y acaso no es ésta la auténtica intención del artista? Gracias a él la obra debe abandonarse a su pura autosubsistencia. Precisamente en el gran arte, que es del único del que estamos tratando aquí, el artista queda reducido a algo indiferente frente a la obra, casi a un simple puente hacia el surgimiento de la obra que se destruye a sí mismo en la creación.

Pues bien, tenemos que las propias obras se encuentran en las colecciones y exposiciones. Pero ¿están allí como las obras que son en sí mismas o más bien como objetos de la empresa artística? En estos lugares se ponen las obras a disposición del disfrute artístico público y privado. Determinadas instituciones oficiales se encargan de su cuidado y mantenimiento. Los conocedores y críticos de arte se ocupan de ellas y las estudian. El comercio del arte provee el mercado. La investigación llevada a cabo por la historia del arte convierte las obras en objeto de una ciencia. En medio de todo este trajín, ¿pueden salir las propias obras a nuestro encuentro?

Las «esculturas de Egina» de la colección de Munich, la Antígona de Sófocles en su mejor edición crítica, han sido arrancadas fuera de su propio espacio esencial en tanto que las obras que son. Por muy elevado que siga siendo su rango y fuerte su poder de impresión, por bien conservadas y bien interpretadas que sigan estando, al desplazarlas a una colección se las ha sacado fuera de su mundo. Por otra parte, incluso cuando intentamos impedir o evitar dichos traslados yendo, por ejemplo, a contemplar el templo de Paestum a su sitio y la catedral de Bamberg en medio de su plaza, el mundo de dichas obras se ha derrumbado.

El derrumbamiento de un mundo o el traslado a otro es algo irremediable, que ya no se puede cambiar. Las obras ya no son lo que fueron. No cabe duda de que siguen siendo ellas las que contemplamos, pero es que ellas mismas son esas que han sido. Como esas que ya han sido, nos hacen frente en el ámbito de la tradición y la conservación. A partir de ese momento ya sólo pueden ser tales objetos. Ciertamente, su manera de hacernos frente es todavía consecuencia de su anterior modo de subsistencia, pero ya no es exactamente eso mismo. Eso, ha huido fuera de ellas. Toda empresa en torno al arte, hasta la más elevada, la que sólo mira por el bien de las obras, no alcanza nunca más allá del ser-objeto de las obras. Ahora bien, el ser-objeto no constituye el ser-obra de las obras.

Pero ¿acaso la obra sigue siendo obra cuando se encuentra fuera de toda relación? ¿Acaso no es propio de la obra encontrarse implicada en alguna relación? Desde luego que sí, pero falta preguntar en qué relación.

¿Cuál es el lugar propio de una obra? El único ámbito de la obra, en tanto que obra, es aquel que se abre gracias a ella misma, porque el ser-obra de la obra se hace presente en dicha apertura y sólo allí. Decíamos que en la obra está en obra el acontecimiento de la verdad. Al poner como ejemplo el cuadro de Van Gogh intentamos darle nombre a ese acontecimiento. A ese fin se planteó la pregunta sobre qué es la verdad y cómo puede acontecer la verdad.

Ahora vamos a plantear esa misma cuestión de la verdad teniendo en cuenta la obra, pero para familiarizarnos con lo que encierra la cuestión será necesario volver a hacer visible el acontecimiento de la verdad en la obra. A este propósito elegiremos con toda intención una obra que no se inscribe dentro del arte figurativo.

Un edificio, un templo griego, no copia ninguna imagen. Simplemente está ahí, se alza en medio de un escarpado valle rocoso. El edificio rodea y encierra la figura del dios y dentro de su oculto asilo deja que ésta se proyecte por todo el recinto sagrado a través del abierto peristilo. Gracias al templo, el dios se presenta en el templo. Esta presencia del dios es en sí misma la extensión y la pérdida de límites del recinto como tal recinto sagrado. Pero el templo y su recinto no se pierden flotando en lo indefinido. Por el contrario, la obra-templo es la que articula y reúne a su alrededor la unidad de todas esas vías y relaciones en las que nacimiento y muerte, desgracia y dicha, victoria y derrota, permanencia y destrucción, conquistan para el ser humano la figura de su destino. La reinante amplitud de estas relaciones abiertas es el mundo de este pueblo histórico; sólo a partir de ella y en ella vuelve a encontrarse a sí mismo para cumplir su destino.

Allí alzado, el templo reposa sobre su base rocosa. Al reposar sobre la roca, la obra extrae de ella la oscuridad encerrada en su soporte informe y no forzado a nada. Allí alzado, el edificio aguanta firmemente la tormenta que se desencadena sobre su techo y así es como hace destacar su violencia. El brillo y la luminosidad de la piedra, aparentemente una gracia del sol, son los que hacen que se torne patente la luz del día, la amplitud del cielo, la oscuridad de la noche. Su seguro alzarse es el que hace visible el invisible espacio del aire. Lo inamovible de la obra contrasta con las olas marinas y es la serenidad de aquélla la que pone en evidencia la furia de éstas. El árbol y la hierba, el águila y el toro, la serpiente y el grillo sólo adquieren de este modo su figura más destacada y aparecen como aquello que son. Esta aparición y surgimiento mismos y en su totalidad, es lo que los griegos llamaron muy tempranamente Fæsiw. La fisis ilumina al mismo tiempo aquello sobre y en lo que el ser humano funda su morada. Nosotros lo llamamos tierra. De lo que dice esta palabra hay que eliminar tanto la representación de una masa material sedimentada en capas como la puramente astronómica, que la ve como un planeta. La tierra es aquello en donde el surgimiento vuelve a dar acogida a todo lo que surge como tal. En eso que surge, la tierra se presenta como aquello que acoge.

La obra templo, ahí alzada, abre un mundo y al mismo tiempo lo vuelve a situar sobre la tierra, que sólo a partir de ese momento aparece como suelo natal. Los hombres y los animales, las plantas y las cosas, nunca se dan ni se conocen como objetos inmutables para después proporcionarle un marco adecuado a ese templo que un buen día viene a sumarse a todo lo presente. Estaremos más cerca de aquello que es si pensamos todo a la inversa, a condición, claro está, de que estemos preparados previamente para ver cómo se vuelve todo hacia nosotros de otra manera. Porque pensar desde la perspectiva inversa, sólo por hacerlo, no aporta nada.

Es el templo, por el mero hecho de alzarse ahí en permanencia, el que le da a las cosas su rostro y a los hombres la visión de sí mismos. Esta visión sólo permanece abierta mientras la obra siga siendo obra, mientras el dios no haya huido de ella. Lo mismo le ocurre a la estatua que le consagra al dios el vencedor de la lucha. No se trata de ninguna reproducción fiel que permita saber mejor cuál es el aspecto externo del dios, sino que se trata de una obra que le permite al propio dios hacerse presente y que por lo tanto es el dios mismo. Lo mismo se puede decir de la obra hecha con palabras. En la tragedia no se muestra ni se representa nada, sino que en ella se lucha la batalla de los nuevos contra los antiguos dioses. Desde el momento en que la obra de la palabra se introduce en los relatos del pueblo, ya no habla sobre dicha batalla, sino que transforma el relato del pueblo de tal manera que, desde ese momento, cada palabra esencial lucha por sí misma la batalla y decide qué es sagrado o profano, grande o pequeño, atrevido o cobarde, noble o huidizo, señor o esclavo (vid. Heráclito, frag. 53).

Entonces ¿en qué consiste el ser-obra de la obra? Sin apartar nunca nuestra mirada de lo que acabamos de indicar de manera bastante imperfecta, vamos a comenzar por aclarar un poco dos rasgos esenciales de la obra. A tal fin, partiremos de eso tan conocido que sobresale en la superficie del ser-obra, el carácter de cosa, el cual proporciona un punto de apoyo a nuestro proceder habitual respecto a la obra.

Cuando se lleva una obra a una colección o exposición también se suele decir que se instala la obra. Pero este instalar es esencialmente diferente a una instalación en el sentido de la construcción de un edificio, la erección de una estatua o la representación de una tragedia con ocasión de una fiesta. Ese instalar es erigir en el sentido de consagrar y glorificar. Instalar no significa aquí llevar simplemente a un sitio. Consagrar significa sacralizar en el sentido de que, gracias a la erección de la obra, lo sagrado se abre como sagrado y el dios es llamado a ocupar la apertura de su presencia. De la consagración forma parte la glorificación, en tanto que reconocimiento de la dignidad y el esplendor del dios. Dignidad y esplendor no son propiedades junto a las cuales o detrás de las cuales se encuentre además el dios, sino que es en la dignidad y en el esplendor donde se hace presente el dios. En los destellos de ese esplendor brilla, es decir, se aclara, aquello que antes llamamos mundo. Erigir quiere decir abrir la rectitud, en el sentido de esa medida que orienta a lo largo del trayecto y bajo cuya forma lo esencial nos da las directrices. Pero ¿por qué la instalación de la obra es un erigirse que consagra y glorifica? Porque la obra exige tal en su ser-obra. ¿Cómo es que la obra exige semejante instalación? Porque es ella misma instaladora en su ser-obra. ¿Qué instala la obra en tanto que obra? Alzándose en sí misma, la obra abre un mundo y lo mantiene en una reinante permanencia.

Ser-obra significa levantar un mundo. Pero ¿qué es eso del mundo? Ya lo indicamos al hablar del templo. Por el camino que tenemos que seguir aquí, la esencia del mundo sólo se deja insinuar. Es más, esta leve indicación se tendrá que limitar a apartar todo aquello que pudiera confundir la visión de lo esencial.

Un mundo no es una mera agrupación de cosas presentes contables o incontables, conocidas o desconocidas. Un mundo tampoco es un marco únicamente imaginario y supuesto para englobar la suma de las cosas dadas. Un mundo hace mundo y tiene más ser que todo lo aprensible y perceptible que consideramos nuestro hogar. Un mundo no es un objeto que se encuentre frente a nosotros y pueda ser contemplado. Un mundo es lo inobjetivo a lo que estamos sometidos mientras las vías del nacimiento y la muerte, la bendición y la maldición nos mantengan arrobados en el ser. Donde se toman las decisiones más esenciales de nuestra historia, que nosotros aceptamos o desechamos, que no tenemos en cuenta o que volvemos a replantear, allí, el mundo hace mundo. La piedra carece de mundo. Las plantas y animales tampoco tienen mundo, pero forman parte del velado aflujo de un entorno en el que tienen su lugar. Por el contrario, la campesina tiene un mundo, porque mora en la apertura de lo ente. Con su fiabilidad, el utensilio le proporciona a este mundo una necesidad y proximidad propias. Desde el momento en que un mundo se abre, todas las cosas reciben su parte de lentitud o de premura, de lejanía o proximidad, de amplitud o estrechez. En el hecho de hacer mundo se agrupa esa espaciosidad a partir de la cual se concede o se niega el favor protector de los dioses. Hasta la fatalidad de la ausencia del dios es una de las maneras en las que el mundo hace mundo.

Desde el momento en que una obra es una obra, le hace sitio a esa espaciosidad. Hacer sitio significa aquí liberar el espacio libre de lo abierto y disponer ese espacio libre en el conjunto de sus rasgos. Este disponer surge a la presencia a partir del citado erigir. La obra, en tanto que obra, levanta un mundo. La obra mantiene abierto lo abierto del mundo. Pero levantar un mundo es sólo uno de los rasgos esenciales del ser-obra de la obra que hay que citar aquí. El rasgo que falta por nombrar intentaremos hacerlo visible de la misma manera, a partir de lo que más sobresale en la superficie de la obra.

Cuando se lleva a cabo una obra a partir de éste o aquel material -piedra, madera, metal, color, lenguaje, sonido-, se dice también que la obra está hecha de tales materiales. Pero así como la obra exige una instalación en el sentido de un erigir consagrador y glorificador, porque el ser-obra de la obra consiste en levantar un mundo, de la misma manera resulta necesaria la elaboración, porque el propio ser-obra de la obra tiene el carácter de la elaboración. La obra, como obra, es en su esencia elaboradora. Pero ¿qué elabora la obra? Sólo lo sabremos si nos fijamos en eso sobresaliente y que comúnmente se llama elaboración de obras.

Levantar un mundo forma parte del ser-obra. ¿Cuál es, desde la perspectiva de esta determinación, la esencia de la obra que normalmente se denomina material? Debido a que se encuentra determinado por la utilidad y el provecho, el utensilio toma a su servicio aquello en lo que él consiste: la materia. A la hora de fabricar un utensilio, por ejemplo, un hacha, se usa y se gasta piedra. La piedra desaparece en la utilidad. El material se considera tanto mejor y más adecuado cuanto menos resistencia opone a sumirse en el ser-utensilio del utensilio. Por el contrario, desde el momento en que levanta un mundo, la obra-templo no permite que desaparezca el material, sino que por el contrario hace que destaque en lo abierto del mundo de la obra: la roca se pone a soportar y a reposar y así es como se torna roca; los metales se ponen a brillar y destellar, los colores a relucir, el sonido a sonar, la palabra a decir. Todo empieza a destacar desde el momento en que la obra se refugia en la masa y peso de la piedra, en la firmeza y flexibilidad de la madera, en la dureza y brillo del metal, en la luminosidad y oscuridad del color, en el timbre del sonido, en el poder nominal de la palabra.

Aquello hacía donde la obra se retira y eso que hace emerger en esa retirada, es lo que llamamos tierra. La tierra es lo que hace emerger y da refugio. La tierra es aquella no forzada, infatigable, sin obligación alguna. Sobre la tierra y en ella, el hombre histórico funda su morada en el mundo. Desde el momento en que la obra levanta un mundo, crea la tierra, esto es, la trae aquí. Debemos tomar la palabra crear en su sentido más estricto como traer aquí. La obra sostiene y lleva a la propia tierra a lo abierto de un mundo. La obra le permite a la tierra ser tierra.

Pero ¿por qué traer aquí la tierra tiene que suponer que la obra se retire dentro de ella? ¿Qué es entonces la tierra, para que acceda al desocultamiento de semejante manera? La piedra pesa y manifiesta su pesadez. Pero al confrontarnos con su peso, la pesadez se vuelve al mismo tiempo impenetrable. Si a pesar de todo partimos la roca para intentar penetrarla, veremos que sus pedazos nunca muestran algo interno y abierto, sino que la piedra se vuelve a refugiar en el acto en la misma sorda pesadez y masa de sus pedazos. Si intentamos captar la pesadez de otra manera -esto es, depositando la piedra sobre una báscula-, lo único que conseguiremos es introducirla en el mero cálculo de un peso. Esta determinación de la piedra, tal vez muy exacta, no es más que un número, mientras que el peso se nos ha hurtado. El color luce y sólo quiere lucir. Si por medio de sabias mediciones lo descomponemos en un número de vibraciones, habrá desaparecido. Sólo se muestra cuando permanece sin descubrir y sin explicar. Asimismo, la tierra hace que se rompa contra sí misma toda posible intromisión. Convierte en destrucción toda curiosa penetración calculadora. Por mucho que dicha intromisión pueda adoptar la apariencia del dominio y el progreso, bajo la forma de la objetivación técnico-científica de la naturaleza, con todo, tal dominio no es más que una impotencia del querer. La tierra sólo se muestra como ella misma, abierta en su claridad, allí donde la preservan y la guardan como ésa esencialmente indescifrable que huye ante cualquier intento de apertura; dicho de otro modo, la tierra se mantiene constantemente cerrada. Todas las cosas de la tierra, y ella misma en su totalidad, fluyen en una recíproca consonancia. Pero este fluir no es una manera de borrarse. Lo que aquí fluye es la corriente de la delimitación que reposa en sí misma y limita en su presencia a todo lo que se presenta. Así, cada una de las cosas que se cierran en sí mismas se desconocen en la misma medida. La tierra es aquello que se cierra esencialmente en sí mismo. Traer aquí la tierra significa llevarla a lo abierto, en tanto que aquello que se cierra a sí mismo.

Al retirarse ella misma a la tierra, la obra trae aquí la tierra. Pero el cerrarse de la tierra no es uniforme e inmóvil, sino que se despliega en una inagotable cantidad de maneras y formas sencillas. Es verdad que el escultor usa la piedra de la misma manera que el albañil, pero no la desgasta. En cierto modo esto sólo ocurre cuando la obra fracasa. También es verdad que el pintor usa la pintura, pero de tal manera que los colores no sólo no se desgastan, sino que gracias a él empiezan a lucir. También el poeta usa la palabra, pero no del modo que tienen que usarla los que hablan o escriben habitualmente desgastándola, sino de tal manera que gracias a él la palabra se torna verdaderamente palabra y así permanece.

En ningún lugar de la obra está presente algo semejante a un material. Hasta es dudoso si cuando determinamos esencialmente al utensilio, caracterizando como materia aquello de lo que se compone, acertamos con su esencia de utensilio.

Levantar un mundo y traer aquí la tierra son dos rasgos esenciales del ser-obra de la obra. Ambos pertenecen a la unidad del ser-obra. Nosotros buscamos dicha unidad cuando pensamos la subsistencia de la obra e intentamos decir esa cerrada quietud propia del reposar en sí mismo.

Aunque los citados rasgos esenciales tienen su parte de acierto, lo único que hemos logrado ha sido dar a conocer un acontecer de la obra, pero en absoluto su reposo. En efecto, ¿qué es el reposo, sino lo contrario del movimiento? Pero hay que tener en cuenta que no se trata de una manera de ser lo contrario que excluya al movimiento, sino que lo incluye. Sólo lo que se mueve puede alcanzar el reposo. Según sea el movimiento, así será el reposo. Cierto que en el movimiento entendido como mero cambio de lugar de un cuerpo el reposo no es más que el caso límite del movimiento, pero si el reposo incluye el movimiento también puede haber un reposo constituido por una interna agrupación de movimiento, es decir, máxima movilidad, siempre que el tipo de movimiento exija semejante reposo. El reposo de la obra que reposa en sí misma es de este tipo. Por eso, nos podremos aproximar a este reposo siempre que consigamos captar en una unidad la movilidad del acontecer en el ser-obra. Preguntaremos: ¿qué relación guarda en la propia obra levantar un mundo y traer aquí la tierra?

El mundo es la abierta apertura de las amplias vías de las decisiones simples y esenciales en el destino de un pueblo histórico. La tierra es la aparición, no obligada, de lo que siempre se cierra a sí mismo y por lo tanto acoge dentro de sí. Mundo y tierra son esencialmente diferentes entre sí y, sin embargo, nunca están separados. El mundo se funda sobre la tierra y la tierra se alza por medio del mundo. Pero la relación entre el mundo y la tierra no va a morir de ningún modo en la vacía unidad de opuestos que no tienen nada que ver entre sí. Reposando sobre la tierra, el mundo aspira a estar por encima de ella. En tanto que eso que se abre, el mundo no tolera nada cerrado, pero por su parte, en tanto que aquella que acoge y refugia, la tierra tiende a englobar al mundo y a introducirlo en su seno.

Este enfrentamiento entre el mundo y la tierra es un combate. Confundimos con demasiada ligereza la esencia del combate asimilándolo a la discordia y la riña y por lo tanto entendiéndolo únicamente como trastorno y destrucción. Sin embargo, en el combate esencial, los elementos en lucha se elevan mutuamente en la autoafirmación de su esencia. La autoafirmación de la esencia no consiste nunca en afirmarse en un estado casual, sino en abandonarse en el oculto estado originario de la procedencia del propio ser. En el combate, cada uno lleva al otro por encima de sí mismo. De este modo, el combate se torna cada vez más combativo, más propiamente eso que verdaderamente es. Cuanto más duramente se supera a sí mismo y por sí, tanto más implacablemente se abandonan los contendientes a la intimidad de un simple pertenecerse a sí mismo. Para aparecer ella misma como tierra en el libre aflujo de su cerrarse a sí misma, la tierra no puede prescindir de lo abierto del mundo. Por su parte, el mundo tampoco puede deshacerse de la tierra sí es que tiene que fundarse sobre algo decidido como reinante amplitud y vía de todo destino esencial.

Desde el momento en que la obra levanta un mundo y trae aquí la tierra, se convierte en la instigadora de ese combate. Pero esto no sucede para que la obra reduzca y apague de inmediato la lucha por medio de un insípido acuerdo, sino para que la lucha siga siendo lucha. Al levantar un mundo y traer aquí la tierra, la obra enciende esa lucha. El ser-obra de la obra consiste en la disputa del combate entre el mundo y la tierra. Es precisamente porque la lucha llega a su punto culminante en la simplicidad de la intimidad por lo que la unidad de la obra ocurre en la disputa del combate. La disputa del combate consiste en agrupar la movilidad de la obra, que se supera constantemente a sí misma. Por eso, es en la intimidad del combate donde tiene su esencia el reposo de la obra que reposa en sí misma.

Sólo podemos llegar a saber qué es lo que obra en la obra a partir de este reposo de la obra. Hasta ahora, decir que era la verdad la que operaba en la obra de arte era una afirmación preconcebida. ¿Hasta qué punto ocurre en el ser-obra de la obra, o mejor dicho ahora, hasta qué punto ocurre en la disputa del combate entre el mundo y la tierra la verdad? ¿Qué es la verdad?

La negligencia con que usamos esta palabra fundamental nos indica lo pequeño e imperfecto que es nuestro conocimiento sobre la esencia de la verdad. Cuando decimos verdad solemos referirnos a esta y aquella verdad, es decir, a algo verdadero. Un conocimiento expresado en una frase puede ser verdadero. Pero no nos limitamos a decir que una frase es verdadera, sino que también lo decimos de una cosa, del oro verdadero por oposición al oro falso. Verdadero significa en este caso lo mismo que auténtico, oro efectivamente real. ¿Qué quiere decir aquí eso de real? Para nosotros es real lo que es de verdad. Es verdadero lo que corresponde a algo real y es real lo que es de verdad. Una vez más, el círculo se ha cerrado.

¿Qué significa ‘de verdad’? La verdad es la esencia de lo verdadero. ¿En qué pensamos aquí cuando decimos esencia? Normalmente entendemos por esencia eso común en lo que coincide todo lo verdadero. La esencia se presenta en un concepto de género y generalidad que representa ese uno que vale igualmente para muchos. Pero esta esencia de igual valor (la esencialidad en el sentido de essentia) sólo es la esencia inesencial. ¿En qué consiste la esencia esencial de algo? Probablemente reside en lo que lo ente es de verdad. La verdadera esencia de una cosa se determina a partir de su verdadero ser, a partir de la verdad del correspondiente ente. Lo que ocurre es que ahora no estamos buscando la verdad de la esencia, sino la esencia de la verdad. Nos encontramos ante un curioso enredo. ¿Se trata sólo de un asunto curioso, tal vez incluso sólamente de la vacía sutileza de un juego de conceptos, o se trata por el contrario de un abismo?

Verdad significa esencia de lo verdadero. Pensamos la verdad recordando la palabra que usaban los griegos. Al®yeia significa el desocultamiento de lo ente. Pero ¿es esto una definición de la esencia de la verdad? ¿No estaremos haciendo pasar una mera transformación en el uso de la palabra -desocultamiento en lugar de verdad- por una caracterización del asunto? En efecto, no deja de ser un simple intercambio de nombres mientras no nos enteremos de qué es lo que ha ocurrido para que haya sido necesario decir la esencia de la verdad con la palabra desocultamiento.

¿Es necesario para ello una renovación de la filosofía griega? En absoluto. Suponiendo que fuera posible semejante imposibilidad, una renovación no nos serviría de nada, porque la historia oculta de la filosofía griega consiste desde sus inicios en que no permanece conforme a la esencia de la verdad ilustrada mediante la palabra Žl®yeia y por lo tanto su saber y decir sobre la esencia de la verdad tiene que trasladarse cada vez en mayor medida a la explicación de una esencia, derivada, de la verdad. La esencia de la verdad como Žl®yeia permanece impensada tanto en el pensamiento griego como, sobre todo, en la filosofía posterior. Para el pensar, el desocultamiento es lo más oculto de la existencia griega, pero al mismo tiempo es lo que desde muy temprano determina toda la presencia de lo presente.

Pero ¿por qué no nos conformamos con la esencia de la verdad que nos resulta familiar desde hace siglos? Verdad significa hoy y desde hace tiempo concordancia del conocimiento con la cosa. Sin embargo, para que el conocer y la frase que conforma y enuncia el conocimiento puedan adecuarse a la cosa, para que la propia cosa pueda llegar a ser la que fije previamente el enunciado, dicha cosa debe mostrarse como tal. ¿Y cómo se puede mostrar si no es emergiendo ella misma de su ocultamiento, si no es situándose en lo no oculto? La proposición es verdadera en la medida en que se rige por lo que no está oculto, es decir, por lo verdadero. La verdad de la proposición es y será siempre únicamente esa corrección. Los conceptos críticos de verdad, que desde Descartes parten de la verdad como certeza, son simples transformaciones de la determinación de la verdad como corrección. Ahora bien, esta esencia de la verdad que nos resulta tan habitual y que consiste en la corrección de la representación, surge y desaparece con la verdad como desocultamiento de lo ente.

Cuando aquí y en otros lugares entendemos la verdad como desocultamiento, no nos estamos limitando a refugiarnos en una traducción más literal de una palabra griega. Estamos indagando qué elemento no conocido y no pensado puede subyacer a esa esencia de la verdad, en el sentido de corrección, que nos resulta familiar y por lo tanto está desgastada. En algunos momentos consentimos en confesar que, desde luego, a fin de demostrar y comprender lo correcto (la verdad) de un enunciado, no nos queda otro remedio que apelar a algo que ya es evidente. Este presupuesto es, en efecto, inexcusable. Mientras hablemos y opinemos así, seguiremos entendiendo la verdad únicamente como una correc­ción que, ciertamente, precisa de un presupuesto que nosotros mismos imponemos sólo Dios sabe cómo y por qué razón.

Pero no es que nosotros presupongamos el desocultamiento de lo ente, sino que éste mismo (el ser) nos instala en una esencia tal que en nuestra representación siempre permanecemos inmer­sos en el seno del desocultamiento y supeditados a él. No es sólo aquello por lo que se guía un conocimiento lo que de alguna mane­ra debe estar no oculto, sino que todo el ámbito en el que se mue­ve este «guiarse según algo», así como aquello por lo que la ade­cuación de la proposición a la cosa se torna evidente, deben tener lugar como totalidad en lo no oculto. Nosotros mismos, con todas nuestras exactas representaciones, no seríamos nada y ni siquiera podríamos presuponer que hay algo manifiesto por lo que nos guiamos, si el desocultamiento de lo ente no nos hubiera expuesto ya en ese claro en el que entra para nosotros todo ente y del que todo ente se retira.

Pero ¿cómo sucede esto? ¿Cómo ocurre la verdad en tanto que desocultamiento? Antes de contestar hay que decir con mayor claridad qué es el desocultamiento mismo.

Las cosas y los seres humanos son, los dones y los sacrificios son, los animales y las plantas son, el utensilio y la obra son. Lo ente está en el ser. Una velada fatalidad suspendida entre lo divino y lo contrario a lo divino recorre el ser. Gran parte de lo ente escapa al dominio del hombre; sólo se conoce una pequeña parte. Lo conocido es una mera aproximación y la parte dominada ni siquiera es segura. El ente nunca se encuentra en nuestro poder ni tan siquiera en nuestra capacidad de representación, tal como sería fácil imaginar. Parece que si pensamos toda esta totalidad en una unidad, podremos captar todo lo que es, aunque sea de manera bastante burda.

Y sin embargo por encima y más allá de lo ente, aunque no le­jos de él, sino ante él, ocurre otra cosa. En medio de lo ente en su totalidad se presenta un lugar abierto. Hay un claro. Pensado desde lo ente, tiene más ser que lo ente. Así pues, este centro abierto no está rodeado de ente, sino que el propio centro, el claro, rodea a todo lo ente como esa nada que apenas conocemos.

Lo ente sólo puede ser como ente cuando está dentro y fuera de lo descubierto por el claro. Este claro es el único que proporciona y asegura al hombre una vía de acceso tanto al ente que no somos nosotros mismos como al ente que somos nosotros mismos. Gracias a este claro lo ente está no oculto en una cierta y cambiante medida. Pero incluso oculto lo ente sólo puede ser en el espacio que le brinda el claro. Todo ente que se topa con nosotros y camina con nosotros mantiene este extraño antagonismo de la presencia, desde el momento en que al mismo tiempo se mantiene siempre retraído en un ocultamiento. El claro en el que se encuentra lo ente es, en sí mismo y al mismo tiempo, encubrimiento. Pero el encubrimiento reina en medio de lo ente de dos maneras.

Lo ente se niega a nosotros hasta ese punto único, y en apa­riencia mínimo, que nos encontramos particularmente cuando ya no podemos decir de lo ente más que es. El encubrimiento como negación no es sólo ni en primer lugar el límite que se le pone cada vez al conocimiento, sino el inicio del claro de lo descubierto. Pero, al mismo tiempo, dentro de lo descubierto por el claro también hay encubrimiento, aunque desde luego de otro tipo. Lo ente se desliza ante lo ente, de tal manera que el uno oculta con su velo al otro, que éste oscurece a aquél, que lo poco tapa a lo mucho, que lo singular niega el todo. Aquí, el encubrir no es un simple negar: lo ente aparece, pero se muestra como algo diferente de lo que es.

Este encubrir es un modo de disimular. Si lo ente no disimulara a lo ente no podríamos errar ni equivocarnos en lo relativo a él, no podríamos desorientarnos y perdernos y, por consiguiente, nunca nos equivocaríamos de medida. El hecho de que lo ente pueda engañarnos como apariencia es la condición para que nosotros podamos equivocarnos y no a la inversa.

El encubrimiento puede ser una negación o una mera disimulación. Nunca tenemos la certeza directa de que sea lo uno o lo otro. El encubrimiento se encubre y disimula a sí mismo. Esto quiere decir que el lugar abierto en medio de lo ente, el claro, no es nunca un escenario rígido con el telón siempre levantado en el que se escenifique el juego de lo ente. Antes bien, el claro sólo acontece como ese doble encubrimiento. El desocultamiento de lo ente no es nunca un estado simplemente dado, sino un acontecimiento. El desocultamiento (la verdad) no es ni una propiedad de las cosas en el sentido de lo ente ni una propiedad de las proposiciones.

En el ámbito más próximo de lo ente nos creemos en casa. Lo ente es familiar, seguro, inspira confianza. Pero sin embargo hay un constante encubrimiento que recorre el claro bajo la doble forma de la negación y el disimulo. Lo seguro en el fondo no es seguro, sino algo completamente inseguro. La esencia de la verdad, esto es, la esencia del desocultamiento está completamente dominada por una abstención. Ahora bien, esta abstención no es un defecto ni un fallo, como si la verdad fuera un vano desocultamiento que se hubiera desprendido de todo lo oculto. Si pudiera ser eso, la verdad dejaría de ser ella misma. A la esencia de la verdad en tanto que esencia del desocultamiento le pertenece necesariamente esta abstención según el modo de un doble encubrimiento. La verdad es en su esencia no-verdad. Decimos esto así para mostrar de un modo tajante, y tal vez algo chocante, que la abstención bajo el modo del encubrimiento forma parte del desocultamiento como claro. Por el contrario, el enunciado que reza: la esencia de la verdad es la no-verdad, no quiere decir que la verdad sea en el fondo falsedad. Asimismo, tampoco quiere decir que la verdad nunca sea ella misma, sino que, en una representación dialéctica, siempre es también su contrario.

La verdad se presenta como ella misma en la medida en que la abstención encubridora es la que, como negación, le atribuye a todo claro su origen permanente, pero como disimulo, le atribuye a todo claro el incesante rigor de la equivocación. Con la abstención encubridora se pretende nombrar a esa contrariedad que se encuentra en la esencia de la verdad y que, dentro de ella, reside entre el claro y el encubrimiento. Se trata del enfrentamiento de la lucha originaria. La esencia de la verdad es, en sí misma, el combate primigenio en el que se disputa ese centro abierto en el que se adentra lo ente y del que vuelve a salir para refugiarse dentro de sí mismo.

Ese espacio abierto acontece en medio de lo ente. Muestra un rasgo esencial que ya nombramos. A lo abierto le pertenece un mundo y la tierra. Pero el mundo no es simplemente ese espacio abierto que corresponde al claro, ni la tierra es eso cerrado que corresponde al encubrimiento. Antes bien, el mundo es el claro de las vías de las directrices esenciales a las que se ajusta todo decidir. Pero cada decisión se funda sobre un elemento no dominado, oculto, desorientador, pues de lo contrario no sería nunca tal decisión. La tierra no es simplemente lo cerrado, sino aquello que se abre como elemento que se cierra a sí mismo. Mundo y tierra son en sí mismos, según su esencia, combatientes y combativos. Sólo como tales entran en la lucha del claro y el encubrimiento.

La tierra sólo se alza a través del mundo, el mundo sólo se funda sobre la tierra, en la medida en que la verdad acontece como lucha primigenia entre el claro y el encubrimiento. Pero ¿cómo acontece la verdad? Nuestra respuesta es que acontece en unos pocos modos esenciales. Uno de estos modos es el ser-obra de la obra. Levantar un mundo y traer aquí la tierra supone la disputa de ese combate -que es la obra- en el que se lucha para conquistar el desocultamiento de lo ente en su totalidad, esto es, la verdad.

En ese alzarse ahí del templo acontece la verdad. Esto no quiere decir que el templo presente y reproduzca algo de manera exacta, sino que lo ente en su totalidad es llevado al desocultamiento y mantenido en él. El sentido originario de mantener es guardar. En la pintura de Van Gogh acontece la verdad. Esto no quiere decir que en ella se haya reproducido algo dado de manera exacta, sino que en el proceso de manifestación del ser-utensilio del utensilio llamado bota, lo ente en su totalidad, el mundo y la tierra en su juego recíproco, alcanzan el desocultamiento.

En la obra la que obra es la verdad, es decir, no sólo algo verdadero. El cuadro que muestra el par de botas labriegas, el poema que dice la fuente romana, no sólo revelan qué es ese ente aislado en cuanto tal -suponiendo que revelen algo-, sino que dejan acontecer al desocultamiento en cuanto tal en relación con lo ente en su totalidad. Cuanto más sencilla y esencialmente aparezca sola en su esencia la pareja de botas y cuanto menos adornada y más pura aparezca sola en su esencia la fuente, tanto más inmediata y fácilmente alcanzará con ellas más ser todo lo ente. Así es como se descubre el ser que se encubre a sí mismo. La luz así configurada dispone la brillante aparición del ser en la obra. La brillante aparición dispuesta en la obra es lo bello. La belleza es uno de los modos de presentarse la verdad como desocultamiento.

Ahora ya hemos captado con mayor claridad la esencia de la verdad a algunos respectos. Si esto es así, debería estar más claro qué es lo que obra en la obra, pero ocurre que el ser-obra de la obra visible en estos momentos todavía no nos dice nada sobre la realidad más próxima e imperiosa de la obra, sobre el carácter de cosa de la obra. Casi parece como si con la intención exclusiva de captar de la manera más pura posible la subsistencia de la obra hubiéramos olvidado por completo el hecho de que una obra es siempre una obra, es decir, algo efectuado. Si hay algo que distingue a la obra en cuanto obra es, desde luego, el hecho de que la obra ha sido creada. Desde el momento en que la obra es creada y el crear precisa de un medio a partir del cual y en el cual éste crea, también el carácter de cosa entra a formar parte de la obra. Esto es indiscutible, pero todavía sigue abierta la pregunta de cómo entra a formar parte de la obra el hecho de ser algo creado, su ser-creación. Esto sólo puede aclararse analizando dos cuestiones:

1. ¿Qué quiere decir aquí ser-creación y crear a diferencia de fabricar y ser algo fabricado?

2. ¿Cuál es la esencia más íntima de la propia obra, aquella única esencia a partir de la cual es posible sopesar hasta qué punto el ser-creación le pertenece y en qué medida es lo que determina el ser-obra de la obra?

Aquí, crear siempre se ha pensado en relación con la obra. El acontecimiento de la verdad forma parte de la esencia de la obra. La esencia del crear la determinamos por adelantando a partir de su relación con la esencia de la verdad como desocultamiento de lo ente. La pertenencia del ser-creación a la obra sólo puede salir a la luz aclarando la esencia de la verdad de modo aún más originario. Vuelve a replantearse la pregunta por la verdad y su esencia.

Tenemos que replantear esa pregunta si queremos que la frase que dice que es la verdad la que obra en la obra no sea una mera afirmación gratuita.

En realidad es sólo ahora cuando debemos plantearla de manera más esencial: ¿en qué medida se encuentra en la esencia de la verdad una tendencia hacia algo como la obra? ¿Qué esencia tiene la verdad para que pueda ponerse a la obra o incluso, bajo determinadas condiciones, tenga que ponerse a la obra a fin de ser como verdad? Pues bien, este ponerse a la obra de la verdad lo determinamos como la esencia del arte, de modo que nuestra última pregunta reza así:

Qué tiene que ser la verdad, para que pueda acontecer o incluso tenga que acontecer como arte? ¿En qué medida hay arte?
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