miércoles, 30 de enero de 2013

MEMPO GIARDINELLI

Recuerdos de una noche norteamericana

Tomado del diario Página 12 del día de la fecha

Parece mentira, pero han pasado ya dieciséis años desde la fría noche norteamericana en la que me puse a llorar como un niñito cuando me contaron que había muerto Osvaldo Soriano. Estaba trabajando en la Universidad de Virginia, como todos los años, y los dos o tres mails que recibí aquella tarde me liquidaron. No se podía aceptar ni entender, que finalmente lo hubiesen vencido los puchos, la tos canalla y los dolores internos que sabíamos que lo atormentaban. La quimioterapia había sido esperanzadora en su caso y tenía 54 años. Nadie esperaba que se diera vuelta la taba en aquella operación.

Pero así es la Jodida cuando viene y en un horrible e inesperado segundo patea el tablero. Las piezas que a mí se me cayeron entonces eran casi treinta años de una amistad que yo pensé que era para toda la vida, porque cuando lo conocí, en la redacción de la revista Semana Gráfica, era el año ’68 o ’69 y la Editorial Abril era como un refugio de talentos y gente progre de la época y además nosotros estábamos en esa edad en que uno se cree eterno.

Habíamos llegado a la entonces Capital Federal, Osvaldo desde Tandil, yo desde el Chaco, y aunque él era mayor en edad y en talento nos asociamos de entrada. Hay una foto que adoro, en la que estamos riéndonos como chicos, encorbatados e inocentes como gorriones.

A veces éramos un trío con Mauricio Borghi, un pibe que años después fue una de las primeras víctimas de la siempre maldita Triple A. A veces alguno pelaba un cuento y pedía orejas a la audiencia. También podía ser un tímido poema o un fragmento de algo más ambicioso que no nos atrevíamos a llamar novela. Hablábamos de literatura, nos recomendábamos libros imperdibles y terminábamos las jornadas comiendo pastas o bifes en el viejo Pipo. Luego íbamos al café La Paz, cuando Corrientes era luminosa, limpia y bella, y ahí se hablaba de política, de las dictaduras de entonces y del oficio periodístico.

Nos acompañaban a veces ese enorme fotógrafo que se llama Carlos Bosch (autor de la foto evocada) o el viejo filósofo Carlos Llosa, pluma mayor, después, de la revista Humor. Después las despedidas eran largas y al final nosotros dos, ya en la alta madrugada, rumbeábamos hacia Palermo, donde entonces vivíamos, y algunas noches caminábamos completa la Avenida Córdoba, a veces con alguna ginebra de más, es cierto, y entonces compartíamos confidencias y Osvaldo hablaba de Laurel & Hardy y de gatos y Tandil, y yo del Chaco, y los dos de San Lorenzo y de Vélez.

Ya he contado por ahí que en los días feroces de marzo del ’76 nos encontramos una noche en la 9 de Julio, a metros del Teatro Colón, y nos dedicamos simplemente a conversar cual serenos caminantes, aunque alertas y desconfiados, y nos juramentamos reencontrarnos cuanto antes. Osvaldo se marchaba a Europa en esos días; yo miraba ya hacia México. Nos prometimos hacer de nuestros exilios una militancia literaria, y no recuerdo abrazo más emocionado que el que nos dimos esa noche, llorosos los dos, hasta que él, desprendiéndose y en su estilo juguetón, me dijo: “Guarda que va a venir la cana y nos va a llevar pero por maricones”.

Después nos reencontramos en Bruselas, en otra ocasión me mostró París de punta a punta, y cuando los Cuervos descendieron en el ’79 yo le mandé una carta procurando no cargarlo en demasía como hacían todos. Años después, ya en Buenos Aires y cuando nuestra democracia estaba en pañales, un día en la Editorial Bruguera, ahí atrás del Cementerio de La Chacarita, en un aparte me agradeció el gesto y me deseó que nunca viera descender a Vélez a la B.

La última vez que nos vimos fue en el Bar Suárez y era el gobierno de Menem. Osvaldo era ya un grande de nuestra literatura y sus novelas y el cine le devolvían un éxito que no había buscado y que en cierto modo lo abrumaba. Hablamos del cuento como género, de algunos jóvenes autores que confundían malicia literaria con pura y simple mala leche, de fútbol y de los mismos viejos temas de siempre, como hacen los amigos que enhebran esa misma, eterna conversación jamás interrumpida.

Y después fue esa noche maula en el frío estadounidense, durante la que lloré un largo rato sin hombro fraterno y en un silencio ominoso. Es raro que la evoco ahora, justo esta noche que aquí en el Chaco hay 38 grados y no nieva. Voy a pensar que a Osvaldo le hubiese gustado venir con Manuel y Catherine. Le hubiese servido una copita de esta amable ginebra.
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