jueves, 4 de octubre de 2012

THOMAS MANN SIN MENTIRAS

Por Jordi Galves
Tomado de la revista Ñ del sábado 21 de enero del 2004

Hay un camino que siempre nos lleva hasta Thomas Mann, y es el del entusiasmo por la belleza. Ya sea sentado ante su mesa de trabajo, reflexionando silenciosamente sobre los diálogos de Ludovico Sottembrini y Leo Nafta en La montaña mágica o agitándose ante los micrófonos de la radio, incitando a los alemanes contra la dictadura nazi, Mann tuvo una vida volcada en el compromiso moral que suscita la inquietud artística. No contradice a Platón, separando lo bello de lo bueno, como en El Retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, en el pelo verde pintado a lo "punk" de Charles Baudelaire o en el mórbido Drácula de Bram Stoker. Su actitud olímpica, hierática, no es fruto de la indiferencia sino del autocontrol, de la mesura, de la prudencia intelectual ante el desastre. ¿Por qué no decirlo? Del miedo a equivocarse.

Ha visto no pocas cosas. La excitación romántica de algunos de sus compañeros wahnerianos, alborotados continuadores del "Sturm und Drang" le ha llevadoa vestirse con camisas negras, pardas y linchar a comunistas y judíos. Thomas de Quincey ya había ironizado entre 1827 y 1854 sobre los peligros de la irresponsable desmesura estética del mundo romántico en El asesinato considerado como una de las bellas artes.

Thomas Mann está inquieto, escéptico ante los beneficios de la democracia burguesa como ante los de la revolución rusa. Duda. Pensando en nietzsche , ha escrito y reescrito Consideraciones de un apolítico, buscando una tercera vía. En su diario anota: "El parlamentarismoa secas es algo que no puedo aprobar. Después de todo se trata precisamente de inventar algo nuevo en política, y tiene que ser algo alemán" (3 de marzo de 1919). Por un lado se siente orgulloso de su país, de su cultura y de la experiencia primigenia de su generación, la guerra de 1914. Pero por otro también se deja llevar por la atractiva y justiciera aura del comunismo ("También yo, en el fondo, estoy a favor de los sóviets")

Mann, el escritor más importante de la Alemania de entonces, especula con una "revolución conservadora", en una alianza entre "Hölderlin y Marx". La estética le pierde, amenaza con arrastrarle hasta la barbarie romántica. Pero de pronto se detiene y piensa con calma en la cuestión judía. Probablemente en Heine, el escritor judío, uno de los padres de la literatura alemana y del romanticismo esteticista. Para el gran Heine, no hay doferencia ninguna entre vida y literatura, entre política y ciencia, entre arte y religión. Los artistas son, a un tiempo, "tribunos y apóstoles".

La tentación burguesa de refugiarse en el escepticismo, en el jardín de los cerezos de su admirado Chéjov, es enorme. Pero Chéjov también es fina ironía, sentido crítico. Y la figura de Mann, como recuerda Arthur Schnitzer, se recortaba en La montaña mágica como la de un "humorista deambulando en la inmensidad". Esa frase le complace; se reconoce plenamente en el humorismo. La coherencia de Nafta (un personaje inspirado en el crítico húngaro Lukács) se derrumba ante la sensatez moral de Settembrini (quien, por su parte, recuerda a su hermano Heinrich). De Lessing y Goethe, Mann ha aprendido además la disciplina, una de las grandes lecciones de la personalidad alemana. El autocontrol y el respeto por el trabajo. La repulsa al sentimentalismo. Eso sí es Alemania y no Hitler. Thomas Mann es Alemania. El escritor, para protegerse, aúna su vanidad con la de una Alemania desvalida. Su apellido alemán, al fin y al cabo, quiere decir eso: "Mann", el "hombre". El artista no puede quedar al margen de las leyes. Por eso Mann entendió mejor que nadie aquella encrucijada: o los nazis o su "doctor Faustus".

Un gran malentendido

Con la novedosa biografía Thomas Mann. La vida como obra de arte de Herman Kurzke que acaba de editarse en español, su autor ha despejado uno de los grandes malentendidos que subsistían sobre la figura de Mann. El escritor bajo la espesa capa de hielo de su hierática personalidad pública, fue un decidido enemigo de los nazis y desde horas muy tempranas, un artista comprometido moralmente con el devenir de su país.

Estos son los hechos: fue a la vez un artista conservador y "engagé" "¿Qué otro escritor alemán -se pregunta con razón Kurzke- combatió públicamente al fascismo desde 1923 con una frecuencia creciente y una coherencia imperturbable?" En justicia, no puede citarse ningún otro nombre. Entonces, ¿de dónde proviene la idea de la tibieza de Mann para con los totalitarismos más allá de las vacilaciones encadenadas en uno y otro sentido, de las inercias del pensamiento propias de una época confusa? Kurzke no se pronuncia pero, intencionadamente añade: "En comparación de la gran antípoda de Mann que es Bertolt Brecht, encontramos muy poca agitación anti.Hitler anterior a 1933".

Brecht identificó maliciosamente a quienes no compartían sus ideas con los nacionalsocialistas aunque, en realidad, toda la documentación aportada por Kurzke demuestra que fueron los nazis los grandes enemigos públicos de la literatura de Thomas Mann. "La gélida arrogancia" del "literato tan desmesuradamente sobrevalorado" son expresiones extraídas de la propaganda del Partido Nacional Socialista Alemán.

Tras la crisis de 1929, Mann fue adoptando posiciones cada vez más cercanas a la izquierda. En su "Discurso alemán" pronunciado en Berlín en 1930 puede leerse que "en la actualidad, el lugar político de la burguesía alemana está de parte de la socialdemocracia". El discurso no pudo ser leído en su totalidad porque un grupo de veinte alborotadores de las SA vestidos de esmoquin hizo suspender la conferencia.

Entre los jóvenes nazis Kurzke ha identificado a Friedrich Georg Jünger y a su hermano Ernst, el gran escritor. "¿Cómo pudo soportarlo?" se pregunta Mann algún tiempo después, reconociendo la indiscutible altura intelectual de su oponente. En sus diarios, Jünger aparecerá definido como "libertino de la barbarie".

Las máscaras de Mann

L acompleja y matizada personalidad de Thomas Mann se dibuja en todas su etapas, con todas sus máscaras, sus perfiles, sus contradicciones, a menudo desconcertantes. Sin duda, el libro de Kurzke es muy perspicaz y útil pero, inexplicablemente, no ha utilizado ni la información ni las opiniones de ninguna de las notables y concienzudas biografías que le han precedido. Thomas Mann, historia de una disonancia de Roman Karst (1970), Thomas Mann, de H. Mayer (1984) o Thomas Mann y los suyos de M. Reich-Ranicki (1989), entre otras. Kurzke emplea su bisturí con gran frialdad y competencia, deteniéndose quizás demasiado en ciertas miserias de Mann y su familia, olvidando investigaciones literarias de valor, excluyendo por sistema cualquier criterio interpretativo que no sea el de Mann, sus coetáneos y el propio Kurzke.

Con todo, determinados aspectos han sido tratados con una inteligencia lectora de primer orden. Gracias a ella podemos comprender como Mann aplica a su biografía íntima los mismos criterios de rectitud y lealtad a unos principios morales, los de la burguesía civilizada y cosmopolita.

Cuando, por ejemplo, Mann descubre que el espiritismo es una superchería, arremete duramente contra lo que ingenuamente había creído antes. No existe una doble moral ni falseamiento alguno en el hecho de que, por ejemplo, Mann, casado y con seis hijos, tuviera inclinaciones homosexuales. El armario de Mann es muy voluminoso y de él salen inesperadas evidencias, inquietantes similitudes, luminosas conclusiones. El escritor lleva en la nuca al gnomo de la creación" literaria que le devora, una ansiedad comparable, según Kurzke, con el hábito del tabaco y que constituye una de las principales claves para aproximarse a La montaña mágica. "¿Por qué fuma el ser humano? Por placer y por amor a la muerte. Thomas Mann fumó cigarrillos y puros durante toda su vida. (...) Fumar es un acto de oposición. Significa hacer algo insensato frente al atildado sentido común de la sociedad burguesa. Es la droga de quienes están dispuestos a seguir las reglas del juego de la burguesía, pero necesitan compensaciones toleradas a fin de poder soportarlo."

El oculto objeto del deseo

Algo parecido puede decirse sobre la sexualidad de Mann. En ningún momento se propone modificar o sustituir las reglas de la moral burguesa. Mann vive estable entre tensiones y, según Kurzke, nunca consumó su deseo homosexual. Cuando en 1922 se inicia un debate público para revocar el párrafo 175 del Código Penal alemán que castigaba la práctica de la homosexualidad Mann se declara abiertamente favorable a la despenalización, pero eso no lo convierte en partidario de la equiparación, de la "normalización" social de la homosexualidad. Para el escritor, el interés por los muchachos guapos (que no hombres) forma parte de una esfera íntima, poética, ligado a los tabúes sociales más consolidados. Un interés que aviva un amor puro porque jamás se consuma, nunca se manifiesta ni va más allá dl deseo. Mann sublimó sus inclinaciones homosexuales a través de la literatura y quien quiso comprender supo cuáles eran sus planteamientos, como en Muerte en Venecia. Este libro, dicho sea de paso, impresionó mucho a Josep Pla. Lo juzgaba muy bien escrito pero narrativamente desconcertante. ¿Qué pretende Mann con su mutismo amoroso? Para quien tenga la capacidad moral de la comprensión resulta diáfano. El escritor no sale del armario sólo como homosexual. Sobre todo se muestra abiertamente voluptuoso en el sacrificio. Masoquista es la palabra exacta. Todo en nombre del compromiso con la belleza, incluso el dolor y la muerte. La gran lección para hoy del último de los grandes novelistas románticos.
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