domingo, 21 de octubre de 2012

NELSON PILOSOF

Martín Buber
Poeta del diálogo
Tomado del libro del mismo nombre
Asociación Hebraica, Montevideo, 1965

PRÓLOGO
La reciente muerte de Martín Buber provocó en el mundo entero un sentimiento de honda congoja colectiva. Habituados a recibir renovadas expresiones de su espíritu creador, sus millares de admiradores se resistían a pensar que su avanzada era un tácito anuncio de que su fin se avecinaba. La dolorosa sorpresa de la noticia congregó en torno de su memoria, a quienes, dispersos hasta entonces en variados círculos, se inclinaban reverentes y agradecidos ante su obra, su fecunda obra inmortal. Había también en su despedida la respetuosa devoción hacia la persona del maestro que parte. Su cuerpo inerte yace en la Colina del Silencio, en Jerusalén. Pero lo que antes era un silencio de muerte revive para siempre la nueva y definitiva entonación del coloquio que Martín Buber ha emprendido, ahora sin vida, con quienes lo reencuentran constantemente vivo en las páginas que conservan su imperecedero lenguaje.
A esas voces de reconocido y afectuoso homenaje uno, con modestia, la mía. La de alguien que, muy joven aún, pretendió buscar en las honduras de su pensamiento, y como resultado de ello lanzó temeroso al público su primera entrega sobre el tema. Eran las postrimerías de 1956, y aquí, en Montevideo, veía la luz Martín Buber o una filosofía del suceso y la eternidad. Nada me hacía suponer entonces que el destino habría de depararme la oportunidad privilegiada, única pero de permanente recuerdo y gravitación para mi persona. De dialogar con el filósofo en su propio hogar, junto a su misma mesa de trabajo, rodeados del halo bíblico de Jerusalén y del clima íntimo y adusto de su estudio, aquel donde vibraron por vez primera tantos frutos de su talento. Era la primavera de 1963. Tenía conciencia de que estaba ocurriendo un hecho de valor decisivo. Preciso era estar auténticamente presente en el encuentro. Los brillantes ojos de Buber, de pupilas penetradas de eternidad y dulzura, vislumbraron esa intención y el contorno de pudor que la envolvía. Y su acogedora voz invitó a un diálogo real. Su ejemplar sencillez estableció el equilibrio de igualdad esencial que reclama la coyuntura dialogal. Lo que allí se dio ha quedado en mí, desde entonces, como vivencia inmarcesible. En la persona de Buber estaba encarnada la estirpe profética. Su faz reflejaba el lejano eco de nuestro común pasado, en la cuna misma donde ese pasado se ha convertido en presente, en todos los tiempos. Comprendí la causa real de la supervivencia de la Biblia. Nuestro Buber de hoy era un testimonio.

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Manifesté en las Palabras Previas de mi pequeño libro: “Debo confesar que esta filosofía ha despertado mi afecto desde que la he profundizado. Quizás ello se deba a que dialogué con Buber a través de sus escritos, que son todos ellos un mensaje… un hondo y conmovedor mensaje. Sin embargo, hay muchos aspectos de este pensamiento que aún son dudosos para mí, y probablemente lo seguirán siendo por un buen tiempo. Tengo siempre presentes aquellas sabias palabras de Buber cuando dicen que todo verdadero maestro más que enseñar una doctrina debe indicar un camino. El camino indicado por Martín Buber se bifurca en dos tramos aparentemente paralelos, pero que confluyen, como no puede ser de otro modo, en un objetivo único e infinito. Uno de esos senderos es válido para todos los hombres; el otro lo es para el pueblo judío. En este estudio he querido analizar el planteamiento para todos los pueblos; aquella parte de la filosofía buberiana que tanto conmueve aún a los cristianos. Es probable que en alguna otra ocasión emprenda la labor de referirme a los capítulos de su obra que están dedicados a su pueblo, que también es el mío”.
Desde entonces pasaron no sólo los años, sino también una sucesión de acontecimientos y experiencias personales de importancia fundamental para mí. La filosofía y la vida me enseñaron que el caudal que mana de las fuentes absolutas puede correr por cauces diversos, pero que su contenido es en el fondo el mismo, y que, en definitiva, se vuelca en el mismo mar. A pocas semanas de su muerte di forma a La respuesta de Martín Buber al enigma de ser judío. Era un intento de contribución al análisis de la otra faz de su concepción filosófica, sobre cuyo tratamiento insinué en 1956 una promesa. En verdad, su filosofía universal y su filosofía judía son dos formas de una misma perspectiva. Lo judío proyectado hacia lo universal y lo universal realizado de modo particular por lo judío.
Mi estudio de entonces y este ensayo de ahora, junto a su canto de despedida El Violinista y a Un uruguayo dialoga con Martín Buber, versión de mi entrevista con el filósofo publicada por el semanario montevideano “Marcha”, constituyen el conjunto de escritos que reúno en este tomo que ofrezco a la benevolencia del lector.

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“La tarea esencial de los profetas de Israel no consistió en predecir un futuro ya determinado, sino confrontar a hombre y pueblo de Israel, en cada momento dado, con la alternativa correspondiente a la situación. No se anunciaba qué sucedería en ninguna circunstancia, sino lo que sucedería si los oyentes del mensaje cumplían la voluntad de Dios, y lo que sucedería si se negaban a ese cumplimiento. La voz divina escogió al profeta, por así decirlo, como su “boca”, para hacer comprender al hombre una y otra vez, en la forma más inmediata, su libertad y sus consecuencias”.
Estas reflexiones de Martín Buber se constituyeron indirectamente en incentivo que me sugirió el título de esta edición. Así como la misión del profeta consistió en reclamar de su pueblo el retorno a sus fuentes trascendentales para reencontrarse consigo mismo y con su destino, del mismo modo Buber ha sido un profeta de los actuales tiempos. No sólo explicó que el sentido de la criatura humana se despliega en las tramas de lo dialógico, sino que reclamó con firmeza una disposición del hombre contemporáneo hacia el diálogo franco con su prójimo. La exhortación llevaba implícita una esperanza. La de que el hombre, abierto al hombre, torne hacia la fuente de su ser y en esa conversación interior realice en la convivencia interpersonal lo que hay en él de específica y superiormente humano. Profeta del diálogo, como todo genuino profeta, instaló en su propia existencia el comienzo de lo exigido. Hizo del verbo la esencia de su vida, y su verbo perdurará más allá de su muerte.
Montevideo, diciembre de 1965.
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