miércoles, 30 de noviembre de 2011

JORGE LUIS BORGES

Sobre Oscar Wilde

Mencionar el nombre de Wilde es mencionar a un Dandy que fuera también un poeta, es evocar la imagen de un caballero dedicado al pobre propósito de asombrar con corbatas y con metáforas. También es evocar la noción del arte como un juego selecto o secreto -a la manera del tapiz de Hugh Vereker  y del tapiz de Stefan George. y del poeta como un laborioso monstrotum artifex (Plinio, XXVIII,2) Es evocar el fatigado crepúsculo del siglo XIX y esa opresiva pompa de invernáculo o de baile de máscaras. Ninguna de estas evocaciones es falsa, pero todas corresponden, lo afirmo, a verdades parciales y contradicen, o descuidan, hechos notorios.
Consideremos, por ejemplo, la noción de que Wilde fue una especie de simbolista. Un cúmulo de circunstancias la apoya: Wilde, hasta 1881, dirigió a los estetas y diez años después a los decadentes; Rebeca West pérfidamente lo acusa (Henry James, III) de imponer a la última de estas sectas «el sello de la clase media»; el vocabulario del poema The Sphinx es estudiosamente magnífico; Wilde fue amigo de Schwob y de Mallarmé. La refuta un hecho capital: en verso o en prosa, la sintaxis de Wilde es siempre simplísima. De los muchos escritores británicos, ninguno es tan accesible a los extranjeros. Lectores incapaces de descifrar un párrafo de Kipling o una estrofa de William Morris empiezan y concluyen la misma tarde Lady Windermeres's Fan. La métrica de Wilde es espontánea o quiere parecer espontánea; su obra no encierra un solo verso experimental, como este duro y sabio alejandrino de Lionel Johnson: Alone with Christ, desolate else, left by mankind.
La insignificancia técnica de Wilde puede ser un   argumento a favor de su grandeza intrínseca. Si la obra de Wilde correspondiera a la índole de su fama, la integrarían menos artificios del tipo de Les palais Nomades o de Los crepúsculos del jardín. En la obra de Wilde esos artificios abundan -recordemos el undécimo capítulo de Dorian Gray o The Harlot's House o Symphony in Yellow- pero su índole adjetiva es notoria. Wilde puede prescindir de esos purple patches (retazos de púrpura); frase cuya invención le atribuyen Ricketts y Hesketh Pearson, pero ya registra el exordio de la epístola a los Pisones. Esa atribución prueba el hábito de vincular al nombre de Wilde la noción de pasajes decorativos.
Leyendo y releyendo, a lo largo de los años, a Wilde, noto un hecho que sus panegiristas no parecen haber sospechado siquiera: el hecho comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón. The Soul of Man under Socialims no sólo es elocuente; también es justo. Las notas misceláneas que prodigó en la Pall Mall Gazette y en el Speaker abundan en perspicuas observaciones que exceden las mejores posibilidades de Leslie Stephen o de Saint-sbury. Wilde ha sido acusado de ejercer una suerte de arte combinatoria, a lo Raimundo Lulio; ello es aplicable, tal vez, a algunas de sus bromas («uno de esos rostros británicos que, vistos una vez, siempre se olvidan»), pero no al dictamen de que la música nos revela un pasado desconocido y acaso real (The Critic as Artist) o aquel de que todos los hombres matan la cosa que aman (The Ballad of Reading Gaol) o a aquel otro de que arrepentirse de un acto es modificar el pasado (De profundis) o aquel, no indigno de León Bloy o de Swedernborg, de que no hay hombre que no sea, en cada momento, lo que ha sido y lo que será (ibidem) No transcribo estas líneas para veneración del lector; las alego como indicio de una mentalidad muy diversa de la que, en general, se atribuye a Wilde. Éste, si no me engaño, fue mucho más que un Moréas irlandés; fue un hombre del siglo XVIII, que algun a vez condescendió a los juegos del simbolismo. Como Gibbon, como Johnson, como Voltaire, fue un ingenioso que tenía razón además. Fue, «para de una vez decir palabras fatales, clásico en suma» Dio al siglo lo que el siglo exigía -comédies larmoyantes para los más y arabescos verbales para los menos- y ejecutó esas cosas disímiles con una suerte de negligente felicidad. Lo ha perjudicado la perfección; su obra es tan armoniosa que puede parecer inevitable y aún baladí. Nos cuesta imaginar el universo sin los epigramas de Wilde; esa dificultad no los hace menos plausibles.
Una observación lateral. El nombre de Oscar Wilde está vinculado a las ciudades de la llanura; su gloria a la condena y a la cárcel. Sin embargo (esto lo ha sentido muy bien Heskethh Pearson) el sabor fundamental de su obra es la felicidad. En cambio, la valerosa obra de Chesterton, prototipo de la sanidad física y moral, siempre está a punto de convertirse en una pesadilla. La acechan lo diabólico y el horror; puede asumir, en la página m´s inocua, las formas del espanto. Chesterton es un hombre que guarda, pese a los hábitos del mal y de la desdicha, una invulnerable inocencia.
Como Chesterton, como Lang, como Boswell, Wilde es de aquellos venturosos que pueden prescindir de la aprobación de la crítica y aun, a veces, de la aprobación  del lector, pues el agrado que nos proporciona su trato es irresistible y constante.
1946.

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