martes, 22 de noviembre de 2011

CARLOS FUENTES

El tiempo de Octavio Paz

Qui le croirait! On dit, qu’irrités contrel’heure
De nouveaux Josués à pied de chaque tour
Tiraient sur les cadrans pour arrêter le jour.

De esta manera, el versificador popular de las jornadas revolucionarias de julio se refirió a un hecho insólito: apenas levantadas las barricadas del primer día de combate, muchos grupos, sin concertarse, ambularon por las calles de París disparando sus fusiles contra los relojes de las torres. ¿Para detener el día? Sí, en cierto modo: para actualizar el presente, para radicarlo en sí mismo. Las revoluciones tienen conciencia de su carácter inmediato, exaltante, existencial, acaso fugaz, seguramente irrepetible. Cada revolucionario es un hombre que se dice: «Los hombres no han visto nada igual»: los reyes ascienden al patíbulo, los guajiros descienden de la sierra, una pareja se enamora en las barricadas del Boulevard St. Michel y descubre que debajo de los adoquines están las playas; la entrada de Pancho Villa y Emiliano Zapata a la ciudad de México; la toma del Palacio de Invierno en Petersburgo; la larga marcha; los cadáveres encajonados de la comuna son el cadáver resplandeciente de Guevara en un cajón de pino boliviano. Se dispara contra los relojes para que el tiempo se detenga y el irrepetible instante sea la eternidad. Pero en el instante de esa cristalización absoluta de la cronología, ésta, milagrosamente, se desdobla: el tiempo deja de ser ajeno sólo para empezar a ser objeto de una nostalgia y de una esperanza.
A este orden del tiempo revolucionario pertenece la obra de Octavio Paz. Lo recordé mucho hace poco –a él que acaba de dar el más alto ejemplo de ética e independencia intelectual en México- viajando por los pueblos del Valle de Morelos con el escritor norteamericano Jack Gelber. Nos detuvimos en una aldea sin nombre, olvidada por los mapas de ruta y por señales de tránsito. Le preguntamos a un campesino cómo se llamaba el pueblo. Nos contestó: «Garduño, en tiempos de paz; Zapata en tiempos de guerra» Ese hombre, heredero de la leyenda revolucionaria del zapatismo, sabía que había otro tiempo. Más bien, que podía aspirarse, simultáneamente, a un tiempo lejano, el del origen, el del ser primero; y también a un tiempo futuro que, de manera cierta, sería el cumplimiento de aquel. Encuentro y transfiguración de la edad rememorada y de la edad deseada. Ese campesino morelense nos estaba diciendo un poema de Octavio Paz_ «Hambre de encarnación padece el tiempo.»
La obra literaria de Paz es una constante encarnación del tiempo, pero no del tiempo que marcan los relojes antes de que disparen contra ellos, sino de ese triple tiempo humano que, al «arrêter le jour», se instala en el presente sólo para recordar el origen del ser e imaginarlo en la meta. «Todo poema es tiempo que arde» Ese tiempo reclama un espacio, que también es el de la poesía: «desplegar un lugar, un aquí, que reciba y sostenga una escritura» La poesía en Paz es la perfecta conjunción de un tiempo y un espacio escritos; y esa escritura es la constante renovación de las fundaciones del hombre: es profundamente histórica, no en el sentido de consagrar una abstracción lineal y absoluta por encima de las cabezas de los hombres vivientes, sino precisamente porque niega toda ilusión mecánicamente optimista de progreso: «del mismo plato comen dioses, hombres y bestias.», y en ese plato común de la historia Tántalo, si lo desea, puede al fin comer los majares de su existencia plena: debe compartirlos con la creación entera. Debemos salir del «laberinto de la soledad» a la paradójica tierra común de la soledad: «Estamos solos. Como todos los hombres… Nos aguardan una desnudez y un desamparo. Allí, en la soledad abierta, nos espera también una trascendencia: las manos de otros solitarios. Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres.»
Con estas palabras termina (abre) Paz su brillante caracterología de los mexicanos. A lo largo de doscientas páginas, el escritor no sólo ha realizado la monumental tarea de cancelar lo muerto y alentar la vida de una historia que ha procedido por rupturas, negaciones totales y consecuentes reinicios de cero; también –sobre todo- ha relacionado lo vivo de nuestras tajantes divisiones históricas –mundo indígena, conquista, colonia, independencia, anarquía republicana, reforma liberal, intervenciones y mutilaciones, dictadura positivista, revolución democrático burguesa- entre sí, hasta configurar una identidad que, al reconocerse, empieza a recoger a los demás «Un libro, un texto, es un tejido de relaciones» ha escrito Paz: espejo y negación de las sociedades históricas, la literatura las obliga (pues ellas quisieran saberse, siempre, monolíticas, eternas, sin fisuras) a verse como estructuras relativas y dependientes, mortales por mutantes, mutantes a su pesar. El arte es la estructura, también relativa, dependiente y cambiante, que se atreve a decir su nombre. O más bien, sus nombres: los nombres de la tensión: nostalgia y deseo, pasado y futuro, ilación y circulación. El lugar de encuentro es el poema: «consagración del instante que hace presentes –que hace presentables- las memorias y aspiraciones humanas.
Por todo ello, la poesía de Paz es crítica; su tiempo y su espacio, lejos de pretender a la falsa perfección de lo cerrado, representan una apertura permanente; son un signo de relación, de contaminación, de necesidad y, en consecuencia, una forma rebelde y augural de libertad. La poesía de Paz es la lectura de un mundo verdadero y humano, ajeno en todo al gran mal de la cultura positivista de Occidente: la reducción, el cerco, la mutilación de lo que no cabe dentro de las justificaciones pragmáticas o idealistas de la burguesía, el olvido de las advertencias fundamentales de Shakespeare («Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, que las soñadas en tu filosofía»), de Pascal («La razón que no tiene conciencia de sus propios límites es una débil razón») y aún del mal leído Descartes (que jamás permitió que la razón se alejara de la compañía inquietante y sospechosa de un universo infinito): la separación. La poesía de Paz es heredera en línea directa de la gran tradición que, en el alba misma de la burguesía victoriosa, opuso a su visión cómoda y mediana (clase media: clase mediadora, in medio stat virtus), el verbo escandaloso y escandalizado de la totalidad de lo real: Blake, Coleridge, Novalis, Hölderlin, Nerval, Baudelaire, Lautreamont… Poesía de lo que no encontró cabida en la generalización legal del capitalismo («todos los hombres son iguales») y fue negado en su aplicación práctica («pero algunos hombres son más iguales que otros») A cambio de la igualdad abstracta, la burguesía ofreció a los hombres un abandono concreto (uno de los primeros actos jurídicos de la Revolución Francesa fue la Ley Chapellier, que disolvió las formas tradicionales de la asociación del trabajo); y, a cambio del abandono concreto, les ofreció la ilusión del yo. Las aventuras del egoísmo son un largo y lúgubre melodrama que parte del descubrimiento rousseaunieno de la «sensibilidad» y concluye en las formas degradadas del folletín televisivo y el confesionario horizontal de los psiquiatras. El positivismo capitalista significó una ruptura de las relaciones de los hombres con el mundo y de los hombres entre sí; una devastación del mundo humano en aras de la simonía secular.
«Hemos sido esperados en la tierra», dice Walter Benjamin en uno de sus más hermosos ensayos. La obra de Paz, encarnación del tiempo y escritura del espacio, puede ser leída a partir de estas palabras, negadoras del determinismo, portadoras de la esperanza. Hemos sido esperados: el mundo existe para nosotros, pero el mundo nos preexiste. Y nada en el mundo nos preexiste tanto como el lenguaje. Y si el mundo que nos preexiste es un mundo devastado, su creación será idéntica a la del vehículo mismo de la comunicación: el lenguaje. «El hombre –escribe Paz en su ensayo sobre André Breton- aún el envilecido por el neocapitalismo y el seudosocialismo de nuestros días, es un ser maravilloso, porque, a veces, habla. El lenguaje es la marca, la señal –no de su caída, sino de su esencial irresponsabilidad. Por la palabra podemos acceder al reino perdido y recobrar los antiguos poderes. Esos poderes no son nuestros. El inspirado, el hombre que de verdad habla, no dice nada que sea suyo; por su boca habla el lenguaje.»
Doble paradoja, entonces: vivir «un ahora en perpetua rotación, un mediodía nocturno…» vivir «un presente fijo e interminable y, no obstante, en continuo movimiento»; ¿será esta muerte de lo que pasa por «historia» la única manera de tener verdadera historia?, ¿la única manera de recuperar el pasado e imaginar el porvenir?; y admitir, al admitir la soberanía del lenguaje sobre el autor, que la única verdad personal es la apertura a lo impersonal y que todo poema es colectivo: es el querer decir del lenguaje mismo. (No es fortuito que la última obra de Paz sea, precisamente, un renga «occidental» escrito colectivamente con los poetas Charles Tomlinson, Jacques Roubaud y Edoardo Sanguinetti.) Personalmente, creo que Paz tiene razón: esa doble paradoja es nuestra verdad y nuestra posibilidad en un mundo de dictaduras tecnocráticas. (y sus prolongaciones imperialistas) caracterizado por «la perfección del sistema de comunicaciones y la anulación de los interlocutores.» En el fondo se trata de saber si diremos (como la poesía) mi yo eres tú o (como el poder) yo soy tú.
Los ensayos de Octavio Paz, inseparables de su poesía, no son sólo una extensión crítica de ésta; más bien, ambas formas integran un todo crítico y participan de un signo idéntico: la elaboración de un conocimiento, de un saber, por naturaleza antidogmático, de los problemas humanos. Pero si la poesía de Paz es crítica del lenguaje, sus ensayos son crítica del mundo o, mejor dicho, de las estructuras dentro de las cuales el lenguaje se inserta. Esas unidades estructurales, para Paz, no son ni el yo ni el Estado, ni la nación ni el alma ni las iglesias; ni siquiera la debatible y difusa noción de cultura, sino la suma de bertebraciones en permanente tensión (tradición y ruptura, o tradición de la ruptura) que llamamos civilizaciones. El mundo como contaminación, coexistencia, canje y rechazo de formas de civilización. Pero no en el sentido lineal de Toynbee o Spengler, sino en el sentido circular, espiral y de permanente presente de las mitologías de Lévi-Strauss. Las civilizaciones como obra del lenguaje; el lenguaje como obra de las civilizaciones.
Creo que no hay un escritor actual de la lengua castellana que, como Octavio Paz, haya sabido sumar en sus escritos tal plenitud relativa de experiencias. Creo, asimismo, que esta selección de ensayos que Alianza Editorial reúne ahora para el público español da abundante prueba de mi aserto. Peregrino de las civilizaciones, Paz el ensayista ha escrito una sola, vasta obra de «conjunciones y disyunciones: los encuentros, las confrontaciones, las simbiosis, las unidades rescatadas y las diversidades, en buena hora, mantenidas, de las civilizaciones. Hijo de México, hermano de América Latina, hijastro de España, hijo adoptivo de Francia, Inglaterra, Italia, huesped familiar y afectivo de Japón y la India, bastardo (como hoy lo somos todos) de los Estados Unidos, Paz, abierto a todos los contactos de la civilización, pertenece a ese reducido grupo de figuras (algunos españoles: Cernuda, Buñuel, Goytisolo) que nos asegura que los ghettos de la cultura en castellano no son eternos. Dos ensayos incluidos en esta antología, «Literatura de fundación» y «Conquista y colonia» demuestran la seriedad y complejidad con que Paz se acerca a los conflictos derivados de nuestra herencia hispánica. Somos «un capítulo de la historia de las utopías»; vale decir, somos hijos de la palabra: fuimos imaginados (deseados) antes de ser. Tradicionalmente nos hemos preguntado: ¿estamos a la altura de la utopía que nos diseñaron? Hoy empezamos a preguntar: ¿por qué no estuvieron quienes nos imaginaron a la altura de su propio sueño? Somos una fundación de la contrarreforma española, vale decir, somos excéntricos, voluntariamente marginados. Tradicionalmente, hemos aceptado la tutela de quienes sé, participaron de la aventura de la modernidad. Después de las purgas stalinistas, Auschwitz e Hiroshima, esa aventura, por vía del crimen, también desembocó en la marginalidad. Nadie es inocente; el mal es sólo lo que aún desconocemos. Los antiguos dominadores son hoy tan excéntricos como nosotros lo hemos sido siempre; la excentricidad equivale hoy a la escueta y central aparición del ser. Somos «contemporáneos de todos los hombres» No por la fuerza militar polarizada, ni por la injusta distribución del poder económico, ni por la impersonalidad tecnológica. Somos contemporáneos por la misma razón que fuimos creados: somos contemporáneos por la palabra. Para decirnos, debemos decir al mundo; y el mundo, para decirse, debe decirnos.
En los ensayos de Octavio Paz nuestra palabra se actualiza porque se relaciona. En esta vasta y brillante red de circulaciones, Buda es presentado a Marx y ambos se relacionan con Góngora y Michaux, Grecia encuentra un signo de Teotihuacán y el oro de la conquista española se transmuta en piedra de los altares hindúes; el mundo de la palabra de Blake engendra la palabra del mundo de Mallarmé. Los signos están en rotación. La historia de los hombres es una sola. La sostiene, padece y goza, una pareja primigenia y última, la persona amada y natural que es principio y solución del mundo. Los ritmos, tersuras y asperezas de la prosa de Paz son, al cabo, los del erotismo; la palabra descansa en los cuerpos, últimos altares de la civilización. El cuerpo y la palabra, el arco y la lira, la encarnación del tiempo, el espacio de la escritura, la reconstrucción del mundo mediante la apertura al lenguaje preexistente. La posición relativa del hombre debtro de las civilizaciones mortales pero representables y, sobre todo, la liberación de los hombres en la soledad abierta que es su relación con los demás hombres y con el mundo: «Aspiro al ser, al ser que cambia, no a la valoración del yo.»

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