Tomado del Diario Tiempo Argentino del día de la fecha
Por Ricardo Ragendorfer Periodista.
¿Es ese horror –ante un robo violento, un homicidio o una violación– lo que dispara sentimientos y reacciones en la muchedumbre o, por el contrario, sus integrantes siempre razonan así?
Durante el anochecer del 15 de abril de 2009 el camionero Daniel Capristo fue acribillado en Sarandí por un ladrón de 14 años. El fiscal Enrique Lazzari acudió al lugar del hecho, y dijo: “Es un menor, y no se puede hacer mucho.” Tales palabras bastaron para desatar un episodio sin precedentes en materia de bestialidad ciudadana: un vendaval de patadas y puñetazos se precipitó sobre el funcionario judicial; lo apalearon en el suelo y hasta recibió un ladrillazo en la espalda, luego de que una horda de vecinos lo persiguiera por dos cuadras. Al día siguiente, estos marcharían hacia la Plaza Valentín Alsina para reclamar medidas urgentes contra la inseguridad, y con propuestas concretas. “La pena de muerte es un regalo; antes habría que mutilarlos”, sostuvo un manifestante. Otro proclamó: “Hay que ahorcar a los delincuentes en los postes de luz, y la televisión tiene mostrar cómo se desangran.” Junto a él, una señora exhibía un cartel con la siguiente consigna: “Control de la natalidad.”
Diez meses más tarde, en el barrio Alto de Bariloche, a espaldas de la zona turística, un policía asesinó al adolescente Diego Bonnefoi. Ello hizo que los pobladores ganaran las calles para repudiar el hecho. En tales circunstancias, los azules se cobraron otras dos vidas. Ese festival del gatillo fácil sacudió del letargo a la parte sana de la sociedad barilochense, la cual, encabezada por un patrullero que hacía sonar su bocina, llenó el Centro Cívico para de ese modo expresar su solidaridad con el cabo homicida y defender la represión policial. El concejal de la UCR, Claudio Otano, explicó ante los micrófonos el espíritu de la marcha: “Esto es para que la minoría del otro día (la de los habitantes del Alto) no aparezca como la mayoría de Bariloche.” La gente brincaba al grito de “¡Seguridad! ¡Seguridad!”. Uno de los presentes acotaría a viva voz: “¡Por fin son ellos los que mueren!”
Lo cierto es que los sueños de la inseguridad crean monstruos, fascistas de entrecasa, barrabravas del horror. Habría, entonces, que preguntarse: ¿Es ese horror –ante un robo violento, un homicidio o una violación– lo que dispara semejantes sentimientos y reacciones en la muchedumbre o, por el contrario, sus integrantes siempre razonan así? Habría que saberlo. Por qué no se trata de personas que, por caso, reivindiquen las atrocidades del nazismo ni a la última dictadura militar. Pero no hubieran desentonado en el Berlín de 1934, durante la Noche de los Cuchillos Largos. Tampoco son xenófobos versados en teorías sobre la superioridad racial. Pero sólo bastó que, por ejemplo, Mauricio Macri hablara sobre “la inmigración descontrolada de los países limítrofes” para que el 5 de diciembre de 2010 esas palabras propiciaran en Villa Lugano, a raíz de la toma del Parque Indoamericano, un súbito progrom con decenas de heridos, en medio de una persecución de residentes bolivianos, peruanos y paraguayos que ofende a la condición humana.
También habría que saber el motivo por el cual la penalización de la miseria responde a un clamor multisectorial. De hecho, los reclamos de “mano dura” provienen indistintamente de clases sociales privilegiadas y pobres. Y es en el temor atávico a la violencia urbana donde los extremos socioeconómicos se tocan y se sobresaltan mutuamente. Todos quieren protegerse. No sólo está en juego el pánico a la vulnerabilidad de los sectores más poderosos del país y la vidriosa sensibilidad de la clase media sino que ese síndrome de indefensión también se extiende hacia capas más empobrecidas. Para estas, la inestabilidad extrema es un dato permanente y cotidiano, y ser víctima de un delito se suma de manera dramática a esa situación. Debido a ello, seguramente, expresan un pedido de orden ciego e inmediato. Es curioso, desde luego, que la gente más desamparada sea también propensa a pedir políticas autoritarias, y pese a que estas les sean nefastas. Pero como ya no le pueden reclamar seguridad social a Estado, terminan pidiendo, simplemente, seguridad a secas. Y a sordas.
Al respecto, durante el mediodía del 21 de noviembre, en una casa del barrio Las Palmas, de Miramar, aún yacía el cadáver de Gastón Bustamante, de sólo 12 años, asesinado presuntamente por ladrones. Al atardecer, 3000 vecinos marcharían para reclamar justicia y seguridad. La hermana del difunto a duras penas encabezaba la multitud. La sostenía su novio, un muchacho desgarbado y doliente. Dos semanas después, este fue detenido como principal sospechoso del crimen.
El episodio fue un calco de lo ocurrido cuatro meses antes en la localidad de Ayacucho, cuando una mujer denunció que su beba de tres meses había sido asfixiada por asaltantes. Después se supo que el fallecimiento fue por causas naturales y que el embuste de la madre había sido fruto de su desesperación. Sin embargo, la gente –azuzada por el párroco del lugar, Miguel Ángel París– ganó la calle para reclamar seguridad, incluso luego de trascender la verdadera naturaleza de esa muerte.
En ambos casos, los vecinos no vacilaron en recurrir a la construcción de un enemigo externo –la delincuencia– para así mitigar la perturbadora presunción de que un mimbro de su comunidad haya sido el autor de un crimen.
Ello remite a una vieja historia: la de un cochero asesinado en su carromato por un desconocido en una aldea alemana de fines del siglo XIX. El hecho es presenciado por los pobladores. Estos se lanzan a la caza del homicida, quien se refugia en un castillo. Los aldeanos no vacilan en incendiar el lugar. Grande es la sorpresa de ellos al descubrir que el monstro era en realidad un reputado vecino, el doctor Edelmann. Su sangre fue infectada nada menos que por el conde Drácula, al tratar de curarle su vampirismo. Así culmina la película La mansión de Drácula, dirigida en 1945 por Erle C. Kenton.
Una verdadera metáfora de la sociedad actual.
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