Conocí al Búlgaro (Luis Freisztav), en épocas de Miguel Briante cuando éste dirigía el Centro Cultural Recoleta.
Allí llegó él con una cantidad de obras maravillosas, que quería exponer en esas salas blancas, espaciosas, y que al ser dispuestas, esas obras, por los montajistas del Centro, dejaron selladas en mí, una impresión que aún perdura. La impresión de lo bello, de lo intenso, lo dramático que puede albergar y a la vez mostrar uno de sus perros, famélico, de mirada resignada por ese destino de hambre, o de posible espera a que haya un cambio que permita un mejor vivir.
Aclaro que la muestra estaba totalizada por esculturas hechas en cartapesta, cuya temática era una zoología fantástica, doliente, por momentos feroz: perros en actitudes solitarias o apareados o en lucha desesperada por el alimento que escasea, que no alcanza y monos, en distintas posturas muchos de ellos con una mirada que podría ser de severo juicio hacia el espectador, o interrogándolo sobre el por qué de tantas cosas que el humano hace sobre el planeta, condenándolos a ellos, los animales, a un sufrir casi permanente.
El Búlgaro es poeta con sus formas, con su hacer. Poesía intensa.
Y en otros momentos expande humor e ironía, en un todo crítico pleno de metáforas.
Por aquellos años también concurrían al Recoleta Liliana Maresca y Marcia Schvartz y creo que conformaban un trío de maravillosa locura, un trío de artistas que dieron identidad a esa generación, cada uno de ellos a la vez, con su propia identidad.
El talento del Búlgaro es imposible encasillarlo en corriente alguna dada su personalidad intuitiva a la vez que alejado de teorías y de concepciones que los críticos suelen hacer para explicar la obra de algún artista.
Sus perros, son “esos” perros que hizo el Búlgaro. No otros. Imposible que sean otros, ni siquiera parecidos. Famélicos, de ojos desorbitados, hechos con materiales que podrían encontrarse en un basural, pero vivos, vivos hasta lo increíble de que sea posible que esos ojos saltones y desmesuradamente abiertos nos estén mirando. En posturas detenidas en el momento justo de un movimiento sea para rascarse, apareándose o agazapados para siempre, suspendidos en ese punto en el cual pasado, presente y futuro convergen para significar lo eterno.
Los perros del Búlgaro, con su ferocidad inmutable, son de una enorme belleza.
El Búlgaro no utiliza ropajes excéntricos, ni realiza gestos ampulosos, ni contorsiones para llamar la atención. Por él, lo hacen sus obras, sus maravillosas obras de arte, que nos dicen quién es El Búlgaro.
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