Primera Parte
De los transmundanos
En otro tiempo también Zaratustra proyectó su ilusión más allá del
hombre, lo mismo que todos los transmundanos. Obra de un dios sufriente y
atormentado me parecía entonces el mundo.
Sueño me parecía entonces el mundo, e invención
poética de un dios; humo coloreado ante los ojos de un ser divinamente
insatisfecho.
Bien y mal, y placer y dolor, y yo y tú - humo
coloreado me parecía todo eso ante ojos creadores. El creador quiso apartar la
vista de sí mismo, - entonces creó el mundo.
Ebrio placer es, para quien sufre, apartar la vista
de su sufrimiento y perderse a sí mismo. Ebrio placer y un perderse-a-sí-mismo
me pareció en otro tiempo el mundo.
Este mundo, eternamente imperfecto, imagen, e
imagen imperfecta, de una contradicción eterna - un ebrio placer para su
imperfecto creador: - así me pareció en otro tiempo el mundo.
Y así también yo proyecté en otro tiempo mi ilusión
más allá del hombre, lo mismo que todos los transmundanos. ¡Más allá del
hombre, en verdad!
¡Ay, hermanos, ese dios que yo creé era obra humana
y demencia humana, como todos los dioses!
Hombre era, y nada más que un pobre fragmento de
hombre y de yo: de mi propia ceniza y de mi propia brasa surgió ese fantasma, y,
¡en verdad!, ¡no vino a mí desde el más allá!
¿Qué ocurrió, hermanos míos? Yo me superé a mí
mismo, al ser que sufría, yo llevé mi ceniza a la montaña. Inventé para mí una
llama más luminosa. ¡Y he aquí que el fantasma se me desvaneció.
Sufrimiento sería ahora para mi, y tormento para el
curado, creer en tales fantasmas: sufrimiento sería ahora para mi, y
humillación. Así hablo yo a los trasmundazos.
Sufrimiento fue, e impotencia, - lo que creó todos
los trasmundos; y aquella breve demencia de la felicidad que sólo experimenta
el que más sufre de todos.
Fatiga, que de un solo salto quiere llegar al
final, de un salto mortal, una pobre fatiga ignorante, que ya no quiere ni
querer: ella fue la que creó todos los dioses y todos los trasmundos.
¡Creedme, hermanos míos! Fue el cuerpo el que
desesperó del cuerpo, - con los dedos del espíritu trastornado palpaba las
últimas paredes.
¡Creedme, hermanos míos! Fue el cuerpo el que
desesperó de la tierra, - oyó que el vientre del ser le hablaba.
Y entonces quiso meter la cabeza a través de las
últimas paredes, y no sólo la cabeza, - quiso pasar a «aquel mundo».
Pero «aquel mundo» está bien oculto a los ojos del
hombre, aquel inhumano mundo deshumanizado, que es una nada celeste; y el
vientre del ser no habla en modo alguno al hombre, a no ser en forma de hombre.
En verdad, todo «ser» es difícil de demostrar, y
difícil resulta hacerlo hablar. Decidme, hermanos míos, ¿no es acaso la más
extravagante de todas las cosas la mejor demostrada?
Sí, este yo y la contradicción y confusión del yo
continúan hablando acerca de su ser del modo más honesto, este yo que crea, que
quiere, que valora, y que es la medida y el valor de las cosas.
Y este ser honestísimo, el yo - habla del cuerpo, y
continúa queriendo el cuerpo, aun cuando poetice y fantasee y revolotee de un
lado para otro con rotas alas.
El yo aprende a hablar con mayor honestidad cada
vez: y cuanto más aprende, tantas más palabras y honores encuentra para el
cuerpo y la tierra.
Mi yo me ha enseñado un nuevo orgullo, y yo se lo
enseño a los hombres: ¡a dejar de esconder la cabeza en la arena de las cosas
celestes, y a llevarla libremente, una cabeza terrena, la cual es la que crea
el sentido de la tierra!
Una nueva voluntad enseño yo a los hombres: ¡querer
ese camino que el hombre ha recorrido a ciegas, y llamarlo bueno y no volver a
salirse a hurtadillas de él, como hacen los enfermos y moribundos!
Enfermos y moribundos eran los que despreciaron el
cuerpo y la tierra y los que inventaron las cosas celestes y las gotas de sangre
redentora: ¡pero incluso estos dulces y sombríos venenos los tomaron del cuerpo
y de la tierra!
De su miseria querían escapar, y las estrellas les
parecían demasiado lejanas. Entonces suspiraron: «¡Oh, si hubiese caminos
celestes para deslizarse furtivamente en otro ser y en otra felicidad!, -
¡entonces se inventaron sus caminos furtivos y sus pequeños brebajes de sangre!
Entonces estos ingratos se imaginaron estar
sustraídos a su cuerpo y a esta tierra. Sin embargo, ¿a quién debían las
convulsiones y delicias de su éxtasis? A su cuerpo y a esta tierra.
Indulgente es Zaratustra con los enfermos. En
verdad, no se enoja con sus especies de consuelo y de ingratitud. ¡Que se
transformen en convalecientes y en superadores, y que se creen un cuerpo
superior!
Tampoco se enoja Zaratustra con el convaleciente si
éste mira con delicadeza hacia su ilusión y a medianoche se desliza
furtivamente en torno a la tumba de su dios: mas enfermedad y cuerpo enfermo
continúan siendo para mí también sus lágrimas.
Mucho pueblo enfermo ha habido siempre entre
quienes poetizan y tienen la manía de los dioses; odian con furia al hombre del
conocimiento y a aquella virtud, la más joven de todas, que se llama:
honestidad.
Vuelven siempre la vista hacia tiempos oscuros:
entonces, ciertamente, ilusión y fe eran cosas distintas; el delirio de la
razón era semejanza con Dios, y la duda era pecado.
Demasiado bien conozco a estos hombres semejantes a
Dios: quieren que se crea en ellos, y que la duda sea pecado.
Demasiado bien sé igualmente qué es aquello en lo
que más creen ellos mismos.
En verdad, no en trasmundos ni en gotas de sangre
redentora: sino que es en el cuerpo en lo que más creen, y su propio cuerpo es
para ellos su cosa en sí.
Pero cosa enfermiza es para ellos el cuerpo: y con
gusto escaparían de él. Por eso escuchan a los predicadores de la muerte, y
ellos mismos predican trasmundos.
Es mejor que oigáis, hermanos míos, la voz del
cuerpo sano: es ésta una voz más honesta y más pura.
Con más honestidad y con más pureza habla el cuerpo
sano, el cuerpo perfecto y cuadrado: y habla del sentido de la tierra.
Así habló Zaratustra.
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