Alianza Editorial, 1971
Conquista y colonia
Cualquier contacto con el pueblo
mexicano, así sea fuigaz, muestra que bajo las formas occidentales laten
todavía las antiguas creencias y costumbres. Esos despojos, vivos aún, son
testimonio de la vitalidad de las culturas precortesianas. Y después de los
descubrimientos de arqueólogos e historiadores ya no es posible referirse a
esas sociedades como tribus bárbaras o primitivas. Por encima de la fascinación
o del horror que nos produzcan, debe admitirse que los españoles al llegar a
México encontraron civilizaciones complejas y refinadas.
Mesoamérica, esto es, el núcleo
de lo que sería más tarde Nueva España, era un territorio que comprendía el
centro y el sur del México actual y una parte de Centroamérica. Al norte, en
los desiertos y planicies incultas, vagaban los nómadas, los chichimecas, como
de manera genérica y sin distinción de nación llamaban a los bárbaros los
habitantes de la Mesa Central. Las fronteras entre unos y otros eran
inestables, como las de Roma. Los últimos siglos de Mesoamérica pueden
reducirse, un poco sumariamente, a la historia del encuentro entre las oleadas
de cazadores norteños, casi todos pertenecientes a la familia Náhuatl, y las
poblaciones sedentarias. Los aztecas son los últimos en establecerse en el
Valle de México. El propio trabajo de erosión de sus predecesores y el desgaste
de los resortes íntimos de las viejas culturas locales hizo posible que
acometieran la empresa extraordinaria de fundar lo que Arnold Toynbee llama un
Imperio Universal, erigido sobre los restos de las antiguas sociedades. Los
españoles, piensa en historiador inglés, no hicieron sino sustituirlos,
resolviendo en una síntesis política la tendencia a la disgregación que amenazaba
al mundo mesoamericano.
Cuando se reflexiona en lo que
era nuestro país a la llegada de Cortés, sorprende la pluralidad de ciudades y
culturas, que contrasta con la relativa homogeneidad de sus rasgos más
característicos. La diversidad de los núcleos indígenas y las rivalidades que
los desgarraban indica que Mesoamérica estaba constituida por un conjunto de
pueblos, naciones y culturas autónomas, con tradiciones propias, exactamente
como el Mediterráneo y otras áreas culturales. Por sí mismo, Mesoamérica era un
mundo histórico.
Por otra parte, la homogeneidad
cultural de esos centros muestra que la primitiva singularidad de cada cultura
había sido sustituida, en época acaso no muy remota, por formas religiosas y
políticas uniformes. En efecto, las culturas madres, en el centro y en el sur,
se habían extinguido hacía ya varios siglos. Sus sucesores habían combinado y
recreado toda aquella variedad de expresiones locales. Esta tarea de síntesis
había culminado en la erección de un modelo, el mismo, con leves diferencias,
para todos.
A pesar del justo descrédito en
que han caído las analogías históricas,
de las que se han abusado con tanto brillo como ligereza, es imposible no
comparar la imagen que nos ofrece Mesoamérica al comenzar el siglo XVI con la
del mundo helenístico en el momento en que Roma inicia su carrera de potencia
universal. La existencia de varios grandes estados y la persistencia de un gran
número de ciudades independientes, especialmente en la Grecia insular y
continental, no impiden, sino subrayan, la uniformidad cultural de ese
universo. Seléucidas, tolomeos, macedonios y muchos pequeños y efímeros estados
no se distinguen entre sí por la diversidad y originalidad de sus respectivas
sociedades, sino por las rencillas que finalmente los dividen. Otro tanto puede
decirse de las sociedades mesoamericanas. En unas y otras, diversas tradiciones
y herencias culturales se mezclan y acaban por fundirse. La homogeneidad
cultural contrasta con las querellas perpetuas que las dividen.
En el mundo helenístico la
uniformidad se logró a través del predominio de la cultura griega, que absorbe
a las culturas orientales. Es difícil determinar cuál fue el elemento
unificador de las sociedades indígenas. Una hipótesis, que no tiene más valor
que apoyarse en una simple reflexión, hace pensar que el papel realizado por la
cultura griega en el mundo antiguo fue cumplido en Mesoamérica por la cultura,
aún sin nombre propio, que floreció en Tula y Teotihuacán, y a la que, no sin
exactitud, se llama «tolteca». Todo parece indicar, pues, que en cierto momento
las formas culturales del centro de México terminaron por extenderse y
predominar.
Desde un punto de vista muy
general se ha descrito a Mesoamérica como un área histórica uniforme,
determinada por la presencia constante de ciertos elementos comunes a todas las
culturas: agricultura del maiz, calendario ritual, juego de pelota, sacrificios
humanos, mitos solares y de la vegetación semejante, etc. Se dice que todos
esos elementos son de origen suriano y que fueron asimilados una y otra vez por
las inmigraciones norteñas. Así, la cultura mesoamericana sería el fruto de
diversas creaciones del sur, recogidas, desarrolladas y sistematizadas por
grupos nómades. Este esquema olvida la originalidad de cada cultura local. La
semejanza que se observa entre las concepciones religiosas, políticas y míticas
de los pueblos indoeuropeos, por ejemplo, no niega la originalidad de cada uno
de ellos. De todos modos, y más allá de la originalidad particular de cada
cultura, es evidente que todas ellas, decadentes o debilitadas, estaban a punto
de ser absorbidas por el imperio azteca, heredero de las civilizaciones de la
Meseta.
Aquellas sociedades estaban
impregnadas de religión. La última sociedad azteca era un Estado teocrático y militar.
Así, la unificación religiosa antecedía, completaba o correspondía de alguna
manera a la unificación política. Con diversos nombres, en lenguas distintas,
pero con ceremonias, ritos y significaciones muy parecidas, cada ciudad
precortesiana adoraba a dioses cada vez más semejantes entre sí. Las
divinidades agrarias –los dioses del suelo, de la vegetación y de la
fertilidad, como Tláloc- y los dioses nórdicos –celestes, guerreros y cazadores
como Tezcatlipoca, Huitzilopochtli, Mixcoatl- convivían en un mismo culto. El
rasgo más acusado de la religión azteca en el momento de la Conquista es la
incesante especulación teológica que refundía, sistematizaba y unificaba
creencias dispersas, propias y ajenas. Esta síntesis no era el fruto de un
movimiento religioso popular, como las religiones proletarias que se difunden
en el mundo antiguo al iniciarse el cristianismo, sino la tarea de una casta
colocada en el pináculo de la pirámide social. Las sistematizaciones,
adaptaciones y reformas de la casta sacerdotal reflejan que en la esfera de las
creencias también se procedía por superposición –característica de las ciudades
prehispánicas. Del mismo modo que una pirámide azteca recubre a veces un
edificio más antiguo, la unificación religiosa solamente afectaba a la
superficie de la conciencia, dejando intacta las creencias primitivas. Esta
situación prefiguraba la que introduciría el catolicismo, que también es una
religión superpuesta a un fondo religioso original y siempre viviente. Todo
preparaba la dominación española.
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