miércoles, 9 de mayo de 2012

OCTAVIO PAZ

"Picasso: el cuerpo a cuerpo con la pintura"

El Museo Tamayo inicia sus actividades con una exposición de Pablo Picasso. Se trata de una antología cronológica, a un tiempo exigente y generosa, de modo que el visitante, al recorrerla, puede seguir la evolución del pintor a través de una sucesión de obras —pinturas, esculturas, grabados— que corresponden a cada periodo del artista. Se cumple así uno de los propósitos de los fundadores, Rufino y Olga Tamayo: convertir al Museo en un centro mexicano de irradiación del arte vivo de nuestra época. En México, como quizá algunos recuerden, se celebró en junio de 1944 una exposición de Picasso. Aunque fue un acontecimiento memorable, como esfuerzo y por su intrínseco valor artístico, es indudable que la exposición que ahora ofrece el Museo Tamayo es más vasta, variada y representativa. Al fin el público de México podrá tener una visión viva y directa del mundo de Picasso. En este mismo catálogo un gran conocedor del arte moderno, William Lieberman, conservador de arte contemporáneo del Museo Metropolitano de Nueva York, describe con sensibilidad y competencia las características de esta exposición y subraya su importancia histórica y estética. Para evitar repeticiones inútiles, me pareció preferible resumir, rápidamente, en unas cuantas páginas, lo que siente y piensa hoy, en 1983, un escritor mexicano ante la obra y la figura de Picasso. No es ni un juicio ni un retrato: es una impresión.
La vida y la obra de Picasso se confunden con la historia del arte del siglo XX. Es imposible comprender a la pintura moderna sin Picasso pero, asimismo, es imposible comprender a Picasso sin ella. No sé si Picasso es el mejor pintor de nuestro tiempo; sé que su pintura, en todos sus cambios brutales y sorprendentes, es la pintura de nuestro tiempo. Quiero decir: su arte no está frente, contra o aparte de su época; tampoco es una profecía del arte de mañana o una nostalgia del pasado, como ha sido el de tantos grandes artistas en discordia con su mundo y su tiempo. Picasso nunca se mantuvo aparte, ni siquiera en el momento de la gran ruptura que fue el cubismo. Incluso cuando estuvo en contra, fue el pintor de su tiempo. Extraordinaria fusión del genio individual con el genio colectivo... Apenas escrito lo anterior, me detengo. Picasso fue un artista inconforme que rompió la tradición pictórica, que vivió al margen de la sociedad y, a veces, en lucha contra su moral. Individualista salvaje y artista rebelde, su conducta social, su vida íntima y su estética estuvieron regidas por el mismo principio: la ruptura. ¿Cómo es posible, entonces, decir que es el pintor representativo de nuestra época?
Representar significa ser la imagen de una cosa, su perfecta imitación. La representación requiere no sólo el acuerdo y la afinidad con aquello que se representa sino la conformidad y, sobre todo, el parecido. ¿Picasso se parece a su tiempo? Ya dije que se parece tanto que esa semejanza se vuelve identidad: Picasso es nuestro tiempo. Pero su parecido brota, precisamente, de su inconformidad, sus negaciones, sus disonancias. En medio del barullo anónimo de la publicidad, se preservó; fue solitario, violento sarcástico y no pocas veces desdeñoso; supo reírse del mundo y, en ocasiones, de sí mismo. Esos desafíos eran un espejo en el que la sociedad entera se veía: la ruptura era un abrazo y el sarcasmo una coincidencia. Así, sus negaciones y singularidades confirmaron a su época: sus contemporáneos se reconocían en ellas, aunque no siempre las comprendiesen. Sabían obscuramente que aquellas negaciones eran también afirmaciones; sabían también, con el mismo saber oscuro, que cualquiera que fuese su tema o su intención estética, esos cuadros expresaban (y expresan) una realidad que es y no es la nuestra. No es la nuestra porque esos cuadros expresan un más allá; es la nuestra porque ese más allá no está antes ni después de nosotros sino aquí mismo: es lo que está dentro de cada uno. Más bien, lo que está abajo: el sexo, las pasiones, los sueños. Es la realidad que lleva dentro cada civilizado, la realidad indomada.
Una sociedad que se niega a sí misma y que ha hecho de esa negación el trampolín de sus delirios y sus utopías, estaba destinada a reconocerse en Picasso, el gran nihilista y, asimismo, el gran apasionado. El arte moderno ha sido una sucesión ininterrumpida de saltos y cambios bruscos; la tradición, que había sido la de Occidente desde el Renacimiento, ha sido quebrantada, una y otra vez, lo mismo por cada nuevo movimiento y sus proclamas que por la aparición de cada nuevo artista. Fue una tradición que se apoyó en el descubrimiento de la perspectiva, es decir, en una representación de la realidad que depende, simultáneamente, de un orden objetivo (la óptica) y de un punto de vista individual (la sensibilidad del artista). La perspectiva impuso una visión del mundo que era, al mismo tiempo, racional y sensible. Los artistas del siglo XX rompieron esa visión de dos maneras, ambas radicales: en unos casos por el predominio de la geometría y, en otros, por el de la sensibilidad y la pasión. Esta ruptura estuvo asociada a la resurrección de las artes de las civilizaciones lejanas o extinguidas así como a la irrupción de las imágenes de los salvajes, los niños y los locos. El arte de Picasso encarna con una suerte de feroz fidelidad —una fidelidad hecha de invenciones— la estética de la ruptura que ha dominado a nuestro siglo. Lo mismo ocurre con su vida: no fue un ejemplo de armonía y conformidad con las normas sociales sino de pasión y apasionamientos. Todo lo que, en otras épocas, lo habría condenado al ostracismo social y al subsuelo del arte, lo convirtió en la imagen cabal de las obsesiones y los delirios, los terrores y las piruetas, las trampas y las iluminaciones del siglo XX.
La paradoja de Picasso, como fenómeno histórico, consiste en ser la figura representativa de una sociedad que detesta la representación. Mejor dicho; que prefiere reconocerse en las representaciones que la desfiguran o la niegan: las excepciones, las desviaciones y las disidencias. La excentricidad de Picasso es arquetípica. Un arquetipo contradictorio, en el que se funden las imágenes del pintor, el torero y el cirquero. Las tres figuras han sido temas y alimento de buena parte de su obra y de algunos de sus mejores cuadros: el taller del pintor con el caballete, la modelo desnuda u los espejos sarcásticos; la plaza con el caballo destripado, el matador que a veces es Teseo y otras un ensangrentado muñeco de aserrín, el toro mítico robador de Europa o sacrificado por el cuchillo: el circo con la caballista, el payaso, la trapecista y los saltimbanquis en mallas rosas y levantando pesos enormes ("y cada espectador busca en sí mismo el niño milagroso/Oh siglo de nubes" (1). El torero y el cirquero pertenecen al mundo del espectáculo pero su relación con el público no es menos ambigua y excéntrica que la del pintor. En el centro de la plaza, rodeado por las miradas de miles de espectadores, el torero es la imagen de la soledad; por eso, en el momento decisivo, el matador dice a su cuadrilla la frase sacramental: ¡Dejarme solo! Solo frente al toro y solo frente al público. Aún más acentuadamente que el torero, el saltimbanqui es ele hombre de las afueras. Su casa es el carro del circo nómada. Pintor, torero y saltimbanqui: tres soledades que se funden en una estrella de seis puntas.
Es difícil encontrar paralelos de la situación de Picasso, a la vez figura representativa y excéntrica, estrella popular y artista huraño. Otros pintores, poetas y músicos conocieron una popularidad semejante a la suya: Rafael, Miguel Ángel, Rubens, Goethe, Hugo, Wagner. La relación entre ellos y su mundo fue casi siempre armónica, natural. En ninguno de ellos aparece esa relación peculiar que he descrito más arriba. No había contradicción: había distancia. El artista desaparecía en beneficio de la obra: ¿qué sabemos de Shakespeare? La persona se ocultaba y así el poeta o el pintor conquistaban una lejanía que era también una imparcialidad superior. Entre la Inglaterra de Isabel y el teatro de Shakespeare no hay oposición pero tampoco, como en la Edad Moderna, confusión. La diferencia entre uno y otra consiste en que, en tanto que Shakespeare sigue siendo actual, Isabel y su mundo ya son historia. En otros casos, el artista y su obra desaparecen con la sociedad en que vivieron. No sólo los poemas de Marino eran leídos por los cortesanos y los letrados sino que los príncipes y los duques lo perseguían con sus favores y sus odios; hoy el poeta, sus idilios y sonetos son apenas nombres en la historia de la literatura. Picasso no es Marino. Tampoco es Rubens, que fue embajador y pintor de corte: Picasso rechazó los honores y los encargos oficiales y vivió al margen de la sociedad —sin dejar nunca de estar en su centro. Para encontrar a un artista cuya posición haya sido parecida a la de Picasso hay que volver los ojos hacia una figura de la España del XVII. No es pintor sino un poeta: Lope de Vega. Entre Lope y su mundo no hay discordia; hay sí, la misma relación excéntrica entre el artista y su público. El destino de Picasso en el siglo XX no ha sido más extraño que el de Lope en el XVII: autor de comedias y fraile adúltero adorado por un público devoto.
Las semejanzas entre Picasso y Lope de Vega son tantas y de tal modo patentes que apenas si es necesario detenerse en ellas. La más visible es la relación entre la variada vida erótica de los dos artistas y sus obras. Casi todas ellas —novelas o cuadros, esculturas o poemas— están marcadas o, más exactamente: tatuadas, por sus pasiones. Pero la correspondencia entre sus vidas y sus obras no es simple ni directa. Ninguno de los dos concibió al arte como confesión sentimental. Aunque la raíz de sus creaciones fue pasional, la elaboración fue siempre artística. Triunfo de la forma o, más bien, transfiguración de la experiencia vital de la forma: sus cuadros y poemas no son testimonios de sus vidas sino sorprendentes invenciones. Estos dos artistas arrebatados fueron siempre fieles al principio cardinal de todas las artes: la obra es una composición. Otra semejanza; la abundancia y la variedad de las obras. Fecundidad pasmosa, inagotable —e incontable. Por más que se afanen los eruditos, ¿llegaremos cuántos sonetos, romances y comedias escribió Lope, cuántos cuadros pintó Picasso, cuántos dibujos dejó y cuántas esculturas y objetos insólitos? En los dos la abundancia fue maestría. En los momentos débiles, es maestría era mera habilidad; en otros, los mejores, se confundía con la más feliz inspiración. El tiempo es el tema del artista, su aliado y su enemigo: crea para expresarlo y, asimismo, para vencerlo. La abundancia es un recurso contra el tiempo y, también, un riesgo: hay muchas obras de Lope y de Picasso fallidas por la prisa y la facilidad. Otra, sin embargo, gracias a esa misma facilidad, poseen la perfección más rara: la de los objetos y seres sobrenaturales. La de la hormiga y la gota de agua.
En la vida pública los dos artistas encontraron la misma desconcertante fusión entre extravagancia y facilidad. La agitación de la vida privada de Lope y su nomadismo sentimental contrasta con su aceptación de los valores sociales y su docilidad frente a los grandes de este mundo. Picasso tuvo más suerte: la sociedad en que le tocó nacer ha sido mucho más libre que la en la España del siglo XVII. Pero soy injusto al atribuir la independencia de Picasso a la suerte: fue intransigente y leal consigo mismo y con la pintura. Nunca quiso agradar al público con su arte. Tampoco fue el instrumento de las maquinaciones de las galerías y los mercaderes. En esto fue ejemplar, sobre todo ahora que vemos a tantos artistas y escritores correr con la lengua de fuera tras la fama, el éxito y el dinero. Dos lepras y una sola degradación: la sumisión a los dogmas ideológicos y la prostitución ante el mercado. El partido o el best—sellerismo y la galería. Sin embargo, no todo favorece a Picasso en esta comparación. Lope fue familiar de la Inquisición y al final de sus días, en virtud de su cargo, tuvo que asistir a la quema de un hereje. La índole de la sociedad en que vivía hace comprensible este triste episodio; en cambio, ¿por qué Picasso escogió adherirse al partido comunista precisamente en el momento del apogeo de Stalin?... En fin, todas las semejanzas entre el poeta y el pintor se resuelven en una: su inmensa popularidad no estuvo reñida con la complejidad y la perfección de muchas de sus creaciones. Lo decisivo sin embargo, fue la magia personal. Insólita mezcla de la gracia del torero y su arrojo mortal, la melancolía del cirquero y su desenvoltura, el garbo popular y la picardía. Magia hecha de gestos y desplantes, en la que el genio del artista se alía a los trucos del prestidigitador. A veces la máscara devora el rostro del artista. Pero las máscaras de Lope y de Picasso son rostros vivos.
Las semejanzas no deben ocultar las diferencias. Son profundas. Dos corrientes alimentan el arte de Lope: las formas dela poesía tradicional y las renacentistas. Por lo primero, sus raíces se hunden en los orígenes de nuestra literatura; por lo segundo, se inserta en la tradición del humanismo grecorromano. Así, Lope es europeo por partida doble. En su obra apeas si hay ecos de otras civilizaciones; sus romances morisco, por ejemplo, pertenecen a un género profundamente español. Lope vive dentro de una tradición, en tanto que el universo estético de Picasso se caracteriza, justamente, por la ruptura de esa tradición. Las figurillas hititas y fenicias, las máscaras negras, las esculturas de los indios americanos, todos son objetos que son el orgullo de nuestros museos, eran obras demoníacas para los europeos contemporáneos de Lope. Después de la caída de México—Tenochtitlán, los horrorizados españoles enterraron en la plaza central de la ciudad a la colosal estatua de la Coatlicue: corroboraron así que los poderes de esa escultura pertenecen al dominio que Otto llamaba mysterium tremendum. En cambio, para el amigo y compañero de Picasso, el poeta Apollinaire, los fetiches de Oceanía y Nueva Guinea eran "Cristos de otra forma y de otra creencia", manifestaciones sensibles de "obscuras esperanzas". Por eso dormía entre ellos como un devoto cristiano entre sus reliquias y símbolos. La ruptura de la tradición del humanismo clásico abrió las puertas a otras formas y expresiones. Baudelaire había descubierto a la hermosura bizarre; los artistas del siglo XX descubrieron —más bien: redescubrieron— la belleza horrible y sus poderes de contagio. La hermosura de Lope se rompió. Entre los escombros aparecieron las formas y las imágenes inventadas por otros pueblos y civilizaciones. La belleza fue plural y, sobre todo, fue otra.
El arte de Occidente, al recoger y recrear las imágenes que había dejado el naturalismo idealista de la Antigüedad clásica, consagró a la figura humana como el canon supremo de la hermosura. El ataque del arte moderno contra la tradición grecorromana y renacentista fue sobre todo una embestida contra la figura humana. La acción de Picasso fue decisiva y culminó en el periodo cubista: descomposición y recomposición de los objetos y del cuerpo humano. La irrupción de otras representaciones de la realidad, ajenas a los arquetipos de Occidente, aceleró la fragmentación y la desmembración de la figura humana. En las obras de muchos artistas la imagen del hombre desapareció y con ella la realidad que ven los ojos (no la otra realidad: los microscopios y los telescopios han mostrado que los artistas no figurativos, como el resto de los hombres, no pueden escapar ni de las formas de la naturaleza ni de las de la geometría). Picasso se ensañó con la figura humana pero no la borró; tampoco se propuso, como tantos otros, la sistemática erosión de la realidad visible. Para Picasso el mundo exterior fue siempre el punto de partida y el de llegada, la realidad primordial. Como todo creador, fue un destructor; también fue un gran resucitador. Las figuras mediterráneas que habitan sus telas son resurrecciones de la hermosura clásica. Resurrección y sacrificio: Picasso peleaba con la realidad en un cuerpo a cuerpo que recuerda los rituales sangrientos de Creta y los misterios de Mitra en la época de la decadencia. Aquí aparece otra gran diferencia con los artistas del pasado y con muchos de sus contemporáneos: para Picasso la historia entera es un presente instantáneo, es actualidad pura. En verdad, no hay historia: hay obras que viven en un eterno ahora.
Como todo el arte de este siglo, aunque con mayor encarnizamiento, el de Picasso está recorrido por una inmensa negación. Él lo dijo alguna vez "para hacer, hay que hacer en contra...". Nuestro arte ha sido y es crítico; quiero decir, en las grandes obras de esta época —novelas o cuadros, poemas o composiciones musicales— la crítica es inseparable de la creación. Me corrijo: la crítica es creadora. Crítica de la crítica, crítica de la forma, crítica del tiempo en la novela y del yo de la poesía, crítica de la figura humana y de la realidad visible en la pintura y en la escultura. En Marcel Duchamp, que es el polo opuesto de Picasso, la negación del siglo se expresa como crítica de la pasión y de sus fantasmas. El Gran vidrio, más que un retrato, es una radiografía: la Novia es un aparato fúnebre y risible. En Picasso las desfiguraciones y deformaciones no son menos atroces pero poseen un sentimiento contrario: la pasión hace la crítica de la forma amada y por eso sus violencias y sevicias tienen la crueldad inocente del amor. Crítica pasional, negación corporal. Las desgarraduras, tarascadas, navajazos y descuartizamientos que inflige al cuerpo son castigos, venganzas, escarmientos: homenajes. Amor, rabia, impaciencia, celos: adoración de las formas alternativamente terribles y deseables en que se manifiesta la vida. Furia erótica ante el enigma de la presencia y tentativa por descender hasta el origen, el hoyo donde se confunden los huesos con los géneros.
Picasso no ha pintado a la realidad: ha pintado el amor a la realidad y el horror a ser reales. Para él la realidad nunca fue bastante real: siempre le pidió más. Por eso la hirió y la acarició, la ultrajó y la mató. Por eso la resucitó. Su negación fue un abrazo mortal. Fue un pintor sin más allá, sin otro mundo, salvo el más allá del cuerpo que es, en verdad, un más acá. En eso radica su gran fuerza y su gran limitación... En sus agresiones en contra de la figura humana, especialmente la femenina, triunfa siempre la línea del dibujo. Esa línea es un cuchillo que destaza y una varita mágica que resucita. Línea viva y elástica: serpiente, látigo, rayo; línea de pronto chorro de agua que se arquea, río que se curva, tallo de álamo, talle de mujer. La línea avanza veloz por la tela y a su paso brota un mundo de formas que tienen la antigüedad y la actualidad de los elementos sin historia. Un mar, un cielo, unas rocas, una arboleda y los objetos diarios y los detritus de la historia: ídolos rotos, cuchillos mellados, el mango de una cuchara, los manubrios de la bicicleta. Todo vuelve otra vez a la naturaleza que nunca está quieta y que nunca se mueve. La naturaleza que, como la línea del pintor, perpetuamente inventa y borra lo que inventa... ¿Cómo verán mañana esta obra tan rica y violenta, hecha y deshecha por la pasión y la prisa, por el genio y la facilidad?

(1) Apollinaire, Un Fantôme de nuées.
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martes, 8 de mayo de 2012

ALFREDO MOFFATT

Todavía no le solicité al autor permiso para publicar este texto, pero supongo que no tendrá inconveniente en que lo comparta.

TEORÍA DE LA EVOLUCIÓN Y ENTORNO DE LA CRISIS - 
Del libro “Terapia Existencial” 
Cáp. 4 - 
PSICOTERAPIA

En una época donde el sistema social entra en crisis, las estrategias usuales ya no son funcionales y se producen dos alternativas: una es hacer lo mismo pero intensificarlo, es la hipertrofia de la estrategia, mayor rigidez, mayor ortodoxia, y la otra es sal­tar por sobre las crisis y crear una estrategia nueva. Esto último es el mecanismo de la evolución darwiniana en la naturaleza: los accidentes genéticos crean muchos ejemplares mutantes y luego sólo algunos los llamados "monstruos promiso­rios" son elegidos como los primeros ejemplares en la nueva adaptación al medio que cambió por el método de la selección natural. La naturaleza "juega al azar" y luego sobreviven solo los mejor adaptados a las nuevas condiciones del medio.
Damos un ejemplo de esto, en unas islas del Pacifíco Sur habitaban unas mariposas de grandes y vistosas alas. Una parte de esa población sufrió una mutación, perdieon las alas y se transformaron en mariposas ápteras.Luego de unos años cambió bruscamente el clima y fuertes vientos barrieron las islas. Las hermosas meriposas de grandes alas fueron a parar al mar y sobrevivieron como nueva especie las mariposas ápteras (eran más feas pero más adaptadas…).
Tengo que aclarar que yo mismo, en el ambiente de la psicoterápia me sentía “un monstruo promisorio” por los siguiente: Hace cuarenta años comencé mi labor como psicoterapéuta y elegí curar a los “locos y los pobres”. Mis compañeros elegían trabajar como psicoanalistas con los “ricos y los sanos”. Yo era percibido como un terapeuta absurdo, pero en cuarenta años, nuestro país se volvió “loco y pobre”y ahora soy requerido en Universidades de nuestro país y Latinoamérica.
(Confieso que me curé de la locura pero me contagié la pobreza…).

Auxilio en crisis

Denominamos así a la técnica para re­solver situaciones de urgencia fuera del consultorio.
La técnica de Auxilio en Crisis está definida más que por las maniobras que se emplean, por una actitud global, que es la necesidad de realizar la operación terapéutica incluida en la situación de campo, donde a veces el encua­dre debe ser estructurado sobre una situación en curso, a veces dramática y confusa (intentos de suicidio, peleas familiares, accidentes, etc). Por esto el primer paso es detectar cómo está estructurado el campo de fuerzas psicológicas alrededor del paciente. En general se puede de­cir que todos están incluidos en una escena psicodramá­tica espontánea.
El hábitat nos da la escenografía, deberemos perci­bir los personajes imaginarios (los roles) y el tema encu­bierto de los diálogos, de dónde viene esa historia y cuál es el argumento dramático. Es como si entráramos al tea­tro en la mitad de la obra y debemos intervenir en ella, darle un final esclarecedor, pero respetando el argumento grupal.
Con los sobrevivientes y familiares de la noche de Cromañon, hemos trabajado con los padres y madres cuando ellos reconocían al cadáver de sus hijos, en un contexto completamente psicotizante, con decenas de cadáveres en el piso. En ese momento sufrían un shock psicológico agudo, se podría hablar de un episodio psicótico momentáneo ya que desaparecían espacio, tiempo e identidad, “no estoy acá, no es ahora y no soy yo”, mecanismo de la mente para evitar una fragmentación yoica.
El equipo de emergencias debió operar desde técnicas de psicodrama de emergencia y maniobras corporales muy especifícas, que llamábamos maternaje, para que el padre recupere como primer paso los límites de su cuerpo que, en esa regresión tan aguda, se perdían. Luego se lo ayudaba a recuperar espacio, tiempo y su nueva identidad (“ya no era más padre”), entre otras cosas enfrentar la muerte, pues el hijo nos continúa, que es una manera de no morir del todo.
Estas técnicas de Auxilio en Crisis tienen necesidad de un alto nivel de creati­vidad y de flexibilidad para buscar los caminos alternativos, dado que cada vez el campo operacional y el encuadre son distintos, y también un buen manejo de lo contratransferencial (resonancia emocional) en el operador pues éste debe operar desde la identificación con el paciente para poder “ir a buscarlo” allá en su regresión traumática y al mismo tiempo conservar su disociación instrumental para no “quedar pegado” en ese campo tan angustiante.
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lunes, 7 de mayo de 2012

THOMAS MANN

El artista y la sociedad
Tomado de “El artista y la sociedad”, Guadarrama, 1975

Me pregunto si alguien se representa claramente hasta qué punto es espinoso el tema que se nos ha propuesto. Se duda mucho, creo yo, de ello, y se le presenta bajo un aspecto inocente. ¿Por qué no decir enseguida: «El artista y la política», puesto que detrás de la palabra sociedad se disimula la política? Por lo demás, se disimula allí muy mal, porque el artista que se dedica a la crítica de la sociedad, es ya un artista político, «politiqueante», o, para decirlo todo, moralizador. Llevado a su verdadera acepción, el tema debería, pues, titularse: «El artista y la moral», forma, por otro lado, muy maligna de plantear el problema, y como hecho a pedir de boca para ponernos en un apuro. Porque se sabe muy bien que el artista es originariamente de una esencia no moral, sino estética, que su propósito esencial es el juego y no la virtud, e incluso que se arroga con toda ingenuidad el derecho de jugar dialécticamente con los problemas planteados y todas las antinomias de la moral…
No quiero rebajar al artista al constatar el flojo vínculo que existe entre él y la moral y, por lo tanto, con la política y, sin embargo, con el problema de la sociedad. Me resultaría imposible censurar al artista que declarara que la mejora del mundo en el aspecto moral no es asunto de sus semejantes, que él «mejora» el mundo por otros medios que la enseñanza ética, es decir, fijando la vida del mundo, y así, de una manera representativa, la vida en general, presentándole un sentido y una forma y haciendo aflorar, a través de esta apariencia, lo que Goethe llamaba «la vida de la vida», el espíritu. Me resultaría imposible contradecirle si sostiene que la misión del arte es la de ser un animador en todas las acepciones, y nada más. En Goethe, al que cito tan gustosamente, porque es él el que ha emitido sobre la mayor parte de las cosas de este mundo los juicios más justos y de la forma más encantadora, se lee, aunque parezca imposible: «Sin duda, es posible que una obra de arte tenga consecuencias morales; pero exigir del artista intenciones y metas, equivale a estropearle el oficio». La palabra «oficio» tiene aquí un tono singularmente modesto; pero el pudor que el artista experimenta para moralizar revela bien la modestia, como lo atestigua todavía con mayor claridad otra frase de Goethe, al decir un día en su vejez: «Jamás ha estado en mi manera de ser salir a la lucha contra las instituciones, esto me ha parecido siempre presunción, y puede ser que yo me haya sometido demasiado pronto a las leyes de la civilidad. En resumen, ello no estaba dentro de mi forma de ser, y he aquí por qué no he hecho nunca otra cosa que rozar de lejos el tema.» Al decir esto, denuncia manifiestamente la crítica moral, política y social, ejercida por el artista, como un atentado contra la modestia. O ¿no debería serle natural?
Esta le resulta profundamente natural, en las relaciones que mantiene no solamente con la realidad y sus «instituciones», sino también con el propio arte, ante el cual el artista aislado se siente en general muy pequeño, pequeño hasta no poder creer que pueda tener algo en común con él y que participe de alguna manera en su dignidad. ¡Pensad, pues! El arte es una cosa de la mayor importancia, una aspiración solemne de la cultura humana, a la que los Estados y los mismos gobiernos testimonian una consideración oficial. En la conciencia de la humanidad ocupa el mismo rango que la ciencia, e incluso que la religión; resumiendo, se le asimila a los supremos intereses espirituales. La filosofía llega hasta declarar que la facultad creadora, así como la facultad receptiva, constituyen el estado supremo del hombre, porque equivalen a la depuración de la idea a través de la apariencia, y al desenlace de la voluntad en la contemplación psíquica; entonces, el artista se contraría con que era el mayor benefactor de la humanidad, y su creación, ¡la única genial! Todo esto podría llenar de suficiencia a aquello en el que manifestase el arte, a su representante, el artista, podría hacerle perder toda ponderación cuando se le juzgase; en resumidas cuentas, amenazaría con ceder a una embriaguez de orgullo. Sin embargo, la verdad es muy diferente.
La verdad es que el arte parte de alguna forma siempre de cero en sus realizaciones y manifestaciones individuales, y camuflado de ingenuidad, sin conocerse o, por decirlo mejor, reconocerse a sí mismo, renace a la vida cada vez, por primera y única vez, a la pequeña felicidad. Cada una de sus manifestaciones es un caso aislado, altamente específico y personal, que hace muy difícil para su representante, la tarea de sintetizar la gran idea general del arte, ¡además de que no le viene a la mente hacerlo! Para ilustrar mis palabras les contaré una pequeña anécdota:
En el invierno de 1929, encontrándome en Estocolmo en un almuerzo en casa de el editor Bannier, tuve por vecina a Selma Lagerlöf, la gran novelista, laureada con el Premio Nóbel de Literatura y miembro de la Academia Sueca. Una mujer sencilla, a la que su trabajo había hecho un poco seria, pero de naturaleza afable y sin ninguno de los estigmas fisonómicos del genio, sin nada majestuosos en el perfil ni vanidoso en el aspecto. No pusimos a hablar de su obra más popular, la saga de Gösta Berling, célebre en el mundo entero, y de la asombrosa carrera de este libro en todas las lenguas y más allá de las fronteras. «Dios mío, sí, me dice ella. Así ha sucedido pero no crea que yo le he dado gran importancia al componerla. La he escrito para mis sobrinos y sobrinas. Fue una diversión como otra cualquiera. Pensábamos que allí había algo para reír.» Su reflexión me encantó, porque a mí me sucedió exactamente lo mismo, y se lo dije a mi vecina, con el libro que en mi vida de escritor ha jugado poco más o menos el mismo papel que la saga de Gösta Berling en la de Sela Lagerlöf . También él había sido al comienzo un asunto y una diversión familiares, las garambainas casi chistosas de un joven de veinte años no muy conformista, que leía a los míos y que nos hacía reír hasta llorar. Que el mundo se sentiría impresionado por esta novela (o cualquier nombre que se le quiera dar), que sería un día el motivo de mi presencia en Estocolmo y que me permitiera sentarme al lado de la autora de Gösta Berling, semejante eventualidad, ninguno de nosotros la habría tenido presente, por lo que estallamos a reír a carcajadas.
Se lo conté a Selma Lagerlöf a cambio de su confidencia y les cito ambos casos para atestiguar que este famoso arte no se reconoce nunca a sí mismo en sus manifestaciones individuales, sino que se considera más o menos como una chanza frescamente inventada, privada y atrevida, que no se puede vincular a esta preocupación de la humanidad tan respetada, y por la cual no se podría llegar al interés y a la estima del mundo. El autor de estas chanzas, ciertamente, no tiene el sentimiento de dedicarse a una ocupación particularmente respetable. Según su convicción, que durante largo tiempo no será el único en participar, él se entretiene, se burla de lo serio de la vida, de una manera muy incongruente y al margen de las conveniencias, y su conciencia (en tanto de miembro de la sociedad humana cuyas inclinaciones tan frívolas descuidan los imperativos), no es en absoluto de las mejores. Describo allí el estado bohemio del artista, porque la bohemia, vista bajo el ángulo psicológico, no es otra cosa que el desorden social, la mala conciencia, disuelta en la ligereza, el humor y la ironía con respecto a uno mismo, ante la sociedad burguesa y sus exigencias.
No obstante no se definiría por completo el estado bohemio del artista, que nunca abandona del todo, si no se le concediera un cierto sentimiento de superioridad intelectual e incluso moral sobre la sociedad burguesa enfurecida, lo que hace de su estado un estado intermedio entre la original inconsciencia individual, broma, del arte, y la toma de conciencia de su dignidad suprapersonal, en la que se atreve a participar el individuo. Así la ironía adquiere un carácter al menos equívoco, y constituye a la vez una ironía con respecto a sí mismo y dirigido contra la sociedad burguesa. Pero predomina y predominará quizá por largo tiempo la primera de las dos ironías, quizá por siempre, y por buenas razones.
En el artista, que gracias a éxitos involuntarios comienza a participar personalmente en la dignidad suprapersonal del arte, se da una resistencia instintiva y burlona contra todo lo que se denomina éxito, contra los honores terrestres y las ventajas del éxito, una resistencia debida a su apego al estado primitivo del arte, todavía completamente individual, completamente inútil, libre y juguetón, en el tiempo en que el arte no sabía todavía qué era «El arte» y se reía de sí mismo. En el fondo, el artista querría retenerlo en ese estadio. A su entender, el arte no debería jamás cesar de reírse de sí mismo; y el propio artista, en todo caso, querría poder reír siempre por su parte, en lugar de acoger con un aire solemne los honores y las dignidades, renegando de esta forma de su juventud indócil y solitaria. Experimenta un profundo pudor ante esta glorificación de su existencia, una confesión púdica, porque en primer lugar y ante todo, ella es el pudor del artista ante el arte.
Esto es muy comprensible. El artista y el arte forman dos. Existe una gran diferencia entre el arte y el fenómeno prodigioso, único, inaccesible y casi inconocible de su esencia, de la que el artista es el representante, y me gustaría mucho ver al creador que ignorase el súbito rubor en presencia de obras magistrales surgidas a su lado y ante él. Esto quiere decir precisamente que todo ejercicio del arte implica una nueva adaptación de lo que es personal e individual al arte en general; y el individuo aislado, aunque fuese después de reconocidos éxitos, puede preguntarse comparándose a maestros extranjeros: «¿Cómo es posible citar mi avenencia personal con estas cosas, en el mismo soplo? ¿Cómo es posible?» Tal es la modesta y ponderada pregunta del artista ante el arte.
¿Y cómo desaparecería esta modestia natural, cuando no se trata del dominio que le es más propio, el arte, sino de la realidad, de la comunidad humana, de la sociedad burguesa?
Conviene decir aquí una palabra de vínculo particular que relacione el arte con la crítica.
Es sabido que muchos artistas son al mismo tiempo jueces y críticos del arte, que se erigen como tales, uno estaría tentado por decirlo, ante la contradicción inherente al hecho de que cualquiera que se sienta pequeño ante el arte, no obstante se cree cualificado para hablar en nombre suyo y para decidir desde arriba. Pero, en suma, el elemento crítico es inseparable de todo arte, es indispensable para su productividad disciplinada, y por lo tanto es asunto de adiestramiento interior, aunque muy a menudo se inclina a girar hacia fuera y a hacer de la estética crítica, a examinar y a apreciar como esteta. Observemos que esta tendencia se manifiesta muy a menudo y con mucha intensidad en la esfera poética, literaria, bajo su forma en apariencia más delicada y más púdica, el lirismo. De forma mucho más chocante que el drama y el arte narrativo, el lirismo está ligado a la crítica, y esto quizá atañe a su subjetividad, a la inmediatez de su expresión, al carácter directo con el cual, en el poema lírico, se sustituye la palabra por el sentimiento, al estado de ánimo, a la visión de la vida.
¡La palabra! ¿No es una crítica en sí misma, una flecha del arco de Apolo que vibra y toca y toda temblorosa se fija en el blanco? Aunque bajo la forma del canto, y precisamente bajo la forma del canto, es un crítico, la crítica de la vida, como tal es un poco molesta para el mundo. Se comprenderá que estudiando las relaciones del artista y de la sociedad, se piensa en seguida en el artista del verbo, en el artista encarnado en la poesía, en el escritor,  y conviene entonces destacar que una especie de oposición a la realidad, a la vida, a la sociedad, es indisoluble de la existencia del artista poeta, justamente porque se ha consagrado al verbo.
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domingo, 6 de mayo de 2012

FERNANDO GARCÍA CURTEN

LA SUPERFICIALIDAD
EN LA OBRA DE FERNANDO GARCÍA CURTEN
Poe Helios Buira

La obra de García Curten es superficial.
Lo digo sin tapujo, directamente, de manera inexorable.
Es una obra construida con materiales que la sociedad o si se quiere el sistema de mercado desecha, cosas por las cuales y de las cuales muchos hacen dinero, ya que suele tratarse de basura y la basura tiene precio.
En este mercado, todo tiene valor de compra y de venta.
Sería imposible aquí, enumerar lo que tiene valor de mercancía. A modo de mini ejemplo puedo mencionar ropa usada, cartones, arandelas, zapatillas gastadas, autos viejos, chatarra, latitas, papel, bronce, cobre, libros (en las librerías de viejo) guitarras a la que le falta alguna cuerda, niños, hijas para que ejerzan la prostitución y trillones de otras cosas. Se compra y se vende.
De muchos de estos objetos se nutre García Curten para el ejercicio de su obra escultórica. Esta obra suele tener grandes dimensiones por lo tanto, alberga gran cantidad de esa basura que él recoge mientras deambula por las calles de San Pedro. Sé que algunas personas allegadas le acercan objetos que, antes de tirarlos, prefieren dárselos pues algún uso le dará en una de sus figuras. ( y en algún modo, ellos serán partícipes en lo que Fernando hace, podrán decir: esa cajita de huevos que tiene la mano a modo de nudillos, se la di yo)
Se me ocurre que elige, que no es cualquier basura con la que construye sus mamotretos, o como dijo una escultora alguna vez, sus esperpentos.
Recuerdo nuestras caminatas por calles de Buenos Aires, cuando dábamos clases en el Taller del Fondo, de la calle Juramento y yo, mientras andábamos, juntaba objetos (basura) que me parecía le servirían para su obra, pero él los desechaba; de repente se agacha y recoge algo, me lo muestra diciendo: -El dedo que me faltaba para una de las esculturas de “La silla vacía”.
Esa obra, hace que me emocione cada vez que la memoro, pues allí estamos Abelardo Castillo, Fernando y yo. Es de una belleza indescriptible y la estructura es una composición de maestro.
El taller de Fernando, allá en la Ciudad de San Pedro, está plagado de basura. Se puede encontrar allí, lo menos esperado. Y el “decorado”, es acorde a esa acumulación de desechos. Cuando llegué por vez primera a su casa-taller, me llamó poderosamente la atención, un gato disecado puesto sobre una pared a modo de “cuadro”. Me contó que era un gato que él y Susana, su esposa querían, que había desaparecido y tiempo después, lo encontraron así, seco, entre unas chapas del techo. (tienen muchos gatos que deambulan por toda la casa todo el tiempo)
Partiendo desde allí, digo desde esa imagen disecada en la pared, pude comprender la obra de Fernando. Él, le da vida a la muerte. Porque ese gato, al estar allí, entraba en otra dimensión, la de lo expuesto, lo mismo que sucede con las basura que su obra alberga.
La escritora Liliana Heker cuenta, en un bello texto, como fue mi llegada a San Pedro y mi encuentro con Fernando García Curten a través de ella y su esposo el actor Ernesto Imas, quienes me indicaron la dirección de la Casa-Taller.
Allí, reuniones memorables, días maravillosos en los cuales Susana, me ofrecía café y nueces, cosa que pasó a ser un ritual en cada viaje que yo hacía a la Ciudad de San Pedro. Siempre había un recipiente con nueces y olor a café.
Pero vuelvo a la obra de García Curten. Comencé diciendo que es una obra superficial, que el artista la construye con basura que la sociedad consumista arroja como desperdicios, que otros hacen dinero con eso desechado, que todo se compra y se vende.
Porque la superficie de la obra, muestra con total desparpajo, los materiales utilizados para su creación.
Pero también muestra la hondura de su contenido, lo que Fernando García Curten nos dice en cada obra, su dolor por un mundo y una civilización que tiene los cimientos resquebrajados y al decir de Sábato “El artista, es el que sufre por la sociedad, el que también sueña los sueños colectivos”
“Si el artista no crea, el filósofo no piensa”, dice Herbert Read. Y Fernando García Curten crea una obra tremenda, dolorosa en imagen y contenido, por la cual quienes piensen el mundo actual, tienen allí una fuente impresionante para narrar lo que nos acaece a los humanos.
Transcribo lo que alguna vez escribí sobre Fernando, publicado en Arte y Letras, como uno de los capítulos de “Desde el Arte”
Escribir sobre F.G.C. se me hace algo difícil pues la intensidad y la inmensidad de su obra generan en mí un dejo de pudor que me llevan a pensar si será posible que con mi texto pueda estar a la altura de la descomunal belleza de su obra, para poder contarle a ustedes de quién se trata.
Haré el intento, correré el riesgo.
Pero siempre me quedará aunque no pueda elevarme en vuelo, la certeza de lo que interiormente acontece en mi alma cuando veo y recuerdo la obra de este hombre grande que me fue dado en gracia conocer.
Fue así. Tuve que ir a la ciudad de San Pedro por una invitación que me hicieron para presentar bocetos con la idea de hacer un monumento a la amistad, que se instalaría justamente, en el Parque de la Amistad. Nos reunimos con políticos, con el Intendente, para iniciar y dar forma al proyecto que finalizaría con la inauguración del monumento.
Hablamos, nos reunimos, hablamos, nos reunimos, hablamos, hablamos y como generalmente suele suceder con los políticos por esa cosa que llaman "la interna", nada de esto se cumplió. Los bocetos fueron a parar a cualquier lado. Seguramente a un tacho de resuduos.
Pero tiempo después sabría que mi viaje a San Pedro tenía otro significado; que fui a esa ciudad para encontrarme con García Curten.
Una de las personas que frecuentaba las reuniones con los políticos, me dijo una tarde que allí había un escultor. Pensé que se refería a uno de los presentes y riendo, me dijo "no, en San Pedro tenemos un escultor".
Yo había viajado con Carlos Ferrari y Roberto Lo Tártaro, que participaban del proyecto; Lo Tártaro como Arquitecto, pues la cosa era de grandes dimensiones y él se haría cargo de parquizar el asunto. Comento esto, pues cuando el Sampedrino nos invitó a visitar el taller del artista de San Pedro, por lo bajo le dije a uno de mis amigos: “vamos a ver los gauchitos del escultor".
Allá fuimos y como el escultor  no estaba, tuvimos que mirar por una de las ventanas del taller. Cuando lo hice, caí hacia atrás, como fulminado por una energía poderosísima. Mis amigos me sostuvieron y el Sampedrino me preguntó qué sucedía y creo que dije algo como...-¡pero este tipo es un genio!.
Lo primero que vi fue El Cristo, que después supe se titula "Cristo Para Armar". Y fui recorriendo como pude esas imágenes dolorosas, desgarradas, tremendamente fuertes que allí estaban expuestas mientras por mis mejillas caían lágrimas de emoción y culpa al mismo tiempo. Había recibido el sopapo mayor del universo aplicado a mi soberbia. Desde ese instante todo sería distinto. La amistad con Fernando quedó sellada en el primer abrazo que nos dimos cuando fuimos presentados al otro día.

Luego de sucedido este acontecimiento, regresamos a Buenos Aires. Tiempo después, al volver a la Ciudad de San Pedro, no recordaba la dirección de la Casa-Taller y es cuando aparece Liliana Heker, en el café casi mítico y me orienta para el encuentro.
La amistad con Fernando me permitió conocer a personas allegadas a él (no son muchas) una de esas personas era Pedro Suñer, su primer maestro, quien me invitó a exponer en su galería “Biguá”. El día de la inauguración de la muestra, estuvo el Intendente de San Pedro, Julio Pángaro. Eran tiempos de la epidemia de cólera y recuerdo haberle dicho: -Julio, es bueno que repartan lavandina por toda la ciudad, pero si querés ser parte de la historia de San Pedro, hacé que el taller de Fernando sea declarado La Casa Museo de Fernando García Curten.
Bien. Hoy existe esa Casa, hoy se puede visitar y recomiendo enfáticamente que quienes puedan viajar a San Pedro, pasen por ese Lugar, y podrán apreciar la obra de un artista, obra profunda si las hay.

La silla vacía


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sábado, 5 de mayo de 2012

CARLOS MARX

Cuando el mundo se debate en una crisis fenomenal, puede que haya autores, filósofos, que nos ayuden a comprender en algo lo que acontece.

Salario precio y ganancia del Tomo II de las  Obras Escogidas
VALOR Y TRABAJO
¡Ciudadanos! He llegado al punto en que tengo que entrar en el verdadero desarrollo del tema. No puedo asegurar que haya de hacerlo de un modo muy satisfactorio, pues ello me obligaría a recorrer todo el campo de la Economía política. Habré de limitarme, como dicen los franceses, a "effleurer la question", es decir a tocar tan sólo los aspectos fundamentales del problema.

La primera cuestión que tenemos que plantear es ésta: ¿Qué es el valor de una mercancía? ¿Cómo se determina?

A primera vista parece como si el valor de una mercancía fuese algo completamente relativo, que no puede determinarse sin poner a una mercancía en relación con todas las demás. Y, en efecto, cuando hablamos del valor, del valor de cambio de una mercancía, entendemos las cantidades proporcionales en que se cambia por todas las demás mercancías. Pero esto nos lleva a preguntarnos: ¿cómo se regulan las proporciones en que se cambian unas mercancías por otras?

Sabemos por experiencia que estas proporciones varían hasta el infinito. Si tomamos una sola mercancía, trigo, por ejemplo, veremos que un quarter de trigo se cambia por otras mercancías en una serie casi infinita de proporciones. Y, sin embargo, como su valor es siempre el mismo, ya se exprese en seda, en oro o en otra mercancía cualquiera, este valor tiene que ser forzosamente algo distinto e independiente de esas diversas proporciones en que se cambia por otros artículos. Tiene que ser posible expresarlo en una forma muy distinta de estas diversas ecuaciones entre diversas mercancías.

Además, cuando digo que un quarter de trigo se cambia por hierro en una determinada proporción o que el valor de un quarter de trigo se expresa en una determinada cantidad de hierro, digo que el valor del trigo y su equivalente en hierro son iguales a una tercera cosa que no es ni trigo ni hierro, ya que doy por supuesto que expresan la misma magnitud en dos formas distintas. Por tanto, cada uno de estos dos objetos, lo mismo el trigo que el hierro, debe poder reducirse de por sí, independientemente del otro, a aquella tercera cosa, que es la medida común de ambos.

Para aclarar este punto, recurriré a un ejemplo geométrico muy sencillo. Cuando comparamos el área de varios triángulos de las más diversas formas y magnitudes, o cuando comparamos triángulos con rectángulos o con otra figura rectilínea cualquiera, ¿cómo procedemos? Reducimos el área de cualquier triángulo a una expresión completamente distinta de su forma visible. Y como, por la naturaleza del triángulo, sabemos que su área es igual a la mitad del producto de su base por su altura, esto nos permite comparar entre sí los diversos valores de toda clase de triángulos y de todas las figuras rectilíneas, puesto que todas ellas pueden reducirse a un cierto número de triángulos.

El mismo procedimiento tenemos que seguir en cuanto a los valores de las mercancías. Tenemos que poder reducirlos todos a una expresión común, distinguiéndolos solamente por la proporción en que contienen esta medida igual.

Como los valores de cambio de las mercancías no son más que funciones sociales de las mismas y no tienen nada que ver con sus propiedades naturales, lo primero que tenemos que preguntarnos es esto: ¿cuál es la sustancia social común a todas las mercancías? Es el trabajo. Para producir una mercancía hay que invertir en ella o incorporar a ella una determinada cantidad de trabajo. Y no simplemente trabajo, sino trabajo social. El que produce un objeto para su uso personal y directo, para consumirlo, crea un producto, pero no una mercancía. Como productor que se mantiene a sí mismo no tiene nada que ver con la sociedad. Pero, para producir una mercancía, no sólo tiene que crear un artículo que satisfaga una necesidad social cualquiera, sino que su mismo trabajo ha de representar una parte integrante de la suma global de trabajo invertido por la sociedad. Ha de hallarse supeditado a la división del trabajo dentro de la sociedad. No es nada sin los demás sectores del trabajo, y, a su vez, tiene que integrarlos.

Cuando consideramos las mercancías como valores, las consideramos exclusivamente bajo el solo aspecto de trabajo social realizado, plasmado, o si queréis, cristalizado. Así consideradas, sólo pueden distinguirse las unas de las otras en cuanto representan cantidades mayores o menores de trabajo; así, por ejemplo, en un pañuelo de seda puede encerrarse una cantidad mayor de trabajo que en un ladrillo. Pero, ¿cómo se miden las cantidades de trabajo? Por el tiempo que dura el trabajo, midiendo éste por horas, por días, etcétera. Naturalmente, para aplicar esta medida, todas las clases de trabajo se reducen a trabajo medio o simple, como a su unidad de medida.

Llegamos, por tanto, a esta conclusión. Una mercancía tiene un valor por ser cristalización de un trabajo social. La magnitud de su valor o su valor relativo depende de la mayor o menor cantidad de sustancia social que encierra; es decir, de la cantidad relativa de trabajo necesaria para su producción. Por tanto, los valores relativos de las mercancías se determinan por las correspondientes cantidades o sumas de trabajo invertidas, realizadas, plasmadas en ellas. Las cantidades correspondientes de mercancías que pueden ser producidas en el mismo tiempo de trabajo, son iguales. O, dicho de otro modo: el valor de una mercancía guarda con el valor de otra mercancía la misma proporción que la cantidad de trabajo plasmada en la una guarda con la cantidad de trabajo plasmada en la otra.

Sospecho que muchos de vosotros preguntaréis: ¿es que existe, realmente, una diferencia tan grande, suponiendo que exista alguna, entre la determinación de los valores de las mercancías a base de los salarios y su determinación por las cantidades relativas de trabajo necesarias para su producción? Pero no debéis perder de vista que la retribución del trabajo y la cantidad de trabajo son cosas completamente distintas. Supongamos, por ejemplo, que en un quarter de trigo y en una onza de oro se plasman cantidades iguales de trabajo. Me valgo de este ejemplo porque fue empleado por Benjamin Franklin en su primer ensayo, publicado en 1729 y titulado "A Modest Inquiry into the Nature and Necessity of a Paper Currency («Una modesta investigación sobre la naturaleza y la necesidad del papel moneda»). En este libro, Franklin fue uno de los primeros en dar con la verdadera naturaleza del valor. Así pues, hemos supuesto que un quarter de trigo y una onza de oro son valores iguales o equivalentes, por ser cristalización de cantidades iguales de trabajo medio, de tantos días o tantas semanas de trabajo plasmado en cada una de ellas. ¿Acaso, para determinar los valores relativos del oro y del trigo del modo que lo hacemos, nos referimos para nada a los salarios que perciben los obreros agrícolas y los mineros? No, ni en lo más mínimo. Dejamos completamente sin determinar cómo se paga el trabajo diario o semanal de estos obreros, ni siquiera decimos si aquí se emplea o no trabajo asalariado. Aun suponiendo que sí, los salarios han podido ser muy desiguales. Puede ocurrir que el obrero cuyo trabajo se plasma en el quarter de trigo sólo perciba por él dos bushels, mientras que el obrero que trabaja en la mina puede haber percibido por su trabajo la mitad de la onza de oro. O, suponiendo que sus salarios

sean iguales, pueden diferir, en las más diversas proporciones, de los valores de las mercancías por ellos creadas. Pueden representar la mitad, la tercera parte, la cuarta parte, la quinta parte u otra fracción cualquiera de aquel quarter de trigo o de aquella onza de oro. Naturalmente, sus salarios no pueden rebasar los valores de las mercancías por ellos producidas, no pueden ser mayores que éstos, pero sí pueden ser inferiores en todos los grados imaginables. Sus salarios se hallarán limitados por los valores de los productos, pero los valores de sus productos no se hallarán limitados por los salarios. Y, sobre todo, los valores, los valores relativos del trigo y del oro, por ejemplo, se fijarán sin atender para nada al valor del trabajo invertido en ellos, es decir, sin atender para nada a los salarios. La determinación de los valores de las mercancías por las cantidades relativas de trabajo plasmado en ellas difiere, como se ve, radicalmente del método tautológico de la determinación de los valores de las mercancías por el valor del trabajo, o sea, por los salarios. Sin embargo, en el curso de nuestra investigación tendremos ocasión de aclarar más todavía este punto.

Para calcular el valor de cambio de una mercancía, tenemos que añadir a la cantidad de trabajo últimamente invertido en ella la que se encerró antes en las materias primas con que se elabora la mercancía y el trabajo incorporado a las herramientas, maquinaria  y edificios empleados en la producción de dicha mercancía.Por ejemplo, el valor de una determinada cantidad de hilo de algodón es la cristalización de la cantidad de trabajo que se incorpora al algodón durante el proceso del hilado y, además, de la cantidad de trabajo plasmado anteriormente en el mismo algodón, de la cantidad de trabajo que se encierra en el carbón, el aceite y otras materias auxiliares empleadas, y de la cantidad de trabajo materializado en la máquina de vapor, los husos, el edificio de la fábrica, etc. Los instrumentos de producción propiamente dichos, tales como herramientas, maquinaria y edificios, se utilizan constantemente, durante un período de tiempo más o menos largo en procesos reiterados de producción. Si se consumiesen de una vez, como ocurre con las materias primas, se transferiría inmediatamente todo su valor a la mercancía que ayudan a producir. Pero como un huso, por ejemplo, sólo se desgasta paulatinamente, se calcula un promedio, tomando por base su duración media y su desgaste medio durante determinado tiempo, v. gr., un día. De este modo, calculamos qué parte del valor del huso pasa al hilo fabricado durante un día y qué parte, por tanto, corresponde, dentro de la suma global de trabajo que se encierra, v. gr., en una libra de hilo, a la cantidad de trabajo plasmada anteriormente en el huso. Para el objeto que perseguimos, no es necesario detenerse más en este punto.

Podría pensarse que, si el valor de una mercancía se determina por la cantidad de trabajo que se invierte en su producción, cuanto más perezoso o más torpe sea un operario más valor encerrará la mercancía producida por él, puesto que el tiempo de trabajo necesario par,a producirla será mayor. Pero el que tal piensa incurre en un lamentable error. Recordaréis que yo empleaba la expresión «trabajo social», y en esta denominación de «social» se encierran muchas cosas. Cuando decimos que el valor de una mercancía se determina por la cantidad de trabajo encerrado o cristalizado en ella, tenemos presente la cantidad de trabajo necesario para producir esa mercancía en un estado social dado y bajo determinadas condiciones sociales medias de producción, con una intensidad media social dada y con un,l destreza media en el trabajo que se invierte. Cuando en Inglaterra el telar de vapor empezó a competir con el telar manual, para convertir una determinada cantidad de hilo en una yarda de lienzo o de paño bastaba con la mitad del tiempo de trabajo que antes se invertía. Ahora, el pobre tejedor manual tenía que trabajar diecisiete o dieciocho horas diarias, en vez de las nueve o diez que trabajaba antes. No obstante, el producto de sus veinte horas de trabajo sólo representaba diez horas de trabajo social, es decir, diez horas de trabajo socialmente necesario para convertir una determinada cantidad de hilo en artículos textiles. Por tanto, su producto de veinte horas no tenía más valor que el que antes elaboraba en diez.

Por consiguiente, si la cantidad de trabajo socialmente necesario materializado en las mercancías es lo que determina el valor de cambio de éstas, al crecer la cantidad de trabajo requerido para producir una mercancía aumenta forzosamente su valor, y viceversa, al disminuir aquélla, baja éste.

Si las respectivas cantidades de trabajo necesarias para producir las mercancías respectivas permaneciesen constantes, serían también constantes sus valores relativos. Pero no sucede así. La cantidad de trabajo necesaria para producir una mercancía cambia constantemente, al cambiar las fuerzas productivas del trabajo aplicado. Cuanto mayores son las fuerzas productivas del trabajo, más productos se elaboran en un tiempo de trabajo dado; y cuanto menores son, menos se produce en el mismo tiempo. Si, por ejemplo, al crecer la población se hiciese necesario cultivar terrenos menos fértiles, habría que invertir una cantidad mayor de trabajo para obtener la misma producción, y esto haría subir el valor de los productos agrícolas. De otra parte, si un solo hilador, con ayuda de los modernos medios de producción, convierte en hilo, al cabo de la jornada, miles de veces más algodón que antes en el mismo tiempo con la rueca, es evidente que ahora cada libra de algodón absorberá miles de veces menos trabajo de hilado que antes, y, por consiguiente, el valor que el proceso de hilado incorpora a cada libra de algodón será miles de veces menor. Y en la misma proporción bajará el valor del hilo.

Prescindiendo de las diferencias que se dan en las energías naturales y en la destreza adquirida para el trabajo entre los distintos pueblos, las fuerzas productivas del trabajo dependerán, principalmente:

1. De las condiciones naturales del trabajo: fertilidad del suelo, riqueza de los yacimientos, etc.

2. Del perfeccionamiento progresivo de las fuerzas sociales del trabajo por efecto de la producción en gran escala, la concentración del capital, la combinación del trabajo, la división del trabajo, la maquinaria, los métodos perfeccionados de trabajo, la aplicación de la fuerza química y de otras fuerzas naturales, la reducción del tiempo y del espacio gracias a los medios de comunicación y de transporte, y todos los demás inventos mediante los cuales la ciencia obliga a las fuerzas naturales a ponerse al servicio del trabajo y se desarrolla el carácter social o cooperativo de éste. Cuanto mayores son las fuerzas productivas del trabajo, menos trabajo se invierte en una cantidad dada de productos y, por tanto, menor es el valor de estos productos. Y cuanto menores son las fuerzas productivas del trabajo, más trabajo se emplea en la misma cantidad de productos, y, por tanto, mayor es el valor de cada uno de ellos. Podemos, pues, establecer como ley general lo siguiente:

Los valores de las mercancías están en razón directa al tiempo de trabajo invertido en su producción y en razón inversa a las fuerzas productivas del trabajo empleado.

Como hasta aquí sólo hemos hablado del valor, añadiré también algunas palabras acerca del precio, que es una forma peculiar que reviste el valor.

De por sí, el precio no es otra cosa que la expresión en dinero del valor. Los valores de todas las mercancías de este país, por ejemplo, se expresan en precios oro, mientras que en el continente se expresan principalmente en precios plata. El valor del oro o de la plata se determina, como el de cualquier mercancía, por la cantidad de trabajo necesario para su extracción. Cambiáis una cierta suma de vuestros productos nacionales, en la que se cristaliza una determinada cantidad de vuestro trabajo nacional, por los productos de los países productores de oro y plata, en los que se cristaliza una determinada cantidad de su trabajo. Es así, por el cambio precisamente, cómo aprendéis a expresar en oro y plata los valores de todas las mercancías, es decir, las cantidades de trabajo empleadas en su producción. Si ahondáis más en la expresión en dinero del valor, o lo que es lo mismo, en la conversión del valor en precio, veréis que se trata de un proceso por medio del cual dais a los valores de todas las mercancías una forma independiente y homogénea, o mediante el cual los expresáis como cantidades de igual trabajo social. En la medida en que sólo es la expresión en dinero del valor, el precio fue llamado, por Adam Smith, precio natural, y por los fisiócratas franceses, prix nécessaire

¿Qué relación guardan, pues, el valor y los precios del mercado, o los precios naturales y los precios del mercado? Todos sabéis que el precio del mercado es el mismo para todas las mercancías de la misma clase, por mucho que varíen las condiciones de producción de los productores individuales. Los precios del mercado no hacen más que expresar la cantidad media de trabajo social que, bajo condiciones medias de producción, es necesaria para abastecer e] mercado con una determinada cantidad de cierto artículo. Se calculan con arreglo a la cantidad global de una mercancía de determinada clase.

Hasta aquí, el precio de una mercancía en el mercado coincide con su valor. De otra parte, las oscilaciones de los precios del mercado, que unas veces exceden del valor o precio natural y otras veces quedan por debajo de él, dependen de las fluctuaciones de la oferta y la demanda. Los precios del mercado se desvían constantemente de los valores, pero como dice Adam Smith:

«El precio natural es algo así como el precio central, hacia el que gravitan constantemente los precios de todas las mercancías. Diversas circunstancias accidentales pueden hacer que estos precios excedan a veces considerablemente de aquél, y otras veces desciendan un poco por debajo de él. Pero, cualesquiera que sean los obstáculos que les impiden detenerse en este centro de reposo y estabilidad, tienden continuamente hacia él»

Ahora no puedo examinar más detenidamente este asunto. Baste decir que si la oferta y la demanda se equilibran, los precios de las mercancías en el mercado corresponderán a sus precios naturales, es decir, a sus valores, los cuales se determinan por las respectivas cantidades de trabajo necesario para su producción. Pero la oferta y la demanda tienen que tender siempre a equilibrarse, aunque sólo lo hagan compensando una fluctuación con otra, un alza con una baja, y viceversa. Si en vez de fijaros solamente en las fluctuaciones diarias, analizáis el movimiento de los precios del mercado durante períodos de tiempo más largos, como lo ha hecho, por ejemplo, Mr. Tooke en su "Historia de los Precios", descubriréis que las fluctuaciones de los precios en el mercado, sus desviaciones de los valores, sus alzas y bajas, se paralizan y se compensan unas con otras, de tal modo que, si prescindimos de la influencia que ejercen los monopolios y algunas otras modificaciones que aquí tenemos que pasar por alto, todas las clases de mercancías se venden, por término medio, por sus respectivos valores o precios naturales. Los períodos de tiempo medios durante los cuales se compensan entre sí las fluctuaciones de los precios en el mercado difieren según las distintas clases de mercancías, porque en unas es más fácil que en otras adaptar la oferta a la demanda.

Por tanto, si en términos generales y abrazando períodos de tiempo relativamente largos, todas las clases de mercancías se venden por sus respectivos valores, es absurdo suponer que la ganancia —no en casos aislados, sino la ganancia constante y habitual de los distintos industriales— brote de un recargo de los precios de las mercancías o del hecho de que se las venda por un precio que exceda de su valor. Lo absurdo de esta idea se evidencia con generalizarla. Lo que uno ganase constantemente como vendedor, tendría que perderlo continuamente como comprador. No sirve de nada decir que hay gentes que compran sin vender, consumidores que no son productores. Lo que éstos pagasen al productor tendrían que recibirlo antes gratis de él. Si una persona toma vuestro dinero y luego os lo devuelve comprándoos vuestras mercancías, nunca os haréis ricos, por muy caras que se las vendáis. Esta clase de negocios podrá reducir una pérdida, pero jamás contribuir a obtener una ganancia.

Por tanto, para explicar el carácter general de la ganancia no tendréis más remedio que partir del teorema de que las mercancías se venden, por término medio, por sus verdaderos valores y que las ganancias se obtienen vendiendo las mercancías por su valor, es decir, en proporción a la cantidad de trabajo materializado en ellas. Si no conseguís explicar la ganancia sobre esta base, no conseguiréis explicarla de ningún modo. Esto parece una paradoja y algo contrario a lo que observamos todos los días. También es paradójico el hecho de que la Tierra gire alrededor del Sol y de que el agua esté formada por dos gases muy inflamables. Las verdades científicas son siempre paradójicas, si se las mide por el rasero de la experiencia cotidiana, que sólo percibe la apariencia engañosa de las cosas.
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0SCAR LEDESMA

Monteverdi, un artista a la medida del hombre
Tomado del programa del Teatro Colón, temporada 2001 

E credete il moderno compositore
Fabbrica sopra li fondamenti de la veritá.
Claudio Monteverdi, 1605

Aunque muchas veces se ha clasificado a Claudio Monteverdi de compositor revolucionario, en realidad no se destacó como inventor de formas sino por el refinamiento y proyección que supo imprimirle a lo largo de una prolongada vida en la que demostró una asombrosa capacidad para asimilar las últimas ideas. Su carrera creativa nace exactamente en la encrucijada entre dos siglos y dos mundos musicales:  aquel que había recibido en herencia  caracterizado por una escritura polifónica y contrapuntística compleja y aquel pre anunciado por la aparición de la armonía tonal y la monodia acompañada. Más aún, contrariando las posiciones extremistas de algunos de sus contemporáneos, Monteverdi consideraba imperioso aliar el rigor del modo antiguo de componer a las posibilidades expresivas que presentía en la forma madrigalesca. El aspecto innovador de su música no sólo se basa en su carácter armónico sino, fundamentalmente, en las dimensiones temporales que engendran sus fluctuaciones de tempo y sus progresiones rítmicas, que enriquecen considerablemente la fuerza de su expresión, ya sea ésta de naturaleza religiosa o profana. Con Monteverde la ópera dejó de ser meramente alegórica para abrazar los más diversos sentimientos humanos y confrontar el tempo narrativo de la acción con el tempo musical. El juego de timbres instrumentales y vocales la exploración de los innúmeros registros de la conciencia humana, las opciones armónicas estrechamente relacionadas con cada situación poética:: todo concurre en este compositor a favorecer la unidad dramática. El arte del músico de Cremona tiene en el hombre su origen y su fin. En su concepto, la música nace de la emoción del artista y el artista se conmueve cantando a la humanidad que se regocija y que sufre. A ese respecto es más elocuente que mucho de lo escrito sobre su arte la respuesta que el músico dio al poeta Alessandro Strigio al rechazarle un libreto mediocre, protagonizado por tritones, amorcillos, céfiros y sirenas: “¿Cómo puedo otorgar emoción a vuestros personajes?... Arianna me incita a llorar, Orfeo a rezar, pero esa fábula –no sé cuál sea su intención- no me conduce naturalmente a un fin que me conmueva”.

El madrigal como crisol

Claudio Monteverdi nació el 15 de marzo de 1567 como primogénito de cinco hijos de un médico de Cremona. Su educación musical fue confiada al maestro de capilla de la catedral, Marc Antonio Ingenieri, quien lo introdujo en la tradición franco-flamenca y le reveló el arte de los madrigalistas Williaert, De Rore y Marenzio. Paralelamente a sus estudios musicales, que incluyeron el órgano, el violín y el arte vocal, Monteverdi adquirió una brillante cultura humanista, con especial inclinación a la filosofía y a la poesía. Ya a partir de 1582 fueron publicadas sus primeras obras; en sus cuatro primeros libros de madrigales escritos en los años siguientes a 1587, y en su temprana colección de motetti religiosos a tres voces, se consagra como supremo exponente del estilo polifónico.
El madrigal se presenta en la obra del músico como un crisol de inventiva, ora simple, ora más sutil. El género madrigalesco le permitía –al decir de Romaní Rolland- “dejar penetrar el espíritu nuevo sin renunciar a las formas del pasado”, precisamente, una de sus más caras aspiraciones. Como la elección del poema contribuía significativamente a orientar el trabajo musical, toda obediencia a principios formales abstractos acabó por ser transgredida. Sus nuevos libros de madrigales –el último aparecido después de su muerte en 1643- son hitos de la evolución del estilo del compositor. En ellos, encontraron su modalidad musical todos los sentimientos humanos, desde los más ligeros (los Scherzo musicali) hasta los más profundos. 
Ya en el Quinto Libro, publicado en 1605, luego de reitegrarse a la corte del duque de Mantua, Vincenzo Gonzaga, de la que las intrigas de su colega Benedetto Pallavicino lo habían apartado, Monteverdi deja de lado la prima prattica –afín a Ockeghem y Josquin Des Pres- para adoptar una seconda prattica radicalmente diferente, asumiendo el liderazgo de la vanguardia de su época. La nueva práctica puso la armonía al servicio de la valorización de las palabras. La poética y por su intermedio la melodía que la sostiene, se vuelven amas y señoras de la armonía. El músico estableció una relación menos realista y más psicológica con el texto poético, pero con todo nunca llegó a prescindir de las referencias “figurativas”, consiguiendo equilibrar los aspectos de imitación realista (las escenas de guerra, por ejemplo) con los de interpretación psicológica.
Las voces de condena ya se habían hecho oír antes de que se publicaran el Cuarto y el Quinto Libro. Basándose en ejemplos extraídos de ambos volúmenes inéditos, el teórico boloñésGio María Artusi, en un panfleto titulado Overo delle imperfettioni de lla moderna musica (Vernecia 1600), sin citar al autor, lanzó sus dardos en contra de esas obras “insoportables al oído, que lo hieren en vez de encantarlo”. Para el Catón boloñés, era antinatural e inapropiado al arte vocal el empleo de ciertos intervalos armónicos cromáticos que, según él, “enloquecerán los sentidos”. Mediante nuevas combinaciones armónicas –una alianza diatónico-cromática-, Monteverdi había roto deliberadamente con el sacrosanto principio de la unidad modal. “Lo que en definitiva buscaba nuestro músico –confiesa Jean Bassin- era precisamente una armonía que, combinada con los otros dos elementos de la triada platónica (el ritmo y el texto), fuese capaz de producir una melodía cuya expresión se casase estrechamente con la misma esencia de un texto poético”
En 1600, de regreso a Mantua tras la muerte de Pallavicino, con un primer hijo, Francesco, y el tan soñado cargo de maestro de música de la corte de los Gonzaga, Monteverdi intensificó su actividad creadora. Pese a sus éxitos recientes, el compositor no vio mejoría en su situación material. En condiciones adversas –el nacimiento de su segundo hijo, Maximiliano y el creciente deterioro de la salud de su esposa, Claudia Cattaneo- el músico se dio a la tarea de componer L’Orfeo (1607). A nadie escapa el paralelo entre el destino de Euridice y el de Claudia Monteverdi, cuya vida se extinguió mientras nacía a la vida la favola in musica sobre un amor mitológico.
Si bien su análisis no es objetivo de esta nota, viene al caso decir que L’Orfeo se sitúa en la confluencia de estilos cuyas contradicciones exaltó Monteverdi, aunque en esta obra la escisión entre stile antico y el stile novo parece menos tajante. En L’Orfeo, están presentes dos propiedades fundamentales del siglo que se iniciaba: la mutación del sentido armónico y la valoración del timbre instrumental como refuerzo de la evolución del drama. Su autor consigue explorar una variedad de modos de expresión vocal como forma de escapar a las soluciones bastante rígidas del recitativo secco practicado por Jacopo Peri y sus émulos, para servir al drama sin quedarle subordinado. La ópera incorpora, con un excepcional sentido de unidad dramática sinfonia e intermezzi instrumentales, recitativos, ariosi (de contornos más amplios y líricos que los recitativos), coros, airs de tour y airs de ballet. Según Alban Berg, “Monteverdi supo articular la música de modo que ésta fuese consciente a cada instante de su función dentro del drama”
Sin tiempo para recuperarse de la pérdida de Claudia, en una atmósfera de intriga y persecución, Monteverdi concluyó Arianna, con libreto de Octavio Rinucini, en febrero de 1608. Ajustada a la forma del ballet francés, de esta obra sólo sobrevivió el admirable Lamento, que suscitó numerosos arreglos y contribuyó a la fama del músico cremonense. El propio Monteverdi retomó su tema en su Preghiera alla Vergine y publicó su arreglo en su Sexto Libro de Madrigales.
1608 es también el año en que, agotado y enfermo, Monteverdi confiesa: “El destino que tuve en Mantua después de diecinueve años me brindó contínuas ocasiones como para declarar a esta ciudad mi enemiga” La práctica primera (“la armonía dominando a la palabra”) y la segunda (“la palabra dominando a la armonía”) conviven de manera excepcional en la primera edición de su música sacra de 1610: la Missa da capella a sei voci sobre un motete de Nicolas Gombert consagrado a la Virgen, con sus anexos, las Vespro della beata Vergine y la Sonata a Otto voci sopra Sancta Maria ora pro nobis, cuya forma deja presentir la proximidad de la era barroca. La Missa es prueba de que para su autor el estilo polifónico seguía vivo y que era deseable superar la oposición entre ambas prácticas. Su estilo dramático honró el culto católico, apelando a una gran variedad de medios, tanto los tradicionales como los afectados a sus recientes descubrimientos madrigalescos.

De Mantua a Venecia

La muerte de Vincenzo Gonzaga en 1612, le valió a Monteverdi ser despedido de la corte de Mantua. Pero allí estaba Venecia, pletórica de riqueza y cultura a comienzos del siglo XVII, que le promovió en 1614 al más envidiado cargo musical de toda Italia, el de maestro di capella de la basílica de San Marcos. Las nuevas responsabilidades lo alejaron por un tiempo de la música dramática. No obstante su rencor por la corte mantovana, le dedicó en 1615 el ballet pastoril Tirso e Clori, desgraciadamente perdido durante la invasión austríaca de 1628. También a la “illustre casa dei Gonzaga” dedicó Monteverdi, en 1619, el Séptimo Libro de Madrigales, en el que el compositor pasó a cultivar el arte del madrigal en dúo o trío que comprometía al mismo tiempo las técnicas polifónicas y el nuevo arte monódico. 
La ópera de cámara Il combattimento di Tancredo e Clorinda, según textos extraídos del poema épico Gerusalemme liberata, de Torquato Tasso, compuesta por Monteverdi por encargo del Signor Girolamo Mozzanigo, en cuyo palacio veneciano se representó en 1624, signó una etapa decisiva del arte del cremonés, engendrando un nuevo estilo de expresión –el sitile concitato-, complemento de los ya existentes, il dolce e il moderato. El stile concitato, capaz de traducir los sentimientos de intranquilidad y agitación y favorecer las manifestaciones de violencia, convino particularmente a esta obra que enfrenta en singular y mortal combate a dos aguerridos amantes. El trémolo y el pizzicato en las cuerdas hacen su debut con propósitos descriptivos.
En 1631, Venecia fue devastada por una peste. Entre las cincuenta mil víctimas estuvo Francesco Monteverdi. En consecuencia el músico decidió ingresar en una orden religiosa sin renunciar a componer obras de inspiración profana. 
En 1632 aparecieron los Scherzo musicali in stile recitativo y una obra teórica, Seconda prattica, overo perffitioni della moderna musica. En ésta, la estética de Monteverdi se corresponde en cierta forma con la teoría de Platón en La república, según la cual las emociones humanas pueden hallar su correspondencia en los modos de la música. En los Scherzo, parecería que la intención del compositor fuera la de “pintar musicalmente la palabra” o “fundir la imagen poética con la musical” De 1638, cuando Monteverdi ha cumplido setenta y un años, data el Octavo Libro de Madrigales, que encierra los admirables Madrigali guerrieri e amorosi, auténticas cantatas avant la leerte que, como Il combattimento se asemejan más a escenas líricas que a genuinos madrigales. 
La influencia de Monteverdi traspasó rápidamente las fronteras peninsulares. Entre otras, acusan su estilo obras como las Symphoniae sacrae (1648), del alemán Heirich Schültz, que lo conoció en 1628. En el Carnaval de 1637, la inauguración en Venecia del primer teatro lírico público –el San Cassiano- fue ocasión para la producción de sus últimas obras dramáticas: Il ritorno d’Ulisse in patri (1641) y L’Incoronazione di Poppea (1642). Con esta última más que con L’Orfeo, quedaron definitivamente enunciados los principios de la ópera. La diversidad de sus ingredientes testimonia a un género no elitista, multitudinario by ajeno a las modas aristocráticas.
Transcurrida una corta temporada en Mantua, Monteverdi volvió a Venecia, donde murió de “fiebre maligna” el 29 de noviembre de 1643. Su inmenso renombre se vio reflejado en los grandiosos funerales que precedieron a su entierro en la Chiesa dei Frari.
Años más tarde, fue publicado el Noveno Libro de Madrigales mientras adquirían identidad las primeras etapas de la época barroca. Gracias a las ediciones realizadas por Gian Franco Malipiero entre 1926 y 1942, el gran genio del siglo XVII volvió del silencio y hoy ocupa, más vivo que nunca, el lugar que le corresponde entre los grandes músicos de todos los tiempos, y continúa siendo tan moderno como lo era entonces.
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viernes, 4 de mayo de 2012

CLAUDIO SIMIZ

Omar
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Omar se siente transitando en medio de un bosque. Un bosque de cuentos. Las altas, altísimas figuras, inmóviles algunas, en lento desplazamiento otras, podrían ser árboles fantasmales. Los colores son oscuros y poco contrastan con  la madera de esa cosa que parece convocar una y otra vez las lentas rondas de las figuras. Omar, aunque quisiera hacerlo, no se anima a pasar debajo de esa especie de caja gigante, sostenida por dos robustas patas de metal. Más aún, algunas de las figuras  parecen conjurarse para impedir que se acerque. Alcanza a vislumbrar, sin embargo, que todos miran el interior de la caja, y al hacerlo inauguran gestos extraños, como de tristeza, y musitan palabras que él no alcanza a comprender.
Hace un rato la hermana mayor le ha hablado de un viaje, Omar no ha entendido bien si será él el viajero o la madre, y parece que la tía Clara ya tendría que haber llegado para eso…las otras hermanas otean por la ventana con impaciencia y finalmente Paula, que parece la menos ganada por esa lentitud majestuosa del ambiente, le apoya su mano en la nuca  y mitad energía, mitad ternura, lo hace salir de la habitación. En la sala hay más animación, la gente está sentada, y habla en tono normal, la mayoría con un pocillo en la mano. Omar nota que casi todos le acercan una caricia o una sonrisa cuando se acerca y él, con timidez, se deja mimar no sin tomar cierta distancia: en su interior, preferiría estar con mamá.
Decide salir al jardín; el aire es más fresco ahora…desde la loma más cercana comienza a desprenderse una difusa columna de polvo; él sabe que esa es inequívoca señal de que un auto se acerca al pueblo. Cierra un ojo y trata de adivinar, tomando elposte del cerco como referencia, si viene rápido o despacio. Eso se lo enseñó el padre la semana pasada, acuclillado detrás de él, apoyándole las manos sobre los hombros “porque está creciendo”. En los últimos días le vienen diciendo cosas en tono raro, como cariñoso y triste a la vez…un zorzal se cruza, a los saltitos, con un hornero que trae una pajita en el pico. El ya adivinó dónde está haciendo su nido, en el jacarandá de la vereda; la pared del hornito ya es casi tan alta como el pájaro.
El fresco del aire se carga de gotitas minúsculas. Omar tiende la mano y unos instantes después la pasa por su rostro…sí, llueve, poquito, pero llueve. Todo se torna un poco más gris, casi no se distingue la polvareda del auto que se viene acercando trabajosamente por la loma. Las gotas se ponen más gruesas y frías…siempre lo hacen entrar cuando llueve, pero ahora todos deben estar ocupados y él debajo del paraíso va a 
disfrutar del aguacero que crece. Cuando llueve mucho, el arroyo se vuelve río y alguno 
siempre se anima a soltar un bote. El tío Néstor una vez lo llevó y hasta sacó un pescado, que lo asustó un poco con sus vaivenes, pero al final se quedó quieto en el fondo del balde. Pensándolo bien, esa caja oscura del dormitorio parece un bote, angostito, como una canoa, a lo mejor si sigue lloviendo así, pueden ponerse a navegar, a lo mejor el viaje anunciado es en ese bote misterioso y sin colores.
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jueves, 3 de mayo de 2012

TOMÁS GUBITSCH

Ante la salida del CD “salida de emergencia” de “fleurs noires”

Hubo un tiempo, entre las décadas de los ’60 y los ’80, en el que la renovación del tango estuvo entre muy pocas manos. Afortunadamente, ese tiempo pasó y el tango volvió a su estado de normal, el de ser un movimiento. Hoy son muchos los compositores e intérpretes que dan una versión personal, y por ende innovadora, del género. 

Las «Fleurs Noires» sobresalen dentro de esta nueva generación de tangueros por lo inventivo de la pluma, tanto en las composiciones como en las orquestaciones, y por proponernos un verdadero sonido diferente de conjunto. Sí, es una orquesta típica con todas las de la ley, pero también hay sonoridades provenientes de otros territorios musicales. Al fin y al cabo, desde sus balbuceos el tango siempre mantuvo intacta su curiosidad por los paisajes sonoros que fueron llegando al puerto de Buenos Aires. 

Los hallazgos de las «Fleurs Noires» están profundamente anclados en el conocimiento de las fuentes, y es lo que también les permite un trabajo muy singular de ‘re-significación’ de los «clichés» del tango. Pero, como decía Stravinsky «de la tradición sirve solamente lo que continúa a transformar el presente», y las «Fleurs Noires» la utilizan para darle rienda suelta a la imaginación y a las osadías. Quizás el hecho que las excelentes músicas que constituyen la orquesta sean de diversos orígenes, o tal vez la mera realidad de ‘estar haciendo tango en París’, impulsen a esta doble necesidad: conocer el pasado, pero no aferrarse a él; respetarlo y saber reírse de él también.  

En lo personal, confieso haber escuchado a las «Fleurs Noires» en vivo por primera vez hace apenas un par de años. Desde entonces, y más aún con este nuevo álbum, he caído bajo el encanto del enfoque renovador del tango que propone esta orquesta típica nada típica. 

París, 24/XI/2011,

Tomás Gubitsch
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CARL JUNG

Lo inconsciente personal y lo inconsciente colectivo
Capítulo V
La trasposición es una proyección de contenidos inconscientes. Al principio se proyectan contenidos superficiales de lo inconsciente. En este estado el médico es interesante como posible amador. Luego aparece como el padre, según las cualidades que el verdadero padre del paciente tuviera para él. A veces el médico se le aparece también al paciente en forma maternal, algo extravagante. Todas estas proyecciones de la fantasía están apoyadas por reminiscencias personales.
Luego se presentan formas de fantasía, que tiene un carácter imposible. El médico aparece de pronto como dotado de cualidades siniestras o como un salvador. Más tarde todavía aparece como una mezcla incomprensible de ambos aspectos. Afloran a la superficie fantasías que representan así al médico. Cuando el paciente no puede advertir que es una proyección de su inconsciente propio, hay grandes dificultades que vencer.
A tales pacientes no les cabe en la cabeza que sus fantasías procedan de ellos mismos y no tengan que ver nada con el carácter del médico.
Se puede comprobar que semejantes fantasías fueron ya, en cierta época de la niñez, aplicadas al padre o a la madre.
En cada individuo, aparte de las reminiscencias personales, existen las grandes imágenes “primordiales”; son posibilidades de humana representación, heredadas en la estructura del cerebro.
En este segundo estadio de la trasposición, en que se reproducen esas fantasías, no basadas ya en reminiscencias personales (trátase de la manifestación de las capas más profundas de lo inconsciente).
Este descubrimiento conduce a la cuarta etapa de la nueva representación: el conocimiento de dos capas en lo inconsciente. Debemos distinguir un inconsciente: un inc.personal y un inc. Impersonal o sobrepersonal. Designamos también a este último con el nombre de inconsciente colectivo.
Las imágenes primordiales son los pensamientos más antiguos, generales y profundos de la humanidad.
Hemos encontrado el objeto, que la libido elige, después de haber superado la forma personal infantil de trasposición. La libido ahonda entonces más en lo profundo de lo inconsciente y anima allí lo que dormitaba desde edades primarias.
¿De dónde procede la nueva idea, que con fuerza tan elemental avasalla la conciencia? La idea de la energía y de su conservación tiene que ser una imagen primordial que dormitaba en el inconsciente colectivo.
Reanudaremos el proceso de trasposición. Hemos visto que la libido ha buscado su nuevo objeto precisamente en aquellas fantasías aparentemente extravagantes y absurdas; es decir, en los contenidos del inconsciente colectivo. Como ya he dicho, la proyección inadvertida de las imágenes primordiales en el médico es un peligro para el tratamiento ulterior.
Si el paciente no puede distinguir entre la personalidad del médico y estas proyecciones, se pierde toda posibilidad de comprensión, y la relación humana se hace imposible.
En la proyección oscilaba el enfermo entre una divinización enfermiza y un desprecio rencoroso de su médico. En la introyección incurre en una ridícula divinización de sí mismo, o en una laceración (traumatismo, lesión) moral de su propio yo. El error que en ambos casos comete consiste en atribuirse personalmente los contenidos del inconsciente colectivo. Así se considera a sí mismo como Dios y como diablo.
El concepto de Dios es una función psicológica, que no tiene nada que ver con la cuestión de la existencia de Dios. La existencia de Dios constituye definitivamente un problema imposible.
En todas partes se encuentra lo irracional, lo discordante con la razón. Y este elemento irracional es también una función psicológica; es precisamente lo inconsciente colectivo, mientras que la función de la conciencia consiste esencialmente en la razón.
No debemos identificarnos con la razón, pues el hombre no es simplemente racional, ni puede serlo, ni lo será nunca. Lo irracional, ni puede ni debe ser explicado. Los dioses no pueden ni deben morir.
El paciente ha de saber distinguir lo que en su pensamiento es Yo y lo que es no-Yo, es decir, psique colectiva. La distinción entre el Yo psicológico y el no-Yo psicológico implica que el hombre, en su función del Yo, cumpla enteramente sus deberes frente a la vida, de suerte que sea un miembro útil de la sociedad humana.
Existe el peligro de ser absorbido por lo inconsciente, cuando la función del Yo no está afianzada.
Mientras hablamos de lo inconsciente colectivo, nos encontramos en una esfera y en una zona del problema que no entra en consideración para el análisis práctico de personas jóvenes o de personas que han permanecido largo tiempo infantiles. En los casos en que aún es posible la trasposición del padre y de la madre, más vale no hablar en absoluto del inconsciente colectivo y del problema de la oposición.
Pero cuando las trasposiciones paternas y las ilusiones juveniles han sido vencidas, entonces conviene hablar del problema de la oposición y del inconsciente colectivo.
Nos hallamos frente al problema de encontrar un sentido que haga posible la continuación de la vida.
El hombre tiene un doble fin: el primero es el fin natural, la generación de la descendencia. Cumplido este fin, comienza otra fase: la del fin cultural. Para obtener el primer fin nos ayuda la naturaleza y además la educación; para obtener el último fin, hay poco o nada que nos ayude. Pero en muchos domina la falsa ambición de ser de viejos lo mismo que de jóvenes. De aquí que para muchos sea el tránsito de la fase natural a la fase cultural sumamente difícil y amargo. Muchos se agarran a la ilusión de la juventud o, por lo menos, a sus hijos, para de esta manera salvar todavía un poco de ilusión. Se advierte esto especialmente en madres, que ponen el único sentido de su vida en sus hijos y creen caer en un vacío sin fondo cuando tienen que abandonarlos. No es de admirar que muchas graves neurosis, por lo tanto, se presenten al empezar el otoño de la vida. Es una especie de segunda pubertad o segundo período de lucha.
La transición de la primavera al otoño es una inversión de los antiguos valores.
El peligro de las radicales conversiones es que toda la vida anterior queda reprimida y con ello se produce un estado de desequilibrio.
Todo lo viviente es energía y descansa en la oposición. De aquí que la inclinación a negar todos los valores anteriores a favor de sus contrarios, es enfermiza.
Lo conveniente es, no rechazar en absoluto los anteriores valores, sino conservarlos, pero al mismo tiempo reconocer sus contrarios.
Cuando el hombre se encuentra frente a un obstáculo psicológico aparentemente invencible, retrocede; hace una regresión. Vuelve a los tiempos pasados, en que se encontraba en situación semejante, y trata de aplicar los medios que entonces le sirvieron. Pero lo que sirvió en la juventud es inútil en la vejez. Entonces la regresión se prosigue hasta la niñez y acaba por llegar al tiempo anterior a la niñez.
En suma: lo inconsciente tiene en cierto modo dos capas: primero, la personal, y segundo, la colectiva. La capa personal termina con los primeros recuerdos infantiles; lo inconsciente colectivo se extiende a la época pre-infantil, es decir, a los restos de la vida ancestral.
Cuando la regresión de la energía psíquica rebasa (propasar) la época pre-infantil, y llega a las huellas y sedimentos de la vida ancestral, entonces despiertan las imágenes mitológicas.
Hay que buscar un camino que abra comunicación entre la realidad consciente y la inconsciente.
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miércoles, 2 de mayo de 2012

NICOLÁS BERDIAEV

La filosofía como acto creador
Ediciones Carlos Lohlé 1977
Capítulo 3

Si la ciencia puede ser considerada como una adaptación económica a los datos del mundo, y como una sumisión a la necesidad circundante, ¿por qué y en qué sentido haríamos depender de ella a la filosofía, y cómo haríamos de ella una cosa científica? Ante todo, la filosofía es una dirección general, que vale para el conjunto del ser, y no una dirección particular reductible a tal o cual momento particular. La Filosofía busca la Verdad y no las verdades. Ama la sabiduría. La Sophía es la guía de toda filosofía auténtica. Y la Sophía penetra en el hombre por sobre las cumbres del conocimiento filosófico. La ciencia, por sus principios y fundamentos, en sus bases y sobre sus cumbres, puede depender de la filosofía, pero la recíproca no es concebible. Por su esencia y sus fines, la filosofía no ha sido nunca una adaptación a la necesidad; jamás los filósofos dignos de ese nombre se han sometido al orden establecido del mundo: buscan más allá una sabiduría superior. El elemento de la filosofía es la libertad. Ha luchado por emancipar al espíritu humano de la esclavitud y de la necesidad. Si la filosofía recurre al aparato lógico, que es la adaptación del pensamiento a las necesidades del mundo, por lo menos, no se mantiene bajo la dependencia de esa lógica. El concepto de sabiduría está por encima del concepto lógico. La servidumbre respecto de los datos mundanales, obligatoria para la ciencia, representa para la filosofía una caída, una transgresión de su voluntad de libertad. La filosofía es libre en lo que respecta a lo que el mundo nos aporta, porque lo que ella busca es la verdad del mundo, el pensamiento del mundo, y no la realidad del mundo. Y si el mundo no fuera dado como exclusivamente material, la filosofía no se convertiría por ello en materialista.
El clima auténtico de la filosofía ha sido siempre el combate heróico de la conciencia creadora contra toda necesidad y toda condición de vida obligatoria; y en consecuencia, el objetivo de la filosofía y sus miras son trascendentales y escapan a la determinación. En esto difiere de la ciencia, y en esto no puede serle asimilada. El conocimiento es complementario; conlleva el principio masculino y el principio femenino, la actividad solar del hombre frente a la receptividad pasiva de la mujer. Ahora bien; la filosofía es la única que ha revelado este aspecto activo y viril del conocimiento. En esto es donde es creadora. La filosofía es creación y no adaptación ni obediencia. La emancipación de la filosofía, en tanto acto creador, la emancipa al mismo tiempo de todo vínculo, de toda dependencia respecto de la cientificidad. El acto creador del espíritu humano consagra su liberación en la filosofía. Y este acto creador es el que hace de la filosofía un arte, arte particular, diferente en su principio de la poesía o de la música, pero que supone también un don venido de lo alto -el arte del conocimiento. La personalidad del creador se imprime allí toda entera, no menos que la del músico o del pintor. La filosofía crea ideas sustanciales y no imágenes; y por la creación libre de las ideas se opone a los datos del mundo y de la necesidad, y penetra en una esencia nueva.
El arte no puede salir de la ciencia, como tampoco la libertad puede salir de la necesidad. La ciencia responde, para el hombre, a una necesidad amarga; la filosofía expresa la plétora, lo superfluo de las fuerzas espirituales. Es tan viviente como la ciencia, pero su vitalidad es de otro orden. Los principios de la economía le son ajenos; preferiría más bien seguir una política de dilapidación. Hay en ella una suerte de magnificencia, como en el arte. Por ello, la filosofía nunca ha sido indispensable -como lo es la ciencia- para asegurar las bases de la vida, no se torna indispensable más que en el momento en que el hombre franquea los límites del mundo dado. La ciencia deja al hombre en el no-sentido, en el absurdo del mundo, le proporciona sólo los utensilios necesarios para protegerlo contra ese absurdo. La filosofía, por el contrario, se esfuerza en superar el absurdo y en alcanzar el sentido del mundo. El postulado de toda filosofía auténtica consiste en suponer que hay un sentido, y su objetivo es encontrar el medio para llegar a él; es la posibilidad de una impulsión que lleva al pensamiento a través del no-pensamiento. Kant mismo reconoció este impulso motriz, y no sería posible apoyarse en la filosofía kantiana para negar la impulsión creadora y su victoria sobre la antigua pasividad metafísica. Esta impulsión es todavía más fuerte en Fichte. La filosofía científica es la única que lo ha negado, porque sus adeptos tienen necesidad de someter el pensamiento a los datos del mundo, y de rechazar, por ello, el carácter creador de la filosofía. Por consiguiente, luchan por colocarla entre las ciencias, es decir, por incorporar el acto creador, la previsión del pensamiento y el logos a las categorías lógicas con las que opera la ciencia. Transmutación que supone, consciente o inconscientemente, hacer de la filosofía una ciencia. Por supuesto que nadie podría negar que la ciencia contiene elementos filosóficos y que los sabios han sido muchas veces filósofos eminentes: esto está fuera de cuestión. Lo que importa antes que nada es distinguir entre los dos dominios y discernir lo que corresponde a uno o al otro. Sobre todo, es imposible cuestionar el carácter relativo de las categorías lógicas sobre las cuales descansa el conocimiento científico: atribuirles un sentido ontológico y absoluto es precisamente la obra de una de esas filosofías mentirosas que tienden a mantener encadenado al filósofo en el círculo de las necesidades.  
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martes, 1 de mayo de 2012

PRIMERO DE MAYO

En el año de 1886 miles de trabajadores de Chicago en Estados Unidos cansados de ser explotados, decidieron defender sus derechos laborales y se lanzaron a las calles para exigir: Una jornada de trabajo de 8 horas, tener el derecho a la huelga, a la libertad de expresión y asociación, así como a tener un trabajo y un salario justo. Sin embargo muchos de ellos murieron en el intento.

En Homenaje.
Hoy, más que nunca, por un ¡BASTA! a los mercaderes de la muerte que asolan el planeta con una rapiña fenomenal, causando hambre y guerras por doquier.
No olvidar: El hambre y las guerras, no son una catástrofe. Son una forma de gobierno.

"Trabajadores: la guerra de clases ha comenzado. Ayer, frente a la fábrica McCormick, se fusiló a los obreros. ¡Su sangre pide venganza! ¿Quién podrá dudar ya que los chacales que nos gobiernan están ávidos de sangre trabajadora? Pero los trabajadores no son un rebaño de carneros. ¡Al terror blanco respondamos con el terror rojo! Es preferible la muerte que la miseria. Si se fusila a los trabajadores, respondamos de tal manera que los amos lo recuerden por mucho tiempo. Es la necesidad lo que nos hace gritar: ¡A las armas!. Ayer, las mujeres y los hijos de los pobres lloraban a sus maridos y a sus padres fusilados, en tanto que en los palacios de los ricos se llenaban vasos de vino costosos y se bebía a la salud de los bandidos del orden... ¡Secad vuestras lágrimas, los que sufrís! ¡Tened coraje, esclavos! ¡Levantaos!."
Adolph Fischer

Quien antes de ser ahorcado, les dijo: 
Solamente tengo que protestar contra la pena de muerte que me imponen porque no he cometido crimen alguno... pero si he de ser ahorcado por profesar mis ideas anarquistas, por mi amor a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad, entonces no tengo inconveniente. Lo digo bien alto: ¡dispongan de mi vida!
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RAINER MARÍA RILKE

2 Cartas a Augusto Rodin
Tomado del libro Cartas a Rodín, Ediciones La Pléyade, 1971

Scholls Haseldorf
28 de junio 1902
Alemania

Honorable Maestro;

Me he propuesto escribir para las nuevas monografías de arte alemanas, publicadas por el profesor Richard Muther, el volumen dedicado a su obra. Así quedará cumplido uno de mis más ardientes deseos. La oportunidad de escribir sobre sus obras para mí es una vocación interior, una fiesta, una alegría, un grande y noble deber hacia el cual se vuelven mi amor y todo mi celo.
Comprenderá usted, mi Maestro, que intentaré realizar ese trabajo con tanta conciencia y profundidad como me sea posible. Para hacerlo, sólo necesito de su generosa ayuda. Este otoño me trasladé a París para verlo y absorberme en sus obras; especialmente para penetrar en sus dibujos, tan poco conocidos en el extranjero. Pero como ya debo dedicarme a los trabajos preparatorios, pronto necesitaré sus preciosos consejos. Para pedírselos, le escribo esta carta.
Ante todo el editor quiere tener en sus manos, cuanto antes, las reproducciones –el volumen deberá contener de ocho a siez reproducciones. Por esto me permito preguntarle a quién podré dirigirme para obtenerlas.
Además le rogaré que me entere si existe una estimación aproximada de su obra, indicándome los títulos de los libros que se refieren a ella; me serán especialmente necesarios algunos ensayos que contengan detalles autobiográficos. Le quedaré muy agradecido si me brinda su ayuda en tal sentido.
Le parecerá una indiscreción mía que me atreva a dirigirme a usted por estas bagatelas; más es de una gran importancia para mí obtener los mejores consejos e indicaciones sobre este tema y sólo usted puede dármelos.
Considero una gran pérdida no haber podido visitar su exposición en Praga, a la que me había invitado la sociedad “Manes”. Pero espero ver este otoño en París todo lo que estuvo reunido en Praga. Le ruego encarecidamente, mi Maestro, que me entere si una gran parte de sus obras más importantes debe ser expuesta en otra ciudad, para que, en ese caso, pueda verlas antes de ir a París, pues de manera muy especial deseo conocer todas sus obras antes de emprender la tarea.
No quiero concluir esta carta sin rogarle me perdone el estilo –escribir francés ¡me cuesta tanto!- y me permita recordarle mi mujer, la escultora Clara Westhoff, de Worpewede, cerca de Bremen, quien en 1900 tuvo el gran honor de trabajar en París, no lejos de usted y de la eternidad que rodea a su persona. Ella le ha enviado, hace dos meses, algunas pruebas de sus recientes trabajos, con una carta que ha tomado muy a pecho: ahora espera, lo adivino, con angustia e impaciencia, querido Maestro, una sola palabra suya y sus consejos, que tan importantes son y que decidirán su porvenir: sin ellos, tantea entre sí, como una ciega.
Aún me falta rogarle, ilustre Maestro, que quiera perdonarme las indiscreciones de esta carta sin forma y que crea que me siento muy feliz al poder expresarle mi admiración y la devoción más profunda.

Rainer María Rilke
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Carta 2
Scholls Haseldorf
8 de julio 1902
Alemania

Mi muy Honorable Maestro;

Me ha hecho usted muy feliz con su carta. Le agradezco infinitamente todas las indicaciones e información y, muy particularmente, los buenos recuerdos y sus buenas palabras que envía a la señora Clara Westhoff.
En estos días parto para Worpswede y llevaré a mi mujer su carta, que le causará una profunda alegría.
Ante todo ya he encargado el libro a León Maillard, pero mi trabajo principal comenzará en París, adonde iré en el mes de septiembre, ya que usted no estará allí en octubre. Entonces, en muchos casos, necesitaré de su ayuda y de sus buenos consejos como el pan, para poder conducir mi trabajo a buen fin. Pero ante todo, impaciente, me alboroza pensar que pasaré varios días cerca de usted, cerca de su obra.
Quizá también le sea posible a la señora Clara Westhoff acompañarme a París (¡Cómo lo desea! Creo que ella le ha escrito) Me permitiré, mi Maestro, en todo caso, escribirle anunciándole cuándo llegaré, para estar seguro de encontrarlo.
Reiterándole mi más ardiente agradecimiento por su buena carta, lo saludo, ilustre maestro, con toda mi admiración.

Rainer María Rilke

PS. Transmitiré los saludos a M. Richard Mather.
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