viernes, 24 de agosto de 2012

CHARLES BAUDELAIRE

Edgar A. Poe: Su Vida y Sus Obras

…algún maestro desventurado a quien la inexorable Fatalidad ha perseguido encarnizada, cada vez más encarnizada, hasta que sus cantos no tengan más que un solo estribillo, hasta que los cantos fúnebres de su Esperanza hayan adoptado este melancólico estribillo: “¡Nunca! ¡Nunca más!”
(Edgar A. Poe: El cuervo.)

En su trono de bronce el Destino se burla, 
de amarga hiel empapando su esponja, 
y la Necesidad es para ellos tenaza.
(Théophile Gautier: Tinieblas.)

En estos últimos tiempos compareció ante nuestros tribunales un desdichado cuya frente estaba marcada por un raro y singular tatuaje. ¡Desafortunado! Llevaba él así encima de sus ojos la etiqueta de su vida, como un libro su título, y el interrogatorio demostró que aquel extraño rótulo era cruelmente verídico. Hay en la historia literaria destinos análogos, verdaderas condenas, hombres que llevan las palabras “mala suerte” escritas en caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El ángel ciego de la expiación se ha apoderado de ellos y los azota con uno y otro brazo para ejemplo edificante de los demás. En vano su vida revela talento, virtudes, gracia: la sociedad tiene para ellos un anatema especial y acusa en ellos las lesiones que les ha causado. ¿Qué no hizo Hoffmann para desarmar al Destino, y qué no realizó Balzac para conjurar la fortuna? ¿Existe, pues, una Providencia diabólica que prepara la desgracia desde la cuna, que arroja con premeditación naturalezas espirituales y angélicas en medios hostiles, como a mártires en los circos? ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar, condenadas a ir hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La pesadilla de las Tinieblas, ¿asediará eternamente a esas almas elegidas? En vano se agitan, en vano se forman para el mundo, para sus previsiones y asechanzas; perfeccionarán la prudencia, taparán todas las salidas, acolcharán las ventanas contra los proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por el agujero de la cerradura. Una perfección será la falla de su coraza, y una cualidad superlativa, el germen de su condenación. Para romperla, el águila, desde lo alto del cielo, 
sobre su frente al aire soltará la tortuga, pues ellos deben perecer fatalmente. Su destino está escrito en toda su contextura, brilla con siniestro resplandor en sus miradas y en sus gestos, circula por sus arterias con cada uno de sus glóbulos sanguíneos.
    Un célebre escritor de nuestro tiempo ha escrito un libro para demostrar que el poeta no podía encontrar buen acomodo ni en una sociedad democrática ni en una aristocrática, no más en una república que en una monarquía absoluta o templada. ¿Quién ha sabido, pues, replicarle perentoriamente? Yo aporto hoy una nueva leyenda en apoyo de su tesis y añado un nuevo santo al martirologio; debo escribir la historia de uno de esos ilustres desventurados, demasiado rica en poesía y pasión, que ha venido, después de tantos otros, a hacer en este bajo mundo el rudo aprendizaje del genio entre las almas inferiores.
    ¡Lamentable tragedia la vida de Edgar A. Poe! ¡Su muerte, horrible desenlace, cuyo horror aumenta con su trivialidad! De todos los documentos que he leído he sacado la convicción de que los Estados Unidos sólo fueron para Poe una vasta cárcel, que él recorría con la agitación febril de un ser creado para respirar en un mundo más elevado que el de una barbarie alumbrada con gas, y que su vida interior, espiritual, de poeta, o incluso de borracho, no era más que un esfuerzo perpetuo para huir de la influencia de esa atmósfera antipática. Implacable dictadura la de la opinión de las sociedades democráticas; no imploréis de ella ni caridad ni indulgencia, ni flexibilidad alguna en la aplicación de sus leyes a los casos múltiples y complejos de la vida moral. Diríase que del amor impío a la libertad ha nacido una nueva tiranía: la tiranía de las bestias, o zoocracia, que por su insensibilidad feroz se asemeja al ídolo de Juggernaut. Un biógrafo nos dirá seriamente —bienintencionado es el buen hombre— que Poe, de haber querido regularizar su genio y aplicar sus facultades creadoras de una manera más apropiada al suelo americano, hubiese podido llegar a ser un autor de dinero (a money making author). Otro —éste un cínico ingenuo—, que, por bello que sea el genio de Poe, más le hubiera valido tener sólo talento, ya que el talento se cotiza más fácilmente que el genio. Otro, que ha dirigido diarios y revistas, un amigo del poeta, confiesa que resultaba difícil utilizarle, y que se veía uno obligado a pagarle menos que a otros, porque escribía con un estilo demasiado por encima del vulgo. “¡Qué tufo a trastienda!”, como decía Joseph de Maistre.
    Algunos se han atrevido a más, y uniendo la falta de inteligencia más abrumadora de su genio a la ferocidad de la hipocresía burguesa, le han insultado a porfía, y después de su repentina desaparición, han vapuleado ásperamente ese cadáver; en especial, el señor Rufus Griswold, que, para aprovechar aquí la frase vengativa del señor George Graham, ha cometido así una infamia inmortal. Poe, experimentando quizá el siniestro presentimiento de un final repentino, había designado a los señores Griswold y Willis para ordenar sus obras, escribir su vida y restaurar su memoria. Ese pedagogo-vampiro ha difamado ampliamente a su amigo en un enorme artículo mediocre y rencoroso, que precisamente encabeza la edición póstuma de sus obras. ¿No existe, pues, en América una disposición que prohiba a los perros la entrada en los cementerios? En cuanto al señor Willis, ha demostrado, por el contrario, que la benevolencia y el decoro van siempre de consuno con el verdadero talento, y que la caridad con nuestros semejantes, que es un deber moral, es también uno de los mandamientos del gusto.
    Hablad de Poe con un americano: confesará acaso su genio, y hasta puede que se muestre orgulloso de él; pero en tono sardónico, superior, que deja traslucir al hombre positivo, os hablará de la vida disoluta del poeta, de su aliento alcoholizado que hubiera ardido con la llama de una vela, sus hábitos de vagabundo. Os dirá que era un ser errante y heteróclito, un planeta desorbitado que rondaba sin cesar desde Baltimore a Nueva York, desde Nueva York a Filadelfia, desde Filadelfia a Boston, desde Boston a Baltimore, desde Baltimore a Richmond. Y si, con el corazón conmovido por esos preludios de una historia desconsoladora, dais a entender que tal vez no sea solamente culpable el individuo, y que debe de ser difícil pensar y escribir cómodamente en un país donde hay millones de soberanos —un país sin capital, hablando con propiedad, y sin aristocracia—, entonces veréis sus ojos desorbitarse y despedir rayos, la baba del patriotismo doliente subir a sus labios, y América, por su boca, lanzar injurias a Europa, su vieja madre, y a la filosofía de los antiguos días.
    Repito que, por mi parte, he adquirido la convicción de que Edgar A. Poe y su patria no estaban al mismo nivel. Los Estados Unidos son un país gigantesco e infantil, envidioso, naturalmente, del viejo continente. Orgulloso de su desarrollo material, anormal y casi monstruoso, ese recién llegado a la Historia tiene una fe ingenua en la omnipotencia de la industria; está convencido, como algunos desdichados entre nosotros, de que acabará por tragarse al Diablo. ¡Tienen allá un valor tan grande el tiempo y el dinero! La actividad material, exagerada hasta adquirir las proporciones de una manía nacional, deja en los espíritus muy poco sitio para las cosas no terrenas. Poe, que era de buena casta —y que, por lo demás, declaraba que la gran desgracia de su país era no poseer una aristocracia racial, dado, decía él, que en un pueblo sin aristocracia el culto de lo Bello sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer; que acusaba en sus conciudadanos, hasta en su lujo enfático y costoso, todos los síntomas del mal gusto característico de los advenedizos; que consideraba el Progreso, la gran idea moderna, como un éxtasis de papanatas, y que denominaba los perfeccionamientos de la mansión humana cicatrices y abominaciones rectangulares—, Poe era allá un cerebro singularmente solitario. No creía más que en lo inmutable, en lo eterno, en el self-same, y gozaba —¡cruel privilegio en una sociedad enamorada de sí misma!— de ese grande y recto sentido a lo Maquiavelo que marcha ante el sabio como una columna luminosa a través del desierto de la Historia. ¿Qué hubiera pensado, qué hubiera escrito el infortunado, si hubiese oído a la teóloga del sentimiento suprimir el Infierno por amor al género humano, al filósofo de la cifra proponer un sistema de seguros, una suscripción de cinco céntimos por cabeza ¡para la supresión de la guerra y la abolición de la pena de muerte y de la ortografía, esas dos locuras correlativas!, y a tantos y tantos otros enfermos que escriben, “con la oreja inclinada hacia el viento”, fantasías giratorias, tan flatulentas como el elemento que se las dicta? Si añadís a esta visión impecable de la verdad, auténtica dolencia en ciertas circunstancias, una delicadeza exquisita de sentidos a la que atormentaría una nota falsa, una finura de gusto a la que todo, excepto la exacta proporción, sublevara, un amor insaciable a lo Bello, que había adquirido la potencia de pasión morbosa, no os extrañará que para un hombre semejante la vida llegara a ser un infierno y que haya acabado mal; os admirará que haya él podido durar tanto tiempo. II    La familia de Poe era una de las más respetables de Baltimore. Su abuelo materno había servido como quarter-master-general en la guerra de la Independencia, y La Fayette le dispensaba una gran estimación y amistad.     
    Este, a raíz de su último viaje a los Estados Unidos, quiso ver a la viuda del general y testimoniarle su gratitud por los servicios que le había hecho su marido. El bisabuelo se había casado con una hija del almirante inglés MacBride, que estaba emparentado con las más nobles casas de Inglaterra. David Poe, padre de Edgar e hijo del general, se enamoró perdidamente de una actriz inglesa, Isabel Arnold, célebre por su belleza; se fugó y se casó con ella. Para unir más íntimamente su destino al de ella, se hizo actor y apareció con su mujer en diferentes teatros, en las principales ciudades de la Unión. Los esposos murieron en Richmond, casi al mismo tiempo, dejando en el abandono y en la penuria más completos a tres criaturas, una de las cuales era Edgar.
    Edgar A. Poe había nacido en Baltimore, en 1813. Doy esta fecha de acuerdo con su propia afirmación, pues él se elevó contra la aseveración de Griswold, que sitúa su nacimiento en 1811. Si alguna vez el espíritu novelesco, para servirme de una frase de nuestro poeta, ha presidido un nacimiento —¡espíritu siniestro y tempestuoso!—, ciertamente, presidió el suyo. Poe fue, en verdad, hijo de la pasión y de la aventura. Un rico negociante de la ciudad, mister Allan, se entusiasmó con aquel lindo e infortunado a quien la Naturaleza había dotado de un aspecto encantador, y como no tenía hijos, le adoptó. El niño se llamó, pues, de allí en adelante Edgar Allan Poe. Fue así criado en una grata holgura y con la esperanza legítima de una de esas fortunas que dan al carácter una soberbia certeza. Sus padres adoptivos se lo llevaron en un viaje que hicieron a Inglaterra, Escocia e Irlanda, y antes de regresar a su país le dejaron en casa del doctor Bransby, que dirigía un importante centro de enseñanza en Stoke-Newington, cerca de Londres. Poe ha descrito en William Wilson aquella extraña casa, construida en el viejo estilo isabelino, y también sus impresiones de colegial.
    Volvió a Richmond en 1822 y prosiguió sus estudios en América bajo la dirección de los mejores profesores del lugar. En la Universidad de Charlottesville, donde ingresó en 1825, se distinguió no sólo por una inteligencia casi milagrosa, sino también por una profusión casi siniestra de pasiones —una precocidad realmente americana— que fue, por último, la causa de su expulsión. Conviene señalar de paso que Poe había demostrado ya, en Charlottesville, una aptitud de las más notables para las ciencias físicas y matemáticas. Más tarde la empleará con frecuencia en sus extraños cuentos, y obtendrá de ella medios absolutamente inesperados. Pero tengo razones para creer que no es a ese orden de composiciones a las que él daba más importancia, y que —quizá precisamente a causa de esa aptitud precoz— las consideraba como fáciles juegos de manos, comparándolas con las obras de pura fantasía. Unas desdichadas deudas de juego originaron una desavenencia pasajera entre él y su padre adoptivo, y Edgar —hecho de los más curiosos y que prueba, pese a lo que se ha dicho, una dosis de caballerosidad muy grande en su impresionable cerebro—concibió el proyecto de tomar parte en las guerras de los helenos y de ir a luchar contra los turcos. Partió, pues, hacia Grecia. ¿Qué fue de él en Oriente? ¿Qué hizo allí? ¿Estudió las costas clásicas del Mediterráneo? ¿Por qué le encontramos nuevamente en San Petersburgo, sin pasaporte, comprometido, y en qué clase de asunto, obligado a recurrir al ministro americano, Henry Middleton, para librarse de la sanción rusa y volver a su casa? Se ignora; existe ahí una laguna que él sólo hubiese podido llenar. La vida de Edgar A. Poe, su juventud, sus aventuras en Rusia y su correspondencia han sido anunciadas largo tiempo por los periódicos americanos, pero no han aparecido nunca.
    De regreso en América, en 1829, expresó el deseo de ingresar en la escuela militar de West-Point; fue admitido, en efecto, y allí, como en otras partes, dio pruebas de una inteligencia admirablemente dotada, pero indisciplinable, siendo, al cabo de unos meses, expulsado. Al mismo tiempo ocurría en su familia adoptiva un suceso que debía tener las más graves consecuencias sobre su vida entera. La señora Allan, por quien parece él haber sentido un afecto verdaderamente filial, falleció, y el señor Allan se casó con una mujer muy joven. Y en esta época tuvo lugar una desavenencia doméstica, una historia rara y tenebrosa que no puedo contar, porque no ha sido claramente explicada por ningún biógrafo. No es, por tanto, extraño que él se haya separado definitivamente del señor Allan, y que éste, que tuvo hijos de su segundo matrimonio, le haya excluido por completo de su testamento.
    Poco tiempo después de haber abandonado Richmond, Poe publicó un pequeño tomo de poesías; fue realmente una aurora brillante. Para quien sabe sentir la poesía inglesa, hay ya en él un acento extraterreno, la serenidad en la melancolía, la deliciosa solemnidad, la experiencia precoz —iba a decir, creo, la experiencia innata— que caracterizan a los grandes poetas.
    La miseria le hizo ser soldado una temporada, y es de suponer que empleó los pesados ocios de la vida de guarnición en preparar los materiales de sus futuras composiciones, composiciones extrañas que parecen haber sido creadas para demostrarnos que la singularidad es una de las partes integrantes de lo Bello. Al volver a la vida literaria, el único elemento en que pueden respirar ciertos seres déclassés, Poe fenecía en una extrema miseria, cuando un azar feliz le hizo mejorar. El propietario de una revista acababa de fundar dos premios: uno, para el mejor cuento; otro, para el mejor poema. Una letra singularmente bella atrajo la mirada de Mr. Kennedy, que presidía el jurado, y le dio deseos de examinar por sí mismo los manuscritos. Y sucedió que Poe había ganado los dos premios, aunque sólo uno le fue entregado. El presidente del jurado sintió la curiosidad de ver al desconocido. El director del diario le llevó a un joven de una belleza chocante, andrajoso, abrochado hasta la barbilla, y que tenía el aspecto de un caballero tan orgulloso como hambriento. Kennedy se portó bien. Presentó a Poe a un señor, Thomas White, que fundaba en Richmond el Southern Literary Messenger. El señor White era un hombre audaz, pero sin ningún talento literario; necesitaba un ayudante. Poe se encontró así, muy joven —a los veintidós años—, director de una revista cuyo destino descansaba por entero en él. El creó esa prosperidad. El Southern Literary Messenger reconoció desde entonces que era a aquel excéntrico maldito, a aquel borracho incorregible, a quien debía su público y su fructuosa notoriedad. En ese magazine es donde aparecieron por primera vez la Aventura sin par de un tal Hans Pfaall y otros varios cuentos que los lectores verán ahora desfilar ante sus ojos. Durante cerca de dos años, Edgar A. Poe, con un maravilloso ardor, asombró a su público con una serie de composiciones de un nuevo género y con artículos críticos cuya viveza, claridad y severidad razonadas estaban hechas realmente para atraer las miradas. Aquellos artículos se ocupaban de libros de todo género, y la sólida cultura que el joven había adquirido le sirvió de mucho. Conviene saber que aquella tarea considerable la realizaba él por quinientos dólares; es decir, por dos mil setecientos francos al año. Inmediatamente —dice Griswold, lo cual quiere decir; “¡Se creía, pues, rico el muy imbécil!”— se casó con una muchacha bella, encantadora, de un carácter amable y heroico, pero que no tenía un céntimo —añade el propio Griswold en un tono de desdén—. Era la señorita Virginia Clemm, una prima suya.
    Pese a los servicios hechos a su diario, el señor White riñó con Poe al cabo de dos años, aproximadamente. El motivo de esa ruptura estuvo, sin duda, en los ataques de hipocondría y en las crisis alcohólicas del poeta, accidentes característicos que ensombrecían su cielo espiritual, como esas nubes lúgubres que dan de pronto al paisaje más romántico un aire de melancolía en apariencia irreparable. A partir de entonces, veremos trasladar su tienda al desventurado, como un hombre del desierto, y transportar su ligero petate a las principales ciudades de la Unión. Dirigió en todas partes revistas o colaboró en ellas de una manera brillante. Difundió con deslumbradora rapidez artículos críticos, filosóficos y cuentos henchidos de magia, que aparecieron reunidos bajo el título de Tales of the Grotesque and the Arabesque, título notable e intencionado, pues los adornos grotescos y arabescos rechazan la figura humana, y ya se verá que por muchos conceptos la literatura de Poe es extra o sobrehumana. Sabremos, por notas ofensivas y escandalosas insertadas en los periódicos, que Mr. Poe y su mujer se encuentran enfermos de peligro en Fordham y en una absoluta miseria. Poco tiempo después de la muerte de la señora Poe, el poeta sufrió los primeros ataques de delirium tremens. Una nueva nota apareció de repente en un diario —ésta más que cruel—, en la que se acusa su desprecio y su asco del mundo, creándole uno de esos procesos tendenciosos, verdaderas requisitorias de la opinión, contra los cuales tuvo él siempre que defenderse, una de las luchas más estérilmente fatigosas que conozco.
    Sin duda, ganaba dinero, y sus trabajos literarios le permitían casi vivir. Pero poseo pruebas de que él tenía que vencer sin cesar repugnantes dificultades. Soñó, como tantos otros escritores, con una revista suya, quiso estar en su casa, y el hecho es que había sufrido lo bastante para desear con ardor aquel cobijo definitivo de su pensamiento. A fin de alcanzar ese resultado y conseguir una suma de dinero suficiente, tuvo que recurrir a las lectures. Ya se sabe lo que son esas lectures, una especie de especulación, el Colegio de Francia puesto a disposición de todos los literatos, pues el autor no publica su lecture sino después de haber sacado de ella todos los ingresos que puede producir. Poe había dado ya en Nueva York una lecture de “Eureka”, su poema cosmogónico, que había promovido incluso grandes discusiones. Pensó aquella vez dar lectures en su tierra natal, Virginia. Contaba, como escribió a Willis, con hacer una gira por el Oeste y el Sur y confiaba en el concurso de sus amigos literarios y de sus antiguas amistades de colegio y de West-Point. Visitó, pues, las principales ciudades de Virginia y Richmond contempló de nuevo a aquel a quien había conocido allí tan joven, tan pobre, tan derrotado. Todos los que no habían visto a Poe desde el tiempo de su oscuridad acudieron en masa para examinar a su ilustre compatriota. Y él apareció apuesto, elegante, correcto, como el genio. Hasta creo que desde hacía algún tiempo había él llevado su condescendencia al extremo de hacer que le admitiesen en una sociedad de templanza. Escogió un tema tan amplio como elevado: El principio de la poesía, y lo desarrolló con esa lucidez que es uno de sus privilegios. Creía, como verdadero poeta que era, que la finalidad de la poesía es de la misma naturaleza que su principio, y que no debe fijarse en otra cosa más que en sí misma.
    La buena acogida que le dispensaron inundó su pobre corazón de orgullo y de gozo; se mostraba de tal modo encantado, que hablaba de establecerse definitivamente en Richmond y de acabar su vida en los lugares que su infancia le había hecho dilectos. Sin embargo, tenía asuntos en Nueva York, y partió el 4 de octubre, quejándose de escalofríos y de debilidad. Como siguiera sintiéndose bastante mal, al llegar a Baltimore, el 6, por la noche, hizo llevar su equipaje al embarcadero, desde donde debía dirigirse a Filadelfia, y entró en una taberna para tomar un excitante cualquiera. Allí, por desgracia, se encontró con antiguos amigos y se detuvo más de la cuenta. A la mañana siguiente, en las pálidas tinieblas del alba, fue encontrado un cadáver en la vía pública. ¿Debe decirse así? No, un cuerpo vivo aún, pero que la muerte había marcado ya con su real sello. Sobre aquel cuerpo, cuyo nombre se ignoraba, no se hallaron ni papeles ni dinero, y lo transportaron a un hospital. Allí murió Poe, la noche misma del domingo 7 de octubre de 1849, a la edad de treinta y siete años, vencido por el delirium tremens, ese terrible visitante que había ya atacado su cerebro una o dos veces. Así desapareció de este mundo uno de los más grandes héroes literarios, el hombre que había escrito en El gato negro estas palabras fatídicas: “¿Qué enfermedad es comparable al alcohol?”
    Esa muerte es casi un suicidio, un suicidio preparado desde hacía largo tiempo. Cuando menos, provocó el escándalo. Fue grande el clamor, y la virtud dio salida a su canto enfático, libre y voluntariosamente. Las oraciones fúnebres más indulgentes tuvieron que dejar sitio a la inevitable moral burguesa, que se cuidó de no perder una ocasión tan admirable. Mr. Griswold difamó; Mr. Willis, sinceramente afligido, se comportó más que decorosamente. ¡Ay! El que había franqueado las alturas más arduas de la estética, sumiéndose en los abismos menos explorados del intelecto humano; el que, a través de una vida que se asemeja a una tempestad sin calma, había encontrado medios nuevos, procedimientos desconocidos para asombrar la imaginación, para seducir los espíritus sedientos de Belleza, acababa de morir en unas horas en un lecho del hospital. ¡Qué destino! ¡Y tanta grandeza y tanto infortunio para levantar un torbellino de fraseología burguesa, para convertirse en pasto y tema de los periodistas virtuosos!Ut declamatio fiars!    Estos espectáculos no son nuevos; es raro que un sepulcro reciente e ilustre no sea un lugar de cita de escándalo. Por otra parte, la sociedad no ama a esos rabiosos desventurados, y ya sea porque perturbaban sus fiestas o ya sea porque los considere de buena fe como remordimientos, tiene ella, a no dudar, razón. ¿Quién no recuerda las declamaciones parisienses a raíz de la muerte de Balzac, que murió, empero, de manera correcta? Y en fecha más reciente aún —hace hoy, 26 de enero, un año justo—, cuando un escritor de una honradez admirable, de una elevada inteligencia, y siempre lúcido, fue discretamente, sin molestar a nadie —tan discretamente, que su discreción parecía desprecio—, a exhalar su alma en la calle más negra que pudo encontrar, ¡qué asqueantes homilías, qué asesinato refinado! Un periodista célebre, a quien Jesús no enseñara nunca maneras generosas, encontró la aventura lo bastante jovial para celebrarla con un burdo retruécano. Entre la nutrida enumeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX repite tan a menudo y con tanta complacencia, se han olvidado dos asaz importantes, que son: el derecho a contradecirse y el derecho a marcharse.
    Pero la sociedad mira al que se va como a un insolente; castigaría de buena gana ciertos despojos fúnebres, como aquel infeliz soldado atacado de vampirismo a quien la vista de un cadáver exasperaba hasta el frenesí. Y con todo, puede decirse que, bajo la presión de determinadas circunstancias, después de un serio examen de ciertas incompatibilidades, con firmes creencias en ciertos dogmas y metempsicosis; puede decirse, sin énfasis y sin juego de palabras, que el suicidio es a veces el acto más razonable de la vida. Y así se forma una compañía de fantasmas, ya numerosa, que nos visita familiarmente, y en la que cada miembro viene a ensalzarnos su reposo actual y a confiarnos sus persuasiones.
    Confesemos, no obstante, que el lúgubre fin del autor de Eureka suscitó algunas consoladoras excepciones, sin lo cual sería cosa de desesperarse y el mundo resultaría insufrible. Mr. Willis, como ya he dicho, habló con honradez, y hasta con emoción, de las buenas relaciones que había mantenido siempre con Poe. Los señores John Neal y George Graham llamaron al señor Griswold al orden. El señor Longfellow —y ello es tanto más meritorio cuanto que Poe le había maltratado cruelmente— supo alabar de una manera digna de un poeta su elevada potencia como poeta y como prosista. Un desconocido escribió que la América literaria había perdido su cabeza más poderosa.
    Pero el corazón partido, el corazón desgarrado, el corazón traspasado por siete puñales, fue el de la señora Clemm. Edgar era a la vez su hijo y su hija. “¡Rudo destino —dice Willis, de quien tomo estos detalles casi textualmente—, rudo destino el que ella velaba y protegía! Porque Edgar A. Poe era un hombre embarazoso; aparte de que escribía con una fastidiosa dificultad y con un estilo demasiado por encima del nivel intelectual corriente para poderle pagar caro, estaba siempre atosigado por apuros monetarios, y con frecuencia él y su mujer enferma carecían de las cosas más precisas en la vida.” Un día, Willis vio entrar en su despacho a una mujer, vieja, dulce, seria. Era la señora Clemm. Buscaba trabajo para su querido Edgar. El biógrafo dice que se sintió hondamente emocionado no sólo por el elogio perfecto, por la exacta apreciación que hizo ella del talento de su hijo, sino también por todo su aspecto exterior, por su voz suave y triste, por sus maneras un poco anticuadas, pero bellas y nobles. “Y durante varios años —añade— hemos visto a esa infatigable servidora del genio, pobre y mal vestida, de diario en diario para vender unas veces un poema, otras un artículo, diciendo en ocasiones que estaba enfermo —única aplicación, única razón, invariable disculpa que ella daba cuando su hijo se hallaba atacado momentáneamente de una de esas esterilidades que conocen los escritores nerviosos—, sin permitir nunca que sus labios soltasen una palabra que pudiera ser interpretada como una duda, como una falta de confianza en el genio y en la voluntad de su bienamado.” Cuando su hija murió, ella se consagró al superviviente de la destrozada batalla con un ardor maternal acrecentado, vivió con él, le cuidó, le vigiló, defendiéndole contra la vida y contra él mismo. “En verdad —termina Willis con una elevada e imparcial razón—, si la abnegación de la mujer, nacida con un primer amor y mantenida por la pasión humana, glorifica y consagra su objeto, ¿qué no dice en favor del que le inspiró una abnegación como ésta, pura, desinteresada y santa como un centinela divino?” Los detractores de Poe hubieran debido, en efecto, darse cuenta de que hay seducciones tan poderosas, que no pueden ser sino virtudes.
    Es de imaginar lo terrible que fue la noticia para la desdichada mujer. Escribió una carta a Willis, de la cual son estas líneas:
    “He sabido esta mañana la muerte de mi bienamado Eddie… ¿Puede usted comunicarme algunos detalles, algunas circunstancias?… ¡Oh, no deje a su pobre amiga en esta amarga aflicción!… Dígale al señor X que venga a verme; tengo que participarle un encargo de mi pobre Eddie… No necesito rogarle que anuncie usted su muerte, y que hable bien de él. Sé que lo hará. Pero recalque usted bien el hijo afectuoso que era para mí, su pobre madre desolada…”
    Esta mujer se me aparece grande y más que noble. Herida por un golpe irreparable, sólo piensa en la reputación del que lo era todo para ella, y no basta para contestarle con decir que era un genio; es preciso que sepan que era un hombre recto y afectuoso. Es evidente que esa madre —antorcha y hogar encendidos por un rayo del más alto cielo— ha sido dada como ejemplo a nuestras razas, muy poco preocupadas de la abnegación, del heroísmo y de todo cuanto es más que el deber. ¿No era justo inscribir a la cabeza de las obras del poeta el nombre de la que fue el sol moral de su vida? Aromará en su gloria el nombre de la mujer cuya ternura sabía curar sus llagas, y cuya imagen volará sin cesar por encima del martirologio de la literatura. IIILa vida de Poe, sus costumbres, sus modales, su ser físico, todo lo que constituye el conjunto de su personalidad, se nos aparece como algo tenebroso y brillante a la vez. Su persona era singular, seductora, y, como sus obras, estaba marcada por un indefinible sello de melancolía. Por lo demás, él se hallaba notablemente dotado en todos los sentidos. De joven había demostrado una rara aptitud para todos los ejercicios físicos, y aun siendo pequeño de estatura, con pies y manos femeniles, mostrando todo su ser ese carácter de delicadeza femenina, era más que robusto y capaz de maravillosas pruebas de fuerza. En su juventud ganó una apuesta como nadador que supera la medida ordinaria de lo posible. Diríase que la Naturaleza da a aquellos de quienes quiere conseguir grandes cosas un temperamento enérgico, así como da una poderosa vitalidad a los árboles encargados de simbolizar el duelo y el dolor. Esos hombres, de apariencia a veces enfermiza, están forjados como atletas, son aptos para la orgía y para el trabajo, prontos a los excesos y capaces de asombrosas sobriedades.
    Hay algunos puntos relativos a Edgar A. Poe sobre los cuales existe un acuerdo unánime, como, por ejemplo, su elevada distinción natural, su elocuencia y su belleza, de la que, según dicen, se sentía un tanto vanidoso.
    Sus maneras, mezcla singular de altivez y de dulzura exquisita, estaban llenas de firmeza. Su fisonomía, sus andares, sus gestos, sus movimientos de cabeza, todo le señalaba, máxime en sus días buenos, como un ser elegido. Toda su persona respiraba una solemnidad penetrante. Estaba, en realidad, marcado por la Naturaleza, como esas figuras de viandantes que atraen la mirada del observador y preocupan su memoria. El propio pedante y agrio Griswold confiesa que, cuando fue a visitar a Poe y le encontró pálido y enfermo aún por la muerte y la enfermedad de su mujer, se sintió conmovido en alto grado no sólo por la perfección de sus modales, sino también por su fisonomía aristocrática, por la atmósfera perfumada de su habitación, muy modestamente amueblada. Griswold ignora que el poeta posee más que todos los otros hombres ese maravilloso privilegio, atribuido a la mujer parisiense y a la española, de saber adornarse con nada, y que Poe, enamorado de lo Bello en todas las cosas, hubiese encontrado el arte de transformar una choza en un palacio de nueva clase. ¿No ha escrito, con el talento más original y curioso, proyectos de mobiliarios, planos de casas de campo, de jardines y de reformas de paisajes?
    Existe una carta encantadora de la señora Frances Osgood, que fue una de las amigas de Poe, y que nos da sobre sus costumbres, sobre su persona y sobre su vida doméstica los más curiosos detalles. Esta dama, que era también un escritora distinguida, niega valientemente todos los vicios y todas las faltas achacados al poeta.
    “Con los hombres —dice a Griswold—, quizá fuese como usted le describe, y como hombre puede usted tener razón. Pero yo afirmo el hecho de que con las mujeres era muy distinto, y de que nunca ha habido mujer alguna que haya conocido a Mr. Poe que no haya experimentado hacia él un profundo interés. Siempre se me apareció como un modelo de elegancia, de distinción y de generosidad…
    ”La primera vez que nos vimos fue en Astor House. Willis me había dado en casa El cuervo, sobre el cual el autor, me dijo, deseaba conocer mi opinión. La música misteriosa y sobrenatural de ese poema extraño me penetró tan íntimamente, que, cuando supe que Poe deseaba serme presentado, experimenté un sentimiento singular que se asemejaba al espanto. Apareció él con su bella y orgullosa cabeza, sus ojos sombríos que lanzaban una luz elegida, una luz de sentimiento y de pensamiento; con sus maneras que eran una mezcla intraducible de altivez y de suavidad. Me saludó, tranquilo, serio, casi frío; pero bajo aquella frialdad vibraba una simpatía tan marcada, que no pude por menos de sentirme impresionada a fondo. A partir de aquel momento, hasta su muerte, fuimos amigos…, y sé que en sus últimas palabras tuve mi parte de recuerdo, y que él me dio, antes que su razón fuese derrocada de su trono de soberana, una prueba suprema de su fiel amistad.
    ”Era, sobre todo en su interior, a la vez sencillo y poético, donde el carácter de Edgar A. Poe se mostraba para mí bajo su mejor aspecto. Bromista, afectuoso, ingenioso; tan pronto dócil como indómito, lo mismo que un niño mimado, tenía siempre para su joven, dulce y adorada mujer, y para todos los que acudían, aun en medio de sus más fatigosas labores literarias, una palabra amable, una sonrisa benévola, atenciones graciosas y corteses. Se pasaba horas interminables ante su mesa, bajo el retrato de su Leonora, la amada y la muerta, siempre asiduo, siempre resignado y fijando con su admirable letra las brillantes fantasías que cruzaban su asombroso cerebro, sin cesar en alerta. Recuerdo haberle visto una mañana más alegre y jovial que de costumbre. Virginia, su dulce mujer, me había rogado que fuese a verlos, y me era imposible resistir sus ruegos… Le encontré trabajando en la serie de artículos que ha publicado bajo el título The Literature of New York. "Vea usted —me dijo, desplegando con una risa triunfal varios pequeños rollos de papel (escribía sobre tiras estrechas, sin duda para adaptar su copia a la justificación de los diarios)—; voy a mostrarle por la diferencia de tamaños los diversos grados de estimación que tengo por cada miembro de su especie literaria. En cada uno de estos papeles, uno de ustedes es vapuleado y discutido particularmente. ¡Ven aquí, Virginia, y ayúdame!" Y los desplegaron todos, uno por uno. Al final había uno que parecía interminable. Virginia, riendo, retrocedía hasta un extremo de la habitación, cogiéndolo por una punta, y su marido hacia otro rincón, con la otra punta. "¿Y quién es el afortunado —dije— que ha juzgado usted digno de esa inconmensurable ternura?" "¿Ustedes la oyen? ¡Como si su vanidoso corazoncito no le hubiese ya dicho que es ella!"
    “Cuando me vi obligada a viajar por motivos de salud, sostuve una correspondencia regular con Poe, obedeciendo en esto a las vivas instancias de su mujer, quien creía que podía yo tener sobre él una influencia y un ascendiente saludables… En cuanto al amor y a la confianza que existían entre su mujer y él, y que eran para mí un espectáculo delicioso, no podría hablar de ellos con la convicción y el calor suficientes. No menciono algunos pequeños episodios poéticos a los cuales le impulsó su temperamento novelesco. Creo que era la única mujer a quien él amó de verdad…”
    En las novelas cortas de Poe no hay nunca amor. Al menos, Ligeia, Eleonora, no son, hablando con propiedad, historias de amor, ya que la idea principal sobre la que gira la obra es otra por completo. Acaso él creía que la prosa no es lengua a la altura de ese singular y casi intraducible sentimiento; porque sus poesías, en cambio, están fuertemente saturadas de él. La divina pasión aparece en ellas, magnífica, estrellada, velada siempre por una irremediable melancolía. En sus artículos habla a veces del amor como de una cosa cuyo nombre hace temblar la pluma. En The Domain of Arnhaim afirmará que las cuatro condiciones elementales de la felicidad son: la vida al aire libre, el amor de una mujer, el desapego de toda ambición y la creación de una nueva Belleza. Lo que corrobora la idea de la señora Frances Osgood referente al aspecto caballeresco de Poe por las mujeres es que, pese a su prodigioso talento para lo grotesco y lo horrible, no haya en toda su obra un solo pasaje que se refiera a la lujuria, ni siquiera a los goces sensuales. Sus retratos de mujeres están, por decirlo así, aureolados; brillan en el seno de un vapor sobrenatural y están pintados con la manera enfática de un adorador. En cuanto a los pequeños episodios novelescos, ¿puede a uno extrañarle que un ser tan nervioso, cuya sed por lo Bello era quizá su rasgo principal, haya cultivado a veces, con un ardor apasionado, la galantería, esa flor volcánica, almizclada, para quien el cerebro vehemente de los poetas es un terreno predilecto?
    De su singular belleza personal, a la que se refieren varios biógrafos, el espíritu puede, creo yo, hacerse una idea aproximada recurriendo a todas las nociones vagas, características, contenidas en la palabra romántica, palabra que sirve generalmente para representar los géneros de belleza que consisten sobre todo en la expresión. Poe tenía una frente amplia, dominadora, en la que ciertas protuberancias revelaban las facultades desbordantes que están encargadas de representar —construcción, comparación, causalidad— y donde predominaban en un orgullo tranquilo el sentido de la idealidad, el sentido estético por excelencia. Sin embargo, pese a esos dones, o aun a causa de esos privilegios exorbitantes, aquella cabeza, vista de perfil, no presentaba tal vez un aspecto agradable. Como en todas las cosas excesivas por un sentido, un déficit podía originarse de la abundancia, una pobreza de la usurpación. Tenía unos ojos grandes, sombríos y luminosos a la vez, de un color incierto y tenebroso, tendiendo al violeta; la nariz, noble y sólida; la boca, fina y triste, aunque levemente sonriente; el cutis, moreno claro; el rostro, de ordinario, pálido; la fisonomía, un poco distraída e imperceptiblemente velada por una melancolía habitual.
    Su conversación era de las más notables y con un fondo sustancioso. No era eso que se llama un charlista presuntuoso —cosa horrible—, y, además, su palabra, como su pluma, tenía horror a lo convencional; pero una amplia cultura, un rico vocabulario, profundos estudios, impresiones recogidas en varios países, hacían de su palabra una enseñanza. Su elocuencia, esencialmente poética, llena de método y moviéndose, empero, fuera de todo método conocido, arsenal de imágenes sacadas de un mundo poco frecuentado por la mayoría de los espíritus; un arte prodigioso para deducir de una proposición evidente y en absoluto aceptable nociones secretas y nuevas, para abrir sorprendentes perspectivas; en una palabra, el don de extasiar, de hacer pensar, de hacer soñar, de arrancar las almas del fango de la rutina: tales cosas eran sus deslumbradoras facultades, de las que muchas personas han conservado recuerdo. Pero sucedía a veces —eso cuentan, al menos— que el poeta, complaciéndose en un capricho destructor, arrastraba de nuevo con brusquedad a sus amigos a la tierra por obra de un cinismo desconsolador y derrocaba, brutal, su obra, henchida de espiritualidad. Hay, por lo demás, que señalar una cosa: que era muy poco exigente en la elección de sus oyentes, y creo que el lector encontrará sin dificultad en la Historia otras inteligencias grandes y originales para quienes toda compañía era buena. Ciertos espíritus, solitarios en medio de la multitud, y que se nutren en el monólogo, prescinden de la delicadeza en materia de público. Es, en suma, una especie de fraternidad basada en el desprecio.
    De esa embriaguez —celebrada y reprochada con una insistencia que podría hacer creer que todos los escritores de los Estados Unidos, excepto Poe, son ángeles de sobriedad— hay que hablar, no obstante. Existen varias versiones plausibles, y ninguna excluye las otras. Ante todo, estoy obligado a hacer observar que Willis y la señora Osgood afirman que una cantidad muy pequeña de vino o de licor bastaba para perturbar por completo su organismo. Es, por cierto, fácil de suponer que un hombre tan verdaderamente solitario, tan profundamente desdichado, y que pudo considerar con frecuencia todo el sistema social como una paradoja y una impostura; un hombre que, acosado por un destino inexorable, repetía a menudo que la sociedad no implica más que un tropel de miserables (Griswold refiere esto tan escandalizado como un hombre que puede pensar lo mismo, pero que no lo dirá nunca); es natural, digo, suponer que ese poeta, muy infantil en los azares de la vida libre, con el cerebro cercado por un trabajo áspero y continuo, haya buscado algunas veces una voluptuosidad de olvido en las botellas. Rencores literarios, vértigos del infinito, dolores hogareños, insultos de la miseria.
    Poe huía de todo ello en la negrura, como de una tumba preparatoria, de la borrachera. Pero, por buena que parezca semejante explicación, no la encuentro lo bastante amplia, y desconfío de ella a causa de su deplorable simplicidad.
    He sabido que él no bebía como un ansioso, sino como un bárbaro, con una actividad y una economía de tiempo totalmente americanas, como si realizase una función homicida, como si tuviese algo en él que matar, a worm that would not die. Se cuenta, además, que un día, en el momento de volver a casarse (habían corrido las amonestaciones, y cuando le felicitaban por aquel enlace que le aportaba las más elevadas condiciones de felicidad y de bienestar, habría él dicho: “Es posible que hayan corrido las amonestaciones; pero fíjense bien en esto: ¡no me casaré!”), fue con una borrachera atroz a escandalizar en la vecindad de la que debía ser su mujer, recurriendo así a su vicio para librarse de un perjurio hacia la pobre muerta, cuya imagen vivía siempre en él y a quien había cantado a maravilla en su Annabel Lee. Considero, pues, en un gran número de casos el hecho infinitamente precioso de premeditación como es sabido y comprobado.
    Leo, por otra parte, en un largo artículo de Southern Literary Messenger —esa misma revista cuya fortuna había él iniciado— que jamás la pureza y la perfección de su estilo, jamás la claridad de su pensamiento y su ardor en el trabajo fueron alterados por esa terrible costumbre; que la confección de la mayoría de sus excelentes trozos precedió o siguió a alguna de sus crisis; que después de la publicación de Eureka se entregó lamentablemente a su inclinación, y que en Nueva York, la mañana misma en que aparecía El cuervo, cuando el nombre del poeta estaba en todas las bocas, él cruzaba Broadway tambaleándose de un modo bochornoso. Observen ustedes que las palabras precedido o seguido implican que la embriaguez podía servir de excitante lo mismo que de descanso.
    Ahora bien: es indudable que —parecidas a esas impresiones fugaces y chocantes, tanto más chocantes en sus reapariciones cuanto más fugaces son, que siguen a veces a un síntoma exterior, especie de advertencia como el sonido de una campana, una nota musical o un perfume olvidado, las cuales son también seguidas de un suceso análogo a otro suceso ya conocido y que ocupaba el mismo lugar en una cadena anteriormente revelada; semejantes a esos singulares sueños periódicos que se repiten cuando dormimos— existen en la borrachera no sólo encadenamientos de sueños, sino una serie de razonamientos que necesitan, para reproducirse, del medio que les ha dado origen. Si el lector me ha atendido sin repugnancia habrá adivinado ya mi conclusión: creo que en muchos casos —no en todos, ciertamente— la embriaguez de Poe era un medio mnemotécnico, un método de trabajo, método enérgico y mortal, pero apropiado a su naturaleza apasionada. El poeta había aprendido a beber, como un escritor escrupuloso se ejercita llenando cuadernos de notas. No podía resistir el deseo de hallar de nuevo las visiones maravillosas o aterradoras, las concepciones sutiles que había encontrado en una tempestad precedente: eran viejas amistades que le atraían, imperativas, y para reanudar su relación con ellas tomaba el camino más peligroso, pero el más directo. Una parte de lo que hoy produce nuestro goce es lo que le mató.
De las obras de ese singular genio poco tengo que decir; el público mostrará lo que de ellas piensa. Me sería difícil quizá, pero no imposible, esclarecer su método, explicar su procedimiento, sobre todo en la parte de sus obras cuyo principal efecto reside en un análisis bien manejado. Podría yo introducir al lector en los misterios de su fabricación, extenderme largamente sobre esa porción de genio americano que le hace regocijarse de una dificultad vencida, de un enigma explicado, de un tour de force realizado; que le impulsa a divertirse con una voluptuosidad infantil y casi perversa en el mundo de las probabilidades y de las conjeturas, y a crear mentiras a las cuales su arte sutil presta una vida verdadera. Nadie negará que Poe es un prestidigitador maravilloso, y sé que otorgaba sobre todo su estimación a otra parte de sus obras. Tengo que hacer algunas observaciones más importantes, muy breves, en suma.
    No es por sus milagros materiales, que le han dado, empero, su fama, por lo que él conquistará la admiración de las gentes que piensan, sino por su amor a lo Bello, por su conocimiento de las condiciones armónicas de la belleza, por su poesía profunda y gimiente, siquiera trabajada, transparente y correcta como una joya de cristal; por su admirable estilo, puro y singular —apretado como las mallas de una cota—, complaciente y minucioso —y cuya más ligera intención sirve para llevar suavemente al lector hacia un fin deseado—, y, en fin, sobre todo, por ese genio especialísimo, por ese temperamento único que le ha permitido pintar y explicar de una manera impecable, sorprendente, terrible, la excepción en el orden moral. Diderot, para escoger un ejemplo entre cientos, es un autor sanguíneo. Poe es el escritor de los nervios, e incluso de algo más, y el mejor que yo conozco.
    En él, toda entrada en materia es atrayente sin violencia, como un torbellino. Su solemnidad sorprende y mantiene el espíritu alerta. Percibe uno en seguida que se trata de algo serio. Y lentamente, poco a poco, se desenvuelve una historia cuyo interés todo se basa sobre una imperceptible desviación del intelecto, sobre una hipótesis audaz, sobre una dosificación imprudente de la Naturaleza en la amalgama de las facultades. El lector, apresado por el vértigo, se ve obligado a seguir al autor en sus atractivas deducciones.
    Ningún hombre, lo repito, ha contado con mayor magia las excepciones de la vida humana y de la Naturaleza, los ardores de curiosidad de la convalecencia, los finales de estación cargados de esplendores enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el viento del Sur ablanda y afloja los nervios como las cuerdas de un instrumento, en que los ojos se llenan de lágrimas que no provienen del corazón; la alucinación dejando lo primero sitio a la duda, y muy pronto convencida y razonadora como un libro; lo absurdo instalándose en la inteligencia y rigiéndola como una lógica espantosa, la histeria usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción asentada entre los nervios y el espíritu, y el hombre desacorde hasta el punto de expresar el dolor con la risa. Él analiza lo que hay de más fugaz, sopesa lo imponderable y describe en una forma minuciosa y científica, cuyos efectos son terribles, toda esa parte imaginaria que flota en torno al hombre nervioso y le hace acabar mal.
    El ardor mismo con que se arroja a lo grotesco por amor a lo grotesco, a lo horrible por amor a lo horrible, me sirve para comprobar la sinceridad de su obra y la unión del hombre con el poeta. He observado ya que en varios hombres ese ardor era con frecuencia el resultado de una amplia energía vital inocupada, a veces de una obstinada castidad y también de una profunda sensibilidad contenida. La voluptuosidad sobrenatural que el hombre puede experimentar viendo correr su propia sangre; los movimientos repentinos, violentos, inútiles; los fuertes gritos lanzados al aire, sin que el espíritu mande a la garganta, son fenómenos a situar en el mismo orden.
    En el seno de esta literatura en que el aire está enrarecido, el espíritu puede experimentar esa gran angustia, ese miedo pronto a las lágrimas y ese malestar del corazón que residen en los lugares inmensos y singulares. Pero la admiración es más fuerte, ¡y, además, el arte es tan grande! Los fondos y los accesorios son en ella apropiados al sentimiento de los personajes. Soledad de la Naturaleza o agitación de las ciudades, todo está descrito en ella nerviosa y fantásticamente. Como a nuestro Eugene Delacroix, que ha elevado su arte a la altura de la poesía grande, a Edgar A. Poe le complace agitar sus figuras sobre fondos violáceos y verdosos en que se revelan la fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta. La naturaleza que llaman inanimada participa de la naturaleza de los seres vivos, y, como ellos, se estremece con un temblor sobrenatural y galvánico. El espacio se ahonda por el opio; el opio da en él un sentido mágico a todos los tonos, y hace vibrar todos los ruidos con una sonoridad más significativa. A veces, lejanías magníficas, henchidas de luz y de color, se abren de repente en sus paisajes, y se ve aparecer en el fondo de sus horizontes ciudades orientales y arquitecturas vaporizadas por la distancia, donde el sol lanza lluvias de oro.
    Los personajes de Poe, o más bien el personaje de Poe —el hombre de facultades sobreagudizadas, el hombre de nervios relajados, el hombre cuya voluntad ardorosa y paciente lanza un reto a las dificultades, aquel cuya mirada se clava con la rigidez de una espada sobre objetos que se agrandan a medida que él los mira— es Poe mismo. Y sus mujeres, todas dolientes y luminosas, muriendo de males extraños y hablando con una voz que parece música, son él también, o, cuando menos, por sus raras aspiraciones, por su saber, por su melancolía incurable, participan mucho de la naturaleza de su creador. En cuanto a su mujer ideal, a su Titánida, se revela bajo diferentes retratos, esparcidos en sus poesías demasiado escasas, retratos, o, mejor, modos de sentir la belleza, que el temperamento del autor aproxima y confunde en una unidad vaga, pero sensible, en la que vive más delicadamente acaso que en otra parte ese amor insaciable de lo Bello, que es su gran título; es decir, el resumen de los títulos que él posee al efecto y al respeto de los poetas.
    Si tengo nueva ocasión, como espero, de hablar de este lírico, haré el análisis de sus opiniones filosóficas y literarias, así como, en general, de las obras cuya traducción completa tendría pocas probabilidades de éxito entre un público que prefiere con mucho la diversión y la emoción a la más importante verdad filosófica.
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jueves, 23 de agosto de 2012

EMILIO ZOLA

SOBRE LA NOVELA
Tomado del libro El naturalismo – Ediciones Laureano Bonet, 1973

El sentido de lo real

El más hermoso elogio que en otro tiempo se podía hacer de un novelista era decir «Tiene imaginación» En la actualidad, este elogio sería considerado como una crítica. Ocurre que todas las condiciones de la novela han cambiado. La imaginación ya no es la mayor cualidad del novelista.
Alexandre Dumas, Eugene Sue, tenían imaginación. En Notre-Dame de París, Victor Hugo imaginó unos personajes y una fábula del más vivo interés; en Mauprat, George Sand supo apasionar toda una generación por los amores imaginados de sus héroes. Pero nadie se ha decidido en conceder imaginación a Balzac y a Stendhal. Se ha hablado de sus poderosas facultades de observación y de análisis; son grandes porque han pintado su época y no porque hayan inventado cuentos. Ellos son los autores de esta evolución, a partir de sus obras la imaginación ha dejado de contar en la novela. Ved a nuestros grandes novelistas contemporáneos, Gustave Flaubert, Edmond y Jules de Goncourt, Alphonse Daudet: su talento no reside en lo que imaginan sino en que presentan a la naturaleza con intensidad.
Insisto sobre esta decadencia de la imaginación porque en ella veo la característica de la novela moderna. Mientras la novela fue una recreación del espíritu, una diversión a la que no se le pedía más que gracia e inspiración, se comprende que la gran cualidad fuera ante todo, una invención abundante. Incluso cuando llegaron la novela histórica y la novela de tesis, la imaginación reinaba con poderío para evocar los tiempos desaparecidos o para utilizar como argumentos a personajes construidos según las necesidades del alegato. Con la novela naturalista, la novela de observación y de análisis, las condiciones han cambiado rápidamente. El novelista todavía inventa; inventa un plan, un drama; pero esta invención es un trozo de drama, la primera historia que se le ocurre y que la vida cotidiana siempre le proporciona. Después, en la economía de la obra, ello tiene una importancia mínima. Los hechos están en ella sólo como desarrollos lógicos de los personajes. La gran cuestión consiste en poner en pie a criaturas vivas que interpreten la comedia humana con la mayor naturalidad posible delante de los lectores. Todos los esfuerzos del escritor tienden a esconder lo imaginario debajo de lo real.
Sería  un curioso estudio explicar cómo trabajan nuestros grandes novelistas contemporáneos. Plantean casi todas sus obras a partir de unas notas tomadas ampliamente. Cuando han estudiado con escrupuloso cuidado el terreno sobre el cual deben andar, cuando se han informado en todas las fuentes y tienen en sus manos los múltiples documentos que necesitan, entonces, y solamente entonces, se deciden qa escribir. El plan de la obra depende de estos documentos, pues sucede que los hechos se clasifican lógicamente, éste delante de aquél; se establece una simetría, la historia se compone de todas las informaciones recogidas, de todas las notas tomadas, unas dependientes de otras por el propio encadenamiento de la vida de los personajes, y el desenlace no es más que una consecuencia natural y forzada. En este trabajo se ve la poca importancia que tiene la imaginación. Estamos lejos, por ejemplo, de George Sand, quien, se dice, se ponía delante de un cuaderno de papel blanco y, partiendo de una idea primera, componía sin parar, confiando totalmente en su imaginación que le proporcionaba las páginas necesarias para hacer un volumen.
Uno de nuestros novelistas naturalistas quiere escribir una novela sobre el mundo teatral. Parte de esta idea general sin tener todavía ni un hecho, ni un personaje. Su primer trabajo consistirá en recoger en sus notas todo lo que pueda saber sobre este mundo que quiere describir. Ha conocido tal actor, ha asistido a tal representación. He aquí ya unos documentos, los mejores, los que han madurado en él. Después se pondrá en campaña, hará hablar a los hombres mejor informados en la materia, coleccionará las palabras, las historias, los retratos. Y esto no es todo: a continuación se dedicará a los documentos escritos, leerá todo lo que pueda serle útil. Por último, visitará los lugares, vivirá algunos días en un teatro para conocer todos sus rincones, pasará sus veladas en un camerino de actriz, se impregnará todo lo posible del medio ambiente. Y, una vez completados los documentos, su novela, como ya he dicho, se ordenará por sí misma. El novelista sólo tendrá que distribuir lógicamente los hechos. De todo cuanto ha oído se desprenderá el trozo de drama, la historia que necesita para levantar el armazón de sus capítulos. El interés ya no reside en la rareza de esta historia; por el contrario, cuanto más banal sea y cuanto más general, tanto más típica resultará. Hacer mover a unos personajes reales en un medio real, dar al lector un fragmento de la vida humana: en esto consiste toda la novela naturalista.
Puesto que la imaginación ya no es la más importante cualidad del novelista, ¿por qué cosa ha sido reemplazada? Siempre se necesita una cualidad principal. En la actualidad, la cualidad principal del novelista es el sentido de lo real. Y aquí es donde quería llegar.
El sentido de lo real consiste en sentir la naturaleza y en hacerla tal cual es. En principio, parece que todo el mundo tiene dos ojos para ver y que nada debe ser más común que el sentido de lo real. Y no obstante, nada es más rqaro. Los pintores lo saben muy bien. Poned a ciertos pintores delante de la naturaleza y ellos verán de la manera más barroca posible. Cada uno la captará con un color dominante; uno la verá en amarillo, otro en violeta, un tercero en verde. Se producen los mismos fenómenos cuando se trata de formas; uno, redondea los objetos, otro multiplica los ángulos. Cada ojo tiene una visión particular. Y hay ojos que no ven absolutamente nada. Sin duda tienen alguna lesión, el nervio que los une al cerebro sufre una parálisis que la ciencia todavía no ha podido determinar. Lo cierto es que, si bien pueden mirar como se agita la vida a su alrededor, nunca serán capaces de reproducir con exactitud una escena.
No quiero nombrar aquí a ningún novelista vivo, lo cual hace muy difícil mi demostración. Los ejemplos aclararían la cuestión. Pero todos podemos notar que ciertos novelistas siguen siendo provincianos, incluso después de haber vivido veinte años en París. Se distinguen en las descripciones de su región y en el momento en que abordan una escena parisiense empiezan a chapotear, no consiguen dar una impresión justa de un ambiente en el cual, no obstante, se encuentran desde hace años. Éste es un primer caso, una falta parcial del sentido de lo real. Sin duda, las impresiones de la infancia han sido más vivas, el ojo ha recordado los cuadros que primero le impresionaron; después, la parálisis se ha declarado y el ojo puede mirar París, pero no lo ve, no lo verá nunca.
El caso más frecuente es, por otra parte, el de la parálisis completa. ¡Cuántos novelistas creen ver la naturaleza y sólo la captan a través de todo tipo de deformaciones! Muy a menudo son de una buena fe absoluta. Se convencen de que lo han puesto todo en un cuadro, que la obra es definitiva y completa. Se parece a la convicción de que han amontonado los errores de colores y de formas. Su naturaleza es una monstruosidad que han empequeñecido o agrandado al querer corregir el cuadro. A pesar de sus esfuerzos, todo se deshace en matices falsos, todo grita y se desmorona. Quizá podrían escribir poemas épicos, pero nunca podrán enderezar una obra verdadera porque la lesión de sus ojos se opone a ello, porque, cuando no se tiene el sentido de lo real, no se puede adquirir.
Conozco a narradores encantadores, a fantasistas adorables, a poetas en prosa cuyos libros me gustan mucho. Éstos no pretenden escribir novelas y continúan siendo exquisitos al margen de lo verdadero. El sentido de lo real sólo es absolutamente necesario cuando se hacen descripciones de la vida. Así, pues, con el tipo de ideas que tenemos en la actualidad, nada puede reemplazar este sentido, ni un estilo apasionadamente trabajado, ni el vigor del trazo, ni las más meritorias tentativas. Si se quiere pintar la vida, hay que verla ante todo tal cual es y dar una impresión exacta. Si la impresión es barroca, si los cuadros están mal equilibrados, si la obra raya en la caricatura, ya sea épica o simplemente vulgar, es una obra nacida muerta, condenada a su rápido olvido. No está fuertemente asentada sobre la verdad, no tiene ninguna razón de ser.
Creo que en un escritor es muy fácil de constatar este sentido de lo real. Para mí, es una piedra de toque que decide todos mis juicios. Cuando he leído una novela, la condeno si el autor me parece falto de sentido de lo real; me es totalmente indiferente que esté en un pozo o en las estrellas, abajo o arriba. La verdad tiene un sonido sobre el cual no es posible equivocarse. Las frases, los párrafos, las páginas, el libro entero debe sonar a verdad. Se dirá que se necesitan aídos delicados. Se necesitan oídos justos, nada más. El propio público, que no puede vanagloriarse de una gran delicadeza de los sentidos, oye muy bien, no obstante, las obras que suenan a verdad. Va poco a poco hacia ellas, mientras que deja en silencio a las demás, a las obras falsas que suenan a error.
De la misma manera que antes se decía de un novelista «tiene imaginación», pido que se diga hoy: «tiene sentido de lo real». El elogio será mayor y más justo. El don de ver todavía es menos común que el don de crear.
Para darme a entender mejor, vuelvo sobre Balzac y Stendhal. Ambos son nuestros maestros. Pero confieso que no acepto todas sus obras con la devoción de un fiel que se inclina sin oposición. Solamente las considero verdaderamente grandes en los pasajes que tienen sentido de lo real.
No conozco nada más sorprendente que el análisis de los amores de Julián y de madame de Rénal, en Le Rouge et le Noir. Es preciso pensar en la época en que fue escrita, en pleno romanticismo, cuando los héroes se amaban con el más desmelenado lirismo. Y he aquí un muchacho y una mujer que, por fin, se aman como todo el mundo, tontamente, profundamente, con las caídas y los sobresaltos de la realidad. Se trata de una pintura superior. Daría por estas páginas todas aquellas en que Stendhal complica el carácter de Julián, se hunde en los dobles fondos diplomáticos que adoraba. En la actualidad, sólo es realmente grande porque osó, en siete u ocho escenas, aportar la nota real, la vida en lo que tiene de cierto.
Lo mismo digo para Balzac. Hay en él un durmiente desvelado, que a veces sueña y crea unas figuras curiosas, pero que ciertamente no engrandece al novelista. Confieso no sentir admiración por el autor de La femme de trente ans, por el inventor del tipo de Vautrin en la tercera parte de Illusions perdues y en Splendeur et misère des courtisanes. Esto es lo que yo llamo la fantasmagoría de Balzac. Tampoco me gusta el gran mundo que inventó de pies a cabeza y que hace sonreír, si se exceptúan algunos tipos soberbios barruntados por su talento. En una palabra, la imaginación de Balzac, esta imaginación desordenada que caía en todas las exageraciones y quería crear de nuevo el mundo, con unos planos extraordinarios, esta imaginación más que atraerme me irrita. Si el novelista no hubiera tenido más que imaginación, en la actualidad sólo sería un caso patológico y una curiosidad de nuestra literatura.
Pero afortunadamente Balzac tenía además el sentido de lo real, y el más desarrollado sentido de lo real que se pueda encontrar. Sus obras maestras lo atestiguan, esta maravillosa Cousine Bette, en la que el barón Hulot es de una verdad tan colosal, esta Eugénie Grandet que contiene toda la provincia en una fecha determinada de nuestra historia. Habría que citar todavía Le Père Gorrito, La Rabouilleuse, Le Cousin Pons, y tantas otras obras surgidas con tanbta vida de las entrañas de nuestra sociedad. En ellas reside la inmortal gloria de Balzac. Él fundó la novela contemporánea porque fue de los primeros en aportar y utilizar este sentido de lo real que le permitió evocar todo un mundo.
No obstante, no todo consiste en ver, es preciso ofrecer. Por ello, detrás del sentido de lo real está la personalidad del escritor. Un gran novelista debe tener el sentido de lo real y la expresión personal.
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martes, 21 de agosto de 2012

FRIEDRICH NIETZSCHE

Así habló Zaratustra

Primera Parte
DE LAS TRES TRANSFORMACIONES

Voy a hablaros de las tres transformaciones del espíritu: de cómo el espíritu se transforma en camello, el camello en león, y finalmente el león en niño.
Muchas cargas soporta el espíritu cuando está poseído de reverencia, el espíritu vigoroso y sufrido. Su fortaleza pide que se le cargue con los pesos más formidables.
¿Qué es lo más pesado?, se pregunta el espíritu sufrido. Y se arrodilla, como el camello, en espera de que le carguen.
¿Qué es lo más pesado, oh héroes?, se pregunta el espíritu sufrido para cargar con ello, y que le regocije su fortaleza.
Lo más pesado, ¿no es arrodillarse, para humillar la soberbia? ¿Hacer que la locura resplandezca, para burlarse de la propia sabiduría?
¿O bien separarse de los suyos, cuando todos celebran la victoria? ¿O escalar las elevadas montañas, para tentar al tentador?
¿O acaso alimentarse de las bellotas y los yerbajos del conocimiento, y padecer hambre en el alma por amor a la verdad?  ¿O acaso estar enfermo y mandar a paseo a quienes intentan consolarnos, para trabar amistad con los sordos, con aquellos que jamas oyen lo que uno desea?
¿O tal vez zambullirse bajo el agua sucia, cuando es ésta el agua de la verdad, sin apartar de si las frias ranas y los calientes sapos? ¿O tal vez amar a quienes nos desprecian, y tender la mano a cuantos fantasmas se proponen asustarnos?
Todas esas pesadísimas cargas toma sobre si el espíritu sufrido; a semejanza del camello, que camina cansado por el desierto, así marcha él hacia su desierto. Pero en lo más solitario de ese desierto se opera la segunda transformación: en león se transforma el espíritu, que quiere conquistar su propia libertad, y ser señor de su propio desierto.
Aqui busca a su último señor: quiere ser amigo de su señor y su Dios, a fin de luchar victorioso contra el dragón.
¿Cuál es ese gran dragón a quien el espíritu no quiere seguir llamando señor o Dios? Ese gran dragón no es otro que el  tu debes . Frente al mismo, el espíritu del león dice: yo quiero.
El tu debes, le sale al paso como un animal escamoso y refulgente en oro, y en cada una de sus escamas  brilla con letras doradas el  tú debes. Milenarios valores brillan en esas escamas, y el más prepotente de todos los dragones habló así: Todos los valores de las cosas brillan en mi. Todos los valores han sido ya creados. Yo soy todos los valores. Por ello, ¿no debe seguir habiendo un "yo quiero". Asi habló aquel dragón. 
Hermanos míos ¿para qué es necesario en el espirítu un león así? ¿No basta acaso con el animal sufrido, que es respetuoso, y a todo renuncia?
Crear valores nuevos no es cosa que este tampoco al alcánce del león. Pero si lo está el propiciarse libertad para creaciones nuevas.
Para crearse libertad, y oponer un sagrado no al deber - para eso hace falta el león.
Crearse el derecho a valores nuevos, ésa es la más tremenda conquista para el espíritu sufrido y reverente. En verdad,  para él eso equivale a una rapiña, a algo propio de animales de presa.
Como su cosa más santa, el espíritu amó en su tiempo al tu debes. Hasta en lo más santo tiene ahora que encontrar ilusión y capricho, para robar el quedar libre de su amor: para ese robo es necesario el león.
Mas ahora decidme, hermanos míos: ¿que es capaz de hacer el niño, que ni siquiera el león haya podido hacer? ¿Para qué, pues, habria de convertirse en niño el león carnicero?
Si, hermanos mios, para el juego divino del crear se necesita un santo decir si: el espíritu lucha ahora por su voluntad propia, el que se retiró del mundo conquista ahora su mundo.
Tres transformaciones del espíritu os he mencionado: os he mostrado cómo el espíritu se transforma en camello, luego el camello en león, y finalmente el león en niño.
Así habló Zarathustra.
Y entonces residía en la ciudad llamada la Vaca Multicolor
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lunes, 20 de agosto de 2012

MARIO DE MICHELI

La lección cubista

Ciencia y arte

La polémica contra el impresionismo no la desarrolló solamente aquella corriente figurativa del sentimiento que va con todos sus percances contrastantes, del expresionismo al surrealismo, se desarrolló también en el seno de otras tendencias que no rechazaban, en sus presuposiciones, el cietificismo en el cual el impresionismo había demostrado creer. Es éste, el caso del cubismo.
El hecho es que algo había cambiado profundamente también en la interpretación de las ciencias. Los cubistas reprochaban a los pintores del impresionismo porque dependían sólo de la retina y nunca del cerebro. En este reproche se manifestaba la condena del primer positivismo ingenuo y elemental y, al propio tiempo, la exigencia de una verdad científica superior; no se trataba de registrar simplemente los datos visuales, sino también su organización, en una síntesis intelectual que descubriese y seleccionase los más esenciales.
Era esa época en la que se difundían en Europa las teorías empiriocríticas y fenomenológicas; en Francia, Boutroux empezaba a defender la interpretación subjetiva de las leyes de la naturaleza y Bergson formulaba su teoría sobre la duración y la simultaneidad: el idealismo y el espiritualismo vuelven a aparecer, pues, como un serio elemento de crítica a las concepciones fundamentales del positivismo. Es lícito preguntarse si en el nacimiento del cubismo han tenido alguna influencia estas nuevas ideas y en general todas las instituciones de aquella época, ligadas a las últimas búsquedas en el campo de las matemáticas y la geometría.
Si estudiamos los escritos y los testimonios de los artistas cubistas y de sus primeros críticos, no podemos dejar de constatar que esa influencia existió, aunque se trataba, en general, solamente de estímulos y sugestiones.
En Pintores cubistas, considerado como el manifiesto del movimiento, Apollinaire afirmaba en 1913 que «la geometría es a las artes plásticas lo que la gramática es al arte de escribir» Y en seguida añadía: «Hoy los científicos ya no se atienen a las tres dimensiones de la geometría euclidiana. Los pintores han sido levados natural y, por decirlo así, intuitivamente, a preocuparse de aquellas nuevas medidas posibles del espacio que se indican brevemente en su conjunto, en lenguaje figurativo de los modernos con el término de cuarta dimensión. Tal como ella se ofrece al espíritu, desde el punto de vista plástico, la cuarta dimensión sería sería engendrada por las tres dimensiones conocidas: representa la inmensidad del espacio que se eterniza en todas las dimensiones de un movimiento determinado. Es el espacio mismo, la dimensión de lo infinito, que da plasticidad a los objetos».
Afirmaciones análogas pueden leerse en el libro de Gleizes y Metzinger, escrito un año antes que los Pintores cubistas de Apollinaire: «Si se quiere relacionar el espacio de los pintores con el de la geometría, es necesario referirse a los científicos no euclidianos, y estudiar con cierta extensión algunos teoremas de Riemann».
Aparte el constante lenguaje aproximado de todos los textos teóricos del cubismo sobre cuestiones científicas o matemáticas –lo cual es natural-, lo que resulta claro es su tendencia a superar de una manera subjetiva la objetividad. Ese subjetivismo es, sin embargo, de una naturaleza muy distinta a la del expresionismo o del surrealismo, que tienen un origen emotivo o psicológico: es un subjetivismo de naturaleza mental.  «En su intento de alcanzar lo eterno –escribe Gleizes- el cubismo despoja siempre las formas de su realidad transitoria, de lo pintoresco, y las coloca en su pureza geométrica, las equilibra en su verdad matemática» Despojar la objetividad de sus elementos impuros constituye el inicio de la operación que llevará al abstraccionismo. Obsérvese bien: no al abstraccionismo del primer Kandinsky, caracterizado por los impulsos místicos, sino al abstraccionismo rígido, neto, «racionalista», que tendrá su representante más coherente en Mondrian.
Sin saberlo, George Surat fue el padre de esa actitud del artista hacia la realidad. Alrededor de 1880, Seurat había meditado sobre la primera experiencia impresionista y había llegado a las conclusiones del divisionismo. Los impresionistas habían tratado de liberarse de las preocupaciones literarias del siglo XIX para llegar a enunciar sus impresiones de la naturaleza de manera inmediata, veloz, «objetiva», sin las interferencias de una elaboración intelectual. Era, por lo menos teóricamente, la práctica pura del naturalismo. Seurat había querido llevar esta experiencia hasta sus últimas consecuencias, depurándola de lo que le parecía todavía como provisional e incierto. Sus estudios científicos eran, precisamente, un intento de dar un fundamento seguro al impresionismo.
Según Seurat, que lo había aprendido de los textos científicos de Helmhotlz y Maxwell, lo que impresiona la retina y lo que compone el juego cromático de la naturaleza son los contrastes: contrastes de tono, de tinta, de línea. Si tenemos un objeto de un color gris claro, el objeto parecerá más oscuro en los bordes; el fondo aparecerá tanto más claro mientras más cerca esté de los bordes del propio objeto. Este es un ejemplo de contrastes de tonos. Si, en cambio el objeto es verde y el fondo blanco, entonces el fondo aparecerá rosado en los bordes del objeto: este matiz rosado, que no existe de por sí y que sin embargo el ojo ve, es el resultado de la presencia del objeto verde, ya que el rojo es el color complementario del verde. Este es un ejemplo del contraste de tintas. De este modo, y puesto que cualquier tinta posee una gama de tonos que va del más oscuro, casi negro, al más claro, casi blanco, y puesto que cada tinta reclama siempre su propio color complementario, el contraste de los tonos y el contraste simultáneo entre las tintas, constituyen el elemento de la variedad crmática infinita de la naturaleza, la cual se dispone de acuerdo con el contraste de las líneas en relación con el horizonte.
Para Seurat, el arte es la armonía de todos estos elementos que vibran a la luz. Ahora bien, esta vibración de los colores-luz, todos estos valores, se perdían en su gran parte en la pincelada de los impresionistas, puesto que el pintor impresionista siempre acaba por amalgamarlos en la propia pasta cromática.
Para evitarlo había que encontrar, pues, otra técnica; éste fue el origen del divisionismo. El artista debía pintar según las leyes científicas de los contrastes simultáneos; por consiguiente, no debía mezclar los colores, sino acercarlos unos a otros en la pureza de su descomposición. El propio ojo crearía después la síntesis, al mirar el cuadro, del mismo modo que la crea al mirar la realidad. El resultado debía ser un sentido de luminosidad intensa, vibrante, tal como existe solamente en la naturaleza.
Seurat falleció en 1891, a los treinta y dos años; pero antes de morir terminó una serie de cuadros realizados con esta nueva técnica. Entre ellos había Un dimanche a la Grand Jatte y Le Chabu. ¿Coincidían sus conclusiones con las premisas de las cuales había partido?  Si examinamos sus telas, la respuesta sólo puede ser negativa. Seurat había partido de la exigencia del objetivismo de los impresionistas, quienes defendían la primacía de la mirada sobre el pensamiento, y se había entregado más al temperamento que a la reflexión, había llegado así a una pintura absolutamente controlada, totalmente filtrada por la inteligencia, dominada por la regla, ordenada en el contraste geométrico de las líneas que definen los volúmenes de los cuerpos y siguen los límites de los contrastes de tonos y tintas. En suma, había llegado a un resultado opuesto al que le había servido de punto de partida, renegando del dato primitivo de la impresión a favor de una medida intelectual pura.
En su obra sobre el neoimpresionismo, Paul Signac, discípulo de Seurat, cita oportunamente a Félix Féneon, quien afirma que los cuadros divisionistas no son estudios ni telas de caballete, sino «el ejemplo de un arte de gran desarrollo decorativo que sacrifica la anécdota al arabesco, la nomenclatura a la síntesis, lo aleatorio, lo permanente, y confiere a la naturaleza, cansada de su realidad precaria, una realidad auténtica» En esta definición está anunciado claramente el cubismo. Para el pintor cubista «la verdad está más allá del realismo» y el artista «consigue captarla solamente a través de la estructura interior» de las cosas. Este pensamiento es de Cleize y Metzinger y se relaciona directamente con lo que ya hemos dicho. Que el cubismo procede del neoimpresionismo de Seurat es evidente. Pero, por lo menos en cuanto a este aspecto teórico, se pueden indicar también otros antecedentes, como el de Paul Sérusier, por ejemplo: el viejo nabi había hablado agudamente acerca de la necesidad de una generación geométrica de la realidad mucho antes de escribir.

Cézanne y el problema de la forma

Lo que hemos dicho hasta aquí sólo sirve para puntualizar una dirección particular del cubismo, cuyo fundador puede considerarse específicamente Seurat: o sea, la orientación que tiende a superar la realidad sustituyéndola con un orden abstracto. Pero existe todavía otro aspecto más del cubismo que no es menos importante y que, en sus consecuencias, elige una orientación distinta. Es el aspecto que se puede relacionar con Cézanne; los que mejor desarrollan sus premisas son Picasso, Braque, Leger, cada uno con su propio mundo poético y sus propios modos figurativos.
En los inicios del movimiento es difícil diferenciar entre esos dos aspectos del cubismo, puesto que se sobreponen; pero en el desarrollo posterior a los primeros años, esas dos inclinaciones se manifiestan siempre más claramente, hasta proclamarse con gran evidencia cuando al trabajo común de búsqueda del grupo cubista se sustituye la etapa de investigación de cada uno de los artistas. Este segundo aspecto del cubismo es el que no pierde el contacto con la objetividad, es un cubismo mucho menos teórico y mucho más abierto a las emociones directas del mundo real.
Las razones que explican el interés de los cubistas por la obra de Cézanne son varias; pero la principal se debe ciertamente al intento cezanniano de limitar el probabilismo de la pintura impresionista. Lo que los cubistas reprochaban vivamente a los pintores impresionistas era su falta de rigor, de coherencia estilística y, sobre todo, su amor por lo episódico. Apollinaire, en una presentación escrita en 1908 para una exposición personal de Braque, hablaba del período del impresionismo como de «una época de ignorancia y frenesí». Picasso, en una exposición de impresionistas, precisamente en aquellos años, parece que exclamó, después de haber mirado a su alrededor: «Aquí se ve que llueve, se ve que brilla el sol, pero nunca se ve la pintura». Cézanne era el artista que había tratado de poner reparo a la situación de fragilidad, de improvisación, de crónica, en la cual la pintura había caído. Por esta razón desde sus primeras pruebas, los cubistas ya habían empezado a concentrar su atención en Cézanne. Algunos años más tarde, Leger confesaba: «a veces me pregunto qué cosa sería la pintura actual sin Cézanne. Durante un largo período he trabajado alrededor de su obra. Cézanne me enseñó el amor por las formas y los volúmenes e hizo que me concentrara sobre el dibujo. He tenido entonces el presentimiento de que ese dibujo debía ser rígido y no sentimental»
Lento, obstinado, Cézanne había tratado de superar lo «provisional» de los impresionistas con una pintura concreta, sólida, definida, y lo había conseguido. En los cuadros impresionistas la luz centelleaba y envolvía todas las cosas, confundiéndolas en un único respiro brillante: la luz vivía absorbida por los objetos, transformada ella misma en forma, junto con el color. Cézanne había rechazado la impresión, para poder llegar a una comprensión más profunda de la realidad. En medio de la dispersión de una cultura, de la que él mismo formaba parte, había tratado de construir algo que fuese firme, consistente, algo que no se hiciese añicos. Habíase reducido ya el mundo de la historia y de los sentimientos; y era muy distinto al de Van Gogh; pero mientras en Van Gogh la explosión de los sentimientos había sido lo más importante, Cézanne había reprimido sus sentimientos, los había encerrado en una delimitación formal.
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domingo, 19 de agosto de 2012

EUGENE O'NEILL

O’Neill y el teatro contemporáneo
Tomado del libro del mismo nombre, editorial Sudamericana, 1961
Por León Mirlas

1 – Mundo y espíritu del teatro de O’Neill

Pocos artistas han sabido recrear mejor la miseria de la vida cotidiana para envolverla en una atmósfera de sugestión y de lirismo que Eugene O’Neill. En todo el panorama del teatro contemporáneo, difícilmente podrá hallarse a un escritor más puro, más austero. O’Neill es un creador que se exige a sí mismo esfuerzos inauditos, un poeta que trabaja con el mismo rigor, con verdadero ascetismo. Sus obras no siempre están logradas, pero jamás les falta una noble aspiración de vuelo. Si en un drama hay autenticidad, es porque se manifiesta fiel a sí mismo; si hay humanidad, es porque jamás bastardea a sus personajes. Autenticidad y humanidad: he aquí los dos polos entre los cuales oscila su poder creador.
O’Neill ha construido todo un mundo, un mundo propio, donde los seres son recogidos por las leyes de la necesidad. Todos sus personajes son como son no porque lo haya querido el autor, sino porque la vida es así, perversa y terrible, llena de anormalidades y contradicciones, caótica y carente de equilibrio, de orden y de lógica. Y esa vigorosa belleza de la verdad, esa sucia y desgreñada belleza de lo que es irremediablemente como es y que presenta en absurda promiscuidad la debilidad de la fuerza, lo delicado y lo tosco, lo respetable y lo humillante, lo puro y lo repulsivo, esa intensidad de la vida que se presenta tal como es, desnuda, con la candorosa desnudez de quien conoce la vergüenza, es lo que atrae y apasiona a O’Neill.
Por eso, porque ama la verdad y cree en su fuerza catártica, O’Neill es un trágico. Tiene como pocos el sentido esquiliano de la vida y sólo escribe ocasionalmente una comedia riente –“Ah, soledad”- o una sátira –“Los millones de Marco Polo”- que iluminan como un relámpago risueño su mundo sombrío y lacerarte. Para él, la vida es un espectáculo amargo e intensamente dramático en que es forzoso aceptarlo todo, recibir todas las cartas: tal es la regla del juego. El amor, el odio, la codicia, la lucha constante del demonio con el ángel, apenas son en su teatro los elementos de una misma concepción patética del mundo. Por momentos, entre sus meandros sombríos, entre sus sinuosidades siniestras, se eleva el canto de una voz pura, se percibe el acento de la esperanza; pero esto es un espejismos. La mayoría de sus personajes son unos malditos, que sólo pueden hallar una solución en el regreso a la tierra –como cuando Sibila, en “El Gran Dios Brown”, arropa al hombre innominado, Anthony Brown, para el último viaje- o en el nirvana de una taberna donde se ha detenido el tiempo o en la jaula de un gorila.
O’Neill ama a sus agonistas y se compadece de ellos: lo mismo cuando se trata del mediocre Billy Brown que del apasionado Dion Amthony, del burdamentente práctico Marco Polo que del soñador Robert Mayo. No tiene predilección por los santos, los puros, los hermosos: casi diríamos que prefiere a los seres desdichados, a los míseros, hasta a los canallescos, porque sabe que necesitan más amor, que están degradados o son viles porque alguna vez les hizo falta amor y no lo tuvieron.
Aunque O’Neill no aparece ni se advierte cuando mueve los hilos de la trama, cumple con lo preceptuado por Flaubert para el verdadero artista: “El artista, como Dios, debe estar en todas partes y no aparecer en ninguna”. Por eso, el acto de presencia del dramaturgo se realiza indirectamente: su espíritu vive en todos y cada uno de sus personajes. Así como en la tragedia ática, por ser antitrágicos los personajes humanos, detrás de la máscara de cada comediante se ocultaba el dios, así, también detrás de las máscaras de los personajes de O’Neill, de sus rostros psicológicos, se adivina siempre, agazapado, al hombre dionisíaco que se llama Eugene O’Neill, el dionisíaco enfrenado y contenido frente al misterio del trasmundo, al miedo metafísico que domina a Brown y derrota a Jones y al cual procura vencer Lázaro.
¿Qué mundo es este que ha creado el autor de “El mono velludo”? ¿Qué ámbito inmenso es el que ha llenado de voces y desgarramientos y figuras patéticas y simbólicas? Es, ya lo dijimos, el mundo de la necesidad, el mundo tal como es. Pero O’Neill llevaba en sí todo el amargo fatalismo de la vida, toda su inevitable crueldad y halló su espejo en el mundo, tan esquiliano y fatal como su propia alma. Y entonces se confundió con él, se lo apropió, lo trasvasó a sus dramas. Feliz encuentro de O’Neill con este universo suyo, dolorosos, fuerte, trepidante, intenso: rara y feliz simbiosis de la cual surgen la identificación total del artista con el fracaso y el dolor ajenos, con el drama de la especie.
En el mundo de O’Neill nadie obra libremente, guiado por el mero capricho de su voluntad. El concepto de la libertad, que es una obsesionante pesadilla intelectual en el teatro de Sartre y de Camus, desaparece aquí totalmente. Los personajes de O’Neill están predeterminados, su futuro es irrevocable, no pueden especular siquiera con la idea de la libertad. Desde que aparece en escena Yank, puede preverse que lo destruirá su propio impulso ingobernable, que se despeñará en alguna parte como toda fuerza ciega: O’Neill lo hace terminar en la jaula del Gorila, un abismo como cualquier otro; desde que la Nina Leeds de “Extraño interludio” empieza a pregonar sus apetitos y sus sueños, se adivina que está condenada a ser una insatisfecha y que sólo podrá envejecer apaciblemente junto a Marsden, el indiferenciado sexual; Brutus Jones no saldrá jamás de la selva ni podrá evadirse de sus obsesiones; Jim Harris será siempre la máscara del negro para Ella Downey; Robert Mayo nunca llegará más allá del horizonte; Dion Anthony está predestinado a sucumbir bajo el peso de sus sueños y Billy Brown a envidiar su vitalidad creadora; Marco Polo perseguirá siempre al oro como Soanes Forsyte de Galsworthy, sin ver a su lado a la Belleza.
Desde luego, no se trata de un determinismo impuesto, forzado, como el que suele gobernar los destinos en el teatro de Lenormand –“El tiempo es un sueño”, “El hombre y sus fantasmas”- ya que deriva de la línea psicológica de los personajes. Yank concluye como concluye porque es la fuerza irresponsable: Jones, al entrar a la selva, está signado por la muerte porque es, en el fondo, una fuerza natural y volverá a sus orígenes y a las fuentes y raíces de su vida al enfrentarse con la naturaleza y entonces subirán por su sangre todos los clamores de su ancestro; Eben está perdido apenas ve a Abbie porque él es como es y ella es como es. El dramaturgo se limita a reconocer lo que contienen potencialmente sus personajes y los abandona a su destino. En las piezas de Lenormand que hemos mencionado se advierte al autor empujando a sus entes hacia el desenlace inevitable y de rigurosa causalidad, para demostrar prácticamente la viabilidad de alguna teoría de Freud, de Marañón o del propio Lenormand. A O’Neill eso le parece superfluo, ya que los seres humanos, para él, llevan latente una desarmonía con el medio o un desequilibrio psíquico y basta con que el dramaturgo dé vida a sus personajes y los deje obrar. La tragedia será inevitable y llegarán a las últimas consecuencias de sus actos.
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sábado, 18 de agosto de 2012

ROBERT DESNOS

Poeta, periodista y cineasta francés, nacido en París en 1900, y fallecido en el campo de concentración de Terezin (Checoslovaquia) en 1945. Por el conjunto de su producción poética, que partió desde el surrealismo y la escritura automática para evolucionar hacia unas formas de corte clásico, está considerado como una de los grandes renovadores de la lírica francesa contemporánea y, sin duda, uno de los poetas mayores del siglo XX.

Irrumpió en el panorama literario francés a los diecinueve años de edad, cuando dio a la imprenta su primer poemario, titulado Prospectus (1919), opera prima que, anclada en los postulados dadaístas y bajo la clara influencia de Apollinaire, mostraba el buen hacer de un joven poeta que, desde el principio, se presentaba como un gran dominador del ritmo y de la forma. Sin embargo, su nombre no empezó a sonar con fuerza en los cenáculos literarios franceses (a la sazón, dominados por el surrealismo) hasta su regreso del servicio militar, cuando Robert Desnos comenzó a publicar sus primeras composiciones en la revista Littérature. Fue entonces cuando empezó a descollar por su extraordinaria capacidad simbiótica, versada en combinar, desde la escritura automática y los relatos oníricos, los temas y motivos más sugerentes de la antigüedad (como los de la mitología clásica) con otros ingredientes rigurosamente novedosos (como las técnicas y los personajes de los dibujos animados).

Interesado en la experimentación onírica propuesta por René Crevel (la inducción del sueño por hipnosis) y, en general, en los postulados estéticos de Marcel Duchamp (a quien consideraba su guía y mentor durante los primeros pasos de su andadura creativa), enseguida descolló como uno de los "durmientes" más inspirados, sobre todo cuando centró sus ensayos experimentales en la figura de la paronomasia (así, verbigracia, en su famosa obra titulada "Rose Sélavy", escrita entre 1922 y 1923). Así, pronto se convirtió Desnos en uno de los mejores exponentes de la estética surrealista, y uno de sus poemas (el titulado "A la misteriosa") se constituyó en modelo y paradigma del tratamiento de la imagen poética propuesto por esta corriente.

Por aquellos años, Robert Desnos pasó del cultivo del relato onírico a ampliar el alcance de su prosa con algunas obras como Duelo por duelo (1924) y La libertad o el amor (1927), en las que la prosa poética se pone al servicio del dictado psíquico procedente del mundo de los sueños. No obstante, en la última obra citada puede apreciarse ya un cierto alejamiento del surrealismo -manifiesto en una clara exaltación del cubismo- que preludia el rechazo que Desnos iba a empezar a mostrar hacia aquella estética a partir de los años treinta.

En efecto, aunque en 1930 recogió en una recopilación poética, titulada Corps et biens (Cuerpos y bienes), todas sus composiciones del período anterior, al mismo tiempo se dejó llevar por su talante individualista y libertario para escapar de los férreos dictados proclamados por los grandes santones del surrealismo y, no contento con ello, para llegar a encabezar un manifiesto colectivo publicado contra André Breton. A partir de entonces, dejó durante algún tiempo el cultivo tradicional de la literatura para acercarse al mundo del cine (en el que ya había entrado en 1927, en calidad de productor -junto con el fotógrafo estadounidense Man Ray- de la película L'etoile de mer) y del periodismo (sobre todo, el radiofónico, para el que escribió algunos poemas como "La endecha de los fantasmas", de 1933). Publicó entonces numerosos artículos y trabajos centrados en el cine, textos que le llevaron a convertirse en una de las grandes autoridades de esta disciplina artística entre los intelectuales de su tiempo. En 1966, la revista Cinéma reunió en una misma publicación todos los escritos dedicados por Robert Desnos al Séptimo Arte.

A mediados de la década de los años treinta, el poeta parisino se implicó directamente en la lucha contra los movimientos fascistas que se habían implantado en diferentes zonas del continente europeo. Militó primero en el Frente Popular Antifascista (militancia que quedó plasmada en Las puertas batientes, de 1936), y posteriormente en la Resistencia francesa contra el dominio nazi, que le inspiró un nuevo tono poético manifiesto en Le veilleur du Pont-au-Change (1944) y Choix de poèmes (1946). Unos años antes había vuelto a los anaqueles de las librerías con un novedoso poemario, Fortunes (1942), en el que, desde un clasicismo formal extremo, desdeñaba las exageraciones vanguardistas comparándolas con los balbuceos propios de cualquier proceso de aprendizaje, teoría que salía a relucir constantemente en sus conversaciones con Éluard: "Creo cada vez más que la escritura y el lenguaje automáticos no son más que los estados elementales de la iniciación poética”. Por aquellos años, su referente estético más inmediato estaba en el estilo de Louis-Ferdinand Céline.

Movilizado desde 1939, durante la mencionada ocupación nazi escribió bajo distintos pseudónimos en las revistas clandestinas de su amigo Paul Éluard (Europa y El honor de los poetas), y se sirvió del argot usado entre los miembros secretos de la Resistencia para componer algunas piezas en las que tomaba parte en contra del régimen colaboracionista de Vichy. En 1944 fue hecho prisionero y deportado al campo de concentración de Terezin, en Checoslovaquia, donde perdió la vida un día antes de que las tropas norteamericanas llegaran al recinto y dieran libertad a todos los apresados.

Al margen de la veta surrealista ya aludida a la hora de hacer referencia a sus primeros escritos, el resto de la producción poética de Robert Desnos se caracteriza por recuperar, por un lado, ese filón modernista que dejara abierto Guillaume Apollinaire; y, por otro lado, por la presencia de grandes dosis de humor, frescura e imaginación que vienen a poner un contrapunto de esperanza dentro del desasosiego causado por las miserias de la condición humana y las tragedias derivadas de la confrontación bélica.

Tomado de mcnbiografias.com
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La Idea Fija

Te traigo una pequeña alga que se revolvía
en la espuma del mar, y este peine.
Pero tus cabellos están mejor trenzados
que las nubes con el viento con los rubores celestes
y están de tal manera estremecidos de vida y de sollozos
que al retorcerse a veces entre mis manos
mueren junto a las olas y los arrecifes de la orilla
con tanta abundancia que hará falta mucho tiempo
para ya no esperar los perfumes y su huida
con la noche durante la que este peine marca sin moverse
las estrellas sepultadas en su rápido y sedoso curso
atravesado por mis dedos que solicitan aún a su raíz
la caricia húmeda de un mar más peligroso
que aquél donde esta alga fue recogida
entre la espuma dispersa de una tempestad.

Una estrella que muere se parece a tus labios
que azulean como el vino derramado sobre el mantel
Transcurre un instante con hondura de mina
La antracita se queja sordamente
y cae en copos sobre la ciudad
Hace frío en el callejón sin salida donde te conocí
Un número olvidado en una casa en ruinas
creo que el número 4
Te reencontraré dentro de pocos días
cerca de esa maceta de flores estrelladas
Las minas roncan sordamente
Los techos están cubiertos de antracita

Este peine en tus cabellos parece el fin del mundo
El humo el ave ancestral y al arrendajo
allá se acabaron las rosas y las esmeraldas
las piedras preciosas y las flores
La tierra se desmorona y se estrella
con el ruido de una plancha sobre el nácar
pero tus cabellos tan bien trenzados
tienen la forma de una mano

Versión de Jorge Fernández

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Como Una Mano

Como una mano que en el instante de la muerte y del naufragio
se levanta al modo de los rayos del sol poniente, así surgen
por todas partes tus miradas.
Quizá ya no haya tiempo, ya no haya tiempo para verme,
Pero la hoja que cae y la rueda que gira te dirán que nada
perdura en la tierra,
Salvo el amor,
Y de esto quiero convencerme.
Botes de salvamento de colores rojizos,
Tempestades en fuga,
Un vals anticuado que se llevan el tiempo y el viento por los
largos caminos del cielo.
Paisajes.
No quiero más abrazos que aquel al que aspiro,
Y muera el canto del gallo.
Como una mano que en el instante de la muerte se crispa, así
se oprime mi corazón.
Nunca he llorado desde que te conocí.
Quiero demasiado a mi amor para llorar.
Tú llorarás sobre mi tumba,
o yo sobre la tuya.
No será demasiado tarde.
Hasta mentiré. Diré que fuiste mi amante,
Y al final todo es tan absolutamente inútil,
A ti ya mí muy cerca nos espera la muerte.

A la mystérieuse (Corps et Biens)

Versión de Aldo Pellegrini
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Desnúdate

Desnúdate
báñate en esta agua negra
nada puedes temer
tú lo has hecho ya
el cuerpo humano impermeable no se empapa
como una esponja
el Sol secará el barro
que caerá hecho polvo
ve
la Tierra es vasta y así tu corazón
que a fin de cuentas hechas y bien hechas
no contiene aún ningún error
y jamás ha contenido lodo.

Versión de Hernán Valdés
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Tanto soñé contigo

Tanto soñé contigo que pierdes tu realidad.
¿Todavía hay tiempo para alcanzar ese cuerpo vivo y besar
sobre esa boca el nacimiento de la voz que quiero?
Tanto soñé contigo que mis brazos habituados a cruzarse sobre
mi pecho cuando abrazan tu sombra, quizá ya no podrían
adaptarse al contorno de tu cuerpo.
Y frente a la existencia real de aquello que me obsesiona y
me gobierna desde hace días y años,
seguramente me transformaré en sombra.
Oh balances sentimentales.
Tanto soñé contigo que seguramente ya no podré despertar.
Duermo de pie, con mi cuerpo que se ofrece a todas las
apariencias de la vida y del amor y tú, la única que cuenta
ahora para mí, más difícil me resultará tocar tu frente
y tus labios que los primeros labios y la primera frente
que encuentre.
Tanto soñé contigo, tanto caminé, hablé, me tendí al lado de
tu fantasma que ya no me resta sino ser fantasma entre
los fantasmas, y cien veces más sombra que la sombra que
siempre pasea alegremente por el cuadrante solar de tu vida.

A la mystérieuse ( Corps et Biens )
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