jueves, 26 de septiembre de 2013

CRÓNICAS DEL TREN DEL OESTE

Por Helios Buira

La mujer iba sentada frente a mí, en asientos para cuatro personas, enfrentados. Junto a ella uno de sus hijos, a mi lado el otro. Ambos niños con guardapolvos escolares. Era un martes, había sido un fin de semana largo, esos fines de semana a los que se les agrega un lunes (para fomentar el turismo) cuando un feriado que cae en martes o miércoles y se traslada al primer día de la semana.
-Dale, sacá el libro –dijo la madre al que estaba junto a mí.
El niño accedió al requerimiento.
-La lapicera –continuó la madre.
Movimiento lento del niño -bajo la mirada insistente de la señora-, sacó la lapicera de su cartuchera y quedó a la espera de otra orden. De inmediato me di cuenta que muchas ganas no tenía, pero la madre, una mujer joven, de presencia enérgica, con voz de mando, dominaba la situación.
-Vos quedate quieto, le dijo al que estaba a su lado que no paraba de moverse, haciéndole muecas al hermano, mayor que él.
-Abrí el libro y buscá lo que te dijo la maestra que tenés que llenar. Dijo.
Como tres días después, el niño abrió el libro, lentamente, pasando de una hoja a otra, tratando de no llegar nunca a donde tendría que escribir lo que le había dicho su maestra.
-Dale, mové las manitos…
El chico dejó el libro apoyado sobre sus piernas, levantó ambas manos y comenzó a moverlas.
-Sos o te hacés. Dale, ponete a escribir.
El niño bajó sus manos, tomó el libro y continuó con la búsqueda de la hoja en la que tendría que escribir. -¿Ésta es?, le preguntó a la madre.
-Sí, tonto, ¿no te das cuenta? Dale, empezá.
-¿Y qué escribo? Insistió el niño.
-A ver, dame –dijo la madre mientras le quitaba el libro de las manos.
Leyó, parece que pensó un rato y dijo: -Es un cuestionario, tenés que llenarlo- Mientras le devolvía el libro y agregó: -Lee, lo primero que dice.
-Es cri booo mi nom breee. Leyó el chico silabeando lentamente.
-Bien, dijo la señora. Dale, escribilo.
El pibe se quedó mirándola.
-Dale, dijo. ¿Cómo te llamás?
-Carlos, respondió. Mientras apoyaba la lapicera en el recuadro donde tendría que escribir su nombre, sin dejar de mirar a la madre.
-Si sabés escribirlo, le dijo. –A ver, continuó y silabeó para que el niño comprendiera de qué se trataba. –Ca, con c se escribe r los
El chico comenzó a escribir.
-No, burro, esa es la S, va con C de cama, sino, diría Sarlos.
El pibe tachó la S y metió una C del tamaño del asiento.
-No, tonto. Así no te va a entrar, hacé la letra más chica.
Y el pibito se mandó una c microscópica, momento en que tuve que morderme hasta casi sacarme sangre para no lanzar una carcajada. Creo que la mujer se dio cuenta, pues me miró fijamente, esbozando una sonrisa, que no pude interpretar si era un insulto o un comentario diciéndome que el nene recién empezaba la escuela y que ella era muy paciente y lo ayudaba en las tareas que le daban para hacer en el hogar; bueno, en este caso en el Tren del Oeste, atiborrado de pasajeros, qué, pude darme cuenta, al igual que yo, estaban prendidos de la escena maternal.
-Carlos. Muy bien. ¡Qué dice abajo? Dijo la madre.
-Ten gooo hay una raya aaaaa aaaññoosss.
-Donde está la rayita, tenés que poner cuántos años tenés. Ya sabés, cuántos.
-Seis. Dijo el nene.
-Bien. Entonces qué tenés que poner ahí, dijo la madre.
-¿Qué pongo? Interrogó el niño, supongo que mofándose de la madre, pues se le notaba inteligente.
-¡Los años que tenés! Dijo, ya, a esta altura de la situación, algo nerviosa.
-Un número, o con letras, dijo mirándola a los ojos.
-¡Un número! ¡Poné un número! Ya estaba irritada, mientras el hermanito del escribiente se paraba sobre el asiento y pretendía hacer algún paso de baile, momento en que la madre lo tomó de la cintura y lo sentó con firmeza, cosa que el pibito quedó quieto, sin decir palabra y mirando el paisaje a través de la ventanilla. –Le durará un rato, pensé, hasta que vuelva a llamar la atención de otra manera.
-Ya está, dijo el que escribía.
-Bueno, ahora que dice más abajo.
Y el niño, tratando de leer de la mejor manera, dijo que tenía que nombrar a su familia.
-Bueno, poné a quienes somos la familia. Dijo la madre.
Y el chico se quedó mirándola, cosa que también hizo la madre hacia él, esperando seguramente que dijese algo. Ante el silencio, agregó: -Tu familia.
El chico nada. La miraba.
-Pero pedazo de tonto, le dijo. Nosotros somos familia, nosotros tres. Y luego de un breve silencio agregó: bueno, también tu padre, pero ahí no podés poner que se borró y que no me pasa un centavo, todo el gasto corre por mi cuenta.
-¿Lo puedo poner a papá? Dijo el chico.
-Sí, ponelo, respondió la madre bajando la voz. Y murmuró algo que no alcancé a comprender.
El chico tardó bastante en describir a su familia, con la ayuda de la madre que con algún alzamiento de voz marcaba las faltas de ortografía, las tachaduras y los distintos tamaños de letras.
Por varias estaciones siguieron con la tarea, mientras yo pensaba qué habría sucedido ese fin de semana largo, para que el chico tuviese que hacerla en el tren, a las apuradas, pues iban rumbo a la escuela. También pensé en por qué un viaje tan largo, a qué escuela irían, tal vez la madre trabajaba en Capital y los llevaba a una escuela cercana a su trabajo para pasar a buscarlos luego, o era que el padre estaba con ellos los fines de semana y la madre iba a buscarlos a la provincia, viviendo ella en Capital.
La cosa es que una vez terminada la tarea el chico guardó el libro, la lapicera y comenzó otra escena. Tengo calor, dijo el menor. Sacate la campera, respondió la madre. No, respondió el chico. Entonces no tenés calor, le dijo el hermano. Sí tengo calor casi le gritó y amagó abalanzarse sobre él, pero intervino la madre diciendo:
-¡No empiecen, por favor!
-Es él, dijo el mayor.
-¡No! Gritó el menor.
-¡Sí! El mayor.
-¡No! El menor.
-Síiiiiiiiiiiiiiiiiiii, dijo el mayor, pero en voz baja.
Y el menor se arrojó sobre él para golpearlo, pero se interpuso la madre una vez más, ya enojada, me pareció, casi gritando: -¡Ya basta, termínenla! Zamarreando al más pequeño, que de inmediato lanzó un: -Claro, a él no le hacés nada porque es tu preferido.
-Síiiiiiiiiiiiiiiiiii, dijo el otro en un susurro.
No sé si fue mi imaginación o qué, pero sentí un silencio casi corpóreo que se hizo en el vagón, como a la espera de lo que vendría ahora.
Nada, siguieron cada uno en lo suyo hasta que el mayor dijo
-Caca.
-¿Qué? Dijo la madre.
-Quiero caca, respondió el chico.
-¿Ahora? Estamos en el tren. Dijo la madre, con cara de espanto.
-Caca.
-Carlitos, aguantá…
-Caca.
-Por favor, pará, no podés ahora, en el tren no hay baños.
-Quiero caca.
Y el más chico, sonriendo, comenzó con una especie de letanía medio cantada:
-Se caga encima, se caga encima, se caga encima…
La madre tomó al mayor de una de las manos, lo llevó hacia ella y lo sentó sobre sus piernas, mientras le acariciaba la cabeza, momento que aprovechó uno de los pasajeros para sentarse en el lugar del chico, que, en voz muy bajita, decía al igual que su hermano, otra letanía cantada: quiero caca… quiero caca… quiero caca…
-Basta Carlos. Dijo la madre mirándolo a los ojos y agregó: ya bajamos en la próxima estación y te llevo a un baño.
-No –dijo el chico- ahora no quiero más caca.
-Ya se cagó encima, dijo el menor.
Pensé que la madre les aplastaba el cráneo.
Pero todo se tranquilizó pues estábamos llegando a la estación Once. La madre cargó la mochila del más pequeño, la del mayor y la de ella sobre sus hombros, tomó a cada uno de las manos, bajó del tren y se fueron los tres hacia la Avenida Pueyrredón, quedándome la sensación de que a pesar de todo, se querían y se llevaban bien. Eran, a su modo, una familia.

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