martes, 2 de julio de 2013

FEODOR DOSTOYEVSKI

La Casa de los Muertos

Nuestro presidio estaba situado en un ángulo de la ciudadela; detrás de los baluartes. Si se mira por los intersticios de la empalizada con la esperanza de ver algo, no se divisa otra cosa que un jirón de cielo y otro baluarte de tierra cubierto de altas hierbas de la estepa. De día y de noche, constantemente, lo recorren en todas direcciones los vigilantes y centinelas. Se piensa entonces en que transcurrirán así años y años, mirando siempre por la misma hendidura y viendo el mismo baluarte, los mismos centinelas y el mismo jirón de cielo, no del que se extiende sobre el presidio, sino de otro cielo lejano y libre.

Figúrense un gran patio de doscientos pasos de largo por ciento cincuenta de ancho, rodeado de una empalizada hexagonal, irregular, construida con vigas profundamente enclavadas, que forman, por decir así, la muralla exterior de la fortaleza. En un lado de la empalizada, hay una puerta sólida, vigilada constantemente por un cuerpo de guardia, que sólo se abre para dejar paso a los presidiarios que van al trabajo. Tras de aquella puerta se encuentran la luz y la libertad: allí vive la gente libre.

Dentro de la empalizada no pensaba en aquel mundo que para el condenado tiene algo de maravilloso y fantástico como cuento de hadas; no era así el nuestro, excepcionalísimo, que no se parecía a ningún otro. Aquí, los usos, las costumbres y las leyes especiales que nos rigen, son excepcionales, únicas. Es el presidio una casa muerta-viva, una vida sin objeto, hombres sin iguales.

Este es el mundo que me propongo describir.

Cuando se penetra en el recinto, se ven en seguida algunas construcciones de madera, toscamente hechas con tablones sin desbastar y de un solo piso, que rodean un patio vastísimo: son los departamentos de los condenados, que viven allí divididos en varias categorías. En el fondo se ve otro edificio: la cocina, dividida en dos piezas. Más allá aún existe otra dependencia que sirve a la vez de cantina, de granero y de cobertizo.

El centro del recinto forma una plaza bastante amplia: Aquí es donde se reúnen los penados. Se pasa lista tres veces al día: por la mañana, a mediodía y por la noche, y aún más si los soldados de guardia son desconfiados y se les ocurre contar el número.

En derredor, entre la empalizada y las dependencias del presidio, queda un espacio muy ancho donde los detenidos misántropos y de carácter cerrado gustan de pasear, cuando no se trabaja, entregados a sus pensamientos favoritos, lejos de toda mirada indiscreta.

Cuando les encontraba en estos paseos, complacíame en observar sus rostros tristes y sombríos, tratando de adivinar sus pensamientos.

Uno de los penados se entretenía contando invariablemente las estacas de la empalizada. Había mil quinientas y podía decir a ojos cerrados el lugar que ocupaba cada una.

Cada estaca representaba para él un día de reclusión: descontaba diariamente una, y así sabía de una manera exacta los días que le quedaban todavía de encierro.

Se consideraba dichoso cuando acababa uno de los lados del hexágono, sin parar mientes el desventurado en que habían de transcurrir muchos años hasta el día en que le pusieran en libertad.  ¡Pero en el presidio se aprende a tener paciencia!

Cierto día vi a un recluso que, habiendo cumplido su condena, se despedía de sus camaradas. Había sido condenado a veinte años de trabajos forzados y no se le rebajó ni un solo día. Alguno habíale visto llegar joven, despreocupado, sin pensar en su delito ni en el castigo; mas ahora era un viejo de cabellos grises y de rostro triste y pensativo. Recorrió silenciosamente las seis cuadras: rezaba primero ante la imagen santa y se inclinaba luego profundamente ante sus camaradas, rogándoles que conservasen buena memoria de él.

Recuerdo también que una tarde fue llamado al locutorio uno de los presos, un labrador siberiano bastante acomodado. Seis meses antes había recibido la noticia de que su mujer se había vuelto a casar, y fácil es suponer el dolor que esto le causara. Aquella tarde, su ex esposa había ido a visitarle para entregarle una limosna. Permanecieron juntos unos instantes, lloraron entrambos y se separaron para siempre... Observé la extraña expresión del rostro de aquel preso cuando volvió a la cuadra…

¡Ah, se aprende allí a soportarlo todo!      

Al iniciarse el crepúsculo, se nos obligaba a retiramos a nuestras cuadras respectivas, donde permanecíamos encerrados toda la noche. ¡Cuán penoso me resultaba abandonar el patio! Era la cuadra una sala larga, baja de techo, sofocante, débilmente alumbrada por algunas velas de sebo, en la que se respiraba un aire pesado, nauseabundo. No comprendo cómo pude pasar diez años en aquel lugar pestilente, en el que languidecíamos treinta hombres. En invierno, especialmente, nos encerraban muy temprano y era preciso esperar cuatro horas hasta que tocasen a silencio y durmiese cada cual, y era aquello un tumulto continuo, una batalla de gritos, de blasfemias, de risotadas, de arrastrar de cadenas; un ambiente infecto, un humo espeso, una confusión de cabezas peladas al rape, de frentes ostentando el denigrante estigma, de infelices harapientos, sórdidos, repugnantes. ¡Sí, el hombre es un animal indestructible! Se podría también definir diciendo que es un animal que se acostumbra a todo, y tal vez sería ésta la definición más adecuada que se haya dado hasta hoy.

La población de aquel penal ascendía a doscientos cincuenta presos. Este número era casi invariable, pues los nuevos condenados substituían bien pronto a los que eran puestos en libertad y a los que morían.

Había allí gente de todos los países. Podía decirse que estaban representadas todas las comarcas de Rusia. No faltaban tampoco extranjeros y algunos montañeses del Cáucaso.

Los penados estaban clasificados por categorías en razón a la gravedad de su delito y, por consiguiente, de la duración de la condena. Todos, o casi todos los delitos, estaban representados en la población de aquella penitenciaría, compuesta, en su mayor parte, de deportados civiles, condenados a trabajos forzados (gravemente condenados, como se decía en la jerigonza del presidio). Estos delincuentes estaban privados de todos los derechos civiles, eran miembros corrompidos de la sociedad que los seccionaba de su cuerpo después de haberlos marcado en la frente con el hierro candente que debía testificar perpetuamente y en forma visible su oprobio. Permanecían en el presidio por un espacio de tiempo que oscilaba entre los ocho y los doce años. Cumplida su condena eran enviados a un cantón siberiano donde se les inscribía en concepto de colonos.

Los delincuentes de la sección militar no estaban privados de sus derechos civiles y el tiempo de su prisión era relativamente corto. Una vez terminada su condena se les enviaba al punto de su procedencia, donde ingresaban como soldados en los batallones de línea siberianos.

Muchos de éstos volvían pronto, condenados por delitos graves, pero no ya por un periodo breve sino por veinte años lo menos.

Entonces formaban parte de una sección que se llamaba de perpetuidad. Sin embargo, a los perpetuos no se les privaba de sus derechos civiles.

Existía también una sección bastante numerosa; compuesta de los más terribles malhechores, veteranos casi todos del delito, llamada sección especial, y a ella eran enviados criminales de todos los puntos de Rusia. Se consideraban, con sobrado motivo, condenados a perpetuidad, pues no se fijaba el periodo de su reclusión. La ley les exigía un trabajo doble y aun triple del que ejecutaban los demás, y permanecían en las cárceles hasta que se emprendían en la Siberia los trabajos forzados más penosos.

-Ustedes han venido aquí por un tiempo determinado -decían a sus compañeros de prisión-; nosotros, por el contrario, hemos de pasarnos en presidio, toda la vida.

Más tarde oí decir que aquella sección fue abolida. Al mismo tiempo retiraron también a los condenados civiles para dejar únicamente en aquella penitenciaría a los condenados militares, organizados en una compañía disciplinaria.

La administración, naturalmente, ha cambiado y, por consiguiente, lo que yo describo son los usos de otra época, abolidos por completo hace ya mucho tiempo.

Sí, ha pasado mucho tiempo desde entonces. ¡Me parece un sueño!

Recuerdo mi ingreso en el penal una tarde de diciembre, a la hora del crepúsculo.

Los forzados volvían del trabajo: era el momento de la revista. Un bigotudo sargento me abrió la puerta de aquella horrible vivienda donde tenía que permanecer tantos años y experimentar tantas emociones y de la cual no me hubiera podido formar ni una idea aproximada de no haberlo sufrido. ¿Hubiera podido imaginarse, por ejemplo, el sufrimiento lancinante y terrible que ocasiona el hecho de no estar solo ni un minuto siquiera durante diez años? ¿Cómo hubiera podido suponer lo que era estar continuamente acompañado por la escolta, durante el trabajo, y por doscientos camaradas en el presidio y solo jamás?

Había allí homicidas por imprudencia, asesinos profesionales, simples rateros, capitanes de bandidos y maestros consumados en el arte de pasar al suyo el dinero de los bolsillos de los transeúntes y de apoderarse de cuanto se ponía al alcance de sus manos. Sería, no obstante, muy difícil decir por qué se encontraban algunos forzados en el presidio. Cada cual tenía una historia confusa y oscura, penosa como el despertar de una borrachera.

Los presidiarios hablaban generalmente muy poco de su pasado. Lejos de contar sus hazañas, se esforzaban por olvidarlas.

Entre mis compañeros de cadena, había algunos homicidas tan alegres y despreocupados, que se podía apostar, con seguridad de ganar, que nada les reprochaba su conciencia; pero había también rostros sombríos y pensativos.

Era muy raro que alguno recordase su propia historia, porque esto se consideraba de mal gusto; y si alguna vez, para matar el tiempo, un presidiario contaba su vida a otro compañero, éste le escuchaba con aire distraído, como dando a entender que nada podía decirle que le asombrase.

-Aquí -solían decir con cínico orgullo- cada cual sabe dónde le aprieta el zapato y ha hecho tanto como el más guapo.

Recuerdo que cierto día, un bandolero borracho (los presidiarios suelen emborracharse de vez en cuando) contó que había matado y descuartizado a un niño de cinco años, al que había atraído engañándole con un juguete y conducido a un cobertizo donde le asesinó. Sus compañeros celebraban siempre con grandes risas sus relatos ingeniosos; pero en aquella ocasión le obligaron a callar, no porque una salvajada semejante excitase su indignación, sino porque no era permitido entre ellos que se hablase de tales hechos.

Debo hacer notar que los presidiarios poseían cierto grado de instrucción. La mitad de ellos, por lo menos, sabía leer y escribir. ¿Dónde se podría hallar en Rusia, en cualquier grupo popular, doscientos cincuenta hombres que conozcan siquiera las primeras letras? Más tarde he oído decir y aun afirmar, fundándose en este hecho, que la instrucción desmoraliza al pueblo. ¡Qué error! La instrucción es completamente ajena a esa decadencia moral. Fuerza es convenir en que desarrolla en el pueblo el espíritu de resolución; pero eso está muy lejos de ser un defecto.

Cada sección tenía indumentaria diferente: en una se llevaba chaquetilla de paño mitad color chocolate y mitad ceniza y los pantalones los mismos colores cambiados en cada pernera. Cierto día, una muchachita que vendía panecillos blancos (kalachi) se acercó a nosotros mientras trabajábamos y, después de mirarme largo rato, lanzó una carcajada exclamando:

-¡Qué feos están! No han tenido bastante paño ceniza ni chocolate para hacerse el traje de un mismo color.

Otros penados llevaban la chaquetilla toda color ceniza pero las mangas obscuras. El rasurado también era variado: algunos llevaban afeitada la cabeza desde la nuca hasta la frente, mientras otros la tenían desde una oreja a otra.

Aquella extraña familia ofrecía semejanza tal, que a primera vista se le conocía. Aun los que más descollaban, los que involuntariamente dominaban a los demás forzados trataban de adquirir el tono general de la casa. Todos los reclusos, salvo raras excepciones, cuya alegría era inagotable, atrayéndose por esto mismo el desprecio de sus compañeros, eran envidiosos, vanidosos hasta un grado indecible, presuntuosos, quisquillosos, formalistas con exceso y estaban constantemente tristes.

No asombrarse de nada constituía para ellos la cima de la dignidad, y por esto estaban siempre sobre aviso. Pero a menudo trocábase la altivez en vileza.

No faltaban hombres verdaderamente fuertes, y eran éstos de carácter abierto y sinceros; pero, cosa extraña, su vanidad era a la vez excesiva, morbosa. La vanidad era siempre el vicio predominante.

La mayor parte de los presidiarios era pervertida y depravada y de aquí que las calumnias y los insultos lloviesen como granizo.

Nuestra vida era infernal, insufrible, y, sin embargo, nadie se hubiera atrevido a sublevarse contra los reglamentos interiores del penal y las costumbres establecidas.

Por esta razón todos se sometían de buen o mal grado. Ciertos caracteres intratables no se doblegaban fácilmente, pero acababan por doblegarse. Forzados que, mientras estuvieron en libertad, habían colmado todas las medidas e, impulsados por su vanidad sobreexcitada, habían cometido los más horribles delitos, siendo la pesadilla, el terror y el espanto de comarcas enteras, quedaban domados en poco tiempo merced a nuestro régimen penitenciario.

El novato que trataba de orientarse, descubría al punto que allí no se sorprendería a ninguno e insensiblemente se sometía poniéndose al mismo tono de sus compañeros. Los presidiarios estaban penetrados de cierto sentimiento de dignidad personal, como si el título de forzado equivaliese a un título honorífico.

Por lo demás, no se notaba en ellos ningún signo de vergüenza o de arrepentimiento, sino una especie de sumisión exterior, oficial, por decir así, que a veces hacíales hablar cuerdamente de su conducta pasada.

-Somos gente perdida -decían-, no hemos sabido vivir en libertad, y ahora debemos recorrer a viva fuerza la calle verde[2] y pasar para que nos cuenten como a bestias.

-No has querido obedecer a tu padre ni a tu madre, y ahora tienes que prestar ciega obediencia al vergajo.

-El que no ha querido bordar tiene ahora que romper piedras.

Esto se decía y se repetía a guisa de sentencias morales o proverbios, pero sin que ninguno los tomase en serio.

¿Cómo había de confesar ninguno de ellos sus iniquidades? Si alguna persona ajena al presidio, intentase siquiera reprochar sus delitos a los forzados, habría de taparse los oídos y huir a todo correr del aluvión de insultos y de amenazas que caería sobre ella.

¡Y de qué refinamiento hacen gala los presidiarios cuando de injurias se trata! Insultan con gusto, como artistas. La injuria es para ellos una verdadera ciencia; no se esfuerzan por ofender tanto con la expresión como con el sentido ultrajante, con el espíritu de la frase envenenada; sus incesantes reyertas contribuían extraordinariamente al desarrollo de aquel arte especial.

Como sólo trabajaban bajo la amenaza del látigo, eran perezosos y depravados. Los que aún no habían sido corrompidos por completo, éranlo en cuanto pisaban el penal. Recluidos a pesar suyo, eran enteramente extraños los unos a los otros.

-El diablo -decían- ha tenido que romper tres pares de lapli[3] antes de reunimos aquí.

Las intrigas, las calumnias, las frases picantes, la envidia y las reyertas eran lo que informaba aquella vida infernal.

No hay lengua maligna que pueda compararse con la de aquellos desdichados que tienen siempre la injuria en los labios.

Como antes he dicho, había entre los presidiarios hombres de carácter de hierro, indómitos y resueltos, acostumbrados a dominarse a sí mismos. Estos eran también involuntariamente estimados, pues, a pesar de ser muy celosos de su fama, procuraban no hacerla pesar sobre ninguno y no se insultaban entre sí sino por graves motivos. Su conducta ajustábase a la más estricta dignidad. Eran razonables y casi siempre obedientes, no por principios o porque tuvieran conciencia de sus deberes, sino por mutuo acuerdo entre ellos y la administración, acuerdo de cuyas ventajas todos estaban bien penetrados. Por otra parte, se les trataba con alguna consideración.

Recuerdo que cierto día fue llamado para ser apaleado un forzado valiente y decidido, conocido por sus tendencias de fiera.

Era en verano y no trabajábamos.

El ayudante, jefe directo y administrador del presidio, hallábase ya en el cuerpo de guardia situado en la gran puerta de la empalizada, para asistir al espectáculo.

Aquel mayor era un ser fatal para los forzados, que temblaban como niños en su presencia. Severo hasta la insensatez, se arrojaba sobre ellos, según decían; pero lo que realmente les imponía era su mirada, penetrante como la del lince. Nada se le escapaba. Veía hasta sin mirar, por decir así. Desde la puerta del presidio decía lo que estaba ocurriendo en el lado opuesto del recinto: por eso le llamaban los presidiarios Ocho ojos.

Su sistema era contraproducente, pues sólo conseguía irritar más y más a gente de suyo demasiado irascible. A no ser por el comandante, hombre bien educado y juicioso que moderaba las intemperancias del director, no sé a cuántas desventuras hubiera éste dado lugar. No comprendo cómo pudo llegar sano y salvo a la edad de la jubilación.

El forzado palideció cuando fue llamado. Por lo común; tendíase animosamente, sin dar muestras de temor ni proferir palabra para recibir los terribles varazos y se levantaba sonriente. Soportaba aquel contratiempo valerosa y filosóficamente. Verdad es que nunca se le castigaba sin motivo y se le infligía la pena con toda clase de precauciones. Pero aquella vez se creía inocente.

Palideció intensamente, como he dicho, y acercándose poco a poco a la escolta, logró esconderse en la manga una cuchilla de zapatero.

Los registros eran frecuentes, inesperados y minuciosos; estaba terminantemente prohibido que los reclusos tuviesen consigo instrumentos cortantes, y las infracciones eran castigadas con inaudita severidad; pero no es posible impedir que los presidiarios se procuren los objetos que consideran necesarios, y las armas blancas no escaseaban en la penitenciaría. Si a veces se conseguía quitarlas a los penados, éstos no tardaban en procurarse otras nuevas.

Todos los forzados se precipitaron hacia la empalizada con el corazón palpitante, para mirar ávidamente a través de las ranuras. Ninguno dudaba de que Petrov no se dejaría vapulear aquel día y que había sonado para el director su última hora. Mas, afortunadamente, en el momento decisivo, éste montó en su carruaje y se marchó, confiando el mando de la ejecución a un oficial subalterno.

-¡Dios le ha salvado! -exclamaron los presidiarios.

En cuanto a Petrov, sufrió pacientemente el castigo, pues habiéndose marchado el director, su cólera se había extinguido.

El presidiario es sumiso y obediente hasta cierto punto; pero hay un límite que conviene no traspasar. Nada hay más curioso que estos arranques de ira y de desobediencia. A veces, un hombre que ha tolerado durante largos años los más crueles castigos, se rebela por una bagatela, por una nimiedad. Se podría decir que es loco… Verdad que es esto lo que se dice.

He dicho que en los varios años que permanecí entre ellos, no observé en los presidiarios el menor síntoma de arrepentimiento por los delitos que habían cometido, pues la mayor parte opinaba que tenía perfecto derecho para hacer lo que les viniera en gana. Ciertamente, la vanidad, los malos ejemplos y la falsa vergüenza era lo que predominaba; sin embargo, ¿quién ha podido sondear la profundidad de aquellos corazones entregados a la perversidad, y los ha encontrado cerrados a todo noble sentimiento?

De todos modos, parece natural que en tanto tiempo descubriese yo algún indicio, por fugaz que fuese, de remordimiento, de pesar, de sufrimiento moral. Sin embargo, no fue así. No se puede juzgar el delito con frases hechas y su filosofía es mucho más compleja de lo que se cree. Lo único cierto es que ni el sistema de trabajos forzados logra corregir a los delincuentes: sirve sólo para castigarlos y asegurar a la sociedad contra nuevos atentados por parte de aquellos. La reclusión y los trabajos forzosos no hacen más que fomentar en esos hombres un odio profundo, la sed de los placeres prohibidos y una espantosa despreocupación. Por otra parte, estoy persuadido de que el régimen celular no alcanza más que un objeto aparente y engañador. Priva al delincuente de toda su fuerza y energía, enerva su alma, debilita y espanta, y presenta luego una momia disecada y medio loca como un modelo de arrepentimiento y de corrección.

Solamente en un presidio se puede oír contar con sonrisa infantil mal contenida los hechos más horripilantes.

No podré olvidar jamás a un parricida, que había sido noble y funcionario público. Este joven fue la desgracia de su padre, un verdadero hijo pródigo. En vano trataba aquél de contenerlo a fuerza de cariño paternal, en la pendiente por la que resbalaba; y como el hijo estaba cargado de deudas y creía que su padre, además de sus bienes inmuebles, poseía una fortuna en metálico, le asesinó para entrar más pronto en posesión de la herencia.

Su crimen no fue descubierto hasta un mes después, y durante ese tiempo el asesino, que había dado parte a la justicia de la desaparición de su padre, continuó su vida de desórdenes.

Finalmente, durante su ausencia, la policía descubrió el cadáver del anciano en una zanja, cubierto de piedras.

La cabeza estaba separada del tronco y apoyada sobre una almohada que, para mayor escarnio, le había colocado debajo el asesino; el cuerpo conservaba todas sus ropas.

El joven no confesó su crimen, pero, sin embargo, fue degradado, despojado de todos sus privilegios de nobleza y condenado a trabajos forzosos.

En todo el tiempo que le traté hizo alarde de una despreocupación inconcebible.

Era el hombre más aturdido y ligero que he conocido, aunque no tenía nada de tonto. No observé jamás en él una crueldad excesiva. Los demás presidiarios le detestaban, no por razón de su delito, del que no se hablaba nunca, sino porque no sabía contenerse.

De vez en cuando hacía alguna referencia acerca de su padre, y cierto día, ponderando la robusta complexión hereditaria de su familia, dijo:

-Mi padre, por ejemplo, no estuvo jamás enfermo hasta su muerte.

Era, pues, la suya una insensibilidad animal llevada a tal grado que parecía imposible. No hay duda de que debía haber allí un defecto orgánico, una monstruosidad física y moral desconocida hasta hoy por la ciencia y no un mero delito.

Yo no quería, naturalmente, prestar fe a un delito tan horroroso; pero me contaron minuciosamente la espantosa historia algunos paisanos del asesino; y hube de rendirme a la evidencia.

Los forzados le habían oído gritar en sueños:

-¡Sujétalo! ¡Sujétalo! ¡Córtale la cabeza! ¡La cabeza! ¡La cabeza!

Casi todos los presidiarios sueñan en voz alta o deliran, hablando de cuchillos, de puñales o de hachas, y profiriendo injurias y amenazas durante sus horribles pesadillas.

-Somos hombres sin entrañas -decían-, y por eso soñamos a voces.

Los trabajos forzosos no eran en el presidio una ocupación sino una obligación ineludible: cada cual realizaba la tarea que le era impuesta o trabajaban las horas señaladas por el reglamento, y volvían a su encierro. ¡Pero cómo detestaban esta obligación! Si el forzado no tuviese un trabajo personal al que voluntariamente pueda dedicar toda su inteligencia, la reclusión sería para él insoportable. ¿Cómo hubieran podido vivir de una manera normal y natural aquellos hombres robustos, que deseaban una larga vida y habían sido colocados juntos contra su voluntad cuando la sociedad los arrojó de su seno?

Bastaría que viviesen en perpetua holganza para que se desarrollasen en ellos los instintos más perversos, aun aquellos con que ni soñar hubieran podido.

El hombre no puede vivir sin trabajo, sin propiedad legal y normal: de lo contrario se pervierte y se trueca en fiera. Así, pues, cada presidiario, por necesidad natural y por instinto de conservación, tenía allí un oficio, una ocupación cualquiera.

Los interminables días de verano se pasaban distraídamente con los trabajos forzosos y la noche era tan corta que apenas había tiempo para dormir; pero en el invierno cambiaban las cosas, pues según el reglamento, los forzados debían retirarse a su encierro al anochecer.

¿Qué podían hacer sino trabajar durante aquellas noches inacabables? Así, las cuadras, a pesar de sus rejas y cadenas, ofrecían el aspecto de un vasto taller. El trabajo realmente era permitido, pero se prohibía a los presidiarios que tuviesen en su poder los utensilios y herramientas sin los cuales no se podía hacer ninguna clase de trabajo.

Se trabajaba, por lo tanto, a la chita callando, y los vigilantes hacían la vista gorda, como suele decirse. Muchos detenidos entraban en el penal sin saber qué hacerse de sus manos, pero bien pronto aprendían un oficio de sus compañeros y resultaban excelentes operarios. Allí había zapateros, sastres, escultores, cerrajeros, y doradores. Un judío llamado Isaí Bumschtein era a la vez platero y prestamista.

Todos, pues, trabajaban con provecho, porque de la ciudad les hacían muchos encargos y podían, por consiguiente, disponer de un puñado de monedas.

El dinero es una libertad sonante y desbordante, un tesoro inapreciable para el que está enteramente privado de la libertad verdadera. Si el presidiario tiene dinero en el bolsillo, se resigna con su situación, aunque carezca de facilidades para gastarlo. Aunque ocasiones para gastar dinero no faltan nunca en ninguna parte, tanto más cuanto que el fruto prohibido es doblemente sabroso. En los presidios también se vende aguardiente y tabaco, aunque esté prohibida la venta de ambos artículos.

El dinero y el tabaco preservan a los forzados del escorbuto de la misma manera que el trabajo les salva del crimen; sin eso se destruirían recíprocamente como arañas encerradas en un vaso de cristal.

No obstante, según queda dicho, el trabajo y el dinero eran cosas ilícitas en el presidio y durante la noche se practicaban frecuentes registros confiscándose todo lo que no estaba legalmente autorizado. Por muy escondido que lo tuviesen, se descubría a menudo el peculio de uno y de otro, y ésta era la razón principal por la cual lejos de conservar el dinero se apresuraban a cambiarlo por aguardiente. Al que le descubrían su peculio, no sólo se lo quitaban sino que, por añadidura, recibía un buen número de palos.

Mas a los pocos días del registro, los presidiarios recuperaban los objetos que le habían sido confiscados y se volvía a las andadas.

El que no se ocupaba en un trabajo manual, comerciaba de un modo u otro. Los procedimientos de compra y venta eran por demás originales. Unos eran baratilleros que revendían a veces objetos a los que sólo un presidiario podía conceder valor alguno. Hasta un jirón de guiñapo tenía su precio y podía ser útil.

Merced a la pobreza de los forzados, el dinero adquiría para ellos un valor excesivamente superior al que tenía en realidad. Los más penosos y largos trabajos se pagaban a veces con unos cuantos kopeks. Varios reclusos prestaban dinero y sacaban buenas ganancias. El recluso entregaba al usurero objetos de su pertenencia a cambio de unos kopeks, y aquél se los devolvía cuando se le abonaba el capital a crecidísimos intereses. Si no los rescataba en el plazo establecido, el prestamista los vendía irremisiblemente en subasta. De tal modo se ejercía la usura en el presidio, que a veces se empeñaban objetos pertenecientes al Estado, como ropa blanca, zapatos y otras cosas indispensables. Cuando el usurero aceptaba semejantes prendas, corría el riesgo de perder cuando menos lo pensaba el capital y los intereses, pues apenas recibía el propietario el importe de la pignoración, denunciaba el hecho al subteniente (vigilante en jefe de presidio) y el prestamista se veía obligado a devolver los objetos, sin que a la superioridad se le diese jamás cuenta de estos pecadillos.

A veces se suscitaba una reyerta entre el propietario y el usurero, y entonces éste devolvía los objetos empeñados, por temor de que, como tal vez hubiera hecho él en su lugar, aquél denunciase la industria a que se dedicaba.

Los presidiarios se robaban mutuamente sin la menor aprensión. Cada cual disponía de un cofrecillo provisto de un pequeño candado, en el que guardaba los objetos que recibía de la administración del penal; pero allí no había candados que valieran ni cofrecillo respetado. El lector no puede imaginarse qué hábiles ladrones había entre nosotros.

Un forzado, al que, dicho sea sin vanidad, le fui simpático, me robó un día la Biblia, único libro que es permitido tener en el presidio, y el mismo día me lo confesó, no porque estuviese arrepentido, sino movido a lástima al ver que la buscaba inútilmente.

Entre nuestros compañeros de cadena había algunos llamados cantineros, los cuales vendían aguardiente, y con este comercio se enriquecían, relativamente desde luego. Más adelante hablaré de esto, pues semejante tráfico es tan lucrativo que vale la pena no pasarlo por alto.

Muchos de los reclusos habían sido condenados por contrabandistas. Esto explica la introducción clandestina de aguardiente en el penal, a pesar de la estrechísima vigilancia que se ejercía y a despecho de los centinelas. El contrabando constituye un delito especial.

¿Podría suponer alguien que el dinero, el único beneficio de su profesión, no tiene para el contrabandista más que una importancia secundaria? Sin embargo, nada más cierto. El contrabandista trabaja a menudo por vocación; en su clase, es un poeta. Arriesga todo lo que posee, se expone a terribles peligros, derrocha astucia, se traza sus planes, sale del atolladero y opera en ciertas ocasiones con una especie de inspiración.

Esta pasión es tan violenta como la del juego.

He conocido a un presidiario de estatura colosal, que era el hombre más humilde, pacífico y sumiso del mundo. Todos se preguntaban por qué había sido deportada una criatura tan inofensiva. Era de carácter tan dócil y de tal modo sociable, que durante todo el tiempo de su condena no tuvo con ningún camarada ni el más ligero rozamiento.

Oriundo de la Prusia occidental, en cuya frontera habitaba, había sido deportado por el delito de contrabando.

Naturalmente, no pudo resistir a la tentación de introducir clandestinamente aguardiente en el penal.  ¡Cuántas veces fue castigado por este motivo! Y bien sabe Dios que tenía un miedo cerval al látigo. Este negocio le reportaba un beneficio irrisorio; era un empresario que lo arriesgaba todo. Cada vez que le castigaban lloraba desconsoladamente como una vieja y juraba por Dios y los santos que no lo volvería a hacer. Manteníase firme en su propósito durante un mes, todo lo más, y volvía a dejarse vencer por su pasión…

Gracias a estos diletantes del contrabando, en el presidio no faltaba jamás el aguardiente.

La limosna era otra fuente de ingresos que si bien no enriquecía a los reclusos resultaba muy beneficiosa. Las clases elevadas de Rusia ignoraban cuánto se interesan el comercio, la burguesía y el pueblo por los desgraciados que gimen, en el destierro o en los presidios de Siberia.

La limosna no faltaba ningún día y consistía unas veces en panecillos blancos y, otras, las menos, en dinero contante y sonante.

Dividíase la limosna en partes iguales entre los presidiarios, y si no bastaban los panecillos se partían por la mitad y aun en trozos pequeños, con objeto de que hubiese para todos.

Recuerdo que la primera limosna que recibí fue una moneda  de cobre.

A los pocos días de mi llegada, una mañana, al volver solo del trabajo, sin más compañía que un soldado, tropecé con una mujer y su hija, una muchachita de diez años, preciosa como un ángel. Ya las había visto yo otras dos veces.

La madre era viuda de un pobre soldado que había sido condenado por un Consejo de Guerra y murió en la enfermería del penal cuando yo me encontraba en él.  ¡Qué lágrimas tan ardientes derramaron ambas al dar el adiós postrero al ser querido!

Apenas me vio, la niña se puso encendida como la grana y deslizó unas palabras al oído de su madre. Esta se detuvo y entregó un cuarto de kópek a la pequeñuela, que se acercó a mí diciendo:

-Tome, pobrecito, este kópek, en nombre de Cristo.

Acepté la moneda, y la niña, alborozada, fue a reunirse de nuevo con su madre.

Conservé mucho tiempo aquel kópek.

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