lunes, 5 de noviembre de 2012

OLEGARIO V. ANDRADE

La leyenda de Prometeo 

El asunto de esta fantasía es universalmente conocido.
La fábula griega, narrada por Hesíodo, ha sido el tema de numerosos poemas.
Esquilo recogió este mito religioso de las sociedades primitivas, para personificar en él el sentimiento de la libertad, en pugna eterna con las preocupaciones.
La epopeya, el drama, hasta el romance vulgar, se han ejercitado en tan sublime asunto.
El autor de esta fantasía no ha querido hacer un poema, porque habría sido empresa loca acometer una tarea en que gastó sus robustas fuerzas el genio cosmogónico de Quinet.
No ha hecho más que un canto al espíritu humano, soberano del mundo, verdadero emancipador de las sociedades esclavas de tiranías y supersticiones.
Si ha conseguido elevarse a la altura del asunto, lo dirá la crítica, en cuya imparcialidad descansa.

A pesar de ser tan conocida esta leyenda, conviene reproducirla, para los que la hayan olvidado.

He aquí como la describe Renaud, ciñéndose a la narración de Hesíodo en su Teogonía:

"Antes hubo seres que intentaron el progreso del hombre por la fuerza del pensamiento; pero en vez de gloria, alcanzaron crueles castigos, en razón a que se suponía que los dioses veían con envidia a aquellos inventores que usurpaban algo de su poder con sus creaciones independientes. Admiraban las proezas de la fuerza física: tronchar árboles y hacer rodar peñascos; pero les infundía miedo el ver encender lumbre, forjar el hierro, vestir, alimentar y sanar por medio de preparaciones misteriosas. Quizá habrían aceptado tales invenciones sin el temor del rayo, que parecía siempre dispuesto a herir a los temerarios. Decíanse en voz baja que Esculapio pereció de un modo terrible, porque había querido resucitar muertos con brebajes; y a veces, excitados por el terror, se hacían verdugos para adelantarse a los dioses, mataban a Triptolemo que les enseñaba la agricultura. Prometeo fue el más famoso de aquellos genios benéficos. Pertenecía a la gran raza de titanes que se rebeló contra los dioses, aunque más cuerdo que sus hermanos no tomó parte alguna en aquella lucha del orgullo, sin duda porque veía claro el desenlace de la guerra, por amenazadoras que fuesen las cohortes de los titanes. A mayor abundamiento, ¿qué le importaban aquellos furores de ambiciosos contra ambiciosos que combatían entre sí, unos para conservar el trono celeste y otros para recobrarle? Su corazón no estaba allí, lejos de aquellos poderosos, de aquellos soberbios, dioses o titanes: miraba conmovido cómo se agitaban las criaturas débiles, tímidas, sin vestidos y sin utensilios, oprimidas a la vez por la tierra y por el cielo, donde nadie se cuidaba de acudir en su auxilio. Ni titanes ni dioses pensaban en los hombres; y cuando Zeus, rey del Olimpo, salió vencedor, quiso destruir a los inocentes mortales con sus enemigos, a tal punto llegó la embriaguez de su victoria. Prometeo los salvó, y no se contentó con esto, sino que aspiró a sacarles de la condición de animales en que vivían, para lo cual robó el fuego del cielo y les enseñó a bosquejar las primeras artes con aquella especie de alma de la materia. Zeus se indignó, porque no quería la prosperidad del hombre, sino que, como amo celoso, deseaba esclavos incapacitados de elevarse. No se atrevió o no pudo quitar a los mortales el fuego, de cuya conservación cuidaban todos: pero castigó a Prometeo atándole con cadenas en un monte, no lejos del Cáucaso, entre Europa y Asia, para que el mundo entero viese el castigo, y dejándole a merced de un buitre que noche y día devoraba su hígado, que renacía eternamente.

Esquilo, el primero de los poetas griegos por su alma y su brío, genio hostil a las tiranías, porque anteponía a todo la justicia y la dignidad, compuso tres dramas con esta leyenda: Prometeo llevándose el fuego , Prometo encadenado, Prometeo libre, de cuyos dramas sólo queda el segundo, Prometeo encadenado, sin que la obra mutilada así por los siglos, haya bajado de la altura en que las inspiraciones, dejando ya de pertenecer a un forma de arte, a una patria, a una fibra especial del corazón, se confunden con el alma universal del género humano.

Prometeo es todo heroísmo, según le pinta el poeta que le encontró en los mitos religiosos. Practicaba el bien por simpatía, y aun siendo víctima de su obra, no la deploraba, porque su conciencia le sostenía en el suplicio. Con el justo orgullo de su dolor exclamaba hablando de su verdugo: "Yo tuve lástima de los mortales y él no me ha juzgado digno de compasión."

Con efecto, el rey de los dioses no perdona a aquel emancipador de la civilización humana; pero se ve aislado en su omnipotencia, nadie simpatiza con él, en tanto que todos ensalzan a Prometeo. Al principio las Oceánidas, ninfas del mar, olas con formas de doncellas, vienen a consolar al paciente con sus cantos. Tendido en su peñasco no puede ver a las compasivas visitantes; pero oye el ruido de su llegada 'como el de pajarillos cuyas alas hacen vibrar el aire suavemente'.

En vano, sin embargo, quieren clamar el dolor de Prometeo, a quien sólo una idea sostiene en su tormento, y es que un día su enemigo triunfante será destronado. El rey de los dioses penetra la idea de su víctima, y, atemorizado, le envía con el mensajero de los dioses la orden de que se explique y descubra el provenir. Prometeo no desmaya con la esperanza de verse libre. 'Jamás, amedrentado por el fallo de Júpiter, seré yo pobre de espíritu como una mujer; jamás, como una mujer, levantaré mis brazos suplicantes hacia a aquel a quien aborrezco con todo mi odio, para pedirle que rompa mis cadenas: lejos de mí tan cobarde pensamiento.' El dios impotente no tiene otra cosa que hacer sino vengarse con algún nuevo suplicio mientras reina aún, y con efecto, emplea las amenazas para quitar a Prometeo hasta los seres compasivos que le consuelan. El coro, más digno que el dios, responde a su mensajero: 'Dime otras palabras, dame otros consejos y te podré escuchar. Lo que me dices me oprime el corazón. ¿Cómo puedes ordenarme semejante villanía? Los males que sufra Prometeo, quiero sufrirlos yo. He vivido en el odio a los traidores; la enfermedad más repugnante es la traición.' Estalla el trueno, mugen los vientos, se levanta el mar; y Prometeo continúa invencible llamando con sus injustos tormentos al Eter que baña los mundos refugiándose contra el dios de un día en la naturaleza eterna."

Tal es la leyenda que ha servido de tema a ese canto, escrito para no ser publicado, y publicado a instancia de amigos que tienen derecho a exigir del autor sacrificios de mayor magnitud.

PROMETEO

I

Sobre negros corceles de granito
a cuyo paso ensordeció la tierra,
hollando montes, revolviendo mares,
al viento el rojo pabellón de guerra
teñido con la luz de cien volcanes,
fueron en horas de soberbia loca,
a escalar el Olimpo los Titanes.

Ya tocaban la cumbre inaccesible
dispersando nublados y aquilones
ya heridos de pavor los astros mismos
en confusión horrible,
como yertas pavesas descendían
de abismos en abismos;
y el tiempo que dormía
en los senos del báratro profundo,
se despertó creyendo que llegaba
la hora final del mundo!

El Cielo estaba mudo;
y la turba frenética avanzaba
con ronca vocería,
como avanza rugiendo la marea
en la playa sombría,
cuando Jove asomó: vibró en su mano
el rayo de las cóleras sangrientas,
rugió en su voz el trueno del estrago
y encadenó a su carro las tormentas!

Temblaron los jinetes
en los negros corceles de granito;
redoblaron su saña
arrojando a los pórticos del cielo
con insultante grito
pedazos de montaña,
y volcaron los mares
para apagar en la soberbia cumbre
los rojos luminares.

Pero Jove, iracundo,
blandió sobre sus frentes altaneras
el hacha del relámpago que hiere
como a una vieja selva las esferas:
a su golpe profundo,
vacilaron montañas y titanes;
y bajó el torbellino,
heraldo de su gloria,
con la negra cimera de huracanes,
a anunciar a los mundos la victoria!

Rodó la turba impía
su espantoso vértigo a la tierra;
no volverá a flamear en las alturas
su pabellón de guerra
teñido con la luz de cien volcanes.
Cayeron los titanes
del abismo en las lóbregas entrañas;
y Jove, vengativo,
¡convirtió los corceles de granito
en salvajes e inmóviles montañas!

II

El Cáucaso, caballo de batalla
de algún titán caído
al golpe del relámpago sangriento,
se destaca sombrío
con el cuello estirado, cual si fuera
a beber en el cauce turbulento
del piélago bravío.

Sobre la negra espalda,
y entre el espeso matorral de rocas,
que fueron la melena sudorienta
donde cuelgan las nubes vagabundas
sus desgarradas tocas
y en la noche desciende
a dormir fatigada la tormenta.

Tendido está el gigante,
que amarraron los ciclópeos soberbios
tras larga lucha fiera
con templadas cadenas de diamante:
aun su pecho jadea
como cráter hirviente;
y cada vez que se retuerce inquieto,
el sol vela su frente,
y la vieja montaña bambolea.

Hogueras son sus ojos,
rojas hogueras que atizó el encono,
antorchas funerarias de la noche
de su eterno abandono.
Y no es un grito humano
lo que exhala su pecho
—que no tiene el dolor tan rudas notas—,
es el estruendo del volcán que estalla,
el grito del torrente en la espesura,
choque de aceros y corazas rotas
en el fragor de la feroz batalla!

Sólo el Ponto responde a los rugidos
que lanza en su desvelo,
y llama en su socorro con voz lúgubre
a las inquietas ondas del Egeo.
Es que también él lucha;
lucha con lo imposible y siempre espera.
Salvaje enamorado
quiere arrastrar consigo a la ribera,
y la ribera sorda
escapa de sus brazos,
dejándole en la lucha misteriosa
de su veste de juncos los pedazos!

En vano el Ponto grita
y se endereza embravecido y fiero.
¡Él es también gigante encadenado!
¡Es también prisionero!
No romperá la valla que lo cerca,
ni extenderá su turbulento imperio.
Basta una faja de menuda arena
para atarlo en perpetuo cautiverio.

¡El titán no se abate!
¡Es que el dolor enerva a los pigmeos
y a los grandes infunde nuevos bríos!
Cada día es más bárbaro el combate
y más ruda su saña;
si afloja un eslabón de su cadena,
su martillo invisible lo remacha
sobre el yunque infernal de la montaña.

Convidados hambrientos
al salvaje festín de su martirio,
vienen los cuervos en revuelta nube;
verdugos turbulentos,
que Júpiter envía enfurecido
a desgarrar la entraña palpitante
de su rival temido.

Suelta el titán los brazos
en actitud cobarde y dolorida
al sentir su frenética algazara;
parece que cayera anonadado
bajo el horrible peso de la vida!
¿Qué maza lo ha postrado?
¿Qué golpe lo ha vencido en la batalla?
¡Es que después del rayo de los dioses
viene a escupirle el rostro la canalla!

Así en la larga noche de la historia
bajan a escarnecer el pensamiento,
a apagar las centellas de su gloria
con asqueroso aliento,
odios, supersticiones, fanatismos;
y con ira villana,
el buitre del error clava sus garras
en la conciencia humana!

"¡Oh Dios caduco! grita
el titán impotente:
Como esta negra carne que renace
bajo el pico voraz del cuervo inmundo,
renacerá fulgente
para alumbrar y fecundar el mundo
la chispa redentora
que arrebaté a tu cielo despiadado,
germen de eterna aurora
del caos en las entrañas arraigado!

"Desata, Dios caduco,
la turba labradora de tus vientos;
sacude los andrajos de tus nubes,
y acuda a tus acentos
la noche con sus sombras,
con montañas de espuma el Océano,
¡no apagarán la luz inextinguible
del pensamiento humano!

"¿Qué importa mi martirio,
mi martirio de siglos, si aun atado,
Júpiter inmortal, yo te provoco,
Júpiter inmortal, yo te maldigo?
¿Si el viejo Prometeo, el titán loco,
el mártir de tu encono
siente tronar la ráfaga tremenda
que va a tumbar tu trono?

"Tres siglos no he dormido
tres siglos de tormentos.
No hay astro que no se haya estremecido
al sentir mis lamentos,
ni nube que al pasar no haya vertido
en la copa de aromas del ambiente,
una gota de llanto
para mojar mi frente.

"A veces he llorado,
y el raudal de mis lágrimas heladas
corrió por la ladera
con ruido de cascadas.
El Araxa sombrío,
dragón de negras fauces,
que se calienta al sol en la pradera,
es hijo de mis lágrimas. Por eso
lanza gritos tan hondos,
y atrae cuanto se acerca a su ribera.

"De vez en cuando, siento
sollozos de mujer a la distancia:
es Hesione, la mártir, que se queja
en el fondo del valle abandonada.
Las águilas del Cáucaso que pasan
y la nube bermeja,
que recibió en la faz ruborizada
el ósculo del sol en el ocaso,
le cuentan mi martirio
y me traen el mensaje de su pena,
el mensaje tiernísimo que escucho,
sacudiendo mi bárbara cadena!

"¿Qué me importan tus tormentos,
tus tormentos de siglos, Dios airado?
¿Si en la lengua sonora de los vientos
me transmite los himnos de su alma,
como al través del médano abrasado
va el polen de la palma?
¿Si en el trémulo seno,
como el rayo en los negros nubarrones,
lleva ella palpitando
el feto colosal de las naciones?

"¡Desata tus borrascas!
Lanza a los aires tu bridón de llama,
caduco soberano,
y despliega en los cielos tenebrosos
tu sangriento oriflama!
Será tu empeño vano;
soplo estéril tu aliento.
Yo he engendrado el titán que ha de tumbarte
de tu trono de nubes:
"¡el titán inmortal del pensamiento!"

"Ayer la tierra muda
flotaba en los abismos de la nada,
como una urna vacía
al soplo del azar abandonada,
y en sus hondas y frías cavidades
sólo el eco se oía
del monólogo eterno de las sombras,
y el rumor de las roncas tempestades.

"Hoy la tierra está viva: alguien habita
el fondo de los mares;
germen de vida y juventud palpita
en sus bosques de acidias y corales.
No es el viento el que gime en la maraña
de las selvas sonoras;
ruido de alas abajo, y en el cielo
parece que revientan
semilleros de auroras!

"Júpiter: aturdido con tu gloria,
embriagado de orgullo,
no sientes en los senos del abismo
lo que siente arrobado Prometeo!
Algo, como un arrullo
en el nido de nieblas del vacío,
del misterioso enjambre el aleteo,
cual si bandas de estrellas ensayasen
su plumaje de luz, para lanzarse
a lucir en los campos del espacio
su espléndido atavío!

"Aquella sombra muda,
aquel eterno esclavo, peregrino,
que lanzaste sin rumbo
en las negras jornadas del destino,
ya no va caviloso,
temblando del rumor de su pisada,
lleva la frente erguida
de misteriosa aureola circundada!

"Hay luz y voz en ella:
es flor recién abierta,
cuya blanca y espléndida corola
tiene el perfume agreste de las cumbres
el latir convulsivo de la ola;
en breve de su seno
volarán las ideas
—mariposas de luz del pensamiento,
y asombrarán al mundo con sus alas,
más sonoras que el viento!

"Ellas me vengarán, Jove caduco:
serán mis herederas.
Yo arrojé en el cerebro de los hombres
semillas de volcán, germen de hogueras.
Desata el huracán de tus furores,
redobla mi tormento;
que ya viene el titán que ha de vengarme:
"el titán inmortal del pensamiento!"

Dijo y calló: no ya desesperado,
torva la faz, revuelta la pupila,
sino grave, sereno, resignado,
como quien sin vencer, sabe que es suya
la victoria final y no vacila.
Algo, como el fulgor de una sonrisa,
iluminó su frente,
débil chispa encendida
en helados montones de ceniza!

III

No volvió a retumbar en la montaña
el grito del titán retando al cielo;
ni temblaron las nubes, ni los astros
detuvieron su vuelo
para mirar la bárbara batalla;
ni el negro Ponto amotinó sus ondas
crispado y convulsivo,
para arrancar de su prisión eterna
al gigante cautivo.

Reinó la soledad en la alta cumbre,
que habitó el huracán encadenado,
y descendió el Araxa gemebundo
con torpe pesadumbre,
a arrastrarse callado en la llanura,
como del alma en el profundo cauce
desatan en silencio los recuerdos
sus ondas de amargura.

¡Siempre el gigante en vela!
El cielo era la página sombría
en que al débil fulgor de las estrellas
las misteriosas sílabas leía
de su destino fiero;
y el errante cometa,
que en la lejana cumbre aparecía,
su torvo y taciturno mensajero.

De vez en cuando oía
como ruido levísimo de espumas
en las inquietas algas detenidas;
como el roce ligero
de fantásticas plumas
que tocaban su sien calenturienta,
murmullo blando de hojas,
de un árbol invisible desprendidas
después de la tormenta.

No eran rayos de luna,
ni jirones de niebla desgarrados
por el aire liviano:
era el coro armonioso
de las gentiles hijas del Océano,
que a la luz del crepúsculo salían
de sus grutas azules,
y en torno del titán encadenado
los húmedos cabellos sacudían.

"No duermas, Prometeo",
al pasar a su oído murmuraban,
desatando en su alma
las ansias infinitas del deseo.
"¡No duermas! que el Olimpo se estremece
con inquietud extraña,
y truenan los abismos,
como truena el volcán en la montaña!"

Prometeo velaba,
fijo el ojo en las lóbregas esferas
que como enormes olas palpitaban,
y atento al ruido sordo
que las brisas del valle le traían,
el ruido de las razas que hormigueaban
del Cáucaso en las negras madrigueras.

IV

Una tarde... ya el sol desfallecía,
como herido impotente,
en los brazos oscuros
del enorme fantasma de Occidente,
cuando sintió temblar la dura roca
en que apoyó tres siglos la cabeza,
y oyó en los aires algo,
como un tropel de fieras
retozando del bosque en la maleza.

Inquieto y tembloroso,
interrogó a las nubes que rodaban
por el espacio mudo,
como gigantes témpanos de nieve
que desprende impaciente
el huracán sañudo.
Las nubes le dijeron
que el Olimpo crujía,
y que los viejos Dioses expiraban
en horrenda agonía.

Y la voz quejumbrosa
de las gentiles hijas del Océano,
que en su pecho vertía
las infinitas ansias del deseo,
volvió a sonar dulcísima en su oído
para decirle en melodioso idioma:
"¡Despierta, Prometeo,
que en las lejanas cumbres
un nuevo sol asoma!"

Volvió el Titán a sacudir airado
sus duros eslabones,
que al esfuerzo supremo rechinaron;
y las rocas cayeron
como viejos torreones
por el rayo de Júpiter heridos,
y los cuervos hambrientos se alejaron
con lúgubres graznidos.

V

¡Ya el gigante está en pie! ya la montaña,
ara de su martirio,
que empapó con la sangre de su entraña
y aturdió en la embriaguez de su delirio;
la montaña, testigo dolorido
de su tremenda historia,
es su negro caballo de pelea:
¡el pedestal soberbio de su gloria!

¿Qué ve en la inmensidad desconocida
que su impaciencia calma,
y otra vez avasalla
con cadenas de asombros a su alma?
Ve alzarse en el confín del horizonte,
del espacio en los ámbitos profundos
sobre la excelsa cúspide de un monte
que se estremece inquieta,
y en medio del espanto de los mundos,
de una cruz la fantástica silueta!

"¡Al fin puedo morir! grita el gigante
con sublime ademán y voz de trueno.
Aquella es la bandera de combate,
que en el aire sereno,
o al soplo de pujantes tempestades
va a desplegar el pensamiento humano
teñida con la sangre de otro mártir,
—Prometeo, cristiano—,
para expulsar del orgulloso Olimpo
las caducas deidades!

"Es un nuevo planeta, que aparece
tras los montes salvajes de Judea,
para alumbrar un ancho derrotero
a la conciencia humana.
El germen fulgurante de la idea,
que arrebaté al Olimpo despiadado:
la encarnación gigante de mi raza,
"¡la raza prometeana!"

"¡Al fin puedo morir! Hijo de Urano,
llevo sangre de dioses en las venas,
sangre que al fin se hiela!
Aquel que me sucede, hijo del hombre,
lleva el fuego sagrado
que eternamente riela,
ya lo azoten los siglos con sus alas
o el viento furibundo,
el fuego del espíritu, heredero
del imperio del mundo."

Dijo, y cayó como la vieja encina
que troncha el leñador con golpe rudo.
La montaña tembló; y el negro Ponto
se enderezó, sañudo,
para asistir a su hora postrimera,
y las gentiles hijas del Océano
bajaron presurosas
y en torno a su cadáver encendieron
de perfumadas leñas una hoguera!

VI

¿Qué es aquello que cruza
con planta soberana,
sembrando mundo y encendiendo estrellas
por la extensión callada?
Si se posa en la cumbre,
la cumbre se despierta sonrosada,
como el ósculo tibio de la aurora
despierta enrojecida la mañana;

si baja a la pradera,
dormida en brazos de la niebla fría,
la pradera galana
con su velo de novia se atavía,
y al rumor misterioso de su huella
se ciñe el viejo bosque
su corona bella;

si el mar desciende —que la espalda encorva
como esclavo sumiso
para besar su turbulenta planta—,
el mar abre su seno
y el más sublime de sus himnos canta:
el himno con que arrulla
el sueño de los negros promontorios,
centinelas inmóviles del mundo,
y le enseña, latiendo en sus entrañas,
de las faunas y floras venideras,
el légamo fecundo.

Las tenebrosas puertas del pasado
rechinan a su empuje omnipotente,
y se alzan en tropel a su presencia,
desde el fondo del caos petrificado,
las formas y las razas extinguidas
en cuya adusta frente,
el ojo de la ciencia deletrea
el verdadero Génesis del mundo,
que la leyenda bíblica falsea!

Todo a su paso vive, alienta, brota:
el mar, el monte, la desierta esfera;
y a su soplo creador todo se expande,
palpita y reverbera.
Levanta el polo mudo,
como un arco triunfal para que pase,
sus montañas de hielo,
y enciende presuroso
sus gigantescas lámparas el Ande
para alumbrarle el tránsito del cielo!

Él es soberano, el heredero
del cetro de la tierra,
por su inmenso poder transfigurada!
No hay piélago ni abismo
que no rasgue su seno a su mirada.
El guerrero inmortal que en cruda guerra
destronó el paganismo
y rompió las cadenas que arrastraba
la pobre humanidad esclavizada.

Es la chispa divina
encendida en las bóvedas oscuras
de la conciencia humana,
que todo lo ilumina;
el signo de una raza de titanes
destinada a la lucha y al martirio:
"¡la raza prometeana!"

En la cruz, en la hoguera,
en el árido islote, en el desierto,
en el claustro sombrío, dondequiera
vierte su sangre a mares
que los helados páramos caldea,
su sangre, que los cauces seculares
de la historia, desata
las corrientes eternas de la idea!

Hermanos son en el dolor, y hermanos
en la fe y en la gloria
cuantos despejan la futura ruta
con la luz inmortal del pensamiento.
Ya mueran en el Gólgota, ya apuren
de Sócrates severo
la rebosante copa de cicuta,
ya nuevo Prometeo,
al torvo fanatismo desafíe
sobre Roma, montaña de la historia,
el viejo Galileo!

VII

¡Arriba, pensadores! que en la lucha
se templa y fortalece
vuestra raza inmortal, nunca domada,
que lleva por celeste distintivo
la chispa de la audacia en la mirada
y anhelos infinitos en el alma;
en cuya frente altiva
se confunden y enlazan
el laurel rumoroso de la gloria
y del dolor la mustia siempreviva!

¡Arriba, pensadores!
¡Que el espíritu humano sale ileso
del cadalso y la hoguera!
Vuestro heraldo triunfal es el progreso
y la verdad la suspirada meta
de vuestro afán gigante.
¡Arriba! que ya asoma el claro día
en que el error y el fanatismo expiren
con doliente y confuso clamoreo!
Ave de esa alborada es el poeta,
hermano de las águilas del Cáucaso,
que secaron piadosas con sus alas
la ensangrentada faz de Prometeo!
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