Rolando Gabrielli, escritor, poeta y periodista radicado en Panamá, colaborador de Arte y Letras, me envió el siguiente texto:
Ácido Idealista
Por Daniel Domínguez
La muerte sigue fastidiando. No contenta con llevarse el lunes pasado al poeta chileno Gonzalo Rojas ahora se le antoja ayer quitarnos al escritor argentino Ernesto Sábato.
Tanto malvado suelto y se vuelve a inclinar por los buenos. Después dicen que la muerte es justa y equitativa. Cómo no.
Los genios no deberían morir, como dice una bella canción de Mecano, salvo, agregaría yo, si el genio en mención así lo quiere.
En el caso de Ernesto Sábato, se sabía que estaba vivo porque no habían anunciado que se había ido al otro lado del camino, salvo ayer cuando se nos fue a los 99 años a causa de una bronquitis.
Residía en Santos Lugares, una comunidad suburbana a unos 40 kilómetros al oeste de Buenos Aires, donde hacía más de un lustro que no salía.
Antes de ser un solitario sin remedio recibía visitas, iba al cine y se presentaba en eventos públicos. Luego se encerró en sí mismo y su castillo impenetrable era esa casa de terraza grande y jardín algo descuidado, la que yo visité hace casi una década y obviamente no me atendió el novelista. Era mediodía y lo escuché comer su almuerzo. Eso bastó a mi condición de fan respetuoso.
COMPROMETIDO
Ernesto Sábato es la prueba del escritor comprometido con la sociedad, no solo con la argentina sino con la del mundo. Sí, ya sé que es lugar común decir eso del compromiso, pero en su caso fue así.
No solo reveló la naturaleza extraña del hombre en sus obras sino que además como ciudadano responsable colaboró a dar a conocer los horrores de la dictadura militar de su país (que estuvo en el poder entre 1976 y 1983) al presidir la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas.
Sábato, como el mexicano Juan Rulfo, publicó poco, pero la mayoría de sus textos son brillantes y le permitieron confesar y liberar sus culpas y las ajenas.
Cabe mencionar esos clásicos que son sus novelas El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961) y Abaddón el exterminador (1974), así como sus ensayos Uno y el universo (1945) y El escritor y sus fantasmas (1963).
Sí, después vinieron otros títulos menos sobresalientes como Antes del fin y La resistencia, pero qué más da, tampoco tenía por qué ser estupendo con cada nueva publicación.
Además, ¿cuántos de esos escritores de literatura de consumir y botar lo hubieran hecho mejor?
A Ernesto Sábato lo insultaron los puritanos por Sobre héroes y tumbas y otros textos suyos y de seguro ahora esos mismos hipócritas dirán a los medios de comunicación social que lamentan su muerte, ya que lo políticamente correcto es lo que manda.
¿POR QUÉ?
Una de las preguntas más usuales era preguntarle por qué dejó de escribir y su respuesta siempre era que ya había dicho todo lo necesario. Luego se supo que releía sus manuscritos y muchos los tiraba al fuego porque aplicaba el pensamiento de Kafka, quien opina que solo debe leerse aquello que sabe atravesar el espíritu y el pensamiento del lector como un hacha.
Entonces su esposa, Matilde Kuminsky, escondía sus folios y sus cuadros para preservarlos y Sábato de madrugada, cuando ella dormía, los buscaba, los encontraba y los quemaba.
Ese ácido anarquista que era Sábato se parecía a varios de sus personajes, un ser enigmático, misterioso, amargado, distante, un francotirador en permanente crisis existencial.
Todo quizás fruto del dolor de ver morir a uno de sus dos hijos (Jorge falleció en 1995 en un accidente automovilístico), a su esposa Matilde en 1998 después de una larga enfermedad y al darse cuenta de que casi todos sus amigos ya estaban en el cementerio.
Encima fue perdiendo la luz de sus ojos, lo que comenzó en 1979 y que progresivamente le fue impidiendo leer, escribir y pintar.
Más una ancianidad que lo volvió prisionero de un cuerpo cansado, harto de tristezas y penalidades. Así cualquiera también tendría un humor negro como el suyo.
Antes, cuando era joven, cuando este profesor de la Universidad de La Plata dejó las ciencias exactas de la física y las matemáticas por la incertidumbre de la ficción, era una persona más cordial y bondadosa.
Por entonces, en la década de 1940, más de un colega y estudiante a quien le enseñó relatividad y mecánica cuántica le reprochó que dejara la academia y se fuera al desconcierto de la imaginación.
MALVADOS
De a poco fue Sábato perdiendo la tolerancia ante la maldad y eso le quitó algo de su fe por él y por los demás.
“Los hombres somos seres malvados, candidatos al infierno, todos hacemos cosas horribles tarde o temprano”, dijo una vez el que nació el 24 de junio de 1911 en la localidad bonaerense de Rojas.
¿O acaso acá todos somos santos? Mire solo una noticia de ayer: una multitud quemó vivas a siete personas en Nueva Delhi. ¿Entonces?
A pesar de su carácter duro, Sábato, como José Saramago, logró tener una legión de admiradores que lo reverencian como una moderna estrella de rock, una especie de gurú que nunca se enriqueció del fervor de sus seguidores como más de un líder ideológico y religioso lo hace y sin pestañear.
A este ensayista y novelista le parecía exagerado cuando le decían maestro o que era un monumento vivo de la literatura latinoamericana, aunque agradecía el aprecio de sus lectores aquel que odiaba los libros comerciales y populares.
“Yo nunca escribí para ganarme la vida, por dinero, bien lo saben mis amigos que yo escribí para no morirme. ¡Qué cosa disparatada es el arte! Sirve para vivir y también para no morir”, dijo quien ganó premios como el Medici, el Menéndez Pelayo y el Cervantes, no así el Nobel de Literatura, otro olvido reprochable de la cuestionable Academia Sueca.
¿PROGRESO?
Ernesto Sábato, desde que llegó a las librerías su obra Hombre y engranaje (1951), siempre miró de reojo a la tecnología cuando ese progreso significaba ampliar las ya de por sí desigualdades sociales, educativas y económicas.
Le desagradaban también las megalópolis si eso significaba que a los pobres los expulsaban a ciudades dormitorios a descansar sus desgracias.
Abogaba por regresar al campo y vivir como hacían los esenios, esa antigua rama cristiana de la que la historia no oficial asegura era discípulo Jesús.
Lo decía Sábato, que no era creyente, sino un ateo y anarquista plagado de ideales y que admiraba a Cristo por ser un valiente anticlerical.
Es famosa esa cita suya que decía: “¿Qué hubiera hecho Cristo si hubiera vivido en el Buenos Aires de 1977? Naturalmente, habría ido a predicar a las villas miserias, a estar con la pobre gente cuyos hijos se mueren de hambre. ¿Y qué hubiera sucedido? Pues que habría terminado secuestrado por las Fuerzas Armadas, llevado a recintos secretos a prueba de gritos, torturado bárbaramente… y Cristo hubiera muerto de nuevo”.
Le desilusionó el comunismo porque engendró más de una atroz dictadura y del capitalismo descreía porque era un benefactor de los millonarios.
“Si nos cruzamos de brazos seremos cómplices de un sistema que ha legitimado la muerte silenciosa”, escribió.
No era pesimista por completo Sábato. Abogaba siempre por la paz, condición que consideraba eterna y por encima de los tiranos, pero sobre todo apoyaba una revolución de ideas y no de armas que estuviera a cargo de jóvenes con conciencia.
En 2002 proclamó a todos: “hay que impedir que el mundo se deshaga”.
Ojalá no haya escrito en vano don Sábato.
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