Los filósofos suelen situarse ante la vida y la experiencia -ante aquello que denominan el mundo de la apariencia-, como ante un cuadro que estuviese desplegado de una vez por todas y mostrase el mismo acontecer de forma invariablemente fija: ellos opinan que hay que interpretar correctamente este acontecer para de esa manera obtener la esencia que ha producido el cuadro; es decir, la cosa en sí que siempre suele considerarse como la razón suficiente del mundo de la apariencia. Por el contrario, lógicos más estrictos, tras haber dilucidado agudamente el concepto de lo metafísico como el concepto de lo incondicionado y, en consecuencia, también como el de lo incondicionante, han puesto en duda toda conexión entre lo incondicionado (el mundo metafísico) y el mundo que nos es conocido: de modo que en el fenómeno no aparece para nada la cosa en si, y se ha de rechazar, por tanto, todo tipo de conclusión sobre ésta que haya partido de aquél. Por ambas partes, sin embargo, se ha desatendido la posibilidad de que aquel cuadro -eso que ahora para nosotros los hombres significa vida y experiencia-, haya devenido gradualmente, que, en efecto, todavía esté por completo en devenir y que, por ello, no deba ser considerado como cantidad fija de la que fuese lícito sacar, o incluso solamente rechazar, alguna conclusión sobre el autor (la razón suficiente.) Puesto que desde hace milenios hemos visto el mundo con pretensiones morales, estéticas y religiosas, con ciega inclinación, pasión o temor, y nos hemos entregado con placer a las groserías del pensamiento ilógico, por todo ello este mundo se ha convertido poco a poco en tan maravillosamente multicolor, terrible, profundo de significación y lleno de alma que ha tomado color, - pero nosotros hemos sido los coloristas: el intelecto humano ha dejado que el fenómeno apareciera y ha introducido en las cosas sus erróneas concepciones fundamentales. Tarde, muy tarde - vuelve en sí: y ahora el mundo de la experiencia y la cosa en sí le parecen tan extraordinariamente distintos y separados que rechaza que de aquél se saquen conclusiones sobre ésta - o de una forma horriblemente misteriosa exige la renuncia de nuestro intelecto y de nuestra voluntad personal: para llegar a lo esencial haciéndose esencial. Otros, en cambio, han recogido todos los rasgos característicos de nuestro mundo de la apariencia -esto es, de la representación del mundo tramada partiendo de equivocaciones intelectuales y heredada por nosotros-, y en lugar de declarar culpable al intelecto han acusado a la esencia de las cosas de ser la causa de ese efectivo y muy inquietante carácter del mundo y han predicado la redención del ser. - El continuo y laborioso proceso de la ciencia acabará de forma decisiva con todas estas concepciones. Dicho proceso alguna vez celebrará por fin su máximo triunfo mediante una historia de la génesis del pensamiento, cuyo resultado quizá podría resumirse en esta frase: lo que nosotros ahora denominamos mundo es el resultado de muchas equivocaciones y fantasías que se formaron poco a poco en la evolución global de los seres orgánicos, que han crecido entrelazándose y ahora las heredamos como tesoro acumulado de todo el pasado, - como tesoro: porque sobre él descansa el valor de nuestra humanidad. De este mundo de la representación la ciencia estricta sólo nos puede desligar, de hecho, en pequeña medida - y en absoluto es de desear que lo haga, en tanto en cuanto no pueda romper esencialmente la violencia de antiquísimos hábitos de la sensación: la ciencia puede, sin embargo, clarificar poco a poco y paso a paso la historia de la génesis de aquel mundo como representación - y elevarnos, al menos por momentos, por encima de todo el proceso. Quizá reconozcamos entonces que la cosa en sí merece una sonrisa homérica: porque parecía mucho, incluso todo, y propiamente esta vacía, es decir, vacía de significación.
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