El arte se vincula con la superestructura social por su producción material, a través de diversas formas. Condicionado por la base económica, esta dependencia no es mecánica sino dialéctica. Se manifiesta entre otras cosas en la contradicción entre el vínculo social expresado por el arte y el vínculo social basado en el dinero.
En la antigua civilización griega, el artista creaba para la comunidad. Dice Marx: ”En la antigua Grecia el hombre es el fin de la producción, a diferencia del mundo burgués en que la producción es el fin del hombre y la riqueza el fin de la producción”.
En la Edad Media, la Iglesia reemplaza al Estado, se mantiene el carácter público del arte. En el Renacimiento, el cliente privado (príncipes, obispos, burgueses ricos) reemplaza al cliente colectivo (Estado, Iglesia). La obra de arte pierde el carácter público.
No se la visualiza como mercancía, forma parte de la vida cotidiana. El artista mantiene una relación personal con el destinatario de la obra, desde su protección directa (mecenazgo) o en la oferta que puede hacer un comprador accidental.
Para la sociedad de consumo la obra de arte tiene valor de mercancía. Mantiene el carácter privado pero con una diferencia, el artista produce para un consumidor que probablemente jamás llegará a conocer. Produce para el mercado.
Ese sistema fue produciendo una división más compleja. Surgen públicos diferenciados. Se desarrollan espacios específicos La obra de arte, creación de artistas que intentan transmitir su visión del mundo en movimiento, con sus interrogantes y sus contradicciones, es encerrada en la intimidad de las galerías, la solemnidad de los teatros, el silencio de los museos.
El tercer milenio nace en el territorio del neoliberalismo. La libertad de mercado, así como produce la exclusión social, también significa la exclusión artística de la posmodernidad. Esta no es la misma que la de la modernidad, porque si bien en ésta, el creador podía debatirse contra las reglas del mercado, llegando, como sucedió en muchos casos, a morir en el anonimato, por la dinámica de los conflictos y el desarrollo de los pueblos, podía ser reconocido algún tiempo después, con la estatura que le correspondía.
Con el “fin de la historia” y la “muerte de las utopías”, la posmodernidad quiere determinar también, que del pasado no quedó nada. El creador que habite la “zona de exclusión”, no tendrá rescate. Será un desaparecido de la posmodernidad.
Como siempre, existe la decisión de cada artista o intelectual, para elegir en que sector se ubica.
Los iluminados y suntuosos portones que llevan a la “fama” y al “éxito”, están desbordados por las interminables e irrespetuosas filas de interesados, dispuestos incluso a eliminar a sus competidores.
Las condiciones de ingreso, son más o menos claras:
El intelectual o artista, no debe sentirse motivado por las esperanzas o frustraciones de la sociedad que lo contiene, debe crear de acuerdo a la demanda. Desde las mismas reglas que aquel que produce zapatos, salchichas o chicles.
El valor de su obra se determina como cualquier otra mercancía. La libertad que le determina el mercado no está en su contenido sino en lo que vende. En este proceso, el creador mismo, se convierte en una mercancía más. Su alternativa, ya no es la de modernidad: trascendencia o anonimato, en las reglas del neoliberalismo es: éxito o exclusión. Naturalmente la producción intelectual o artística, en su mayoría, resulta mediocre, conformista. Las transgresiones son simplemente formales, y en muchos casos obedecen a un proyecto de venta.
Aquellos que rechazan las reglas impuestas por el mercado autoritario, se enfrentan inexorablemente con algunos angustiosos interrogantes.
¿Cómo transmitir su mensaje a una sociedad educada históricamente en la negación de sus raíces?
¿Cómo elaborar un diálogo con una mayoría invadida culturalmente por el pensamiento neoliberal?
¿No estarán condenados a ser una conciencia crítica, casi estéril, con el serio riesgo de provocar un entorno hostil, en tanto su obra o su análisis ponen al descubierto las debilidades y miserias de la sociedad?
En definitiva ¿Puede un creador tener significación, desde la “zona de exclusión?
Las respuestas a estas cuestiones, pueden ser individual y/o colectiva. Las dos parten de la misma definición de los movimientos populares, en cuanto a la construcción de una nueva política y a la recuperación de los valores éticos. Aquí es donde el artista o el intelectual, encuentra un espacio que el modelo neoliberal abandonó en el cesto de desperdicios: la ética.
El arte es una cosmovisión. Es concebir al hombre en relación con sus semejantes, con sus circunstancias, con el universo, consigo mismo. Es el espacio en el que se desarrolla la actividad creadora del hombre. La eterna búsqueda de la verdad, del bien y la belleza. Necesita de la libertad y ésta del arte en una relación dialéctica.
La libertad es un valor universal. Determina y se vincula a una cultura basada en el reconocimiento del derecho de todos, a la dignidad, al respeto, a la superación. Esta cultura es la búsqueda del bien a través de la belleza.
La libertad define la personalidad del individuo y de una nación. La creación artística debe contenerla hasta en la línea más imperceptible. La lucha por la vida y la libertad van creando nuevas respuestas en cada circunstancia. Por ello, el artista que las representa no se verá jamás frenado por la inercia estética, ya que su obra se alimenta de la permanente evolución del hombre y su historia. Su obra se verá infiltrada con y en el espíritu del pueblo y no le queda otro horizonte que comprometerse histórica, social y éticamente con el destino colectivo.
El artista no puede sentirse cómodo ni en éste ni en ningún otro mundo. Porque cualquier tipo de estructura ofrecerá resistencia a la satisfacción de su imaginación y de sus sueños. Por eso debe conocer, padecer, gozar el mundo tal como es, para conocer, padecer y gozar el resultado de su propia búsqueda: un mundo creativo.
La convicción y la decisión por enfrentar las barreras del mercado, tiene como herramientas fundamentales la pasión del hombre y la belleza. La belleza es entonces una cuestión de compromiso y de honestidad intelectual. Es cuando la estética se funde y se identifica con la ética.
El artista debe considerar en su camino y su búsqueda, la presencia de una sociedad que consume telenovelas, vaqueros y chicles.
El nuevo punto de partida debe afirmarse en una observación objetiva de la realidad social, tomando como base las señales emanadas del pueblo en su conjunto. Cuidar con suma atención, no reemplazar la vieja elite por una nueva. Crear una corriente que supere la liberación en un sentido estrictamente político. De lo contrario corre el riesgo de internarse en un arte nostálgico, en una división entre la vida moderna y el arte, lo cual significa el peligro de caer en una nueva alienación.
Dice Roque Dalton en un trabajo titulado: “Los intelectuales y la sociedad”. "... la mayoría no puede leer, no digamos los periódicos, sino los letreros que indican que está prohibido continuar el camino porque ahí comienza otra propiedad privada”.
Si leer y escribir hoy es un privilegio, ¿No es más privilegio leer y escribir como puede hacerlo un intelectual? ¿De qué manera y en qué medida puede un intelectual poner sus conocimientos y sus teorías al servicio de un proceso de liberación nacional?
Michel Foucault dice que el intelectual ya no aborda lo universal, sino que trabaja en problemas específicos: vivienda, salud, universidad, familia, sexo, etc. Esto le produjo un acercamiento en dos sentidos, uno, al enfrentar luchas reales, cotidianas; otro, al encontrar los mismos enemigos que el proletariado, el campesinado: las multinacionales, el aparato judicial y policial. Surge el que Foucault llama “intelectual específico”, en oposición al “intelectual universal”.
El neoliberalismo tuvo desde sus comienzos, un tratamiento y un proyecto especial para la juventud. Todas las dictaduras militares caracterizaron la condición de joven como “sospechosa”.
Acontecimientos siniestros como “la noche de los bastones largos” o “la noche de los lápices”, noestán desconectados ni fueron obra de un militar delirante. Fueron capítulos destacados de la destrucción de la universidad y de la escuela pública. Durante la infame década de los 90’, fueron corrompidos hasta los centros de estudiantes, que en general, se convirtieron en una triste copia de los peores vicios de los partidos políticos.
En la crisis general de las instituciones, tienen particular relevancia, las que representan y contienen a la juventud. Las nuevas generaciones, formadas en un entorno de sus mayores sumergidos en el último escalón de la exclusión: la desocupación; sin ningún estímulo para encarar una carrera universitaria, frente a tantos profesionales sin trabajo; habiendo atravesado el mensaje cultural del menemismo, del “éxito” de la mediocridad y la corrupción; naturalmente expresan su rechazo a las instituciones tradicionales, en particular a la política.
La consecuencia es un sector encerrado en la individualidad, que en muchos casos, lo lleva a la delincuencia, la droga, o a distintas manifestaciones de violencia, incluso el suicidio. Pero también hay un sector que busca su identidad, intentando generar sus propias instituciones.
Para no alejarnos del tema de la cultura, vamos a referirnos sólo a aquellas manifestaciones cuyo eje es la actividad artística.
Se caracterizan por su resistencia a los espacios instituidos. Se manifiestan desde el uso colectivo y anónimo de las paredes, en algunos casos, excediendo la clásica pintada, llegando a artísticos murales; en músicos, grupos de teatro, mimos, estatuas vivientes, titiriteros, etc. etc. instalados en las calles, plazas públicas o en los medios de transporte, reclamando no sólo el aporte económico colectivo, sino también expresar su decisión de comunicar su arte o sus inquietudes, fuera de los espacios oficiales.
Incluye también, y muy especialmente, los abundantes centros juveniles de cultura, cualquiera sea el nombre que se adjudiquen, muestra cabal de la presencia de un proyecto, que envuelve sus códigos de lenguaje oral, hábitos, prácticas nuevas mezcladas con las heredadas de generaciones anteriores, particularmente con algunos indicios de recuperación de matices de la cultura popular y militante de los 70’.
En definitiva, la sociedad del nuevo siglo, cultiva dos visiones contradictorias. Una, la de la recuperación moral, de las banderas ecológicas, de los principios éticos en la política, en los medios de comunicación, en la economía. La otra, la del tremendismo de la decadencia, manifestada en el “aumento” de la delincuencia, el consumo de drogas, la corrupción política, empresaria y financiera, el analfabetismo, la extrema pobreza, etc.
Esto nos pone frente a una nueva contradicción, para alimentar la ansiedad colectiva. Nos pone en contacto directo con una realidad que podemos llamar maravillosa; no en el sentido que le daba alejo Carpentier, que deslumbrado por el paisaje caribeño, afirmaba que los surrealistas franceses no habían inventado nada. Decimos maravillosa en el sentido de que tanto desatino nos hace perder la sensación del asombro.
Eduardo Galeano nos recuerda “El asombro del mundo nos debe abrir los ojos”. Este es uno de los desafíos. Recuperar un arte que no se des asombre y le devuelva la capacidad de asombro a un pueblo que quiere y necesita creer que un país libre, soberano y justo, es posible.
Si el arte es, entre otras cosas, la sorpresa de lo maravilloso, tiene el compromiso de aportar a la reconstrucción de una sociedad que se vuelva a asombrar ante la aventura maravillosa de rescatar la belleza de un pueblo conviviendo en paz y dignidad.
Uno más de los sentidos del hombre es precisamente el de la belleza. Su percepción y búsqueda forman parte de la condición humana. Para desarrollarse necesita del acceso al conocimiento, el cual le fue negado históricamente a nuestros pueblos. Esta falta no significa matar el sentido estético. Este pervive a través del relato oral y de los muchos recursos del ingenio popular y busca modos de manifestarse. Todo lo que naturalmente pierde en las formas, es reemplazado por la contundencia de su contenido. Este fenómeno se ve contenido en el folclore que anida en el cimiento de los pueblos.
El artista, tiene un compromiso con la sociedad, con sus conflictos y aspiraciones. Su obra tiene que echar raíces en la autenticidad de lo que su tiempo le transmite y lo que él siente. La cultura a la que responde debe estar reflejada en lo que escribe o lo que produce. No se puede asumir la condición de creador sin hacerse cargo de ello. Ser artista, intelectual no es una condición social, es un compromiso.
Lo más sagrado del arte es ser fiel a esos valores que subyacen en lo más íntimo de cada creador El arte es verdadero si no se vende a modas, si es testimonial sin ser panfletario. Si nace de la profunda conmoción que la realidad genera en el artista.
La voluntad y conciencia de los pueblos en cada etapa histórica, resuelve, para bien o para mal, la expresión cultural que le corresponde y representa. El artista asimila, traduce y sintetiza esa realidad que comparte por ser parte de ese pueblo. Su tarea creativa, debe testimoniar y protagonizar los cambios que su tiempo y su conciencia reclaman. Debe asumir el rol de testigo insobornable y transformador de lo que expone a través de su obra. Su camino y su lenguaje es la belleza
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