lunes, 30 de abril de 2012

ABELARDO CASTILLO

El candelabro de plata

Nunca he podido dominar mis impulsos. En este sentido me reconozco un sujeto primitivo, puro (o bestial), incapaz de adaptarse al florido mundo, donde para tranquilidad de la hermosa gente se cultivan con sensatez todas las formas del buen gusto, la hipocresía y el cinismo. Pero, al menos, hoy he comprendido algo; lo he comprendido después de lo que paso esta noche; soy un hombre bueno. No lo digo, no escribo esto, para justificar nada. No. De ocurrirme semejante cosa debería admitir que yo mismo repudio lo que he hecho, y no es cierto, y aunque fuera cierto: acabo de hacer feliz a un miserable, quién podría juzgarme, quién sobre la tierra (quién en el Cielo) se atrevería a juzgarme.
   Mejor, vayamos por partes. Todavía estoy borracho perdido: pero tratare de ser coherente.
   Todo empezó esta misma tarde, es decir: la tarde de ayer, puesto que ahora deben ser las tres o las cuatro de la mañana. Madrugada del 25 de diciembre de 1956. Navidad. Sobre la mesa, Todavía quedan restos de la insólita fiesta. El candelabro de plata –más anacrónico que nunca en medio de la suciedad y la pobreza que lo rodea– parece ocuparlo todo ahora. Nunca he comprendido por qué este candelabro no ha ido a parar, como las otras pocas cosas heredadas de mi padre, al Banco de Empeño, o al cambalache. En esto, pienso, se parece a la conciencia. Creo que ya nunca voy a poder desprenderme de él.
   Digo que empezó a la tarde. Vagabundeaba yo por los zaguanes más sórdidos del Dock, cuando, al escuchar unos gritos y risas que venían de un cafetín de los muelles, reparé en la fecha. Paradójicamente, me vi en el viejo parque de nuestra casa. Las luces, las esferas de colores: recordé todo eso, recordé el portalito que yo mismo, mezclando hasta el absurdo ríos azules y arpilleras nevadas, construía todos los años en mitad del jardín (me acuerdo ahora del Dios-Niño, siempre espantosamente grande en relación a su divina madre, como justificando al fin lo milagroso del alumbramiento), y sentí un asco tan profundo por mi vida que –como quien se lava– decidí celebrar mi propia Nochebuena.
   La idea parecerá trivial, pero a mi me apasionó y, antes de las diez, también había fiesta en este innoble agujero donde vivo. Con orgullo pueril, de chico, me senté a contemplar el espectáculo. El candelabro labrado, en el centro de la mesa, parecía irradiar su antigua nobleza hacia todos los rincones. Al principio me sentí bien: era una sensación extraña, como de paz –un gran sosiego–, pero poco a poco empecé a preocuparme. Qué significaba todo esto, para qué lo había hecho: para quién; podría jurar que en ese preciso instante supe que estaba solo. Y por primera vez en muchos años necesité, imperiosamente, de alguien. Una mujer. No. Rechacé la idea con repulsión. Hubo una sola capaz de ser insustituible (capaz de no ser insoportable) y esa no vendría ya. Nunca vendría.
   Entonces recordé al viejo checoslovaco. 
   Lo había visto muchas veces en uno de esos torvos cafés del puerto que suelo frecuentar cuando, embrutecido de ginebra, quiero divertirme con la degradación de los demás, y con la mía. Pobre viejo: semioculto en un recoveco, siempre igual, como si formase parte de la imagen infame de la cantina, fumando su pipa, mirando fijamente un vaso de bebida turbia. Nunca habíamos hablado. Jamás lo hago con nadie –llego y me emborracho solo, a veces también escribo alguna cosa absurda que después arrojo al primer tacho de basuras que encuentro a mi paso–; pero yo sabía que él me miraba. Era como si una ligazón muda, un vínculo invisible y misterioso, nos uniera de algún modo. Al menos, teníamos una cosa en común, dos cosas: la soledad y el fracaso. El viejo checoslovaco; ése era el hombre que yo necesitaba.
   Cuando llegue frente a la roñosa vidriera del negocio, lo vi. Ahí estaba, tal como lo había supuesto. Una atmósfera desacostumbrada rodeaba al viejo –también allí se regocija uno de que nazca Dios, de que venga y vea cómo es esto–: una mujer pintarrejeada se le acercó y, riendo, le dijo alguna cosa; él no pareció darse cuenta. Sí, ése era mi hombre. Me abrí paso entre las parejas. Enormes marineros de ropas mugrientas, abrazaban a mujerzuelas que se les echaban encima y reían. Alguna de ellas, dijo: ''¿Quién te creés vos que soy?" y, adornando con un insulto bestial, le respondieron quien se creían que era. No podía soportar aquello: por lo menos, no esta noche; pensé que si me quedaba un solo segundo más iba a vomitar, o a golpear a alguien o a llorar a gritos, no sé. Llegué hasta el viejo y lo tomé del brazo: 
   –Te venís conmigo –le dije. 
   Mi voz debe de haber sido insólita, el hombre alzó los ojos, unos ojos celestes, clarísimos, y balbuceó: 
   –¿Qué dice usted, señor? ... 
   – Que ahora mismo te venís conmigo, a mi casa, a pasar una Nochebuena decente. 
   – Pero, ¿cómo, yo... con usted? . . . 
   Casi a rastras lo saqué de allí. Nadie, sin embargo, nos prestó atención.

   Faltaba algo más de una hora para la medianoche. El viejo, cohibido al principio, de pronto empezó a hablar. Tenía un acento raro, dulce. Se llamaba Franta, y creo no haberme sorprendido al darme cuenta de que no era un hombre vulgar: hablaba con soltura, casi con corrección. Acaso yo le había preguntado algo, o acaso, rota la frialdad del primer momento (para esa hora ya estábamos bastante borrachos), la confesión surgió por si misma. El hecho es que habló. Habló de su país, de una pequeña aldea perdida entre colinas grises, de una mujer rubia cuyos ojos –así lo dijo– eran transparentes y azules como el cielo del mediodía. Habló de un muchachito, también rubio, también de ojos azules. 
   – Ahora será un hombre –había dicho–. Hace treinta años, cuando vine a América, el apenas caminaba. 
   Dijo que ese era su último recuerdo. Bebió un trago de champán y agregó: 
   – Y pensar, señor, que ahora tiene un hijo... Qué cosa. Y yo me los imagino a los dos iguales, qué cosa. Yo pensé entonces en aquel nieto: ojos de cielo al mediodía, cabellos de trigo joven. De qué otro modo podía ser. Solo que el viejo Franta, difícilmente iba a comprobarlo nunca. 
   Dije: 
   – Pero, ¿Como te enteraste de ellos? 
   – El capitán de un barco mercante, señor, me reconoció hace un mes. Yo pensaba, me acuerdo, como era posible reconocer en ese pordiosero que tenía delante, en ese viejo entregado, roto, la imagen que dejó en otro treinta años atrás. Y ahora pienso que siempre queda algo donde hubo un hombre, y quién sabe: a lo mejor, a mi también me va a quedar algo cuando, como el viejo, tenga la mirada turbia y le diga "señor" al primer sinvergüenza bien vestido que me hable. Pregunte: 
   –¿Y no intentaste volver? ¿No trataste...? 
   Él me miró, perplejo; después, a medida que hablaba, su cara fue endureciéndose. 
   –Volver. ¿Volver así? Usted lo dice fácil, señor; pero es.... es muy feo. Volver como un mendigo –el tono de su voz empezó a ser rencoroso–, un mendigo borracho, ¿sabe?, que en la puerta de la iglesia pide por un Dios en el que ya no cree... No, señor. Volver así, no. Ella, Mayenko, se murió hace mucho, y mejor si allá piensan que yo también me morí hace mucho... –hizo una pausa, ahora hablaba como quien escupe–. Yo me jugué la plata que había juntado para hacerla venir, ¿sabe?, y entonces ella se murió. Esperando. ¿No ve que todo es una porquería, señor? 
   La palabra es una caricatura miserable. Quién puede explicar con palabras, aunque este contando su propia vida, todo lo que induce a un hombre a entregarse, a venderse todos los días un poco, hasta llegar a ser como vos, viejo. Cuántas pequeñas canalladas, cuántas porquerías imperceptibles, forman esa otra gran porquería de la que él habló: el alma. Pobre alma de miserables tipos que ya han dejado de ser hombres y son bestias, bestias caídas, arrodilladas de humillación. Dijiste: 
   – Qué vergüenza, señor. 
   Eso dijo: qué vergüenza. Y después agregó no poder matarse.

   Para el viejo Franta yo era algo así como un millonario, tal vez un poco desequilibrado y algo artista (mis ropas, la manía que tengo de escribir en los tugurios, y acaso el candelabro, le habían hecho suponer semejante desatino), yo era un loco con plata, digo, que buscaba literatura en los bajos fondos de Buenos Aires. 
   Y entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella idea que, más tarde, se transformaría en un colosal engaño. Pero antes quiero decir algo: miento prodigiosamente. Y es natural. La fantasía del que está solo se desarrolla, a veces, como una corcova de la imaginación, un poco monstruosamente; con ella elabora un universo tramposo, exclusivo, inverificable que –como el creado por Dios– suele acabar aniquilándose a si mismo. El suicidio o la locura son dos formas del Apocalipsis individual: la venganza de la soledad.
   Pero este es otro asunto. Lo que quería explicar es que amo la mentira, la adoro, me alimento de ella y ella es, si tengo alguna, mi mayor virtud. Miento, de proponérmelo, con maestría ejemplar, casi genialmente. Y esta noche puse toda mi alma en el engaño. 
   El me creía rico y caprichoso, pues bien: lo fui. A medida que yo hablaba bebíamos sin interrupción, y a medida que bebíamos, mi palabra se hacía más exacta, más convincente, más brillante. Lo engañe, pobre viejo, lo engañe y lo emborraché como si fuera un chico. De todos modos, no puedo arrepentirme de esto. 
   Conté una historia inaudita, febril, en la que yo era (como él quiso) uno que no entraría aunque un escuadrón de camellos se paseara por el ojo de la aguja. Mi fortuna venía de generaciones. Jamás, ni con el más prolijo y concienzudo derroche, podría desembarazarme de ella; esta forma de vivir que yo llevaba –él lo había adivinado– no era más que una extravagancia, una manera de quitarme el aburrimiento. El viejo, poco a poco, empezó a odiarme. Y yo, mientras improvisaba, iba llenando una y otra vez nuestras copas. Ennoblecida por el alcohol, la idea aquella se gestaba cada vez más precisa, fascinante, yo haría feliz a ese pobre diablo. Aunque todavía no sabía cómo.
   De pronto dijo: 
   –Pero, ¿por qué señor, por qué...? 
   No acabó de hablar: no se atrevió. Entendí que en ese instante me aborrecía con toda
su alma. Ah, si él, el mugriento vagabundo, hubiese tenido una parte, apenas una parte de mi supuesta fortuna. Sí, yo sabía que él pensaba esto; yo sabía que ahora
   solo pensaba en una aldea lejana, en un chico de mirada transparente y pelo como trigo joven. Sin responder, me puse de pie. Fui a buscar las dos últimas botellas que nos quedaban. 
   Le estaba dando la espalda ahora, pero podía verlo: inconscientemente su mano se había cerrado sobre el mango de un cuchillo que había sobre la mesa, pobre viejo. Ni siquiera pensaba que, de una sola bofetada, yo podía arrojarlo a la calle despatarrado por la escalera. Empezaba, el también, a ser una persona. 
   De golpe, volví a la mesa: sus dedos se apartaron. 
   Dije: 
   –¿Sabés por qué? ¿Querés saber por qué?... 
   Bebimos. Hubo un silencio durante el cual miré rectamente sus ojos; después, bajando la cabeza como aplastado por el peso de lo que iba a decir, agregué con brutalidad: 
   –¿Sabés lo que es el cáncer, vos? 
   El viejo me miraba. Apoyé las manos sobre la mesa y, con mi cara al nivel de la suya, dije: 
   – Por eso. Porque yo también soy un pobre infeliz que no se anima a partirse la cabeza contra una pared. 
   El viejo, que me había estado mirando todo el tiempo, de pronto comprendió lo que yo quería decir y sus ojos se hicieron enormes.
   Concluí secamente: 
   – Por eso. 
   – Quiere decir... 
   – Quiero decir que estás hablando con uno que ya se murió. ¿Entendés? Y entonces, ni toda mi plata ni toda la plata de veinte como yo, van a poder resucitarme –me erguí, hablaba con voz serena y contenida–. Por eso vivo lo poco que me queda como mejor me cuadra. Yo no pertenezco al mundo, viejo. El mundo es de ustedes, los que pueden proyectar cosas, lo que tienen derecho a la esperanza, o a la mentira. Yo soy menos que un cadáver. 
   Mis últimas palabras eran tal vez demasiado teatrales, pero Franta no podía advertirlo. 
   – Calle usted, señor... –murmuró aterrado. 
   Entonces, súbitamente, di el toque final a la idea que me torturaba: 
   – Un cadáver –dije con voz ronca– que ahora, por una casualidad en la que se adivina la mano de Dios, acaba de encontrar un motivo para justificarse. 
   De pronto, la noche del puerto se hizo fiesta. En todos los muelles las sirenas empezaron a entonar su histérico salmodio y el cielo reventó de petardos. Brindamos con los ojos húmedos. Fuegos multicolores se abrían en las sombras, desparramando sobre el mundo extravagantes flores de artificio. Fue como si una enloquecida sinfonía universal acompañara mis últimas palabras absurdas y solemnes. 
   – Por Dios, Franta –dije, y creo que gritaba–; por ese Dios en el que vos no creés y que acaba de nacer para todos los hombres, yo te juro que toda mi fortuna servirá para que vuelvas a tu tierra. Es mi reconciliación con el mundo. Vas a volver viejo, y vas a volver como un hombre. 
   La Nochebuena se ardía. Pitos, sirenas y campanas se mezclaban con los perfumes nocturnos y entraban en tumulto por la ventana abierta. A nadie le importaba, es cierto, el muchachito que pataleaba en el pesebre, pero todos querían gozar del minuto de felicidad que les ofrecía, él también, con su maravillosa patraña. En la tierra bajo la estrella, los hombres de buena voluntad se emborrachaban como cerdos y daban alaridos. 
   Franta me miró un instante. Sus ojos brillaban desde lo más profundo, con un brillo que ya no olvidaré nunca: me creía. Me creía ciegamente. En un arrebato de gratitud incontenible me besó las manos y balbuceo llorando: 
– No te olvidaré mientras viva. 
   Me había tuteado. Había dejado de ser la bestia sometida y mustia. Era un hombre: yo había cumplido mi obra. 
Su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa . Estaba borracho de alcohol y de sueños. En esa misma posición, se quedó dormido. Soñaba que volvía a la pequeña aldea de colinas grises y acariciaba unos caballos rubios y miraba unos ojos tan claros como el cielo del mediodía. 
   Con todo cuidado retiré mis manos de entre las suyas, y me levanté, tambaleante. Tu cabeza era suave y blanca, viejo; yo la había acariciado. 
   Después levanté el pesado candelabro de plata. Amorosamente, con una ternura infinita, poniendo toda mi alma en aquel gesto y sin meditar más la idea que desde hacía un segundo me obsesionaba, dije: Feliz Nochebuena, Franta. Y le aplasté el cráneo.
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domingo, 29 de abril de 2012

FRIEDRICH NIETZSCHE

Fenómeno y cosa en sí
Los filósofos suelen situarse ante la vida y la experiencia -ante aquello que denominan el mundo de la apariencia-, como ante un cuadro que estuviese desplegado de una vez por todas y mostrase el mismo acontecer de forma invariablemente fija: ellos opinan que hay que interpretar correctamente este acontecer para de esa manera obtener la esencia que ha producido el cuadro; es decir, la cosa en sí que siempre suele considerarse como la razón suficiente del mundo de la apariencia. Por el contrario, lógicos más estrictos, tras haber dilucidado agudamente el concepto de lo metafísico como el concepto de lo incondicionado y, en consecuencia, también como el de lo incondicionante, han puesto en duda toda conexión entre lo incondicionado (el mundo metafísico) y el mundo que nos es conocido: de modo que en el fenómeno no aparece para nada la cosa en si, y se ha de rechazar, por tanto, todo tipo de conclusión sobre ésta que haya partido de aquél. Por ambas partes, sin embargo, se ha desatendido la posibilidad de que aquel cuadro -eso que ahora para nosotros los hombres significa vida y experiencia-, haya devenido gradualmente, que, en efecto, todavía esté por completo en devenir y que, por ello, no deba ser considerado como cantidad fija de la que fuese lícito sacar, o incluso solamente rechazar, alguna conclusión sobre el autor (la razón suficiente.) Puesto que desde hace milenios hemos visto el mundo con pretensiones morales, estéticas y religiosas, con ciega inclinación, pasión o temor, y nos hemos entregado con placer a las groserías del pensamiento ilógico, por todo ello este mundo se ha convertido poco a poco en tan maravillosamente multicolor, terrible, profundo de significación y lleno de alma que ha tomado color, - pero nosotros hemos sido los coloristas: el intelecto humano ha dejado que el fenómeno apareciera y ha introducido en las cosas sus erróneas concepciones fundamentales. Tarde, muy tarde - vuelve en sí: y ahora el mundo de la experiencia y la cosa en sí le parecen tan extraordinariamente distintos y separados que rechaza que de aquél se saquen conclusiones sobre ésta - o de una forma horriblemente misteriosa exige la renuncia de nuestro intelecto y de nuestra voluntad personal: para llegar a lo esencial haciéndose esencial. Otros, en cambio, han recogido todos los rasgos característicos de nuestro mundo de la apariencia -esto es, de la representación del mundo tramada partiendo de equivocaciones intelectuales y heredada por nosotros-, y en lugar de declarar culpable al intelecto han acusado a la esencia de las cosas de ser la causa de ese efectivo y muy inquietante carácter del mundo y han predicado la redención del ser. - El continuo y laborioso proceso de la ciencia acabará de forma decisiva con todas estas concepciones. Dicho proceso alguna vez celebrará por fin su máximo triunfo mediante una historia de la génesis del pensamiento, cuyo resultado quizá podría resumirse en esta frase: lo que nosotros ahora denominamos mundo es el resultado de muchas equivocaciones y fantasías que se formaron poco a poco en la evolución global de los seres orgánicos, que han crecido entrelazándose y ahora las heredamos como tesoro acumulado de todo el pasado, - como tesoro: porque sobre él descansa el valor de nuestra humanidad. De este mundo de la representación la ciencia estricta sólo nos puede desligar, de hecho, en pequeña medida - y en absoluto es de desear que lo haga, en tanto en cuanto no pueda romper esencialmente la violencia de antiquísimos hábitos de la sensación: la ciencia puede, sin embargo, clarificar poco a poco y paso a paso la historia de la génesis de aquel mundo como representación - y elevarnos, al menos por momentos, por encima de todo el proceso. Quizá reconozcamos entonces que la cosa en sí merece una sonrisa homérica: porque parecía mucho, incluso todo, y propiamente esta vacía, es decir, vacía de significación. 
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sábado, 28 de abril de 2012

DESDE EL ARTE (Parte 1)

Por Helios Buira

1
Durante milenios el hombre intentó dar una explicación acerca del arte.
Hay miles de explicaciones. Unas acuerdan, otras se oponen, contradicen o niegan.
Y así podemos abordar la cantidad de explicaciones que se nos ocurra.
Seguimos aun queriendo dar una respuesta al interrogante sobre el arte.
Pero muchísimos milenios antes que estos miles de años de explicaciones hubo un hombre, uno, primero, que en ese día no le importó qué comería ni con qué se abrigaría ante el frío de la noche; porque tuvo una necesidad distinta. Entonces corrió hacia el muro de la cueva y plasmó una imagen. Fue el comienzo de todo.
Tal vez una puesta de Sol, la lluvia, el color de las hojas -por lo que después diríamos Otoño-, la mirada de alguno de sus cercanos; quizás un dolor o una alegría y por qué no el miedo lo impulsó a saber que había algo distinto. Pero necesario. Y esa necesidad fue la distinción.
Una distinción llena de todos.
Entonces Hölderlin diciendo: "Puesto que existimos como lenguaje. Y podemos oírnos los unos a los otros".
¿Qué llevó a aquel hombre a modificar la pared de la cueva imprimiendo en ella una imagen que aun hoy nos sigue asombrando, colmándonos de emociones?
Porque después de milenios hablamos, discutimos, proponemos una enorme cantidad de argumentos sobre si la obra es el trabajo que el artista hizo o si es en verdad el producto de algo concebido previamente.
Pero aquél; aquél primero ¿Qué? ¿Cómo? ¿Para qué? Pues no había nada antes. No sucedía intelecto, ni memoria, ni inconsciente colectivo, ni la posibilidad de hacer la obra a la manera de, o interpretando a...
No. No era factible algún afano, o robo, o como quieran decir ustedes, respecto de la imagen de otro.
No se hallaban críticos para sostener con argumentos de la razón lo que en verdad se sustenta con sólo mirarlo, percibirlo,  y emocionarse; sólo se sostiene con la razón del sentimiento.
No había marchands que se ocupen de "mover" la obra ni tampoco existía la posibilidad de revistas especializadas en las cuales uno paga la nota y figura como un tipo interesante dentro de la plástica nacional con epítetos como: "novedoso", "audaz", "espontáneo", como si esto hiciese a la obra de arte o mejor dicho al artista.
Si tomamos a Antón Bruckner el pobrecito ni siquiera tendría acceso para escuchar uno de sus conciertos dado su total opuesto a estos términos anteriormente entrecomillados.
Ni que hablar de Jacob Wassermann, con una timidez casi patológica, su falta de sentido de la "realidad" diaria, su despreocupación en cuanto a las cosas que le interesan a las personas "prácticas".
Quiero decir con esto, que allá lejos y hace tiempo no existía alguien que le dijese al cavernícola que su obra era "estupenda", "graciosa", "divertida" o cualquier estupidez con la que hoy en día se cualifica a la obra de un artista.
Y que no necesariamente un artista tiene que ser novedoso, audaz ni espontáneo.
Pregunto: ¿Qué cosa misteriosa hizo que Aquél Primero tuviese la necesidad de grabar su imagen?.
Cuando Rodin creó El Pensador, alguien le observó lo forzado de la postura, ese brazo derecho apoyado sobre la pierna izquierda y el maestro respondió: -"¿Se imagina usted lo que habrá sido el primer pensamiento del primer hombre?.¡Qué momento! ¡Cuánto esfuerzo!".
Qué momento, que instante de eternidad cuando ese pensamiento quedó impreso en la roca para los tiempos.
Un pensamiento libre. Porque aquél hombre nació libre; libre en su espíritu.
Milenios después tuvimos que decir: "La liberación del hombre debe comenzar por la liberación espiritual". Y Bretón tuvo que aconsejar: " "El vertiginoso descenso al interior del espíritu".
Quizá San Agustín, nacido el trece de noviembre del año Trescientos bajo el signo de Escorpio, pueda ayudarnos en algo; escuchemos: 
"Pero Señor. ¿De qué modo hicisteis el Cielo y la Tierra? ¿Cuál fue la máquina de que os servisteis para una obra tan grande?. Porque Vos no hicisteis todo a modo de que el artista hace sus obras, valiéndose de un cuerpo para formar otro cuerpo, comunicándole aquélla figura que el alma voluntariamente y por arbitrio suyo ha trazado en su interior y mirándola con su vista intelectual, consigue en algún modo trasladarla al exterior.
Pues aun esto. ¿Cómo lo podría hacer el alma si Vos no la hubierais hecho a ella?. Fuera de que el alma no imprime aquella forma que tiene imaginada, sino a un cuerpo exterior que ya existía y que tenía su ser substancialmente perfecto como v.gr. a la tierra, a la piedra, al leño, al oro o a otra cualquier materia semejante. ¿Y acaso existirían estos cuerpos, si Vos no los hubierais creado?. Vos, Señor, hicisteis aquel cuerpo de que consta el Artista y el alma que manda y hace trabajar a los miembros de su cuerpo y también la materia en que trabaja y hace alguna cosa; Vos le disteis el ingenio con que aprendiese aquel arte, y conque pudiese ver trazada en su interior la misma obra que él hace y trabaja afuera; Vos le disteis los sentidos corporales por cuyo medio pasa desde el alma a la materia no solamente la idea de aquella obra que exteriormente trabaja, sino también vuelve desde la obra a lo interior del alma la noticia de lo que exteriormente ha trabajado y hecho, para que ella consulte a la Verdad Interior que tiene adentro de sí misma y la preside y gobierna, a ver si está bien o mal hecha aquella obra.
Todas estas cosas os alaban y reconocen como Autor y Creador de todas ellas. Pero ¿Cómo las hicisteis?.¿De qué modo, Dios mío, hicisteis el Cielo y la Tierra?.
Bien cierto es que no hicisteis el Cielo y la Tierra ni en el Cielo ni en la Tierra, ni tampoco en el aire o en las aguas; porque también estas cosas son una parte del Cielo y de la Tierra. Ni el Mundo Universo hicisteis en el mismo Universo Mundo; porque no había donde hacerle, antes de hacerle para que lo hubiese.
Ni teníais cogida en vuestra mano alguna cosa para formar de allí el Cielo y la Tierra; porque ¿De dónde habría de haber venido aquella materia que Vos no hubieseis creado, de la cual hicisteis alguna cosa?. Ni ¿Qué cosa hay que tenga ser alguno que no sea derivado de Vuestro Ser Verdadero?.
Conque Vos solamente dijisteis que fuesen hechas todas las cosas; y con decirlo, todas fueron hechas". (PS 32,9.)

Qué cosas dice este Agustín.
Mientras escucho en el recuerdo al Maestro Adolfo de Ferrari diciéndome: "Con la razón no se pinta, con el alma sí".
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ABRAHAM HABER

De su libro
SÍMBOLOS, HÉROES Y ESTRUCTURAS
Editorial Hachete 1976

El hombre, creador

La Edad Media no creyó en el hombre como ser capaz de crear. Solamente existía un creador, y éste era Dios. El Renacimiento otorgó al artista la categoría de creador. En consecuencia, así como la divinidad platónica había creado el mundo utilizando las matemáticas, así también el artista utiliza el mismo instrumento para crear su obra de arte. Pero las matemáticas llevaban consigo todo el fondo simbólico y metafísico, de modo que en la obra de arte el artista volcó ideas elaboradas ya en la antigüedad.
Pero esta misma imagen contiene los gérmenes de ideas futuras. Una imagen puede encarnar una idea, pero el artista no puede impedir que se deslicen en ella elementos inconscientes que preparen el terreno para nuevas ideas. Aun más. El inconsciente es más activo cuando más activa es la conciencia.
Si bien el inconsciente es creador, no es cuestión de echarse a dormir y esperar que las soluciones vengan solas. A esta comprobación ha llegado Jung. “La experiencia me ha enseñado que cuando se tiene algún conocimiento de la psicología onírica, fácilmente se sobrevalora lo inconsciente, lo cual disminuye la energía consciente. Pero lo inconsciente sólo funciona satisfactoriamente cuando la conciencia cumple su tarea hasta el límite de sus posibilidades. Un sueño puede, quizá, completar lo que todavía falte, o seguir ayudando donde el mejor esfuerzo ha fracasado. Si lo inconsciente en realidad se hubiera superpuesto a la conciencia, ya no se vería en absoluto dónde estaría la ventaja de la conciencia o por qué en última instancia los fenómenos de la conciencia han resultado necesarios” Hay que agotar todo el trabajo consciente para que lo inconsciente ofrezca sus aportes o soluciones.
Efectivamente, las anticipaciones inconscientes de un mundo futuro son más notables en los artistas que han planteado problemas a la conciencia y se empeñaron en darles soluciones. Leonardo Da Vinci nos ofrece un caso ejemplar: investigación conciente y anticipación del futuro.
En el arte del Renacimiento las matemáticas venían conscientemente cargadas de símbolos e ideas, pero en sus imágenes se deslizan los signos de una filosofía y de una ciencia nueva aun no constituida. La ciencia moderna va a usar una matemática despojada de las implicaciones alegóricas y metafísicas. Emplea una matemática puramente cuantitativa, y es esencial en ella la idea de medida. Galileo decía que el libro de la naturaleza estaba escrito en caracteres matemáticos. “… no podemos comprender el libro sin aprender primeramente el lenguaje y los signos en que está escrito. Este lenguaje son las matemáticas, y los signos son triángulos, círculos y otras figuras geométricas”. Pero los primeros que encuadraron la naturaleza en figuras geométricas y midieron el espacio fueron los artistas del siglo XV. Aplicaron a sabiendas las matemáticas, pero en forma inconsciente gestaron una visión que está en la raíz de la nueva actitud científica que iba a encuadrar a la naturaleza dentro de una matemática meramente cuantitativa. Las modalidades de esta visión se hacen más notables en la perspectiva que sistematizaron. En la Edad Media se había utilizado la perspectiva jerárquica que daba a las figuras un tamaño que correspondía a su jerarquía. Se trata de una perspectiva cualitativa.  Para la perspectiva lineal renacentista, santos y demonios, amos y esclavos, tienen el mismo valor en lo que respecta a su tratamiento. Están sometidos a las mismas leyes que especifican su tamaño en la tela según la distancia que los separa del ojo del pintor. La medida, el número, se convierten en una entidad meramente cuantitativa, indiferente a la cualidad del objeto representado.
Descartes, el fundador del idealismo moderno, dirá en la primera regla de su método que únicamente aceptará como verdadero aquello que se presente ante el espíritu tan claro y tan distinto que no haya forma de ponerlo en duda. Claro y distinto significa en Descartes claro y distinto como en los axiomas de las matemáticas. En este caso también el arte del siglo XV trata su imagen en forma tan clara y tan distinta que se convierte en base del placer estético. El arte renacentista anticipa, entonces, la ciencia y la filosofía modernas. Existe entre los pintores, escultores y arquitectos renacentistas, por un lado, y Galileo y Descartes una diferencia aproximada de dos siglos, y quizá puede parecer exagerada nuestra tesis, pero es necesario tener en cuenta que los desplazamientos del inconsciente colectivo son lentos y a veces son  necesarios siglos para que sus formaciones sean asimiladas a la conciencia…
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viernes, 27 de abril de 2012

SANDRO BOTTICELLI

Nació en Florencia, probablemente en 1444, con el nombre de Alesandro di Mariano Filippi. 
Su padre, próspero curtidor, accedió a los deseos de Sandro y le puso como aprendiz junto a su hermano mayor, un joyero apodado «Botticello» (Barrilito). Sandro se vio asociado a este mismo nombre y, un año más tarde, hacia 1460, se convirtió en alumno de Fra Filippo Lippi. Trabajó con Lippi durante cinco años, ayudándole a pintar los frescos de la catedral de Prato, cerca de Florencia.
En el año 1469, trabajó con Antonio y Piero Pollaiuolo, quienes, junto con Verrocchio y Leonardo, ejercieron una gran influencia en Botticelli. De los hermanos Pollaiuolo, Sandro aprendió a expresar las actitudes humanas por medio de un dibujo preciso.
En 1469, Lorenzo de Médicis llegó a Magistrado Supremo de Florencia; su generosidad atrajo a pintores y escultores de toda Italia, y Florencia se convirtió en centro del movimiento renacentista. Botticelli consiguió la protección de Lorenzo y pintó retratos de la madre de Lorenzo y de otros Medicis, adquiriendo así, fama como retratista.
En 1470, Botticelli abrió su propio taller y pintó Fortaleza, una de las «Siete virtudes», como decorado para el Gremio Florentino de Comerciantes.
En 1474, contrató al hijo de Fra Filippo Lippi, Filippino, como aprendiz, y los dos juntos completaron el San Sebastián para una iglesia florentina.
En 1480 y siguientes, pintó frescos en la Capilla Sixtina e ilustró La Divina Comedia de Dante, para Pierfrancesco, el mismo cliente que le encargó El nacimiento de Venus.
La muerte de Lorenzo, en 1492, seguida de la caida de los Médicis dos años más tarde, produjo una crisis moral en Botticelli. Su melancolía poética se convirtió en profundo fervor religioso bajo la influencia del fanático reformista Savonarola, que predicaba contra el paganismo de los Médicis. Después de la ejecución de Savonarola, en 1498, las pinturas de Botticelli mostraron una apasible severidad. Siguió un período de relativa inactividad, el cual se prolongó hasta su muerte en 1510.

Botticelli vivió y pintó en la Florencia del siglo XV, bajo el patrocinio y la actividad intelectual de los Médicis. Lorenzo y Giuliano de Médicis fueron unos entusiastas de la cultura griega y de la filosofía neoplatónica, tendencias que Botticelli adaptó y refinó en una nueva imagen. Mediante el uso de un estilo de línea extremadamente sensible, rico color y sutil modelado, y con su genio para el dibujo decorativo, Botticelli creó obras maestras.
Botticelli consideraba que la pintura debía dedicarse a sus propias investigaciones, dominada por la visión personal del artista. Su énfasis estaba en lo amable y lo lírico, y adquirió fama como unos de los artistas más poéticos de todos los tiempos. Los ritmos ondulatorios, en su tratamiento lineal característico de las formas, fueron la manera de relacionar la cultura de los humanistas, recién surgida, con el antiguo énfasis sobre la fe religiosa, que había prevalecido durante la Edad Media. Incluso las Madonnas de Botticelli rompieron los moldes convencionales y sus rostros adquirieron una expresión etérea, pensativa, lánguida y, en cierto modo, melancólica.
El nacimiento de Venus fue pintado hacia 1486, como decorado para la casa de campo de un primo de Lorenzo de Médicis. Pieza gemela de otra famosa pintura de Botticelli, La Primavera, El nacimiento de Venus fue inspirado por un poema de Poliziano, el poeta favorito de la corte de los Médicis. El poema en sí se basa en una leyenda de las mitologías griega y romana: Venus, diosa del amor, nació de la espuma de las olas frente a las costas de Fenicia, para ser después transportada a Chipre en una concha. En la versión de Botticelle, Venus es mostrada en el tradicional ademán de modestia; en el ángulo superior izquierdo del cuadro, los padres de Venus, Júpiter y Dione, le insuflan la vida. Esta soberbia obra maestra, pintada según la antigua tradición del temple (antes de que la utilización de los colores al óleo se divulgara), puede situarse en el umbral del Renacimiento.

El nacimiento de Venus
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jueves, 26 de abril de 2012

MARTÍN HEIDEGGER

La obra y la verdad
De El origen de la obra de arte

El origen de la obra de arte es el arte. Pero ¿qué es el arte? El arte es real en la obra de arte. Por eso buscamos primero la realidad de la obra. ¿En qué consiste? Las obras de arte muestran siempre su carácter de cosa aunque sea de manera muy diferente. Hemos fracasado en el intento de captar ese carácter de cosa de la obra con ayuda de los conceptos habituales de cosa, y no sólo porque tales conceptos no capten dicho carácter, sino porque con la pregunta por la base de cosa de la obra obligamos a ésta a adentrarse en un concepto previo que nos bloquea cualquier acceso al ser-obra de la obra. No se podrá determinar nada sobre el carácter de cosa de la obra mientras no se haya mostrado claramente la pura subsistencia de la misma.

Pero ¿acaso la obra puede ser accesible en sí misma? Para que pudiera serlo, sería necesario aislarla de toda relación con aquello diferente a ella misma a fin de dejarla reposar a ella sola en sí misma. ¿Y acaso no es ésta la auténtica intención del artista? Gracias a él la obra debe abandonarse a su pura autosubsistencia. Precisamente en el gran arte, que es del único del que estamos tratando aquí, el artista queda reducido a algo indiferente frente a la obra, casi a un simple puente hacia el surgimiento de la obra que se destruye a sí mismo en la creación.

Pues bien, tenemos que las propias obras se encuentran en las colecciones y exposiciones. Pero ¿están allí como las obras que son en sí mismas o más bien como objetos de la empresa artística? En estos lugares se ponen las obras a disposición del disfrute artístico público y privado. Determinadas instituciones oficiales se encargan de su cuidado y mantenimiento. Los conocedores y críticos de arte se ocupan de ellas y las estudian. El comercio del arte provee el mercado. La investigación llevada a cabo por la historia del arte convierte las obras en objeto de una ciencia. En medio de todo este trajín, ¿pueden salir las propias obras a nuestro encuentro?

Las «esculturas de Egina» de la colección de Munich, la Antígona de Sófocles en su mejor edición crítica, han sido arrancadas fuera de su propio espacio esencial en tanto que las obras que son. Por muy elevado que siga siendo su rango y fuerte su poder de impresión, por bien conservadas y bien interpretadas que sigan estando, al desplazarlas a una colección se las ha sacado fuera de su mundo. Por otra parte, incluso cuando intentamos impedir o evitar dichos traslados yendo, por ejemplo, a contemplar el templo de Paestum a su sitio y la catedral de Bamberg en medio de su plaza, el mundo de dichas obras se ha derrumbado.

El derrumbamiento de un mundo o el traslado a otro es algo irremediable, que ya no se puede cambiar. Las obras ya no son lo que fueron. No cabe duda de que siguen siendo ellas las que contemplamos, pero es que ellas mismas son esas que han sido. Como esas que ya han sido, nos hacen frente en el ámbito de la tradición y la conservación. A partir de ese momento ya sólo pueden ser tales objetos. Ciertamente, su manera de hacernos frente es todavía consecuencia de su anterior modo de subsistencia, pero ya no es exactamente eso mismo. Eso, ha huido fuera de ellas. Toda empresa en torno al arte, hasta la más elevada, la que sólo mira por el bien de las obras, no alcanza nunca más allá del ser-objeto de las obras. Ahora bien, el ser-objeto no constituye el ser-obra de las obras.

Pero ¿acaso la obra sigue siendo obra cuando se encuentra fuera de toda relación? ¿Acaso no es propio de la obra encontrarse implicada en alguna relación? Desde luego que sí, pero falta preguntar en qué relación.

¿Cuál es el lugar propio de una obra? El único ámbito de la obra, en tanto que obra, es aquel que se abre gracias a ella misma, porque el ser-obra de la obra se hace presente en dicha apertura y sólo allí. Decíamos que en la obra está en obra el acontecimiento de la verdad. Al poner como ejemplo el cuadro de Van Gogh intentamos darle nombre a ese acontecimiento. A ese fin se planteó la pregunta sobre qué es la verdad y cómo puede acontecer la verdad.

Ahora vamos a plantear esa misma cuestión de la verdad teniendo en cuenta la obra, pero para familiarizarnos con lo que encierra la cuestión será necesario volver a hacer visible el acontecimiento de la verdad en la obra. A este propósito elegiremos con toda intención una obra que no se inscribe dentro del arte figurativo.

Un edificio, un templo griego, no copia ninguna imagen. Simplemente está ahí, se alza en medio de un escarpado valle rocoso. El edificio rodea y encierra la figura del dios y dentro de su oculto asilo deja que ésta se proyecte por todo el recinto sagrado a través del abierto peristilo. Gracias al templo, el dios se presenta en el templo. Esta presencia del dios es en sí misma la extensión y la pérdida de límites del recinto como tal recinto sagrado. Pero el templo y su recinto no se pierden flotando en lo indefinido. Por el contrario, la obra-templo es la que articula y reúne a su alrededor la unidad de todas esas vías y relaciones en las que nacimiento y muerte, desgracia y dicha, victoria y derrota, permanencia y destrucción, conquistan para el ser humano la figura de su destino. La reinante amplitud de estas relaciones abiertas es el mundo de este pueblo histórico; sólo a partir de ella y en ella vuelve a encontrarse a sí mismo para cumplir su destino.

Allí alzado, el templo reposa sobre su base rocosa. Al reposar sobre la roca, la obra extrae de ella la oscuridad encerrada en su soporte informe y no forzado a nada. Allí alzado, el edificio aguanta firmemente la tormenta que se desencadena sobre su techo y así es como hace destacar su violencia. El brillo y la luminosidad de la piedra, aparentemente una gracia del sol, son los que hacen que se torne patente la luz del día, la amplitud del cielo, la oscuridad de la noche. Su seguro alzarse es el que hace visible el invisible espacio del aire. Lo inamovible de la obra contrasta con las olas marinas y es la serenidad de aquélla la que pone en evidencia la furia de éstas. El árbol y la hierba, el águila y el toro, la serpiente y el grillo sólo adquieren de este modo su figura más destacada y aparecen como aquello que son. Esta aparición y surgimiento mismos y en su totalidad, es lo que los griegos llamaron muy tempranamente Fæsiw. La fisis ilumina al mismo tiempo aquello sobre y en lo que el ser humano funda su morada. Nosotros lo llamamos tierra. De lo que dice esta palabra hay que eliminar tanto la representación de una masa material sedimentada en capas como la puramente astronómica, que la ve como un planeta. La tierra es aquello en donde el surgimiento vuelve a dar acogida a todo lo que surge como tal. En eso que surge, la tierra se presenta como aquello que acoge.

La obra templo, ahí alzada, abre un mundo y al mismo tiempo lo vuelve a situar sobre la tierra, que sólo a partir de ese momento aparece como suelo natal. Los hombres y los animales, las plantas y las cosas, nunca se dan ni se conocen como objetos inmutables para después proporcionarle un marco adecuado a ese templo que un buen día viene a sumarse a todo lo presente. Estaremos más cerca de aquello que es si pensamos todo a la inversa, a condición, claro está, de que estemos preparados previamente para ver cómo se vuelve todo hacia nosotros de otra manera. Porque pensar desde la perspectiva inversa, sólo por hacerlo, no aporta nada.

Es el templo, por el mero hecho de alzarse ahí en permanencia, el que le da a las cosas su rostro y a los hombres la visión de sí mismos. Esta visión sólo permanece abierta mientras la obra siga siendo obra, mientras el dios no haya huido de ella. Lo mismo le ocurre a la estatua que le consagra al dios el vencedor de la lucha. No se trata de ninguna reproducción fiel que permita saber mejor cuál es el aspecto externo del dios, sino que se trata de una obra que le permite al propio dios hacerse presente y que por lo tanto es el dios mismo. Lo mismo se puede decir de la obra hecha con palabras. En la tragedia no se muestra ni se representa nada, sino que en ella se lucha la batalla de los nuevos contra los antiguos dioses. Desde el momento en que la obra de la palabra se introduce en los relatos del pueblo, ya no habla sobre dicha batalla, sino que transforma el relato del pueblo de tal manera que, desde ese momento, cada palabra esencial lucha por sí misma la batalla y decide qué es sagrado o profano, grande o pequeño, atrevido o cobarde, noble o huidizo, señor o esclavo (vid. Heráclito, frag. 53).

Entonces ¿en qué consiste el ser-obra de la obra? Sin apartar nunca nuestra mirada de lo que acabamos de indicar de manera bastante imperfecta, vamos a comenzar por aclarar un poco dos rasgos esenciales de la obra. A tal fin, partiremos de eso tan conocido que sobresale en la superficie del ser-obra, el carácter de cosa, el cual proporciona un punto de apoyo a nuestro proceder habitual respecto a la obra.

Cuando se lleva una obra a una colección o exposición también se suele decir que se instala la obra. Pero este instalar es esencialmente diferente a una instalación en el sentido de la construcción de un edificio, la erección de una estatua o la representación de una tragedia con ocasión de una fiesta. Ese instalar es erigir en el sentido de consagrar y glorificar. Instalar no significa aquí llevar simplemente a un sitio. Consagrar significa sacralizar en el sentido de que, gracias a la erección de la obra, lo sagrado se abre como sagrado y el dios es llamado a ocupar la apertura de su presencia. De la consagración forma parte la glorificación, en tanto que reconocimiento de la dignidad y el esplendor del dios. Dignidad y esplendor no son propiedades junto a las cuales o detrás de las cuales se encuentre además el dios, sino que es en la dignidad y en el esplendor donde se hace presente el dios. En los destellos de ese esplendor brilla, es decir, se aclara, aquello que antes llamamos mundo. Erigir quiere decir abrir la rectitud, en el sentido de esa medida que orienta a lo largo del trayecto y bajo cuya forma lo esencial nos da las directrices. Pero ¿por qué la instalación de la obra es un erigirse que consagra y glorifica? Porque la obra exige tal en su ser-obra. ¿Cómo es que la obra exige semejante instalación? Porque es ella misma instaladora en su ser-obra. ¿Qué instala la obra en tanto que obra? Alzándose en sí misma, la obra abre un mundo y lo mantiene en una reinante permanencia.

Ser-obra significa levantar un mundo. Pero ¿qué es eso del mundo? Ya lo indicamos al hablar del templo. Por el camino que tenemos que seguir aquí, la esencia del mundo sólo se deja insinuar. Es más, esta leve indicación se tendrá que limitar a apartar todo aquello que pudiera confundir la visión de lo esencial.

Un mundo no es una mera agrupación de cosas presentes contables o incontables, conocidas o desconocidas. Un mundo tampoco es un marco únicamente imaginario y supuesto para englobar la suma de las cosas dadas. Un mundo hace mundo y tiene más ser que todo lo aprensible y perceptible que consideramos nuestro hogar. Un mundo no es un objeto que se encuentre frente a nosotros y pueda ser contemplado. Un mundo es lo inobjetivo a lo que estamos sometidos mientras las vías del nacimiento y la muerte, la bendición y la maldición nos mantengan arrobados en el ser. Donde se toman las decisiones más esenciales de nuestra historia, que nosotros aceptamos o desechamos, que no tenemos en cuenta o que volvemos a replantear, allí, el mundo hace mundo. La piedra carece de mundo. Las plantas y animales tampoco tienen mundo, pero forman parte del velado aflujo de un entorno en el que tienen su lugar. Por el contrario, la campesina tiene un mundo, porque mora en la apertura de lo ente. Con su fiabilidad, el utensilio le proporciona a este mundo una necesidad y proximidad propias. Desde el momento en que un mundo se abre, todas las cosas reciben su parte de lentitud o de premura, de lejanía o proximidad, de amplitud o estrechez. En el hecho de hacer mundo se agrupa esa espaciosidad a partir de la cual se concede o se niega el favor protector de los dioses. Hasta la fatalidad de la ausencia del dios es una de las maneras en las que el mundo hace mundo.

Desde el momento en que una obra es una obra, le hace sitio a esa espaciosidad. Hacer sitio significa aquí liberar el espacio libre de lo abierto y disponer ese espacio libre en el conjunto de sus rasgos. Este disponer surge a la presencia a partir del citado erigir. La obra, en tanto que obra, levanta un mundo. La obra mantiene abierto lo abierto del mundo. Pero levantar un mundo es sólo uno de los rasgos esenciales del ser-obra de la obra que hay que citar aquí. El rasgo que falta por nombrar intentaremos hacerlo visible de la misma manera, a partir de lo que más sobresale en la superficie de la obra.

Cuando se lleva a cabo una obra a partir de éste o aquel material -piedra, madera, metal, color, lenguaje, sonido-, se dice también que la obra está hecha de tales materiales. Pero así como la obra exige una instalación en el sentido de un erigir consagrador y glorificador, porque el ser-obra de la obra consiste en levantar un mundo, de la misma manera resulta necesaria la elaboración, porque el propio ser-obra de la obra tiene el carácter de la elaboración. La obra, como obra, es en su esencia elaboradora. Pero ¿qué elabora la obra? Sólo lo sabremos si nos fijamos en eso sobresaliente y que comúnmente se llama elaboración de obras.

Levantar un mundo forma parte del ser-obra. ¿Cuál es, desde la perspectiva de esta determinación, la esencia de la obra que normalmente se denomina material? Debido a que se encuentra determinado por la utilidad y el provecho, el utensilio toma a su servicio aquello en lo que él consiste: la materia. A la hora de fabricar un utensilio, por ejemplo, un hacha, se usa y se gasta piedra. La piedra desaparece en la utilidad. El material se considera tanto mejor y más adecuado cuanto menos resistencia opone a sumirse en el ser-utensilio del utensilio. Por el contrario, desde el momento en que levanta un mundo, la obra-templo no permite que desaparezca el material, sino que por el contrario hace que destaque en lo abierto del mundo de la obra: la roca se pone a soportar y a reposar y así es como se torna roca; los metales se ponen a brillar y destellar, los colores a relucir, el sonido a sonar, la palabra a decir. Todo empieza a destacar desde el momento en que la obra se refugia en la masa y peso de la piedra, en la firmeza y flexibilidad de la madera, en la dureza y brillo del metal, en la luminosidad y oscuridad del color, en el timbre del sonido, en el poder nominal de la palabra.

Aquello hacía donde la obra se retira y eso que hace emerger en esa retirada, es lo que llamamos tierra. La tierra es lo que hace emerger y da refugio. La tierra es aquella no forzada, infatigable, sin obligación alguna. Sobre la tierra y en ella, el hombre histórico funda su morada en el mundo. Desde el momento en que la obra levanta un mundo, crea la tierra, esto es, la trae aquí. Debemos tomar la palabra crear en su sentido más estricto como traer aquí. La obra sostiene y lleva a la propia tierra a lo abierto de un mundo. La obra le permite a la tierra ser tierra.

Pero ¿por qué traer aquí la tierra tiene que suponer que la obra se retire dentro de ella? ¿Qué es entonces la tierra, para que acceda al desocultamiento de semejante manera? La piedra pesa y manifiesta su pesadez. Pero al confrontarnos con su peso, la pesadez se vuelve al mismo tiempo impenetrable. Si a pesar de todo partimos la roca para intentar penetrarla, veremos que sus pedazos nunca muestran algo interno y abierto, sino que la piedra se vuelve a refugiar en el acto en la misma sorda pesadez y masa de sus pedazos. Si intentamos captar la pesadez de otra manera -esto es, depositando la piedra sobre una báscula-, lo único que conseguiremos es introducirla en el mero cálculo de un peso. Esta determinación de la piedra, tal vez muy exacta, no es más que un número, mientras que el peso se nos ha hurtado. El color luce y sólo quiere lucir. Si por medio de sabias mediciones lo descomponemos en un número de vibraciones, habrá desaparecido. Sólo se muestra cuando permanece sin descubrir y sin explicar. Asimismo, la tierra hace que se rompa contra sí misma toda posible intromisión. Convierte en destrucción toda curiosa penetración calculadora. Por mucho que dicha intromisión pueda adoptar la apariencia del dominio y el progreso, bajo la forma de la objetivación técnico-científica de la naturaleza, con todo, tal dominio no es más que una impotencia del querer. La tierra sólo se muestra como ella misma, abierta en su claridad, allí donde la preservan y la guardan como ésa esencialmente indescifrable que huye ante cualquier intento de apertura; dicho de otro modo, la tierra se mantiene constantemente cerrada. Todas las cosas de la tierra, y ella misma en su totalidad, fluyen en una recíproca consonancia. Pero este fluir no es una manera de borrarse. Lo que aquí fluye es la corriente de la delimitación que reposa en sí misma y limita en su presencia a todo lo que se presenta. Así, cada una de las cosas que se cierran en sí mismas se desconocen en la misma medida. La tierra es aquello que se cierra esencialmente en sí mismo. Traer aquí la tierra significa llevarla a lo abierto, en tanto que aquello que se cierra a sí mismo.

Al retirarse ella misma a la tierra, la obra trae aquí la tierra. Pero el cerrarse de la tierra no es uniforme e inmóvil, sino que se despliega en una inagotable cantidad de maneras y formas sencillas. Es verdad que el escultor usa la piedra de la misma manera que el albañil, pero no la desgasta. En cierto modo esto sólo ocurre cuando la obra fracasa. También es verdad que el pintor usa la pintura, pero de tal manera que los colores no sólo no se desgastan, sino que gracias a él empiezan a lucir. También el poeta usa la palabra, pero no del modo que tienen que usarla los que hablan o escriben habitualmente desgastándola, sino de tal manera que gracias a él la palabra se torna verdaderamente palabra y así permanece.

En ningún lugar de la obra está presente algo semejante a un material. Hasta es dudoso si cuando determinamos esencialmente al utensilio, caracterizando como materia aquello de lo que se compone, acertamos con su esencia de utensilio.

Levantar un mundo y traer aquí la tierra son dos rasgos esenciales del ser-obra de la obra. Ambos pertenecen a la unidad del ser-obra. Nosotros buscamos dicha unidad cuando pensamos la subsistencia de la obra e intentamos decir esa cerrada quietud propia del reposar en sí mismo.

Aunque los citados rasgos esenciales tienen su parte de acierto, lo único que hemos logrado ha sido dar a conocer un acontecer de la obra, pero en absoluto su reposo. En efecto, ¿qué es el reposo, sino lo contrario del movimiento? Pero hay que tener en cuenta que no se trata de una manera de ser lo contrario que excluya al movimiento, sino que lo incluye. Sólo lo que se mueve puede alcanzar el reposo. Según sea el movimiento, así será el reposo. Cierto que en el movimiento entendido como mero cambio de lugar de un cuerpo el reposo no es más que el caso límite del movimiento, pero si el reposo incluye el movimiento también puede haber un reposo constituido por una interna agrupación de movimiento, es decir, máxima movilidad, siempre que el tipo de movimiento exija semejante reposo. El reposo de la obra que reposa en sí misma es de este tipo. Por eso, nos podremos aproximar a este reposo siempre que consigamos captar en una unidad la movilidad del acontecer en el ser-obra. Preguntaremos: ¿qué relación guarda en la propia obra levantar un mundo y traer aquí la tierra?

El mundo es la abierta apertura de las amplias vías de las decisiones simples y esenciales en el destino de un pueblo histórico. La tierra es la aparición, no obligada, de lo que siempre se cierra a sí mismo y por lo tanto acoge dentro de sí. Mundo y tierra son esencialmente diferentes entre sí y, sin embargo, nunca están separados. El mundo se funda sobre la tierra y la tierra se alza por medio del mundo. Pero la relación entre el mundo y la tierra no va a morir de ningún modo en la vacía unidad de opuestos que no tienen nada que ver entre sí. Reposando sobre la tierra, el mundo aspira a estar por encima de ella. En tanto que eso que se abre, el mundo no tolera nada cerrado, pero por su parte, en tanto que aquella que acoge y refugia, la tierra tiende a englobar al mundo y a introducirlo en su seno.

Este enfrentamiento entre el mundo y la tierra es un combate. Confundimos con demasiada ligereza la esencia del combate asimilándolo a la discordia y la riña y por lo tanto entendiéndolo únicamente como trastorno y destrucción. Sin embargo, en el combate esencial, los elementos en lucha se elevan mutuamente en la autoafirmación de su esencia. La autoafirmación de la esencia no consiste nunca en afirmarse en un estado casual, sino en abandonarse en el oculto estado originario de la procedencia del propio ser. En el combate, cada uno lleva al otro por encima de sí mismo. De este modo, el combate se torna cada vez más combativo, más propiamente eso que verdaderamente es. Cuanto más duramente se supera a sí mismo y por sí, tanto más implacablemente se abandonan los contendientes a la intimidad de un simple pertenecerse a sí mismo. Para aparecer ella misma como tierra en el libre aflujo de su cerrarse a sí misma, la tierra no puede prescindir de lo abierto del mundo. Por su parte, el mundo tampoco puede deshacerse de la tierra sí es que tiene que fundarse sobre algo decidido como reinante amplitud y vía de todo destino esencial.

Desde el momento en que la obra levanta un mundo y trae aquí la tierra, se convierte en la instigadora de ese combate. Pero esto no sucede para que la obra reduzca y apague de inmediato la lucha por medio de un insípido acuerdo, sino para que la lucha siga siendo lucha. Al levantar un mundo y traer aquí la tierra, la obra enciende esa lucha. El ser-obra de la obra consiste en la disputa del combate entre el mundo y la tierra. Es precisamente porque la lucha llega a su punto culminante en la simplicidad de la intimidad por lo que la unidad de la obra ocurre en la disputa del combate. La disputa del combate consiste en agrupar la movilidad de la obra, que se supera constantemente a sí misma. Por eso, es en la intimidad del combate donde tiene su esencia el reposo de la obra que reposa en sí misma.

Sólo podemos llegar a saber qué es lo que obra en la obra a partir de este reposo de la obra. Hasta ahora, decir que era la verdad la que operaba en la obra de arte era una afirmación preconcebida. ¿Hasta qué punto ocurre en el ser-obra de la obra, o mejor dicho ahora, hasta qué punto ocurre en la disputa del combate entre el mundo y la tierra la verdad? ¿Qué es la verdad?

La negligencia con que usamos esta palabra fundamental nos indica lo pequeño e imperfecto que es nuestro conocimiento sobre la esencia de la verdad. Cuando decimos verdad solemos referirnos a esta y aquella verdad, es decir, a algo verdadero. Un conocimiento expresado en una frase puede ser verdadero. Pero no nos limitamos a decir que una frase es verdadera, sino que también lo decimos de una cosa, del oro verdadero por oposición al oro falso. Verdadero significa en este caso lo mismo que auténtico, oro efectivamente real. ¿Qué quiere decir aquí eso de real? Para nosotros es real lo que es de verdad. Es verdadero lo que corresponde a algo real y es real lo que es de verdad. Una vez más, el círculo se ha cerrado.

¿Qué significa ‘de verdad’? La verdad es la esencia de lo verdadero. ¿En qué pensamos aquí cuando decimos esencia? Normalmente entendemos por esencia eso común en lo que coincide todo lo verdadero. La esencia se presenta en un concepto de género y generalidad que representa ese uno que vale igualmente para muchos. Pero esta esencia de igual valor (la esencialidad en el sentido de essentia) sólo es la esencia inesencial. ¿En qué consiste la esencia esencial de algo? Probablemente reside en lo que lo ente es de verdad. La verdadera esencia de una cosa se determina a partir de su verdadero ser, a partir de la verdad del correspondiente ente. Lo que ocurre es que ahora no estamos buscando la verdad de la esencia, sino la esencia de la verdad. Nos encontramos ante un curioso enredo. ¿Se trata sólo de un asunto curioso, tal vez incluso sólamente de la vacía sutileza de un juego de conceptos, o se trata por el contrario de un abismo?

Verdad significa esencia de lo verdadero. Pensamos la verdad recordando la palabra que usaban los griegos. Al®yeia significa el desocultamiento de lo ente. Pero ¿es esto una definición de la esencia de la verdad? ¿No estaremos haciendo pasar una mera transformación en el uso de la palabra -desocultamiento en lugar de verdad- por una caracterización del asunto? En efecto, no deja de ser un simple intercambio de nombres mientras no nos enteremos de qué es lo que ha ocurrido para que haya sido necesario decir la esencia de la verdad con la palabra desocultamiento.

¿Es necesario para ello una renovación de la filosofía griega? En absoluto. Suponiendo que fuera posible semejante imposibilidad, una renovación no nos serviría de nada, porque la historia oculta de la filosofía griega consiste desde sus inicios en que no permanece conforme a la esencia de la verdad ilustrada mediante la palabra Žl®yeia y por lo tanto su saber y decir sobre la esencia de la verdad tiene que trasladarse cada vez en mayor medida a la explicación de una esencia, derivada, de la verdad. La esencia de la verdad como Žl®yeia permanece impensada tanto en el pensamiento griego como, sobre todo, en la filosofía posterior. Para el pensar, el desocultamiento es lo más oculto de la existencia griega, pero al mismo tiempo es lo que desde muy temprano determina toda la presencia de lo presente.

Pero ¿por qué no nos conformamos con la esencia de la verdad que nos resulta familiar desde hace siglos? Verdad significa hoy y desde hace tiempo concordancia del conocimiento con la cosa. Sin embargo, para que el conocer y la frase que conforma y enuncia el conocimiento puedan adecuarse a la cosa, para que la propia cosa pueda llegar a ser la que fije previamente el enunciado, dicha cosa debe mostrarse como tal. ¿Y cómo se puede mostrar si no es emergiendo ella misma de su ocultamiento, si no es situándose en lo no oculto? La proposición es verdadera en la medida en que se rige por lo que no está oculto, es decir, por lo verdadero. La verdad de la proposición es y será siempre únicamente esa corrección. Los conceptos críticos de verdad, que desde Descartes parten de la verdad como certeza, son simples transformaciones de la determinación de la verdad como corrección. Ahora bien, esta esencia de la verdad que nos resulta tan habitual y que consiste en la corrección de la representación, surge y desaparece con la verdad como desocultamiento de lo ente.

Cuando aquí y en otros lugares entendemos la verdad como desocultamiento, no nos estamos limitando a refugiarnos en una traducción más literal de una palabra griega. Estamos indagando qué elemento no conocido y no pensado puede subyacer a esa esencia de la verdad, en el sentido de corrección, que nos resulta familiar y por lo tanto está desgastada. En algunos momentos consentimos en confesar que, desde luego, a fin de demostrar y comprender lo correcto (la verdad) de un enunciado, no nos queda otro remedio que apelar a algo que ya es evidente. Este presupuesto es, en efecto, inexcusable. Mientras hablemos y opinemos así, seguiremos entendiendo la verdad únicamente como una correc­ción que, ciertamente, precisa de un presupuesto que nosotros mismos imponemos sólo Dios sabe cómo y por qué razón.

Pero no es que nosotros presupongamos el desocultamiento de lo ente, sino que éste mismo (el ser) nos instala en una esencia tal que en nuestra representación siempre permanecemos inmer­sos en el seno del desocultamiento y supeditados a él. No es sólo aquello por lo que se guía un conocimiento lo que de alguna mane­ra debe estar no oculto, sino que todo el ámbito en el que se mue­ve este «guiarse según algo», así como aquello por lo que la ade­cuación de la proposición a la cosa se torna evidente, deben tener lugar como totalidad en lo no oculto. Nosotros mismos, con todas nuestras exactas representaciones, no seríamos nada y ni siquiera podríamos presuponer que hay algo manifiesto por lo que nos guiamos, si el desocultamiento de lo ente no nos hubiera expuesto ya en ese claro en el que entra para nosotros todo ente y del que todo ente se retira.

Pero ¿cómo sucede esto? ¿Cómo ocurre la verdad en tanto que desocultamiento? Antes de contestar hay que decir con mayor claridad qué es el desocultamiento mismo.

Las cosas y los seres humanos son, los dones y los sacrificios son, los animales y las plantas son, el utensilio y la obra son. Lo ente está en el ser. Una velada fatalidad suspendida entre lo divino y lo contrario a lo divino recorre el ser. Gran parte de lo ente escapa al dominio del hombre; sólo se conoce una pequeña parte. Lo conocido es una mera aproximación y la parte dominada ni siquiera es segura. El ente nunca se encuentra en nuestro poder ni tan siquiera en nuestra capacidad de representación, tal como sería fácil imaginar. Parece que si pensamos toda esta totalidad en una unidad, podremos captar todo lo que es, aunque sea de manera bastante burda.

Y sin embargo por encima y más allá de lo ente, aunque no le­jos de él, sino ante él, ocurre otra cosa. En medio de lo ente en su totalidad se presenta un lugar abierto. Hay un claro. Pensado desde lo ente, tiene más ser que lo ente. Así pues, este centro abierto no está rodeado de ente, sino que el propio centro, el claro, rodea a todo lo ente como esa nada que apenas conocemos.

Lo ente sólo puede ser como ente cuando está dentro y fuera de lo descubierto por el claro. Este claro es el único que proporciona y asegura al hombre una vía de acceso tanto al ente que no somos nosotros mismos como al ente que somos nosotros mismos. Gracias a este claro lo ente está no oculto en una cierta y cambiante medida. Pero incluso oculto lo ente sólo puede ser en el espacio que le brinda el claro. Todo ente que se topa con nosotros y camina con nosotros mantiene este extraño antagonismo de la presencia, desde el momento en que al mismo tiempo se mantiene siempre retraído en un ocultamiento. El claro en el que se encuentra lo ente es, en sí mismo y al mismo tiempo, encubrimiento. Pero el encubrimiento reina en medio de lo ente de dos maneras.

Lo ente se niega a nosotros hasta ese punto único, y en apa­riencia mínimo, que nos encontramos particularmente cuando ya no podemos decir de lo ente más que es. El encubrimiento como negación no es sólo ni en primer lugar el límite que se le pone cada vez al conocimiento, sino el inicio del claro de lo descubierto. Pero, al mismo tiempo, dentro de lo descubierto por el claro también hay encubrimiento, aunque desde luego de otro tipo. Lo ente se desliza ante lo ente, de tal manera que el uno oculta con su velo al otro, que éste oscurece a aquél, que lo poco tapa a lo mucho, que lo singular niega el todo. Aquí, el encubrir no es un simple negar: lo ente aparece, pero se muestra como algo diferente de lo que es.

Este encubrir es un modo de disimular. Si lo ente no disimulara a lo ente no podríamos errar ni equivocarnos en lo relativo a él, no podríamos desorientarnos y perdernos y, por consiguiente, nunca nos equivocaríamos de medida. El hecho de que lo ente pueda engañarnos como apariencia es la condición para que nosotros podamos equivocarnos y no a la inversa.

El encubrimiento puede ser una negación o una mera disimulación. Nunca tenemos la certeza directa de que sea lo uno o lo otro. El encubrimiento se encubre y disimula a sí mismo. Esto quiere decir que el lugar abierto en medio de lo ente, el claro, no es nunca un escenario rígido con el telón siempre levantado en el que se escenifique el juego de lo ente. Antes bien, el claro sólo acontece como ese doble encubrimiento. El desocultamiento de lo ente no es nunca un estado simplemente dado, sino un acontecimiento. El desocultamiento (la verdad) no es ni una propiedad de las cosas en el sentido de lo ente ni una propiedad de las proposiciones.

En el ámbito más próximo de lo ente nos creemos en casa. Lo ente es familiar, seguro, inspira confianza. Pero sin embargo hay un constante encubrimiento que recorre el claro bajo la doble forma de la negación y el disimulo. Lo seguro en el fondo no es seguro, sino algo completamente inseguro. La esencia de la verdad, esto es, la esencia del desocultamiento está completamente dominada por una abstención. Ahora bien, esta abstención no es un defecto ni un fallo, como si la verdad fuera un vano desocultamiento que se hubiera desprendido de todo lo oculto. Si pudiera ser eso, la verdad dejaría de ser ella misma. A la esencia de la verdad en tanto que esencia del desocultamiento le pertenece necesariamente esta abstención según el modo de un doble encubrimiento. La verdad es en su esencia no-verdad. Decimos esto así para mostrar de un modo tajante, y tal vez algo chocante, que la abstención bajo el modo del encubrimiento forma parte del desocultamiento como claro. Por el contrario, el enunciado que reza: la esencia de la verdad es la no-verdad, no quiere decir que la verdad sea en el fondo falsedad. Asimismo, tampoco quiere decir que la verdad nunca sea ella misma, sino que, en una representación dialéctica, siempre es también su contrario.

La verdad se presenta como ella misma en la medida en que la abstención encubridora es la que, como negación, le atribuye a todo claro su origen permanente, pero como disimulo, le atribuye a todo claro el incesante rigor de la equivocación. Con la abstención encubridora se pretende nombrar a esa contrariedad que se encuentra en la esencia de la verdad y que, dentro de ella, reside entre el claro y el encubrimiento. Se trata del enfrentamiento de la lucha originaria. La esencia de la verdad es, en sí misma, el combate primigenio en el que se disputa ese centro abierto en el que se adentra lo ente y del que vuelve a salir para refugiarse dentro de sí mismo.

Ese espacio abierto acontece en medio de lo ente. Muestra un rasgo esencial que ya nombramos. A lo abierto le pertenece un mundo y la tierra. Pero el mundo no es simplemente ese espacio abierto que corresponde al claro, ni la tierra es eso cerrado que corresponde al encubrimiento. Antes bien, el mundo es el claro de las vías de las directrices esenciales a las que se ajusta todo decidir. Pero cada decisión se funda sobre un elemento no dominado, oculto, desorientador, pues de lo contrario no sería nunca tal decisión. La tierra no es simplemente lo cerrado, sino aquello que se abre como elemento que se cierra a sí mismo. Mundo y tierra son en sí mismos, según su esencia, combatientes y combativos. Sólo como tales entran en la lucha del claro y el encubrimiento.

La tierra sólo se alza a través del mundo, el mundo sólo se funda sobre la tierra, en la medida en que la verdad acontece como lucha primigenia entre el claro y el encubrimiento. Pero ¿cómo acontece la verdad? Nuestra respuesta es que acontece en unos pocos modos esenciales. Uno de estos modos es el ser-obra de la obra. Levantar un mundo y traer aquí la tierra supone la disputa de ese combate -que es la obra- en el que se lucha para conquistar el desocultamiento de lo ente en su totalidad, esto es, la verdad.

En ese alzarse ahí del templo acontece la verdad. Esto no quiere decir que el templo presente y reproduzca algo de manera exacta, sino que lo ente en su totalidad es llevado al desocultamiento y mantenido en él. El sentido originario de mantener es guardar. En la pintura de Van Gogh acontece la verdad. Esto no quiere decir que en ella se haya reproducido algo dado de manera exacta, sino que en el proceso de manifestación del ser-utensilio del utensilio llamado bota, lo ente en su totalidad, el mundo y la tierra en su juego recíproco, alcanzan el desocultamiento.

En la obra la que obra es la verdad, es decir, no sólo algo verdadero. El cuadro que muestra el par de botas labriegas, el poema que dice la fuente romana, no sólo revelan qué es ese ente aislado en cuanto tal -suponiendo que revelen algo-, sino que dejan acontecer al desocultamiento en cuanto tal en relación con lo ente en su totalidad. Cuanto más sencilla y esencialmente aparezca sola en su esencia la pareja de botas y cuanto menos adornada y más pura aparezca sola en su esencia la fuente, tanto más inmediata y fácilmente alcanzará con ellas más ser todo lo ente. Así es como se descubre el ser que se encubre a sí mismo. La luz así configurada dispone la brillante aparición del ser en la obra. La brillante aparición dispuesta en la obra es lo bello. La belleza es uno de los modos de presentarse la verdad como desocultamiento.

Ahora ya hemos captado con mayor claridad la esencia de la verdad a algunos respectos. Si esto es así, debería estar más claro qué es lo que obra en la obra, pero ocurre que el ser-obra de la obra visible en estos momentos todavía no nos dice nada sobre la realidad más próxima e imperiosa de la obra, sobre el carácter de cosa de la obra. Casi parece como si con la intención exclusiva de captar de la manera más pura posible la subsistencia de la obra hubiéramos olvidado por completo el hecho de que una obra es siempre una obra, es decir, algo efectuado. Si hay algo que distingue a la obra en cuanto obra es, desde luego, el hecho de que la obra ha sido creada. Desde el momento en que la obra es creada y el crear precisa de un medio a partir del cual y en el cual éste crea, también el carácter de cosa entra a formar parte de la obra. Esto es indiscutible, pero todavía sigue abierta la pregunta de cómo entra a formar parte de la obra el hecho de ser algo creado, su ser-creación. Esto sólo puede aclararse analizando dos cuestiones:

1. ¿Qué quiere decir aquí ser-creación y crear a diferencia de fabricar y ser algo fabricado?

2. ¿Cuál es la esencia más íntima de la propia obra, aquella única esencia a partir de la cual es posible sopesar hasta qué punto el ser-creación le pertenece y en qué medida es lo que determina el ser-obra de la obra?

Aquí, crear siempre se ha pensado en relación con la obra. El acontecimiento de la verdad forma parte de la esencia de la obra. La esencia del crear la determinamos por adelantando a partir de su relación con la esencia de la verdad como desocultamiento de lo ente. La pertenencia del ser-creación a la obra sólo puede salir a la luz aclarando la esencia de la verdad de modo aún más originario. Vuelve a replantearse la pregunta por la verdad y su esencia.

Tenemos que replantear esa pregunta si queremos que la frase que dice que es la verdad la que obra en la obra no sea una mera afirmación gratuita.

En realidad es sólo ahora cuando debemos plantearla de manera más esencial: ¿en qué medida se encuentra en la esencia de la verdad una tendencia hacia algo como la obra? ¿Qué esencia tiene la verdad para que pueda ponerse a la obra o incluso, bajo determinadas condiciones, tenga que ponerse a la obra a fin de ser como verdad? Pues bien, este ponerse a la obra de la verdad lo determinamos como la esencia del arte, de modo que nuestra última pregunta reza así:

Qué tiene que ser la verdad, para que pueda acontecer o incluso tenga que acontecer como arte? ¿En qué medida hay arte?
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miércoles, 25 de abril de 2012

ABRAHAM HABER

SÍMBOLOS, HÉROES Y ESTRUCTURAS
Editorial Hachete 1976

Parte 2

La corrupción de la conciencia

El pintor observa a la mujer desnuda que le sirve de modelo. Mueve la cabeza y se queda absorto frente a la tela montada sobre el caballete. Maquinalmente toma el pincel y busca en la paleta un azul luminoso que coloca en el entrecejo, al lado de un amarillo que bordea la cuenca de uno de los ojos. Retrocede un poco, observa, suspira, y medita sobre el efecto conseguido. Mueve la cabeza negativamente y con un trapo húmedo frota las pinceladas que acaba de colocar. Está utilizando una clave media de valores con la cual tiene la intención de traducir la sensación delicada que le produce la bella modelo que posa.  El azul que utilizó es suficientemente luminoso para no romper la clave pero le crea un contraste de colores con el amarillo y el resultado le desagrada. Surge un factor que perturba sus objetivos. Esa sensación de delicadeza que perseguía se ve rota por ese contraste cromático que introduce un factor dramático y que rompe la unidad del cuadro. Así lo siente. Recuerda por otro lado sus estudios en la escuela de bellas artes y concreta mentalmente la imagen del profesor de fundamentos visuales. Recuerda sus enseñanzas: “Una de las combinaciones más desagradables que encontramos en el trabajo de color insiste en reunir distintas formas adyacentes de similar valor lumínico y fuerte contraste de color. Los contrastes cromáticos no deben ser utilizados cuando se trabaja con el valor… el resultado es un conflicto desagradable para la percepción” Su memoria sigue evocando y recuerda que las palabras del profesor se repetían casi literalmente en los libros de texto que circulaban entre los estudiantes. Evidentemente tenía razón. La experiencia que estaba viviendo era una prueba de la verdad que le habían enseñado sus maestros.
El pintor se siente ahora disgustado y desorientado. No sabe ahora qué color utilizar. No se encuentra inspirado y decide interrumpir la sesión.

La escena que acabamos de describir ha sido elaborada especialmente para ilustrar la corrupción de la conciencia, frase acuñada por el filósofo inglés R, G, Collingwood y retomada por su compatriota Herbert Read.
“Una verdadera conciencia, dice Collingwood, es la confesión que nos hacemos a nosotros mismos de nuestros sentimientos, una conciencia falsa sería la que los rechazara, esto es, la que pensara de uno de ellos; ese sentimiento no es mío. ‘Existe una tercera alternativa’. El reconocimiento puede ocurrir abortivamente. Puede intentarse pero fracasar. Es como si metiéramos a un animal salvaje en nuestra casa esperando domesticarlo y después, cuando nos mordiera perdiéramos los estribos y lo dejáramos ir. En vez de amigo lo que hemos metido en la casa se ha hecho un enemigo. Debo tratar de explicar este símil. Primero, dirigimos nuestra atención hacia ciertos sentimientos o tomamos conciencia de ellos. Luego nos asustamos de lo que hemos reconocido: no porque el sentimiento como una impresión alarmante, sino porque la idea en la que nos estamos convirtiendo resulta ser una idea alarmante. No encontramos la manera de dominarlo, nos da miedo seguir perseverando en el intento. Por lo tanto, nos damos por vencidos y dirigimos nuestra atención hacia algo que intimide menos”.
Volvamos a nuestra escena. Nuestro pintor tiene la intención consciente de trasladar a la tela la sensación de refinamiento y delicadeza que le produce la modelo. En un momento de abstracción ha colocado una pincelada que le ha desbaratado su propósito. Pero ¿de dónde ha surgido esa pincelada? ¿Fue un error? ¿Un acto mecánico? Fue borrada, pero ha dejado una huella en la psique del artista y obra de tal manera que lo desorienta y paraliza. Quizá se trate de un sentimiento que proviene de las profundidades de lo inconsciente y que ha tratado de expresarse en esa mancha azul. Posiblemente ese sentimiento está relacionado con la temática que pinta. Conscientemente se ha plantado frente a la modelo decidido a conservar su sensación, como decía Cezanne, pero la mujer desnuda le ha tocado misteriosamente algún sentimiento ubicado en el inconsciente. Quizá la piel satinada o su pose están conectadas con alguna experiencia pasada del pintor que ha sido reprimida. Todo esto ha desencadenado un movimiento afectivo en la intimidad del artista. Podemos ir más lejos aún. El artista es generalmente un ser estrechamente ligado al inconsciente colectivo. La remoción de su inconsciente personal arrastra tras de sí el sedimento milenario de las experiencias del hombre con la mujer. Se ha despertado el arquetipo femenino, la mujer como creadora de vida, pero también como dadora de muerte, la mujer como tierra y como tumba, como hija, hermana y madre. Estas vivencias son numinosas y le han llegado a nuestro pintor como un golpe afectivo que ha tratado de encontrar su forma en la mancha azul y en el desequilibrio provocado en el contexto total de la tela. Pero el hombre no ha reconocido en ella la expresión de un sentimiento suyo. Y no lo reconoce porque choca contra su intención consciente y además viola las enseñanzas de su profesor y de los textos, que han hecho carne en él. Sin embargo se trata de un reconocimiento que ha sido abortado. Había metido un animal salvaje en su jaula pero después le tomó miedo y lo dejó ir. Borró la mancha. Mañana retomará la tela y colocará la pincelada que no rompa las leyes de sus maestros y que conserve la expresión de delicadeza. Pero hay algo más. No se trata únicamente de sujetarse a las normas. También hay que eliminar el miedo. ¿Por qué miedo?
Los grandes cambios de la humanidad se hacen anunciar primero por sentimientos e imágenes. El artista, que es el productor de las imágenes, no sospecha el contenido de ideas que llevan en su seno. El futuro se gesta primero en el inconsciente, se transforma en sentimiento indefinido y se plasma en imágenes. Después vendrá la revolución de las ideas y de las actitudes y con ellas cambios en la escala de valores. El artista, cuyas antenas se hunden en lo desconocido, es el primero que capta aquello que está por venir y que transformará la sociedad. Pero en algunos casos puede presentir que se trata de algo que hará temblar el suelo firme donde se asienta su concepción de la vida y del arte. Son monstruos que surgen del inconsciente, fieras que han entrado con la mancha azul y que ahora quiere ahuyentar porque le mueven el piso.
Collingwood, habla de conciencia corrompida, pero también es posible denominarla conciencia corruptora. En su libro Orígenes e Historia de la conciencia Erich Neumann utiliza la expresión Conciencia cautiva y la ilustra con el ejemplo bíblico de la actitud de Isaac que acepta sin rebelión morir sacrificado por las manos de su padre Abraham.
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