lunes, 10 de septiembre de 2012

NICOLÁS BERDIAEV

SOBRE LA ESENCIA DE LO HISTÓRICO
Capítulo 2

Lo metafísico y lo histórico

La historia no es un dato empírico objetivo, sino un mito. A su vez, el mito no es una invención, sino una realidad, una realidad de orden diferente al del llamado dato empírico objetivo. El mito es el relato (conservado en la memoria popular) de un acontecimiento pasado, un relato que trasciende los límites de la facticidad objetiva exterior y revela la facticidad ideal subjetivo-objetiva. La mitología, de acuerdo con las profundas enseñanzas de Schelling, es la historia primordial de la humanidad. Pero, frente a los mitos que se sumergen en el pasado, nos encontramos con elementos míticos creados por cada época histórica.

Toda gran época histórica, incluso la moderna (tan desfavorable a la mitología) está saturada de mitos, por ejemplo, la época de la Revolución francesa, realizada en un pasado reciente a la clara luz del racionalismo. Su historia está llena de mitos, el primero de los cuales es el mito de la gran Revolución Francesa, que los historiadores respetaron durante mucho tiempo y que sólo más tarde comenzaron a destruir, como hizo, por ejemplo, Taine en su historia de la Revolución. Existen mitos análogos sobre el Renacimiento, la Reforma, el medioevo, para no hablar de épocas históricas más remotas en las que el pensamiento aún no había sido iluminado por la clara luz de la razón.

Es imposible comprender la historia cuando la consideramos como una realidad puramente objetiva, es necesario un nexo interior, profundo, misterioso, con el objeto histórico. No es sólo el objeto el que ha de ser histórico, también ha de serlo el sujeto; es preciso, pues, que el sujeto del conocimiento histórico sienta y descubra en sí mismo lo «histórico». Sólo en la medida en que descubre en sí mismo lo  «histórico», comienza a comprender los grandes períodos de la historia. Sin este nexo, sin una «historicidad» interior, le resultará imposible comprender la historia. La historia exige una fe, no es simplemente una violencia ejercida sobre el sujeto cognoscente por los hechos objetivos exteriores; es un cierto acto de transfiguración del gran pasado histórico, un acto en el cual se realiza la conquista interior del objeto histórico, un proceso interior que crea una unión profunda entre el sujeto y el objeto. Si ambos están separados no puede haber conquista alguna.

Todo esto nos ha llevado a la convicción de que la concepción platónica del conocimiento como reminiscencia ha de ser extendida, con algunas modificaciones, al conocimiento histórico. En efecto, toda aproximación a cualquier gran época histórica sólo es fecunda cuando existe un conocimiento auténtico, cuando es una rememoración interior, una reminiscencia de todo lo que de grande se ha realizado en la historia de la humanidad, cuando tiene lugar una especie de vinculación interior y de identificación entre lo que se realiza en lo más profundo del espíritu cognoscente y lo que ha acontecido en las diferentes épocas históricas.

En virtud de su naturaleza interior, cada hombre es una especie de universo, de microcosmos, en el cual se refleja y habita todo el mundo real y todas las grandes épocas históricas. No es simplemente un exiguo fragmento del universo, sino una especie de vasto mundo, que, para el estado de conciencia de una determinada persona, puede ser aún inaccesible, pero que se abre interiormente a medida que se ilumina y se amplía su conciencia. En este proceso de profundización de la conciencia se revelan todas las grandes épocas históricas, toda la historia del mundo de la que se ocupa la ciencia histórica, que lo criba todo a través de la crítica de las fuentes, de las inscripciones, de la arqueología, etc. Existen motivos externos, ayudas, puntos de partida para la rememoración, pero el hombre ha de conocer la historia en sí mismo. Por ejemplo, para comprender realmente la historia de Grecia ha de sacar a la luz en sí mismo los estratos más profundos del mundo helénico, y lo mismo ha de hacer para entender la historia de Israel. Podemos decir, pues, que en el microcosmos humano se hallan encerradas todas las épocas históricas del pasado y que el hombre no puede sepultarlas bajo los escombros del tiempo y de la existencia histórica más reciente; se las puede cubrir temporalmente, pero nunca sofocar de un modo definitivo.

Este proceso de iluminación y profundización interiores ha de conducir al hombre a sumergirse en las profundidades  de los tiempos a través de estos estratos, pues sumergirse en el tiempo significa sumergirse en sí mismo. El hombre sólo puede encontrar verdaderamente la profundidad de los tiempos en el fondo de sí mismo, pues aquella profundidad no es algo exterior y extraño al hombre, algo que le viene dado e impuesto desde fuera, sino una estratificación profunda en el interior del hombre mismo, que sólo queda relegada a un segundo o tercer plano en virtud de la limitación de la conciencia humana.

Los mitos históricos tienen un significado profundo para este proceso de rememoración. El mito histórico es un relato trasmitido por la memoria popular que nos ayuda a recordar en lo más íntimo de nuestro espíritu un cierto estrato interior ligado a la profundidad de los tiempos. El proceso de alienación del sujeto por el objeto, puesto en marcha por la crítica «iluminista», por la crítica de la conciencia, puede suministrar los materiales para el conocimiento histórico, pero, en la medida en que destruye el mito y separa la profundidad de los tiempos de la profundidad del hombre, disocia también al hombre de la historia.

Todo esto nos conduce a revisar y revalorizar el significado de la tradición, a fin de lograr una comprensión interior de la historia. La tradición histórica, que la crítica quería destruir, nos proporciona el instrumento que hace posible el gran acto recóndito del recordar, pues, en realidad, la tradición histórica no constituye simplemente un impulso externo, un hecho que le viene impuesto al hombre desde fuera y que le es extraño, sino un acto interior, escondido, oculto en lo profundo de su ser, de su misterio íntimo, un hecho a través del cual se conoce a sí mismo y con el cual forma una totalidad indisoluble. Esto no significa en modo alguno que la tradición histórica no esté sujeta a la crítica y que haya de tomarse sin más tal como se presenta, prestándole fe y rechazando cualquier consideración crítica. Por el contrario, pensamos que la crítica histórica aplicada a la tradición ha alcanzado muchos resultados objetivamente inmutables y de indiscutible valor científico, de tal manera que no hay ningún motivo para revisar desde el principio la historia tradicional. Queremos decir más bien que el valor más profundo de la tradición no se basa en que ella cuenta lo que ha acontecido en realidad (por ejemplo, la tradición sobre la fundación de Roma, destruida por Niebuhr y por los historiadores más recientes), sino en que oculta en la memoria popular una alusión, un símbolo de los destinos históricos de este pueblo, símbolo extremadamente importante para construir una filosofía de la historia que comprenda su sentido más profundo. La tradición histórica es algo  más que el conocimiento de la vida histórica, pues en la tradición simbólica se revela la vida interior, la profundidad de la realidad ligada hereditariamente a aquello que el hombre descubre por medio de la autoconciencia espiritual interior. Esta vinculación de la tradición a lo que se descubre a través de la autoconciencia es extremadamente preciosa.

Los hechos exteriores de la historia tienen una enorme importancia, pero para construir la filosofía de la historia es mucho más importante esta misteriosa vida interior, que es continua incluso en medio de la discontinuidad del tiempo exterior. Es justamente esta vida la que nos dice que la historia nos viene dada no desde el exterior, sino desde nuestra propia intimidad, de tal manera que nosotros, al percibir la historia, la construimos en definitiva de un modo muy conexo y dependiente de los estratos interiores de nuestra conciencia, de la amplitud y profundidad interiores de la misma.

Ahora bien, el estado de conciencia y de autoconciencia postulado y presupuesto como el único verdadero por la crítica histórica y la ciencia histórica objetiva es muy limitado y superficial. Aquí radica la aberración de la crítica histórica. En esta última, muchas cosas aparecen como objetivas, irrefutables, convincentes, cuando se las examina de un modo superficial, primario; pero cuando nos situamos a un nivel de conciencia más profundo, las conclusiones de la crítica histórica comienzan a manifestarse como infundadas y problemáticas, pues la realidad más honda yace en la interioridad misma de la realidad histórica. Cuando leemos una obra científica sobre la historia, por ejemplo, sobre la historia de los pueblos antiguos, advertimos claramente que la historia de su cultura ha sido privada definitivamente de su alma, de su vida interior, que sólo se nos muestran como a través de una fotografía y de un esbozo puramente exteriores. Todo ello nos lleva a la conclusión de que la llamada «crítica histórica» representa en la evolución de la historia un simple momento, por el cual hay que pasar, un momento que no es el más esencial, sino el menos profundo, y después del cual el hombre entra en una época totalmente diversa, inicia otras relaciones distintas con el proceso histórico. Entonces cambia y se entiende de un modo nuevo la tradición interior, el mito interior de la historia que había sido rechazado en la época de la crítica histórica.

Como hemos dicho desde el principio, el tema de la historia es el destino del hombre en la vida terrena, y este destino, que se realiza en la historia de los pueblos, viene comprendido, ante todo, como el destino del hombre que conoce espiritualmente. La historia del mundo  de la humanidad tiene lugar no sólo en el objeto, en el macrocosmos, sino también en el microcosmos. Este nexo entre la historia del microcosmos y la del macrocosmos, tan necesario para una metafísica de la historia, supone una excepcional proximidad y una especial relación entre lo «histórico» y lo metafísico. La contraposición entre lo histórico y lo metafísico, que domina ampliamente en la ciencia y en la filosofía y también en ciertas formas de conciencia religiosa, por ejemplo en la hindú, descarta la posibilidad de que lo metafísico se revele en lo histórico, de que el hecho histórico sea algo más que una realidad exterior y empírica y, por consiguiente, lo contrapone metodológicamente a todo lo que es metafísico. Un punto de vista diferente supondría que lo metafísico estuviese inmediatamente presente en lo histórico y se manifestase a través de ello. Como veremos en seguida, este punto de vista es particularmente idóneo para construir una filosofía de la historia y presupone un centro de la historia en donde se reúnen lo metafísico y lo histórico. Como intentaremos demostrar más adelante, sólo en la filosofía cristiana de la historia lo metafísico y lo histórico se aproximan realmente y se identifican. Concebir la tradición como fuente del conocimiento más profundo de la realidad histórica y espiritual significa acogerla como vida interior del espíritu cognoscente y no como autoridad. Si el espíritu humano fuese extraño a esta tradición, ella vendría impuesta desde fuera. He aquí el verdadero concepto de tradición: la tradición es un cierto vínculo libre, espiritual, hereditario al interior del hombre; no es algo trascendente e impuesto al hombre, sino inmanente. Esta concepción nos parece la acertada y la única que nos permite construir una filosofía.

Aproximémonos ahora a la cuestión de la esencia de lo «histórico» desde otras perspectivas, desde otros puntos de vista. ¿De qué manera se ha constituido lo «histórico» a través del devenir de la conciencia humana, de la historia del espíritu humano? ¿Cómo ha llegado la conciencia humana a captar el acontecimiento histórico, el proceso histórico? ¿Cómo ha surgido por primera vez la conciencia de que existe la historia, de que existe una realidad que llamamos mundo, movimiento, proceso histórico?

Para responder a estos interrogantes debemos volvernos hacia el mundo helénico y hebreo. En efecto, los principios helénico y hebreo se hallan en la base misma de la conciencia europea. De su unión nació el mundo cristiano, que reunió en sí mismo de un modo orgánico a los dos grandes mundos de nuestro pasado y abrió una nueva era.

En nuestra opinión, todo estudioso de la  historia debe tener bien claro que la conciencia de la historia fue extraña a la cultura, al mundo y a la conciencia helénicos. En el mundo helénico no existió el concepto de devenir histórico, y los mayores filósofos griegos no pudieron elevarse a un conocimiento de este devenir, de tal manera que en ellos está ausente la filosofía de la historia. Ni en Platón, ni en Aristóteles, ni en ninguno de los grandes filósofos griegos es posible encontrar una comprensión de la historia. A nuestro entender, esto va íntimamente ligado a la concepción y apercepción del mundo vigentes entre los griegos. Éstos contemplaban el mundo desde un punto de vista estético, a saber, como cosmos perfecto y armónico. Los más grandes genios griegos, que representan el espíritu griego en su pleno vigor y no en su debilidad, percibieron el universo de un modo estático, cultivaron una especie de contemplación clásica de las proporciones del cosmos. Todo esto es característico de los pensadores griegos, que eran incapaces de percibir el proceso histórico; lo concebían sin origen, sin término, sin principio, como un círculo que se repite eternamente.

Este carácter cíclico es propio de la Weltanschauung griega, la cual imaginaba la historia como un movimiento circular. La conciencia helénica no se ha vuelto jamás hacia el futuro en el que la historia llega a su término y en el cual han de situarse su centro y su desenlace, sino únicamente hacia el pasado. Una característica de la conciencia helénica es la contemplación de un estado armónico perfecto, que ella no ligaba nunca al futuro. Por eso la conciencia griega no tenía una relación con el futuro capaz de convertirse en punto de partida desde el que fuese posible advertir el proceso histórico y adquirir conciencia de la historia como de un drama en pleno desenvolvimiento. La historia es realmente un drama dividido en varios actos, que tiene su principio, su desarrollo interior, su final, su catarsis, su desenlace. Esta concepción de la historia como tragedia es extraña a la conciencia griega. Para encontrar la conciencia del devenir histórico hemos de acudir a la conciencia y al espíritu del Israel antiguo.

La idea de lo «histórico» fue introducida por los hebreos y, a nuestro entender, la misión fundamental del pueblo hebreo ha sido la de introducir en la historia del espíritu humano esta conciencia del devenir histórico, en lugar del movimiento circular imaginado por los griegos. La conciencia hebrea antigua concebía siempre este proceso en conexión con el mesianismo, con la idea mesiánica. La conciencia hebrea, a diferencia de la helénica, está siempre vuelta hacia el futuro, a lo que ha de venir: es una espera impaciente de algún gran  acontecimiento que había de decidir los destinos de los pueblos, el destino de Israel.

La conciencia hebrea no concebía, pues, la historia universal como un círculo cerrado. La idea misma de historia va asociada a la expectativa de un cierto acontecimiento futuro que constituirá su desenlace. Esta característica de la estructura histórica la constatamos por primera vez en la conciencia hebrea; aquí aparece por vez primera la conciencia de lo «histórico» y por eso debemos buscar la filosofía de la historia no en la filosofía griega, sino en la del hebraísmo. Tal filosofía la encontramos en el libro del profeta Daniel, en donde se contempla el proceso de la historia de la humanidad como un drama que conduce a un determinado final. La interpretación dada por Daniel al sueño de Nabucodonosor es la primera tentativa histórica de construir un esquema de la historia, repetida y ampliada después por la filosofía cristiana de la historia. El profeta Daniel ve cómo Dios castiga a los pueblos a lo largo de la historia y consideraba a Nabucodonosor como instrumento de Dios. Este profetismo de la conciencia hebrea, este estar orientada hacia lo que ha de venir dio lugar no sólo a la filosofía de la historia, sino también a lo «histórico».

Mientras que lo propio del mundo helénico era la contemplación armónica del cosmos, tal contemplación de un cosmos concebido como inmóvil era extraña al mundo hebreo. A éste le fue dado descubrir el drama histórico del destino humano, el drama fundado sobre la realización de un gran acontecimiento en el destino del pueblo hebreo y, a la vez, de toda la humanidad. Esta es la idea mesiánica del antiguo Israel, propiedad exclusiva del pueblo hebreo. La idea mesiánica es la idea específica que el mundo hebreo introdujo en la historia del espíritu humano. Para explicar nuestro pensamiento quisiéramos aducir algunos paralelismos.

¿Cómo se explica el hecho de que los griegos, que enriquecieron la historia del espíritu humano con importantísimos descubrimientos, no conociesen ni comprendiesen la historia, es decir, lo «histórico»? En nuestra opinión la explicación de esto radica en el hecho de que el mundo helénico no conoció propiamente la libertad: ni la religión ni la filosofía griega la comprendieron adecuadamente, rasgo más característico de la configuración espiritual del mundo helénico y de la conciencia a él subyacente es la sumisión al hado. Resulta extraña a este mundo la conciencia de la libertad, del sujeto que hace la historia, sin la cual son imposibles la historia, su devenir, su apercepción. Esto se debe al hecho de que, en el mundo helénico, la forma ha prevalecido siempre sobre el contenido: en el arte, en la  filosofía, en la política, en todos los sectores de la vida helénica, el principio formal prevalece sobre el material, sobre el contenido, al cual va ligado el principio irracional de la vida humana. Este principio irracional es justamente el principio de la libertad, introducido después en el mundo por el cristianismo.

En el mundo cristiano se subraya el contenido y no la forma, y a partir de y juntamente con esto se descubren aquella libertad humana y aquel sujeto creador libre sin el cual no es posible comprender el proceso histórico. En la conciencia cristiana, vinculada a la hebrea en cuanto que ésta última se abre a lo «histórico», se descubre aquella libertad para el mal sin la cual se hace incomprensible el proceso histórico. En efecto, si no existiese la libertad para el mal, para este mal que está ligado a los principios fundamentales de la vida humana, si no existiese este principio tenebroso, tampoco existiría la historia, y el mundo comenzaría no por el principio, sino por el final, por aquel reino de Dios que viene considerado como un cosmos perfecto, como la plenitud del bien y de la belleza. Pero la historia del mundo no tiene como origen este cosmos perfecto, porque comienza por la libertad, por la libertad para el mal. Aquí está el germen del grandioso proceso histórico.

No fue la conciencia helénica la que descubrió la historia, pues su característica fundamental era un volverse hacia la perfección de la forma del cosmos. A nuestro entender, la conciencia aria, puramente abstracta e inclinada hacia el monismo, no puede conciliar en sí lo «metafísico» y lo «histórico». No en vano aquellos pensadores interesantes y singulares que hoy se consideran a sí mismos representantes del espíritu ario, por ejemplo, Chamberlain y el filósofo Drews, de la escuela de Hartmann, establecen una contraposición radical entre lo «metafísico» y lo «histórico». Toda su crítica a la componente semítica del cristianismo se basa en el hecho de que ellos ven en el cristianismo una unión ilícita entre lo metafísico y lo «histórico», se percatan de que en él, lo metafísico se ha incorporado a los hechos históricos, se ha encarnado, se ha fundido con ellos, en resumen, se halla indisolublemente ligado a la historia. Esta conciencia aria no se remite principalmente a la cultura helénica, sino a la hindú, más originaria y quizá más pura y radical, y en ella busca la expresión pura de lo metafísico, perfectamente libre e inmaculado, separado de toda mezcolanza con lo «histórico».

La conciencia hindú es la más antihistórica de cuantas existen en el mundo, y lo mismo ocurre con el destino hindú. Las más profundas creaciones del espíritu hindú no están conectadas en modo alguno con la historia; allí  nunca ha existido una verdadera historia, un auténtico proceso histórico. La vida espiritual del pueblo hindú aparece ante todo como una vida espiritual individual, un destino individual en cuyas profundidades se revela el mundo superior, la Divinidad, a través de un método especial en modo alguno ligado a los destinos históricos. Los hindúes contraponen lo «histórico» a lo metafísico; para el espíritu hindú, el distanciarse y el abstraerse de la realidad histórica es una garantía de la pureza de la conciencia, pues cualquier conexión con ella oscurece el espíritu. Esta incapacidad para unir lo «histórico» y lo metafísico lleva a percibir la historia como una simple concatenación exterior de hechos que no tienen el menor significado interior. El mundo empírico externo, la realidad inferior, el orden inferior, han de ser superados; es necesario renunciar a ellos para poder comprender la verdad de lo metafísico, del mundo espiritual superior, que lleva la impronta del espíritu: se trata, en definitiva, del monismo ario, que suele contraponerse al dualismo característico de la conciencia hebrea, así como de la cristiana.

La filosofía de la historia, por su mismo origen histórico, va indisolublemente ligada a la escatología y nos explica por qué el sentido de lo «histórico» ha nacido en el pueblo hebreo. La escatología es la doctrina del fin de la historia, del desenlace de la historia universal. Esta idea escatológica es absolutamente necesaria para la toma de conciencia y la construcción de la idea de historia, para poder percibir el devenir, el movimiento histórico mismo, que tiene un sentido y se encamina hacia una meta. Sin la idea de esta meta no hay posibilidad de comprender lo que es la historia, pues ésta es, por su misma naturaleza, escatológica, dato que presupone un final que la consuma, un desenlace, una conclusión catastrófica que da comienzo a un mundo y a una realidad nuevos, totalmente diferentes de los que nos presenta la conciencia griega, ajena en cuanto tal a la escatología.

Esto es confirmado históricamente por el hecho de que, entre todos los pueblos antiguos, el hebreo fue el único en poseer el sentido de la historia y del destino histórico. En cualquier caso, el único pueblo con sentido histórico (además del hebreo) es el persa; entre los arios, no existe otro pueblo capaz de percibir la realidad de lo «histórico». Esto viene condicionado por el hecho de que, en su conciencia religiosa, se manifiestan con singular fuerza el momento escatológico y la idea apocalíptica, que ejercieron una gran influencia sobre la apocalíptica hebrea. Los persas fueron los primeros en descubrir el momento  escatológico, y el único pueblo (aparte del hebreo) que contempló el destino histórico desde la perspectiva de un final decisivo. La lucha entre Ormuzd y Ahriman termina en una catástrofe, después de la cual concluye la historia y da comienzo una realidad nueva.

Sin esta perspectiva escatológica es imposible entender el proceso histórico como movimiento. Un movimiento sin la perspectiva del final, sin la escatología, no es historia, no posee un plan, un sentido, una meta interior. A fin de cuentas, un movimiento que no se encamine hacia un fin que lo consume, termina por convertirse, de un modo u otro, en movimiento circular. Por eso la eliminación del sentido inherente al proceso histórico hace imposible la percepción de este mismo proceso.

Si el pueblo hebreo fue el primero en percatarse de la posibilidad de una filosofía de la historia, sólo el mundo cristiano, la conciencia cristiana, posee una verdadera filosofía de la historia como sector particular del conocimiento espiritual y forma especial de la apercepción espiritual del mundo. El mundo cristiano, en el que confluyeron todas las revelaciones de la humanidad, del mundo hebreo y del griego, tuvo un sentido particular de la historicidad, desconocido en el mundo helénico y quizá hasta en el hebreo.

Una de las ideas más profundas e interesantes de Schelling es la de que el cristianismo es la revelación de Dios en la historia. Entre el cristianismo y la historia existe un vínculo que no aparece en ninguna otra religión o movimiento espiritual. El cristianismo ha aportado el dinamismo histórico, la fuerza extraordinaria del movimiento histórico, y ha creado la posibilidad de una filosofía de la historia. En nuestra opinión, el cristianismo no sólo ha creado la filosofía de la historia que llamamos cristiana (en sentido confesional), por ejemplo, la de San Agustín y Bossuet, sino también todas las filosofías de la historia subsiguientes, comprendida la de Marx, cuyo dinamismo histórico es tan característico para el período cristiano de la historia.

El cristianismo aportó el dinamismo porque introdujo la idea de la unicidad e irrepetibilidad de los acontecimientos, una idea que resultaba inaccesible para el mundo pagano. En este último imperaba la idea de la repetibilidad de los acontecimientos, que hacía imposible una apercepción de la historia. Por el contrario, la conciencia cristiana introdujo la idea de la unicidad e irrepetibilidad de la realidad histórica, pues, para ella, en el centro del proceso histórico universal se sitúa un hecho acontecido una sola vez, único, irrepetible, incomparable, diferente de todos los demás, ocurrido de una vez para siempre, un hecho histórico y, al mismo tiempo, metafísico, es decir,  revelador de las profundidades de la existencia: el hecho de la aparición de Cristo. La historia es un devenir que tiene un significado interior, una representación sagrada que posee un principio, un final, un centro, una acción uniforme: la historia se encamina hacia el hecho de la (segunda) venida de Cristo y parte de la (primera) venida de Cristo. Esto determina el profundísimo dinamismo de la historia, su marcha hacia el núcleo central del proceso universal y su movimiento a partir de este mismo núcleo.

El mundo helénico no llegó a entrever nunca la posibilidad de una concepción semejante, no conoció este hecho histórico y, a la vez, metafísico. La conciencia helénica no contemplaba lo divino en el proceso temporal de la historia; y sólo veía la verdad, el valor, la armonía divinos en la naturaleza eterna. Los griegos no conocieron el movimiento de la historia, que precipita al universo hacia un final catastrófico. La historia, la percepción de la historia sólo es posible en la medida en que el proceso universal es considerado como un proceso catastrófico. Esta apercepción presupone un centro en el cual se sitúa un hecho histórico y, a la vez, se manifiesta lo divino, lo interior deviene exterior y se encarna. Es justamente esto lo que resulta extraño a la conciencia helénica y totalmente ajeno a la conciencia espiritual de la India, pues aquí faltó precisamente el presentimiento impaciente de este acontecimiento central.

Para la India, lo más grande de la vida espiritual se revela únicamente en la profundidad individual del espíritu humano. El cristianismo ha sido el primero en aportar aquel concepto de libertad (totalmente desconocido para el mundo helénico) indispensable para construir una historia y una filosofía de la misma. Sin el concepto de libertad, que determina el carácter trágico y dramático del proceso histórico, es imposible comprender la historia, pues este carácter trágico proviene de la libertad, de la libertad activa, de la libertad para el mal, para las tinieblas. Esto origina la lucha dramática, el dramático movimiento de la historia, que están ausentes de una conciencia como la griega, que considera el mundo como la totalidad armónica del bien, la belleza y la verdad, y esto, en virtud de una necesidad que emana de la Divinidad misma. El cristianismo ha traído consigo la historia, la idea de la historia, pues fue el primero en percatarse realmente de que lo eterno puede prolongarse en lo temporal. En la conciencia cristiana, lo eterno y lo temporal son indisociables: la eternidad entra en el tiempo y el tiempo entra en la eternidad.

En la conciencia griega, lo temporal era concebido como un movimiento circular; el cristianismo abrió una  brecha, superó la idea del movimiento circular, afirmó que la historia se consuma en el tiempo, descubrió el sentido de la historia. El cristianismo aportó el dinamismo y aquel principio liberador que plasmó la historia turbulenta, rebelde, de los pueblos occidentales, y se convirtió en la historia por antonomasia. Si se confronta con el destino de los pueblos no cristianos antiguos y modernos, el de los pueblos cristianos es un destino esencialmente ligado a todos los grandes acontecimientos de la historia, al centro de ésta. Todo ello está en conexión con la libertad y el dinamismo que nos aportó el cristianismo, gracias a la irrepetibilidad de los hechos metafísicos e históricos. Ello trajo consigo la tensión inherente al proceso histórico, desconocida para los pueblos no cristianos (a excepción de los hebreos), una tensión y dramaticidad singulares, un ritmo particular. Así se formó el mundo específicamente cristiano, dinámico, a diferencia del antiguo, que, en comparación, resultaba estático.

La estaticidad del mundo antiguo iba ligada a un sentimiento inmanente del ser y de la vida; para tal conciencia y sentimiento de la vida todo estaba encerrado bajo la bóveda celeste, bajo la cual y dentro de la cual discurría toda la vida humana. Este mundo no tuvo impulsos trascendentes, no conoció lejanías trascendentes, sólo contempló la belleza de la vida espiritual y divina en cuanto inmanente al movimiento circular de la naturaleza. En el mundo cristiano se abren lontananzas, se rasga la bóveda celeste y la tensión hacia metas lejanas crea el dinamismo, el drama de la historia, en el cual quedan implicados también personas y pueblos que han perdido la conciencia cristiana, pero que, por su mismo destino, han permanecido cristianos, históricos.

Por esta razón pensamos que la rebelión histórica de los siglos XIX y XX, acompañada de la apostasía y de la pérdida de la fe cristiana, está ligada, no obstante, al cristianismo y ha nacido en terreno cristiano. Este dinamismo del cristianismo, esta libertad que destruye los límites, este principio irracional ligado al contenido de la vida, determinan el proceso de la historia. El dinamismo y la historicidad propios del cristianismo son extraños a cualquier otra conciencia. Sólo el cristianismo admitió que la humanidad posee una meta final, se percató de la unidad de la humanidad y, de esta forma, hizo posible la filosofía de la historia. Como hemos reiterado anteriormente, la realidad histórica presupone a la irracional, que hace posible el dinamismo, pues, sin este principio irracional, tempestuoso, amorfo, que provoca la lucha entre la luz y las tinieblas en cuanto conflicto de los opuestos, carece de sentido la historia, y es imposible  un verdadero dinamismo. Este principio irracional no hay que entenderlo a la manera de Rickert, desde una gnoseología que contrapone lo individual en cuanto irracional a lo universal como racional, sino de un modo diferente, ontológico, a saber, como un principio irracional inmerso en el ser mismo y sin el cual son imposibles la libertad y el dinamismo.

La historia supone la Teandria. La naturaleza del proceso religioso e histórico supone el conflicto y la interacción más profundos entre la Divinidad y el hombre, entre la Providencia divina, el fatum divino, la necesidad divina, y la inexplicable y misteriosa libertad humana. Si actuase únicamente el principio de la necesidad natural, o sólo el principio de la necesidad divina, o bien solamente el principio humano, no existiría el drama de la historia, no existiría la tragedia, que es choque, interacción y lucha profundísimos entre la Divinidad y la humanidad en el terreno de la libertad. Nos encontramos aquí con principios, antinomias, contraposiciones inconciliables, y ha sido justamente el cristianismo el que las ha introducido en la historia del espíritu humano.

Sin la libertad del espíritu humano como principio específico irreductible, tanto a la libertad como a la necesidad divina, como principio irracional, ni siquiera sería posible la historia universal. Si existiese únicamente la libertad divina, o la necesidad divina, o la necesidad natural, no habría historia en el sentido propio del término, ni siquiera habría nacido como tal realidad. Si sólo existiese la necesidad divina, o el principio divino, o la libertad divina, la historia habría comenzado por el Reino de Dios y, por consiguiente, no habría existido. Si tan sólo existiese la necesidad natural, tendríamos una concatenación absurda de hechos exteriores, en los cuales no habría un devenir interior, un drama con sentido, una tragedia que se encamina hacia un cierto final resolutivo. De aquí que toda filosofía monista, todo monismo que admita únicamente la existencia de un principio, no favorece la construcción de la filosofía de la historia ni la apercepción del dinamismo histórico. El monismo puro es, por su misma naturaleza, antihistórico y propenso a negar siempre la libertad humana, a negar el hecho de que, en la base misma de la historia, se sitúa esta libertad irracional para el mal que es su a priori metafísico-religioso.

Quisiéramos hacer todavía algunas observaciones que confirman desde otros puntos de vista nuestras tesis fundamentales, nuestra comprensión fundamental de la filosofía de la historia.

En primer lugar, hemos de hacer notar que existe un modo de considerar el proceso  histórico que es erróneo y que se halla muy difundido en la conciencia contemporánea, un modo de considerarlo que lo priva de su vida y de su interioridad. Una de las falsedades de la conciencia contemporánea es su actitud antihistórica, anárquica y rebelde al proceso histórico, a través de la cual el individuo, la persona, sintiéndose distanciados, separados y aislados de todo lo que es historia, se sublevan contra el proceso histórico mismo como si se tratase de algo que los oprime. Pero, en definitiva, esta actitud no es libre, sino esclava, porque el que se subleva y rebela contra el grandioso contenido divino y humano de la historia no lo reconoce como suyo, como algo que se manifiesta en su propia intimidad, sino como algo que le viene impuesto desde fuera. Esta postura rebelde y anárquica se funda en una actitud espiritual servil y no la libertad del espíritu. Y sólo es libre de espíritu aquel que ha cesado de considerar la historia como algo que le es impuesto desde el exterior y ha comenzado a contemplarla como un acontecimiento interior de la realidad espiritual, como su propia libertad. Sólo esta relación verdaderamente libre y liberadora con la historia suministra la posibilidad de comprender la historia como libertad interior del hombre, como un momento del destino celestial y terreno del hombre. A través de ella, el hombre recorre su atormentado camino, en el que todos los grandes momentos de la historia, hasta los más terribles y desgarradores, aparecen como momentos interiores de este destino humano, porque la historia es el cumplimiento interior y lleno de dramatismo del destino del hombre. Aquellos que no quieren reconocer en la historia este grandioso destino humano y la ven como algo exterior e impuesto sólo conseguirán hallar en ella el vacío, no la verdad.

En la historia aparecen asociados dos elementos, dos momentos, sin los cuales ella es imposible: el momento conservador y el momento creador. El proceso de la historia deviene imposible sin la conjunción de ambos momentos. Entendemos por momento conservador el vínculo con el pasado espiritual, la tradición interior, el aceptar todo lo que hay de más sagrado en el pasado. Tampoco es posible concebir la historia sin el momento dinámico-creador, sin una continuación y una prolongación creadoras de la historia, sin una tensión creadora y resolutiva. Así pues, ha de existir un nexo interior con el pasado, una atención profunda a los monumentos del pasado, así como el coraje del trabajo creador. Si falta el elemento conservador, o bien el factor dinámico-creador, la historia queda eliminada como tal. Un puro  conservadurismo abstracto que se niega a continuar la historia, que piensa que todo está ya hecho y que lo único necesario es conservarlo, es, en definitiva, una actitud ahistórica. El vínculo con el pasado, con todo lo sagrado que él encierra, la fidelidad a las enseñanzas del pasado es una fidelidad a las enseñanzas de la vida dinámica creadora de nuestros antepasados; por eso, el vínculo interior con los antepasados, con la patria, con todo lo que es sagrado, es siempre un nexo con el proceso dinámico creador vuelto hacia el futuro, hacia la resolución de la historia, hacia la creación de un mundo nuevo. Puesto que esto tiene lugar en la eternidad, es preciso reconocer que el movimiento histórico unitario interior y dinámico-creador desemboca en la vida eterna. Esta concepción del proceso histórico — en el que tiene lugar la unión de lo temporal y lo eterno, se aproximan y se identifican lo «histórico» y lo metafísico, lo que viene dado en los hechos históricos, en la encarnación histórica, y lo que se manifiesta en la más profunda realidad espiritual — nos lleva a la conjunción de la historia terrena con la celestial.

Ahora bien, ¿qué entendemos por historia celestial? En la historia celeste, en las profundidades de la vida del espíritu viene delineada de antemano la historia, que después se devana y manifiesta en la vida terrena, en el destino humano, en el destino histórico de la humanidad, en lo que llamamos la historia terrestre. Se trata de un prólogo que se desarrolla en el cielo, como aquel con que comienza el Fausto de Goethe. El destino de Fausto es el destino del hombre y este prólogo en el cielo condiciona de antemano el destino humano. La filosofía de la historia ha de ser una metafísica que ponga de manifiesto el prólogo celeste en el que están trazados de antemano los destinos históricos, que saque a la luz la historia espiritual interior, pues el cielo es nuestro cielo espiritual interior. Sólo así se descubre el verdadero nexo entre lo «histórico» y lo metafísico, el nexo en el que radica el sentido más profundo de toda filosofía cristiana de la historia. Este vínculo supera el distanciamiento y la oposición, conoce la profundísima unión, proximidad e identificación entre ambos, la misteriosa transubstanciación, la secreta transfiguración de lo uno en lo otro, de lo celestial en lo terreno, de lo «histórico» en lo metafísico, de lo interior en lo exterior.

La filosofía de la historia, la tentativa de comprender el proceso histórico, es una especie de profecía vuelta hacia el pasado, similar a la profecía vuelta hacia adelante, pues en la filosofía de la historia no se manifiesta la facticidad puramente objetiva, la apercepción de la  facticidad del proceso histórico, sino la penetración profética en el pasado, que es, al mismo tiempo, penetración en el futuro, porque la historia metafísica del pasado se manifiesta como futuro y el futuro se revela como pasado. La disociación entre ambos nos sumiría en las tinieblas y haría imposible la comprensión del proceso histórico.

Esta disociación viene operada por todos aquellos que se sienten desarraigados del gran pasado histórico y no conocen el futuro, aquellos que contemplan el pasado como algo impuesto y consideran el futuro como algo terrible, enigmático e inaccesible, en virtud de su misma incognoscibilidad. A todo esto hay que contraponer una búsqueda del vínculo existente entre el destino histórico y el propio destino humano, vínculo que liga al pasado con el futuro en el seno de la eternidad. Así se revelan las fuerzas espirituales interiores de la historia, que permanecen veladas para aquel que transforma el momento histórico, la apercepción estática del presente, en una apercepción estática del pasado y del futuro. Toda consideración del pasado y del futuro que no perciba su nexo dinámico interior, su vinculación y complementariedad interiores y espirituales, sino que los contemple como realidades disociadas, abstractas, inconcretas, es radicalmente falsa. Por eso una aproximación semejante al proceso histórico es sustancialmente estática, aunque parezca evolucionista, pues el estatismo del presente en que se encuentra el sujeto cognoscente una vez que se ha separado del pasado y del futuro y se ha desarraigado de la tradición y del devenir interior, le impide comprender el pasado y convierte a éste en un cadáver, en el residuo de un devenir abortado. Sólo una actitud profética hacia el pasado pone en movimiento a la historia y sólo una actitud profética hacia el futuro podrá ligar a éste con el presente y el pasado, a través de un cierto movimiento interior, espiritual. Sólo una actitud profética hacia la historia podrá vivificar la historia, insuflando en su estatismo el fuego interior del movimiento espiritual.

El destino humano no es sólo terrestre, sino también celeste, no sólo es histórico, sino, además, metafísico, no es sólo humano, sino, a la vez, divino; en definitiva, es, al mismo tiempo, un drama humano y divino. Sólo una conversión profética a la historia, al pasado, puede vivificar el movimiento y la evolución inertes y convertirlos en una realidad plena, espiritual.

El sentido de todo esto resulta fácilmente comprensible a la luz de cuanto acabamos de decir. La conclusión fundamental de todas estas lecciones sobre la esencia de la historia y de la filosofía de la historia es que no puede existir contraposición  alguna entre el hombre y la historia, entre el mundo espiritual del hombre y el mundo histórico. Semejante contraposición significaría la muerte del hombre y de la historia. La metafísica de la historia hacia la que debemos tender no habla de la historia como de un objeto exterior que hay que aceptar y que continúa siendo para nosotros un objeto del mundo exterior cosificado. La metafísica de la historia es un penetrar en lo profundo de la historia, en su esencia íntima, en un poner al descubierto la historia misma, su vida interior, su movimiento y su devenir internos; la metafísica de la historia se ocupa del sujeto-objeto.

Nuestras lecciones sobre la metafísica de la historia están penetradas de esta identidad entre el sujeto y el objeto históricos. Esta comprensión de la historia nos lleva a eliminar uno de los grandes errores, una de las grandes aberraciones de la conciencia, a saber, la costumbre de establecer una separación, una contraposición entre el «más acá» de la historia y el «más allá». Es una aberración de la conciencia, debida al hecho de que transferimos nuestro tiempo a la aurora de la humanidad, a la historia de la humanidad primordial. Establecemos una frontera bien clara entre lo «histórico» y lo metafísico, entre la historia celeste y la terrena, una frontera que no es totalmente real y que sólo es una abstracción de nuestra propia conciencia. En realidad, todo aquello que tiene lugar en la aurora de la historia humana, la cual se refleja en la Biblia y en la mitología (que, según Schelling, es la historia primordial de la humanidad), no es un momento del proceso histórico que se desarrolla en un tiempo semejante al nuestro; en lo profundo de la historia desaparecen las fronteras entre lo celestial y lo terreno.

La mitología bíblica relata el destino histórico terrestre de la humanidad y su destino celeste, la historia mitológica de la humanidad; los confines entre la realidad celeste y la terrena quedan abolidos, como ocurre generalmente en la historia primordial de la humanidad. Sólo más tarde se consolidan tales fronteras y aparece la disociación entre lo terreno y lo celeste. Partiendo de esta separación construimos la historia de los orígenes, mientras que, en realidad, lo interior, lo oculto, sólo puede ser conocido y comprendido si partimos de la inexistencia y de la no solidificación de aquellas fronteras, si presuponemos que la primera etapa del destino terreno de la humanidad comenzó en el cielo, en una cierta realidad espiritual que fue al mismo tiempo la realidad histórica de la que se ocupa la ciencia histórica, la arqueología, la realidad de la que hablan los monumentos estudiados por la crítica histórica. La metafísica de la historia tiene por  objeto el destino del hombre, un destino en el que se reúnen y se identifican íntimamente la dimensión celeste y la terrena. 
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