jueves, 13 de diciembre de 2012

ROLAND BARTHES

DE LA OBRA AL TEXTO

Es un hecho comprobado que desde hace algunos años se ha operado (o se opera) un cierto cambio en el interior de la idea que nos hacemos del lenguaje y, en consecuencia, de la obra (literaria) que debe a este mismo lenguaje al menos su existencia fenoménica. Este cambio está evidentemente ligado al desarrollo actual (entre otras disciplinas) de la lingüística, de la antropología, del marxismo y del psicoanálisis (la palabra «ligazón» se utiliza aquí de forma voluntariamente neutra: no se decide una determinación, aunque fuera múltiple y dialéctica). La novedad que tiene incidencia sobre la noción de obra no proviene forzosamente' de la renovación interior de cada una de estas disciplinas, sino más bien de su encuentro al nivel de un objeto que por tradición no surge de ninguna de ellas. Diríamos, en efecto, que lo interdisciplinario, de lo que hoy hacemos un valor fuerte de la investigación, no puede realizarse con la simple confrontación de saberes especiales: lo interdisciplinario no es en absoluto reposo: empieza efectivamente (y no por la simple emisión de buenos deseos) cuando la solidaridad de las antiguas disciplinas se deshace, quizás incluso violentamente, a través de las sacudidas de la moda, en favor de un objeto nuevo, de un lenguaje nuevo, que no están, ni el uno ni el otro, en el campo de las ciencias que se tendía apaciblemente a confrontar: precisamente este malestar de clasificación permite diagnosticar una cierta mutación. La mutación que parece recoger la idea de obra no debe, sin embargo, ser sobrevalorada; participa de un deslizamiento epistemológico, más que de un auténtico corte; éste, como se ha dicho a menudo, habría intervenido en el siglo pasado. con la aparición del marxismo y del freudismo; no se habría producido ningún corte posteriormente y podemos decir que, en cierto modo, desde hace cien años estamos en la repetición. Lo que la Historia, nuestra Historia, nos permite hoy es solamente deslizar, variar, sobrepasar, repudiar. Al igual que la ciencia einsteniana obliga a incluir en el objeto estudiado la relatividad de sus señales, por lo mismo la acción conjugada del marxismo, del freudismo y del estructuralismo obliga, en literatura, a relativizar las relaciones del escritor, del lector y del conservador (del crítico). Frente a la obra, noción tradicional, concebida durante mucho tiempo y todavía hoy de una forma, si se nos permite la expresión, newtoniana, se produce la exigencia de un objeto nuevo, obtenido por deslizamiento o derribo de las categorías anteriores. Este objeto es el Texto. Sé que esta palabra está de moda (yo mismo me veo .arrastrado a emplearla a menudo), y por tanto es sospechosa para algunos; pero precisamente por ello quisiera de alguna forma recordarme a mí mismo las principales proposiciones en cuya encrucijada se encuentra el Texto ante mis ojos: la palabra «proposición» debe entenderse aquí en un sentido más gramatical que lógico: son enunciaciones, no argumentaciones, «toques», si así lo prefieren, de los acercamientos que aceptan quedar como metafóricos. Estas son las proposiciones: conciernen al método, a los géneros, al signo, al plural, a la filiación, a la lectura, al placer. 

1. El Texto no debe entenderse como un objeto computable. En vano buscaríamos separar materialmente las obras de los textos. En particular, no debemos dejarnos arrastrar a decir: la obra es clásica, el texto pertenece a la vanguardia; no se trata de establecer en nombre de la modernidad un grosero palmarés y declarar in a algunas producciones literarias y out a otras, por su situación cronológica: puede existir «texto» en una obra muy antigua, y muchos productos contemporáneos no tienen, en absoluto, nada en cuanto texto. La diferencia es la siguiente: la obra es un fragmento de sustancia, ocupa una porción del espacio de los libros (por ejemplo, en una biblioteca). El Texto, por su parte, es un campo metodológico. La oposición podría recordar (pero en ningún caso reproducir palabra por palabra) la distinción propuesta por Lacan: la «realidad» se muestra, lo «real» se demuestra; al igual que la obra se ve (en las librerías, en los ficheros, en los programas de examen), el texto se demuestra, se habla según ciertas reglas (o contra ciertas reglas); la obra se sostiene en la mano, el texto se sostiene el lenguaje: sólo existe tomado en un discurso (o mejor: es Texto por lo mismo que él lo sabe); el Texto no es la descomposición de la obra; la obra es la cola imaginaria del Texto. O, todavía más: El Texto sólo se experimenta en un trabajo, una producción. Se deduce de ello que el Texto no puede pararse (por ejemplo en un estante de biblioteca); su movimiento constitutivo es la travesía (puede especialmente atravesar la obra, varias obras). 

2. De la misma forma, el Texto no se reduce a la (buena) literatura; no puede ser tomado en el interior de una jerarquía, ni siquiera un recortado de los géneros. Lo que le constituye es, por el contrario (o precisamente) su fuerza de subversión con respecto a las antiguas clasificaciones. ¿Cómo clasificar a Georges Bataille? ¿es este escritor un novelista, un poeta, un ensayista, un economista, un filósofo, un místico? La respuesta es tan poco confortable que se prefiere generalmente olvidar a Bataille en los manuales de literatura; de hecho, Bataille ha escrito textos, o, incluso, siempre un solo y mismo texto. Si el texto presenta problemas de clasificación (por otra parte ésta es una de sus funciones «sociales»), se debe a que implica siempre una cierta experiencia del límite (por adoptar una expresión de Phillippe Sollers). Thibaudet hablaba ya (pero en un sentido muy restringido) de obras-límite (como la Vie de Rance de Chateaubriand, que, efectivamente, se nos aparece hoy como un «texto»): el Texto es lo que se sitúa en el límite de las reglas de la enunciación (la racionalidad, la legibilidad, etc.). Esta idea no es retórica, no recurrimos a ella para hacer algo «heroico»: el Texto intenta situarse muy exactamente detrás del límite de la doxa (la opinión corriente, constitutiva de nuestras sociedades democráticas, ayudada fuertemente por las comunicaciones de masas, ¿no está definida por sus límites, su energía de exclusión, su censura?); tomando la palabra al pie de la letra, se podría decir que el Texto siempre es paradójico. 

3. El Texto se acerca, se prueba, en relación con el signo. La obra se cierra sobre un significado. Se pueden atribuir a este significado dos modos de significación: o bien se le pretende aparente, y la obra es, en este caso, objeto de una ciencia de la letra, que es la filología; o bien este significado es reputado por secreto, último; hay que buscarlo, y la obra depende entonces una hermenéutica, de una interpretación (marxista, psicoanalítica, temática, etc.); en suma, la obra funciona ella misma como un signo general y es normal que figure una categoría institucional de la civilización del Signo. El Texto, por el contrario, practica un retroceso infinito del significado, el texto es dilatorio; su campo es el del significante; el significante no debe ser imaginado como «la primera parte del sentido», su vestíbulo material, sino. muy al contrario, como su demasiado tarde; igualmente, el infinito del significante no remite a idea alguna inefable (de significado innombrable), sino a la de juego; el engendramiento del significante perpetuo (a la manera de un calendario del mismo nombre) en el campo del texto (o, mejor: cuyo texto es el campo) no se produce según una vía orgánica de maduración, o según una vía hermenéutica de profundización, sino mejor según un movimiento serial de desenganchamientos, de encabalgamientos, de variaciones; la lógica que regula el Texto no es comprensiva (definir que quiere decir» la obra), sino metonímica; el trabajo de las asociaciones, de las contigüidades, de las acumulaciones, coincide con una liberación de la energía simbólica (si le faltara, el hombre moriría); la obra (en el mejor de los casos) es mediocremente simbólica (su simbólica se detiene bruscamente; es decir, se para); el Texto es radicalmente simbólico: una obra cuya naturaleza íntegramente simbólica se concibe, percibe y recibe, es un texto. El Texto, de esta forma, es restituido al lenguaje: como él, está estructurado, pero descentrado, sin clausura (notemos, para responder a la despectiva sospecha de «moda», bajo la que se pone algunas veces al estructuralismo, que el privilegio epistemológico reconocido actualmente al lenguaje se apega precisamente al hecho de que en él hemos descubierto una idea paradójica de la estructura: un sistema sin fin ni centro). 

4. El Texto es plural. Esto no solamente quiere decir que tiene varios sentidos, sino que realiza el plural mismo del sentido: un plural irreductible (y no solamente aceptable). El Texto no es coexistencia de sentidos, sin paso, sin travesía: no puede, pues, depender de una interpretación. incluso liberal, sino de una explosión, de una diseminación. El plural del Texto se apega. en efecto, no a la ambigüedad de sus contenidos. sino a lo que podríamos llamar la pluralidad estereográfica de los significantes que lo tejen (etimológicamente, el texto es un tejido): el lector del Texto podría ser comparado a un sujeto ocioso (que habría distendido en él toda ficción): este sujeto pasaderamente vacío se pasea (esto le ha sucedido al autor de estas líneas y con ello accedió a una idea viva del texto) por el flanco de un valle en cuyo fondo corre oued (el oued ha sido puesto ahí para atestiguar un determinado cambio de ambiente ; lo que percibe es múltiple. irreductible, procedente de sustancias y de planos heterogéneos, despegados: luces, vegetaciones. calor, aire, explosiones tenues de ruidos. suaves gritos de pájaros, voces de runos al otro lado del valle, pasos, gestos, vestidos de habitantes muy cercanos o alejados: todos estos incidentes son semi-identificables: provienen de códigos conocidos, pero su combinatoria es única, funde el paseo en una diferencia que sólo podrá repetirse como diferencia. Así sucede en el texto: no puede ser él mismo más que en su diferencia (lo que quiere decir: su individualidad); su lectura es semelfactiva (lo que convierte en ilusoria toda ciencia inductiva-deductiva de los textos: no hay «gramática» del texto), y, sin embargo, está tejida completamente con citas, referencias, ecos: lenguajes culturales (¿qué lenguaje no lo es?), antecedentes o contemporáneos, que lo atraviesan de parte a parte en una vasta estereofonía. Lo intertextual en que está comprendido todo texto, dado que que él mismo es el entre-texto de otro texto, no puede confundirse con un origen de texto: buscar las «fuentes, las «influencias» de una obra, es satisfacer el mito de la filiación; las citas con las que se construye el texto son anónimas, ilocalizables, y, sin embargo, ya leídas: son citas sin comillas. La obra no altera ninguna filosofía monista (ambas, como es sabido, son antagonistas); para esta filosofía, el plural es el Mal. Así, frente a la obra, el texto podría adoptar como lema la palabra del hombre frente a los demonios (Marcos, 5, 9): «Mi nombre es legión, porque somos muchos». La textura plural o demoníaca que opone el texto a la obra puede implicar modificaciones profundas de lectura, precisamente donde el monologisrno parece ser la Ley: algunos de los «textos» de la Sagrada Escritura, recuperados tradicionalmente por el monismo teológico (histórico o anagógico), se ofrecerán quizás a una disfracción de los sentidos (es decir, finalmente, a una lectura materialista), mientras que la interpretación marxista de la obra, hasta aquí resueltamente monista, podrá materializarse mejor al pluralizarse (en cualquier caso, si lo permiten las «instituciones» marxistas). 

5. La obra está comprendida en un proceso de filiación. Se postula una determinación del mundo (de la raza, más tarde de la historia) sobre la obra, una consecución de las obras entre sí y una apropiación de la obra por su autor. El autor es reputado por padre y propietario de su obra; la ciencia literaria enseña, pues, a respetar el manuscrito y las intenciones declaradas del autor, y la sociedad postula una legalidad de la relación del autor con su obra (es el «derecho de autor», reciente, a decir verdad, dado que sólo fue realmente legalizado con la Revolución). El Texto se lee sin la inscripción del Padre. La metáfora del texto se despega, una vez más, aquí, de la metáfora de la ésta remite a la imagen un organismo que crece por expansión vital, por «desarrollo» (palabra significativamente ambigua: biológica y retórica); la metáfora del Texto es la de la red; si el Texto se amplía, es por efecto de una combinatoria, de una sistemática (imagen cercana, por otra parte, a los puntos de vista de la biología actual sobre el ser vivo); ningún «respeto» vital se debe, pues, al Texto: puede ser roto (por otra parte, es lo que hacía Edad Media con dos textos, sin embargo, autoritarios: la Sagrada Escritura y Aristóteles); el Texto puede leerse sin la garantía de su padre; la restitución del intertexto elimina, paradójicamente, la herencia. No significa que el autor no pueda «regresar» al Texto, a su texto; pero, en este caso, lo hace, por así decirlo, a título de invitado; si es novelista, se inscribe en él como uno de sus personajes. dibujados sobre el tapete; su inscripción no es ya privilegiada, sino lúdica: se convierte, Dar así decirlo, en un autor de papel: su vida ya el origen sus fábulas, sino una fábula concurrente con su obra: hay una reversión de la obra sobre la vida (y no el caso contrario); es la obra de Proust, de Genet, lo que permite leer su vida como un texto: la palabra «biografía» alcanza de nuevo un sentido fuerte, etimológico, y, a la vez, la sinceridad de la enunciación, auténtica «cruz» de la moral literaria, se convierte en falso problema: el yo que escribe el texto no es, tampoco, más que un yo de papel. 

6. Ordinariamente, la obra es objeto de un como hago aquí demagogia alguna al referirme a la cultura llamada de consumo, pero hay que reconocer que hoy, es la «calidad» de la obra (lo que finalmente supone una apreciación de «gusto») y no la operación misma de la lectura lo que puede establecer diferencias entre los libros: la lectura «cultivada» no difiere estructuralmente de la lectura de tren (en los trenes). El Texto (aunque fuera solamente por su frecuente «ilegibilidad») decanta a la obra de su consumo y la recoge como juego, trabajo, producción, práctica. Ello quiere decir que el Texto exige el intento de abolir (o, al menos, disminuir) la distancia entre la escritura y la lectura, no intensificando la proyección del lector hacia el interior de la obra, sino ligando a ambos en una misma práctica significante. distancia que separa la lectura de la escritura es histórica. En los tiempos de más acentuada división social (antes de la instauración de las culturas democráticas), leer y escribir eran, igualmente, privilegios de clase: la Retórica. gran código literario de esos tiempos, enseñaba a escribir (incluso si lo que se producía ordinariamente discursos, y no textos); es significativo que la llegada de democracia invirtiera la consigna: aquello de que se enorgullecía la Escuela (secundaria) era de enseñar a leer bien, y no a escribir (el sentimiento de esta carencia vuelve, hoy, a estar de moda: se exige al maestro que enseñe al estudiante a «expresarse»: lo que, de alguna forma, es reemplazar una censura por un contrasentido). De hecho, leer, en lugar de consumir, no significa con el texto. «Jugar» debe ser tomado aquí en toda la polisemia del vocablo: el texto mismo juega (como una como en el que existe el «juego»): y el lector juega, a su vez, dos veces: juega al Texto (sentido lúdico), busca una práctica que lo re-produzca; pero para que esta práctica no se reduzca a una mimesis pasiva, interior (precisamente es el Texto quien se resiste a esta reducción), juega el texto; no hay que olvidar que «jugar» es también un término musical (1); la historia de la música (como práctica, no como «arte») es, por otra parte, bastante paralela a la del Texto; hubo una época en la que los aficionados activos eran numerosos (al menos en el interior de una clase determinada) ; «interpretar» y «escuchar» constituía una actividad poco diferenciada; más tarde aparecieron sucesivamente dos papeles: primero, el de intérprete, en quien el público burgués (aunque todavía supiera interpretar un poco: ésta es toda la historia del piano) delegaba su interpretación; más tarde el del aficionado (pasivo), que escucha música sin saber interpretarla (al piano, efectivamente, ha sucedido el disco); es sabido que hoy la música post-serial ha trastocado el papel del «intérprete», a quien se ha pedido ser, de alguna forma, co-autor de la partitura, que él completa, más que «expresarla». El es, más o menos, una partitura de esta nueva clase: solicita del lector una colaboración práctica. Gran innovación, puesto que, la obra, ¿quién la ejecuta? (Mallarmé se ha planteado la cuestión: quiere el auditorio produzca el libro); hoy, sólo el crítico ejecuta la obra (admito el juego de palabras). La reducción de la lectura a un consumo es evidentemente responsable del «aburrimiento) muchos experimentan ante el texto moderno (ce ilegible»), el film o el cuadro de vanguardia: aburrirse decir que no se puede producir el texto, jugarlo, deshacerlo, hacerlo partir. 

7. Esto nos lleva a plantear (a proponer) un último acercamiento al Texto: el del placer. No sé si ha existido alguna vez una estética hedonista (los mismos filósofos eudemonistas son raros). Ciertamente, existe un placer de la obra (de algunas obras); puede encarnarme leer y releer a Proust, Flaubert, Balzac, e incluso, por qué no, a Alexandre Dumas; pero este placer, por vivo que sea, e incluso aunque estuviera desprovisto de todo prejuicio. queda parcialmente (salvo un esfuerzo crítico excepcional) como un placer de consumo; puesto que si puedo leer a estos autores, sé también que no puedo re-escribirlos (que no es posible escribir hoy de esta forma); y este saber, bastante triste, es suficiente para separarme de la producción de estas obras, en el mismo momento en que su alejamiento funda mi modernidad (ser moderno, ¿no es conocer realmente aquello que no podemos reemprender?). El Texto está ligado al goce, es decir, al placer sin separación. Orden del significante, el Texto participa, a su manera, de una utopía social; antes que la Historia (suponiendo que ésta no escoja la barbarie), el Texto lleva a cabo, si no la transparencia de las relaciones sociales, al menos la de las relaciones de lenguaje: es el espacio en el que ningún lenguaje corta el camino a otro, en el que circulan los lenguajes (manteniendo el sentido circular del vocablo). 
Estas pocas proposiciones no constituyen forzosamente las articulaciones de una Teoría del Texto. Esto no afecta únicamente a las insuficiencias del presentador (que, por otra parte, se ha limitado, en muchos puntos, a recoger lo que buscan junto a él). Esto afecta al hecho de que una Teoría del Texto no puede satisfacerse con una exposición meta-lingüística: la destrucción del meta-lenguaje, o, al menos (puesto que puede resultar preciso recurrir provisionalmente a él), su puesta en sospecha, forman parte de la teoría misma: el discurso sobre el Texto no debería ser, a su vez, más que texto, búsqueda, trabajo de texto, dado que el Texto es este espacio social que no deja ningún lenguaje abrigo del exterior, ni a ningún sujeto de la enunciación en situación de juez, de dueño, de confesor, de descifrador: la teoría del Texto no puede coincidir más que con una práctica de la escritura

(1). Aquí, Barthes utiliza las palabras jeu-jouer, en el doble sentido que tienen en francés: jugar interpretar (tocar, ejecutar una obra, representar un dramático). A mismo vocablo francés corresponden, pues, dos vocablos castellanos (N. del T.). 
En De l’œuvre au texte («Revue d’Esthétique», nº 3, 1971.

De Barthes, Roland. ¿Por dónde empezar? Tusquets Editores, Barcelona, 1974. Págs. 71-81. Traducción de Francisco Llinás
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miércoles, 12 de diciembre de 2012

RAVI SHANKAR, su muerte

Tomado del diario Tiempo Argentino
del día de la fecha


Ravi Shankar, padre de la cantante Norah Jones, quien padecía desde el último año problemas respiratorios y cardíacos falleció este miércoles, luego de que fuera sometido a una intervención quirúrgica el jueves para reemplazar una válvula cardíaca.

"Aunque la operación fue exitosa, la recuperación resultó demasiado difícil para el músico de 92 años", de acuerdo a lo consignado en la nota de prensa.

El artista estaba casado con Sukanya Rajan y tenía 2 hijas, Norah Jones y Anoushka Shankar Wright, 3 nietos y cuatro bisnietos.

"Desafortunadamente a pesar de los esfuerzos de los cirujanos y doctores que lo cuidaron, su cuerpo no fue capaz de soportar el esfuerzo de la operación. Estuvimos a su lado cuando murió", declararon la mujer y su hija Anoushka, según despacho de EFE.

"Sabemos que todos sienten su pérdida con nosotros y agradecemos sus oraciones y buenos deseos durante este momento tan difícil. Aunque es un tiempo triste lo es también para que agradezcamos que pudimos tenerlo como parte de nuestras vidas. Su espíritu y su legado vivirá para siempre en nuestros corazones y su música", afirmaron.

La familia aún no anunció los planes para las ceremonias póstumas y solicitó que todas las flores y donaciones fueran realizadas a la Fundación Ravi Shankar y a través de la página web JustGive.org.

A pesar de sus dolencias, Ravi Shankar continuó actuando los meses pasados y realizó su último concierto el 4 de noviembre en Long Beach, en Los Angeles, junto con Anoushka Shankar.

Su disco "The Living Room Sessions, Part 1" fue nominado para la próxima edición de los premios Grammy la semana pasada, y el músico supo de la noticia antes de la operación.
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martes, 11 de diciembre de 2012

JORGE LUIS BORGES

LA CRÍTICA DE BORGES
AL ULYSSES DE JOYCE

TERRA INCÓGNITA

Soy el primer aventurero hispánico que ha arribado al libro de Joyce: país enmarañado y montaraz que Valery Larbaud ha recorrido y cuya contextura ha trazado con impecable precisión cartográfica (N. R. F., tomo XVIII) pero que yo reincidiré en describir, pese a lo inestudioso y transitorio de mi estadía en sus confines. Hablaré de él con la licencia que mi admiración me confiere y con la vaga intensidad que hubo en los viajadores antiguos, al describir la tierra que era nueva frente a su asombro errante y en cuyos relatos se aunaron lo fabuloso y lo verídico, el decurso del Amazonas y la Ciudad de los Césares.
Confieso no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran, confieso haberlo practicado solamente a retazos y sin embargo sé lo que es, con esa aventurera y legítima certidumbre que hay en nosotros, al afirmar nuestro conocimiento de la ciudad, sin adjudicarnos por ello la intimidad de cuantas calles incluye ni aun de todos sus barrios.
James Joyce es irlandés. Siempre los irlandeses fueron agitadores famosos de la literatura de Inglaterra. Menos sensibles al decoro verbal que sus aborrecidos señores, menos propensos a embotar su mirada en la lisura de la luna y a descifrar en largo llanto suelto la fugacidad de los ríos, hicieron hondas incursiones en las letras inglesas, talando toda exuberancia retórica con desengañada impiedad. Jonathan Swift obró a manera de un fuerte ácido en la elación de nuestra humana esperanza y el Mikromegas y el Cándido de Voltaire no son sino abaratamiento de su serio nihilismo; Lorenzo Sterne desbarató la novela con su jubiloso manejo de la chasqueada expectación y de las digresiones oblicuas, veneros hoy de numeroso renombre; Bernard Shaw es la más grata Realidad de las letras actuales. De Joyce diré que ejerce dignamente esa costumbre de osadía.
Su vida en el espacio y en el tiempo es abarcable en pocos renglones, que abreviará mi ignorancia. Nació el ochenta y dos en Dublín, hijo de una familia prócer y piadosamente católica. Lo han educado los jesuitas: sabemos que posee una cultura clásica, que no comete erróneas cantidades en la dicción de frases latinas, que ha frecuentado el escolasticismo, que ha repartido sus andanzas por diversas tierras de Europa y que sus hijos han nacido en Italia. Ha compuesto canciones, cuentos breves y una novela de catedralicio grandor: la que motiva este apuntamiento.
El Ulises es variamente ilustre. Su vivir parece situado en un solo plano, sin esos escalones ideales que van de cada mundo subjetivo a la objetividad, del antojadizo ensueño del yo al transitado ensueño de todos. La conjetura, la sospecha, el pensamiento volandero, el recuerdo, lo haraganamente pensado y lo ejecutado con eficacia, gozan de iguales privilegios en él y la perspectiva es ausencia. Esa amalgama de lo real y de las soñaciones, bien podría invocar el beneplácito de Kant y de Schopenhauer. El primero de entrambos no dio con otra distinción entre los sueños y la vida que la legitimada por el nexo causal, que es constante en la cotidianidad y que de sueño a sueño no existe: el segundo no encuentra más criterio para diferenciarlos, que el meramente empírico que procura el despertamiento. Añadió con prolija ilustración, que la vida real y los sueños son páginas de un mismo libro, que la costumbre llama vida real a la lectura ordenada y ensueño a lo que hojean la indiligencia y el ocio. Quiero asimismo recordar el problema que Gustav Spiller enunció (The Mind of Man, p. 322-3) sobre la realidad relativa de un cuarto en la objetividad, en la imaginación y duplicado en un espejo y que resuelve, justamente opinado que son reales los tres y que abarcan ocularmente igual trozo de espacio.
Como se ve, el olivo de Minerva echa más blanda sombra que el laurel sobre el venero de Ulises. Antecesores literarios no le encuentro ninguno, salvo el posible Dostoiewski en las postrimerías de Crimen y Castigo, y eso, quién sabe. Reverenciemos el provisorio milagro.
Su tesonero examen de las minucias más irreducibles que forman la conciencia, obliga a Joyce a restañar la fugacidad temporal y a diferir el movimiento del tiempo con un gesto apaciguador, adverso a la impaciencia de picana que hubo en el drama inglés y que encerró la vida de sus héroes en la atropellada estrechura de algunas horas populosas. Si Shakespeare –según su propia metáfora– puso en la vuelta de un reloj de arena las proezas de los años, Joyce invierte el procedimiento y despliega la única jornada de su héroe sobre muchas jornadas de lector. (No he dicho muchas siestas.)
En las páginas del Ulises bulle con alborotos de picadero la realidad total. No la mediocre realidad de quienes sólo advierten en el mundo las abstraídas operaciones del alma y su miedo ambicioso de no sobreponerse a la muerte, ni esa otra media realidad que entra por los sentidos y en que conviven nuestra carne y la acera, la luna y el aljibe. La dualidad de la existencia está en él: esa inquietación ontológica que no se asombra meramente de ser, sino de ser en este mundo preciso, donde hay zaguanes y palabras y naipes y escrituras eléctricas en la limpidez de las noches. En libro alguno –fuera de los compuestos por Ramón– atestiguamos la presencia actual de las cosas con tan convincente firmeza. Todas están latentes y la dicción de cualquier voz es hábil para que surjan y nos pierdan en su brusca avenida. De Quincey narra que bastaba en sus sueños el breve nombramiento consul romanus, para encender multisonoras visiones de vuelo de banderas y esplendor militar. Joyce, en el capítulo quince de su obra, traza un delirio en un burdel y al eventual conjuro de cualquier frase soltadiza o idea, congrega cientos –la cifra no es ponderación, es verídica– de interlocutores absurdos y de imposibles trances.
Joyce pinta una jornada contemporánea y agolpa en su decurso una variedad de episodios que son la equivalencia espiritual de los que informan la Odisea.
Es millonario de vocablos y estilos. En su comercio, junto al erario prodigioso de voces que suman el idioma inglés y le conceden cesaridad en el mundo, corren doblones castellanos y siclos de Judá y denarios latinos y monedas antiguas, donde crece el trébol de Irlanda. Su pluma innumerable ejerce todas las figuras retóricas. Cada episodio es exaltación de una artimaña peculiar y su vocabulario es privativo. Uno está escrito en silogismos, otro en indagaciones y respuestas, otro en secuencia narrativa y en dos está el monólogo callado, que es una forma inédita (derivada del francés Edouard Dujardin, según declaración hecha por Joyce a Larbaud) y por el que oímos pensar prolijamente a sus héroes. Junto a la gracia nueva de las incongruencias totales y entre aburdeladas chacotas en prosa y verso macarrónico, suele levantar edificios de rigidez latina, como el discurso del egipcio a Moisés. Joyce es audaz como una proa y universal como la rosa de los vientos. De aquí diez años –ya facilitado su libro por comentadores más tercos y más piadosos que yo– disfrutaremos de él. Mientras, en la imposibilidad de llevarme el Ulises al Neuquén y de estudiarlo en su pausada quietud, quiero hacer mías las decentes palabras que confesó Lope de Vega acerca de Góngora: Sea lo que fuere, yo he de estimar y amar el divino ingenio deste Cavallero, tomando del lo que entendiere con humildad y admirando con veneración lo que no alcanzare a entender.
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lunes, 10 de diciembre de 2012

JUAN SASTURAIN

Gardel, entrevisto y oído

Tomado del diario Página 12
del día de la fecha.

En estos días estoy terminando de editar, con mucho placer, largas conversaciones con Alberto Breccia, el Viejo, grabadas hace más de veinticinco años. Hablamos de su obra, de autores, del oficio de dibujante, pasamos revista –nunca mejor dicho– a la historia de la historieta argentina. Pero no sólo eso: en los últimos casetes –porque eso son: una docena de baqueteados casetes de etiqueta gris y azul– la conversación deriva hacia la infancia humilde, en Mataderos, lo que veía, oía y leía de pibe. Es una parte lindísima, porque Alberto siempre fue un observador atento y perspicaz.

Hablando de esas primeras experiencias barriales –nació en el ’19 y vivió siempre ahí, hasta los veinte años– la conversación viró hacia lo que llamaríamos genéricamente “el mundo del espectáculo”, sus primeros contactos con el cine, la música, los artistas. Y llegamos –gran tanguero, el Viejo– a Gardel. Lo que sigue es textual:

–¿Y el tango, Alberto?

–Al principio, cuando era pibe, escuchaba en los fonógrafos...

–¿Había fonógrafo en tu casa?

–No, pero a veces se lo prestaban a mi hermano. Yo era un pibe, y me gustaba Gardel; escuchaba y me imaginaba a Gardel. ¿Sabés cómo me lo imaginaba a Gardel? Como al Polaco Goyeneche.

–¿En qué sentido?

–Flaco, rubio, así, de bigotes.

–¿No sabías qué cara tenía?

–No, no sabía la cara que tenía Gardel. Si era un pibe yo. Tendría ocho, nueve años.

–Ah, no habías visto las fotos...

–Después sí, me acuerdo que vi la foto del dúo Magaldi-Noda, por ejemplo.

–¿Pero a Gardel lo conociste? ¿Lo viste alguna vez?

–A Gardel lo vi dos veces. Lo vi una vez en la puerta del Cine Alberdi, que iba a actuar y que estaba hablando, supongo que con los guitarristas o unos amigos. Y se pararon dos muchachas, dos minas, a mirarlo; él estaba de espaldas. Y le vi un gesto que lo pintó... Porque él se dio cuenta, o le dijeron: “Te están mirando”, ¿no? Entonces levemente, sin mirarlas en ningún momento, se dio vuelta para no darles la espalda. No para hacerse ver, ¿eh? Un gesto de gran señor. Y después lo vi otra vez, cantando en un boliche que estaba frente a El Resero. Pero yo lo vi escondido, por entre la enredadera.

–Espiando.

–Espiando, porque no podía entrar.

–Eras chico.

–Era chico, sí. Fueron las dos únicas veces que lo vi a Gardel. Después murió. El día que murió Gardel yo empecé a laburar.

–¿Empezaste a laburar dónde?

–En la tripería, con mi viejo, el mismo día.

–¿Y cómo te acordás de eso?

–No me puedo olvidar nunca de eso. Quedé con la mano hinchada así... Además, ¿cómo me voy a olvidar del día en que murió Gardel y el día en que empecé a laburar? Son dos fechas que juntas no podés olvidarlas. Me acuerdo de los diarieros voceando Crítica: ¡La muerte de Gardel! Tenía quince, dieciséis años...

Hasta ahí la cita, el textual del Viejo Breccia. Qué bárbaro, qué buen narrador... Cómo, con dos o tres escenas –o menos que eso– se ilumina todo un mundo de experiencias y de sentido. Las asociaciones que construye la memoria, los mecanismos de la imaginación, la percepción selectiva del detalle significativo. En ese pibe abierto al mundo y a la experiencia ya estaba en potencia el artista que vendría. Ya estaba todo ahí.
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Parece ser que existe una obra inédita del gran Alberto Breccia, la cuarta y última parte de Perramus, la obra que realizó junto a Juan Sasturain. Según leo en Página/12, esta cuarta aventura , “Diente por diente”, iba a ser editada por Co & Co (que en su día publicó en España la tercera entrega, La isla del guano), y en ella, Jorge Luis Borges encarga a Perramus la búsqueda de la sonrisa perdida de Gardel.
Toda una sorpresa, que espero se distribuya por España. Por cierto, que alguna editorial se podía marcar el tanto de reeditar al completo esta impresionante obra de Breccia.


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domingo, 9 de diciembre de 2012

ARTURO JAURETCHE

MANUAL DE ZONCERAS ARGENTINAS

DONDE SE HABLA DE LAS ZONCERAS EN GENERAL

"Zonzo y zoncera son palabras familiares en América desde México hasta Tierra del Fuego, variada apenas la ortografía, un poco en libertad silvestre (sonso, zonzo, zonso, sonsera, zoncera, azonzado, etc.)", dice Amado Alonso. ("Zonzos y zoncerías", Archivo de Cultura, Ed. Aga-Taura, Feb. 1967, pág. 49).

Según el mismo, la acepción que les dan los diccionarios como variantes de soso, desabrido, sin sal, es arbitraria porque proviene del "Diccionario de Autoridades" que se escribió cuando ya habían dejado de ser usuales en España. Zonzo, fue en España palabra de uso coloquial pero durante corto tiempo: "Cosa sorprendente, esta palabra castellana, inexistente antes del siglo XVII y desaparecida en España en el siglo XVIII, vive hoy en todas partes donde fue exportada”, particularmente América. También señala Alonso el parentesco con algunos equivalentes españoles, mas agrega que "por pariente que sea el zonzo americano conserva su individualidad". "Aunque como improperio los americanos dicen a uno (o de uno) zonzo, cuando los peninsulares dicen tonto, los significados no se recubren".

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sábado, 8 de diciembre de 2012

OSVALDO BAYER

Más triunfos de la ética
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Tomado del diario Página 12
del día de la fecha

Entre las preocupaciones diarias, como las de tormentas e inundaciones, y la aprobación o demora de leyes imprescindibles, nos sorprenden con optimismo pleno triunfos de la ética que se refieren a nuestro pasado. Ligar ese pasado con la verdad histórica y no esconderlo. Por ejemplo, el triunfo de ello en la ciudad bonaerense de Vedia ha sido completo y perfecto, sin peros ni aunques. El Concejo Deliberante de esa ciudad aprobó el cambio de nombre de cuatro calles del distrito. Cuatro. Nombres de personajes –algunos de estructura siniestra, por no decir algo más duro– que nos fueron impuestos por el poder de turno. Nada menos que el mercenario y asesino Federico Rauch, el dictador criminal contra nuestra democracia José Félix Uriburu, el genocida Julio Argentino Roca y el de Ataliva Roca, que hizo los peores negociados y que ponía la cara para que no apareciera el “general”, su hermano, como acusado. El pícaro Sarmiento inventó la palabra “atalivar”. Escribía con gracia: “El general Roca hace sus negocios y su hermano ataliva”. Punto. Todo el mundo lo comprendía y en vez de decir “coimear” los porteños usaban “atalivar”.

Bien, nosotros, los argentinos, con tal de quedar bien con los poderosos, pusimos el nombre de Ataliva Roca a múltiples calles de nuestras ciudades del interior, y hasta una ciudad de La Pampa se llama Ataliva Roca. Algo para mirarse al espejo y enrojecerse. Y esos representantes del coraje civil, los concejales de Vedia, dijeron basta y cambiaron el nombre de la calle Federico Rauch, por Arbolito; la Ataliva Roca, por Juan José Castelli; la general Uriburu, por Manuel Dorrego, y la Julio A. Roca, por Pueblos Originarios. Lo hemos explicado ya numerosas veces, pero lo aclararemos una vez más: Rauch fue en homenaje al mercenario europeo que llegó contratado por dinero por el presidente Rivadavia “para exterminar a los indios ranqueles”. Vino a matar y sus comunicados hablan el idioma más perverso: “Hoy, para ahorrar balas hemos degollado a 27 ranqueles”. Los otros comunicados hablan de la perversión de este militar que fue ajusticiado por el indio ranquel Arbolito en un encuentro frente a frente. De Ataliva Roca nada bueno podemos agregar sino que fue apenas un lacayo de su hermano. Ahora esa calle llevará el nombre de Juan José Castelli, uno de los más preclaros Hombres de Mayo, que como pocos luchó por la igualdad y la libertad; sus documentos lo dicen todo: junto a Moreno y Belgrano fueron los tres hombres más avanzados de los héroes de aquel 1810. Y justo los que más insistieron en reconocer la igualdad de derechos a los pueblos originarios y terminar para siempre con la esclavitud a que habían sido sometidos por los españoles –”occidentales y cristianos”– en esas formas infames de la mita, la encomienda y el yanaconazgo. Belgrano lo escribe con precisión absoluta que no puede dar lugar a interpretaciones falsas: “A partir de este momento, los pueblos originarios gozarán de los mismos derechos de que gozamos nosotros, los hijos de europeos que tuvimos la suerte de nacer en territorio de América”. Idioma luego traicionado en sus raíces por Roca, Avellaneda y tantos otros que firmaron documentos sobre la “necesidad del exterminio de los salvajes, los bárbaros”. O como dice Roca en su informe final ante el Congreso de la Nación: “La ola de bárbaros que ha inundado durante siglos estas fértiles llanuras ha quedado exterminada para siempre, y ahora quedarán a disposición del capital extranjero y de los inmigrantes”. Todo un ejemplo de ética. Pero nosotros los argentinos, con un dejo de sentido de adulación al poder, les seguimos rindiendo honores con sus nombres a escuelas, plazas, calles y monumentos en bronce.

Bien, nuestro abrazo agradecido. Sería largo nombrar a todos los valientes ciudadanos que propusieron esos cambios, todos con argumentos irrebatibles para ellos mismos.

Por otra parte, la Radio Nacional de Bariloche, a través de su director Carlos Echeverría, organizó un acto para discutir el tema del monumento a Roca instalado en la plaza principal de esa ciudad, que últimamente ciudadanos argentinos de origen mapuche han intentado bajarlo del caballo de bronce en que se exhibe al “conquistador del desierto”, más bien exterminador de los habitantes originales de toda esa región patagónica. El acto fue muy concurrido y se expuso allí toda la documentación oficial de aquellos tiempos, y la entrega de las tierras conquistadas a estancieros de la Sociedad Rural Argentina y al propio Roca, que se quedó con miles de hectáreas en el sur bonaerense, con su estancia “La Larga”. Eso es lo que vale en una sociedad que quiere asentar su democracia: el debate. No sólo de los problemas de la actualidad sino de cómo se comportó en su pasado. Los crímenes legales que se cometieron y que nunca fueron revisados. Los argumentos fueron de tal peso, todos basados en terminar con los racismos y los intereses probados, y en hacer valer la moral y la vida. Le damos poco tiempo a la existencia de ese monumento provocador, principalmente para los pueblos originales que viven desde hace siglos en esas regiones.

Y justamente bien al sur de esa Patagonia vivió durante siglos esa etnia llamada tehuelche, que fue exterminada poco a poco desde la llegada de los europeos. Sobre esa etnia acaba de salir un magnífico libro de Osvaldo Mondelo, titulado precisamente Tehuelches, con una colección increíble de fotografías con sus rostros, los de sus mujeres y los de sus niños. Un libro para tener y repasar por su valor artístico, histórico y antropológico. Rostros sufridos, resignados, soñadores, pensando en otras vidas y apegados a la naturaleza. Un libro para aprender a apreciar a esas culturas básicas del origen de estas regiones como llanuras habitables. Sus vestimentas, sus herramientas de caza. Sus mujeres con ese principio natural de dar vida y los niños, con sus miradas curiosas sin fin. Un libro más que fundamental para nuestras culturas. Y aquí no puedo menos que agregar que han salido a la venta otros dos libros, en sus terceras ediciones: El malón de la paz y Pedagogía de la desmemoria, los dos de Marcelo Valko, un aporte también fundamental para conocer capítulos de nuestra historia referidos a los pueblos originarios.

Justamente en Calafate, ese centro de bellezas patagónicas, se propuso en los últimos días cambiar el nombre de Julio A. Roca por el del cacique Orqueque, un tehuelche que se defendió contra la invasión de Buenos Aires, fue detenido y enviado a esa ciudad, donde al poco tiempo falleció por enfermedad. La proposición se iba a aprobar por unanimidad, hasta que un ciudadano de la ciudad objetó ese cambio. Se leyeron sus argumentos y se decidió entonces posponer la decisión hasta el año próximo, a fin de estudiar a fondo toda la problemática otra vez. He leído los argumentos de este señor, Fernando Arteaga, que son los mismos de quienes defienden el genocidio de Roca, como Mariano Grondona y otros desde el diario La Nación. Aquello de que los mapuches eran indios “chilenos”, cosa que es un disparate. Esos pueblos originarios no reconocían las fronteras actuales, que fueron fijadas mucho después. Justifica lo de la campaña del desierto cuando en realidad había tierra para todos y se hubiera podido llegar a un acuerdo sin recurrir a la muerte o al exterminio, y menos a reimplantar la esclavitud. A lo cual el señor Arteaga denomina una cuestión de época. Cosa que no es así, sería beneficioso que leyera las actas de la Asamblea del año XIII. Ni la muerte ni la esclavitud se pueden aceptar. Y más de aquellos que se preciaban de heredar la cultura europea y cristiana. Pero está bien que se inicie en Calafate el debate sobre estos temas. En esos debates siempre se aprende, mientras se defiendan los derechos de la vida.

Este debate de nuestra historia nos llevar indefectiblemente a forjar un mejor futuro para las próximas generaciones.
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viernes, 7 de diciembre de 2012

FEDERICO KLEMM

EL BANQUETE ESTA SERVIDO
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Hizo de su propia imagen una obra de arte y la puso a disposición de los usuarios del cable. El primer cuerpo pop después del pop, la primera loca luego de la hegemonía gay, supo llegar tarde y temprano con sus suntuosos manjares. Maneras diversas, filantropía y amaneramiento al servicio del banquete telemático.Todos los invitados siguen relamiéndose al recordarlo

Tomado del diario Página 12
del día de la fecha
Por César Castellano

Autorretrato. El ser es víctima y es sacrificio en lo cotidiano. 1990.
Tan multifacético como generoso, Federico Klemm compartió su pasión por el arte con el público masivo y lo hizo en un momento (los años ’90) caracterizado por el más puro egoísmo, un mercado del arte ávido de dólares, exitismo, el narcisismo de siempre y la especulación neoliberal. No ajeno a ese mundo, organizó un gran banquete de arte e invitó a mansalva con sus gestos, sus cuidados guiones, su cultura exquisita y su propio cuerpo coreografiado hasta los más mínimos gestos, a todos y todas. En poco tiempo, nadie desconocía a Federico, el grande, ni tampoco la existencia del pop, el Renacimiento, los impresionistas y otros conceptos del arte universal que con su comunicatividad mediática, su ingenio y creatividad fueron capturando la atención. Ninguno como él supo utilizar a su propia persona, en cuerpo y discurso, y la televisión, como canal y herramienta cultural, para hablar de arte. Su actitud creadora es imposible de escindir de su actitud filantrópica, que a mi entender es tal que supera a la primera. Abrió en 1992 su propia galería en la Plaza San Martín, donde presentó nombres nunca vistos en Buenos Aires: Andy Warhol, Fernando Botero, Roberto Matta y a los artistas de la Transvanguardia italiana junto a su propulsor, el crítico Achille Bonito Oliva. En 1995, creó la Fundación Federico Jorge Klemm, dedicada a promover artistas jóvenes y a proyectar el arte contemporáneo con una exquisita colección de arte, única en Latinoamérica. En las paredes cuelgan nombres de la talla de Picasso, Dalí, Magritte, Man Ray, Lucio Fontana, Jeff Koons, Mappelthorpe, Joseph Beuys, Basquiat, Kuitca, Berni y Macciò. Que nadie crea que Federico Klemm era sólo el anfitrión de un programa de televisión entretenidamente original y de culto, aunque con eso bastara para rendirle hoy un homenaje. Hay que agregar que armó en silencio una magnífica colección privada de arte nacional e internacional, superando a la de varios museos y colecciones del país. Con el agregado de que se puede visitar en forma gratuita.

Herencia familiar

Federico nació en Checoslovaquia, en 1942, hijo único de una familia aristocrática. Llegó a Buenos Aires en 1948, escapando de una Europa en ruinas. De su padre, Federico Jorge, un poderoso industrial alemán, heredó esa habilidad emprendedora y visionaria. De su madre, Rosita, una gran sensibilidad y el amor por el arte. De ambos, una fortuna que le permitió llevar un proyecto de mecenazgo único, que concretó y legó al porvenir y una vida rodeada de glamour finisecular y buen gusto.

Comenzó su actividad artística multifacética de adolescente, tanto en las artes plásticas como escénicas. Realizó estudios en forma autodidacta sobre la obra de Tolouse-Lautrec, Picasso, Degas, Van Gogh y varios pintores argentinos a los que admiraba. Perfeccionó su técnica con la pintora surrealista Mildred Burton. Estudió canto lírico con Ruzena Horakova y arte dramático con Marcelo Lavalle.

En los años sesenta, participó de la vanguardia local, intervino en happenings y performances en el Instituto Torcuato Di Tella junto a Marta Minujín y Oscar Masotta, filmó y realizó cortometrajes, mostrando su temprana vocación por la imagen visual. Los coletazos opresores de la dictadura argentina hicieron que su vida no fuera fácil. Más de una vez pasó momentos difíciles, por lo cual vivió en Río de Janeiro alternativamente con Punta del Este y Buenos Aires. En los ochenta, estuvo presente en la movida under, actuó junto Katja Alemann en Cemento y en innumerables performances. La ópera, una de sus grandes pasiones, lo tuvo como protagonista en incontables actuaciones en privado, donde su papel preferido fue el aria del torero de Carmen, de Bizet.

Telemblemático

Federico también entendió, antes que muchos, el proceso de revolución tecnológica audiovisual que comenzaba a gestarse en los noventa. El pensaba que el arte no podía seguir encerrado en tomos vetustos guardados por años en bibliotecas y que tanto los medios de comunicación televisivos como Internet y el contexto global de los mass media eran el futuro, y así lo plasmó en su propio programa. Su mítico ciclo El Banquete Telemático estuvo antes de la creación del mismo Canal (A) del cual luego formó parte, siendo uno de sus ciclos más emblemáticos. Y también sus recordadas participaciones en el programa de Antonio Gasalla, donde el gran público lo conoció vestido de Versace y luciendo increíbles joyas que él mismo diseñaba, recorriendo su galería y mostrando y contándonos los secretos de las obras. Se convirtió de pronto en un ícono mediático, se hizo popular en todos los medios y se ganó una legión de imitadores que lejos de molestarle lo divertía y lo hacía muy feliz. La década del ’90 se configuró como la época de la representación del cuerpo del artista y en esto también Federico hizo punta, ya que no sólo lo hizo en su pintura sino también en su innovadora presencia mediática.

El mismo elegía los temas, escribía y trabajaba incansablemente junto al crítico de arte Charlie Espartaco los guiones, realizaba y producía el programa con una pasión y una creatividad sin límites. Utilizaba a menudo la técnica del chroma key para crear la virtualidad de estar frente a grandes obras maestras transportando al televidente a mundos lejanos del arte. Así, se lo podía ver junto a La Gioconda en el Museo del Louvre; frente a la Torre Galatea, en Figueras, contándonos la vida de su amado Salvador Dalí. Federico era una celebración de la comunicación.

También como artista plástico trascendió los medios y soportes habituales: grandes collages fotopictóricos que intervenía manualmente. En el año 2000 buscó el cambio tecnológico utilizando como medio expresivo la fotografía digital, dando muestra de su incansable poder transformador sobre el conformismo habitual en la configuración artística local. Como un niño asombrado, empezó a trabajar sus obras en Photoshop. Fascinado con este software, pasaba horas editando, retocando y creando sobre fotografías que él mismo tomaba.

Es así como Federico traspasó las fronteras de la realidad virtualizándola, superando los formatos televisivos políticamente correctos.
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jueves, 6 de diciembre de 2012

EVA GIBERTI

Yo lo vi

Tomado del diario Página 12
del día de la fecha

Lo traían, arrastrándolo, sujetándolo desde las axilas. Los pies apenas rozaban el suelo, a pesar de su estatura, pero las rodillas no podían sostenerlo. Habían logrado cubrirlo con una camisa y el pantalón. La cabeza caída sobre el pecho, sin cara que me permitiera reconocerlo. Era Hernán, mi hijo. Acababan de interrumpir la sesión de tortura, sin que aquel que diera la orden “¡Traigan a Invernizzi!” se imaginara que lo habían dejado en ese estado.

El oficial no ignoraba que eso estaba sucediendo, pero el teniente coronel se descuidó. Pretendió ser gentil, aun sabiendo que ese detenido era “su” detenido y debían garantizar su vida y su estado. Por lo tanto, no ignoraba las torturas.

Cuando ese oficial me reconoció en el ingreso/admisión del Regimiento 1º de Patricios, lugar donde yo sabía que lo habían trasladado –si bien la información oficial era: “No se sabe dónde está. Seguramente fugado”– detuvo su auto. “¡Señora! ¿Qué necesita?...”, me preguntó.

Me acompañaba mi abogada, experta en haber ensayado habeas corpus de otros detenidos, quien rápidamente se presentó con nombre y apellido. Entonces el oficial nos invitó a subir a su automóvil, mientras comentaba: “Qué barbaridad, ¿cómo pudo pasarle esto a usted? Yo eduqué a mis hijos leyendo su Escuela para Padres...” No le creí. Yo sabía lo que durante décadas había escrito acerca del despotismo. Pero fue la cortesía que se le ocurrió.

Sinteticé: “Vengo a ver a mi hijo, porque yo sé que está aquí... Y le traigo ropa y productos para la higiene...”. Absolutamente segura de que allí estaba él. Cuando hayan transcurrido otros veinte años, alguien contará cómo lo supe y por qué no dudaba.

Atravesamos los jardines, llegamos a Policía Militar 101 (que tenía entrada por Cerviño) e ingresamos por un portón. El oficial, un teniente coronel, continuaba conversando con nosotras. Hasta que ingresamos a un gran patio, seco y marrón con algunos bancos contra las paredes y un par de puertas que conducían a la zona de los calabozos. Algunos conscriptos soldados caminaban en silencio y repentinamente dejaron de estar.

Allí el teniente coronel me dijo: “Ahora lo van a buscar para que usted lo vea y converse con él. Unos minutos, porque está incomunicado...”.

Me demostraba el favor que me estaba haciendo porque yo había escrito Escuela para Padres, texto reconocido por la comunidad.

Mientras nos sentábamos, mi abogada, mucho más alerta y veloz que yo, comprendió que sería preciso entretenerlo y comenzó a darle conversación acerca de temas políticos. Hasta que se abrió una puerta y yo lo vi, ingresando, llevado a rastras, en ese patio seco y marrón.

Me puse de pie e intenté abrazarlo. Inútil, se le vencían las piernas. Me senté, se arrodilló como pudo y apenas balbuceó: “Me habían dicho que estabas gravemente herida, en el hospital, que confesara antes de que te murieras...”. Y sollozó.

Un hedor a alcohol lo rodeaba. “¿Qué te están dando?”, atine a preguntar. Casi sin poder articular las palabras contestó: “Me dan vino con pastillas, no sé de qué, dicen que para que hable”.

Recién entonces, apenas separada del inverosímil abrazo de medio cuerpo puede mirarle la cara, negra por los moretones que los trompazos habían marcado.

El teniente coronel, que no esperaba esa escena, ni el brutal testimonio de la tortura, intentó acercarse, pensando que estaríamos transmitiéndonos mensajes en clave.

Con tono militar: “Señora, ya no puede permanecer más...”.

Mi abogada, que no se apartaba de él, volvió al diálogo y llego a decirle: “Pero si él no puede hablar.... La madre tiene derechos...”.

“Pero no –gritó el oficial–, ¡si está incomunicado!” Esa voz me llegó de costado, yo sólo quería escucharlo a Hernán, que me acariciaba, como podía porque no lograba levantar los brazos, para decirme “estás bien, estás bien...”.

Dos tipos aparecieron en una de las puertas del patio, uniformados de fajina: venían a buscarlo para retomar la tortura que la imprudencia del teniente coronel les había arrancado de la picana, de los culatazos con fal y de la intoxicación con drogas estimulantes y alcohol.

¿Qué me dijo y qué le dije al teniente coronel? No tiene importancia. Habíamos transcurrido, de manera insólita e imprevista, veinte minutos juntos en ese patio entre balbuceos, sangre y un cuerpo dislocado, mientras yo apretaba dentro de mi cartera un cepillo de dientes y un pan de jabón de tocador.

El teniente coronel se quedó en el interior de la Policía Militar –predio que hace años fue vendido y allí funcionan ahora una sede de Easy y de Jumbo– y nos mandó de vuelta en otro auto.

Transcurrieron muchos años. Durante ese tiempo, miles de madres podían haber imaginado esta misma escena. Todas ellas sabían qué es la tortura, todos los torturados y torturadas lo cuentan. El Nunca Más fue explícito en todos los horrores posibles.

Pero es preciso refinar los testimonios porque los medios publican de la Causa ESMA, la Causa La Perla, narran cómo las mujeres parieron sus hijos en cautiverio esposadas a una camilla, describen los Vuelos de la Muerte en la esfera pública y aprenden quienes quieren aprender. Los que no precisan recordar y los que recuerdan forman parte de ese universo de “aquellos años”, que algunos –cómplices actualmente conocidos– pretenden se inscriban en la reconciliación. O bien nos dicen que los derechos humanos son muchos y que no hay razón para ocuparse específicamente de lo ocurrido durante el terrorismo de Estado porque esos recuerdos fracturan a la comunidad y sumergirlos es lo prudente. Negándose a reconocer el conflicto de valores que este gobierno instituyó como presencia ética e insoslayable, como una lógica dominante en la historia de los derechos humanos.

Por eso el testimonio de lo que se presenció busca rescatar una escena paradojal donde alguien vio lo que no debía ver, mientras otros hacían lo que no debían hacer y otro en representación pretendidamente cordial buscaba insertar la excepción para ser evaluado como uno de los que se considerarían más tarde derechos y humanos.

La perversidad del modelo que generó la paradoja siniestra (un oficial fingiendo ser cordial con la madre de un detenido y errando en su cálculo al mostrar lo que no debía ser conocido) sirve para anticipar que lo que vino después ya formaba parte de la organización mental de quienes luego diseñaron La Perla, la ESMA, la Cacha y todo lo demás.

Porque, a Hernán, yo lo vi en septiembre de 1973, en el embrión del terrorismo de Estado.
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miércoles, 5 de diciembre de 2012

AUGUSTO RODIN

TESTAMENTO

Jóvenes que aspiráis a oficiantes de la Belleza, puede que os resulte grato encontrar aquí el resumen de una larga experiencia.

Amad devotamente a los maestros que os precedieron. 

Inclinaos ante Fidias y ante Miguel Angel. Admirad la divina serenidad del uno; la salvaje angustia del otro. La admiración es un vino generoso para los nobles espíritus. Guardaos, sin embargo, de imitar a vuestros mayores. Respetuosos de la tradición, sabed discernir lo que ella contiene de eternamente fecundo: el amor a la naturaleza y la sinceridad. Estas son las dos fuertes pasiones de los genios. Todos adoraron la Naturaleza y no mintieron jamás. De este modo la tradición os tiende la llave merced a la cual podréis evadiros de la rutina. Es la propia tradición la que os recomienda interrogar sin cesar la realidad y la que os prohíbe someteros ciegamente a ningún maestro.

Que la naturaleza sea vuestra única diosa. Tened en ella una fe absoluta. Estad. seguros de que nunca es fea y limitad vuestra ambición a serle fieles. Todo es bello para el artista, puesto que en todo ser y en toda cosa, su penetrante mirada descubre el carácter, es decir la verdad interior que trasparece bajo la forma. Y esta verdad es la belleza misma. Estudiad religiosamente y no podréis dejar de encontrar la verdad. Trabajad con encarnizamiento. 

Vosotros, estatuarios, fortificad en vosotros el sentido de la profundidad. El espíritu se familiariza difícilmente con esta noción. Imaginar las formas en espesor le resulta embarazoso. Esta es sin embargo vuestra tarea. Ante todo estableced netamente los grandes planos de las figuras que vais a esculpir. Acentuad vigorosamente la orientación que vais a dar a cada parte del cuerpo, a la cabeza, a los hombros, a la pelvis, a las piernas. El arte exige decisión. Es por la bien acusada fuga de las líneas, que os sumergiréis en el espacio y que os haréis dueños de la profundidad. Cuando vuestros planos estén definidos, todo ha sido hallado. Vuestra estatua vive ya. Los detalles nacen y se disponen por sí mismos, de seguida. 

Cuando modeléis, no penséis en superficie sino en relieve. 

Que vuestro espíritu conciba toda superficie como el extremo de un volumen que la empujara desde atrás. Figuraos las formas como si apuntaran hacia vosotros. Toda vida surge de un centro, luego germina y se expande de adentro hacia afuera. Del mismo modo, en toda bella escultura, se adivina siempre una potente impulsión interior. Este es el secreto del arte antiguo. 

Vosotros, pintores, observad igualmente la realidad en profundidad. Mirad, por ejemplo, un retrato pintado por Rafael. Cuando este maestro representa un personaje de frente, hace huir oblicuamente la línea del pecho y es de este modo que nos da la ilusión de la tercera dimensión. 

Todos los grandes pintores sondearon el espacio. Es en la noción de espesor que radica la fuerza.

Recordad esto: no hay líneas, sólo existen volúmenes. Cuando dibujéis, no os preocupéis jamás del contorno, sino del relieve. Es el relieve lo que rige el contorno. 

Ejercitaos sin descanso. Es preciso extenuarse en el oficio. 

El arte no es más que sentimiento. Pero sin la ciencia de los volúmenes, de las proporciones, de los colores, sin la habilidad de la mano, el más vivo de los sentimientos se queda como paralizado. ¿Qué sería del más grande de los poetas en un país extranjero cuya lengua ignorara? En la nueva generación de artistas, hay numerosos poetas que se niegan a aprender a hablar. Es así como no hacen más que balbucear. 

¡Paciencia! No contéis con la inspiración. Ella no existe. Las únicas cualidades del artista son prudencia, atención, sinceridad, voluntad. Cumplid vuestra tarea como honrados obreros. 

Sed verídicos, jóvenes. Pero esto no significa: sed vulgarmente exactos. Hay una deleznable exactitud: la de la fotografía y la del calco. El arte solo comienza con la verdad interior. Que todas vuestras formas, todos vuestros colores traduzcan sentimientos. 

El artista que se conforma con un simple simulacro y reproduce servilmente los detalles sin valor, no será jamás un maestro. Si habéis visitado algún cementerio italiano, sin duda habréis notado con que puerilidad los artistas encargados de decorar la tumbas se dedican a copiar en sus estatuas, los bordados, los encajes, las trenzas de cabellos. Puede que sean exactos, pero no verídicos, puesto que no se dirigen al alma. 

Casi todos nuestros escultores recuerdan a los de los cementerios italianos. En los monumentos de nuestras plazas públicas, no se distinguen más que levitas, mesa, veladores, sillas, máquinas, globos, telégrafos. Nada de verdad interior; nada, pues, de arte. Apartaos de semejante baratillo.

Sed profundamente, ferozmente verídicos. No vaciléis jamás en expresar lo que sintáis, ni siquiera cuando os encontréis en oposición con las ideas corrientes y aceptadas. Puede ocurrir que al principio no seáis comprendidos. Pero vuestro aislamiento será de corta duración. Pronto vendrán amigos hacia vosotros: puesto que lo que es profundamente verdadero para un hombre lo es para todos. 

Por lo tanto, nada de gestos, nada de contorsiones para atraer al público. ¡Simplicidad, ingenuidad!

Los más bellos motivos se encuentran delante de vosotros: son aquellos que conocéis mejor. 

Mi muy querido y muy grande Eugenio Carriére, que tan pronto nos dejó, demostró su genio pintando a su mujer y a sus hijos. Le bastaba celebrar el amor maternal para ser sublime. Los maestros son aquellos que miran con sus propios ojos lo que todo el mundo ha visto y que saben percibir la belleza de lo que es demasiado familiar para los otros espíritus. 

Los malos artistas calzan siempre los anteojos del prójimo. 

La gran cuestión es ser capaz de emoción, de amar, de esperar, de vibrar, de vivir. ¡Ser hombre antes de ser artista! La verdadera elocuencia se burla de la elocuencia, decía Pascal. El verdadero arte se burla del arte. Yo tomo aquí el ejemplo de Eugenio Carriére. En las exposiciones, la mayor parte de los cuadros no son más que pintura; ¡los suyos semejaban, en medio de los otros, ventanas abiertas sobre la vida! 

Admitid las críticas Justas. Las reconoceréis fácilmente. Son aquellas que os confirmarán en una duda que os persigue. Pero no os dejéis abatir por aquellas que vuestra conciencia no admite. 

No temáis las críticas injustas. Ellas indignarán a vuestros amigos, los obligarán a reflexionar sobre la simpatía que os tienen y la sostendrán más resueltamente cuando disciernan mejor los motivos. 

Si sois nuevos en el ejercicio de vuestro arte, no contaréis al principio más que con un corto número de partidarios y una multitud de enemigos. No os descorazonéis. Los primeros triunfarán: pues ellos saben por qué os aman; los otros ignoran por qué les sois odiosos; los primeros están apasionados por la verdad y reclutan sin cesar nuevos adherentes; los otros no demuestran ningún celo durable por su falsa opinión; los primeros son tenaces, los otros giran a todos los vientos. La victoria de la verdad es segura. 

No perdáis vuestro tiempo en anudar relaciones mundanas o políticas. Veréis a muchos de vuestros cofrades llegar por la intriga a los honores y la fortuna: éstos no son verdaderos artistas. Algunos de ellos son, sin embargo, muy inteligentes y si vosotros os ponéis a luchar con ellos en su propio terreno, perderéis tanto tiempo como ellos mismos, es decir toda vuestra existencia: entonces no os quedará ni un minuto para ser artistas. 

Amad apasionadamente vuestra misión. No existe otra más bella. Es mucho más alta de lo que el vulgo cree. 

El artista da un gran ejemplo. 

Adora su oficio: su más preciosa recompensa es la alegría de haber procedido bien. Actualmente, se persuade a los obreros, por desdicha suya, a que odien su trabajo y lo saboteen. El mundo solo será feliz cuando todos los hombres tengan alma de artistas, es decir, cuando todos sientan el placer de su labor. 

El arte es aún una magnífica lección de sinceridad. 

El verdadero artista expresa siempre lo que piensa, aún a riesgo de hacer tambalear todos los prejuicios establecidos. 

De este modo enseña la franqueza a sus semejantes. ¡Imaginemos qué maravillosos progresos se realizarían de pronto si la veracidad absoluta reinara entre los hombres! 

¡Qué pronto la sociedad se desprendería de sus errores y sus fealdades francamente confesados y con qué rapidez nuestra tierra se convertiría en un Paraíso!...

martes, 4 de diciembre de 2012

ARISTÓTELES

LA GRAN MORAL

Capítulo III. 
Otra división de los bienes

A esto añadiremos, que los bienes pueden ser clasificados también de otra manera. Unos pertenecen al alma, como las virtudes; y otros al cuerpo, como la salud y la belleza; y otros nos son extraños y exteriores, como la riqueza, el poder, los honores y otras cosas análogas. De todos estos bienes los más preciosos son sin contradicción los del alma. Los bienes del alma se dividen a su vez en tres clases, pensamiento, virtud y placer. La consecuencia y el resultado de todos estos diversos bienes es lo que todo el mundo llama y es realmente el fin más completo de todos los bienes, es decir, la felicidad, siendo en nuestra opinión la felicidad una cosa idéntica a obrar bien y conducirse bien. Pero el fin nunca es simple, porque es siempre doble. En ciertas cosas es el acto mismo, el uso, lo que es su fin, a manera que respecto a la vista el uso actual es preferible a la simple facultad. El uso es aquí el verdadero fin y nadie querría la vista a condición de no ver y tener cerrados perpetuamente los ojos. La misma observación tiene lugar respecto del oído y de todos los demás sentidos. En todos los casos en que hay uso y facultad, el uso es siempre mejor y más apetecible que la facultad y la simple posesión, porque el uso y el acto constituyen por sí mismos un fin, mientras que la facultad y la posesión sólo existen en virtud del uso. Si se echa una mirada sobre todas las ciencias, se verá, por ejemplo, que no es una ciencia la que hace la casa y otra ciencia la que la hace buena, sino que es únicamente la arquitectura la que hace ambas cosas. El mérito del arquitecto consiste precisamente en hacer bien la obra que ejecuta, y lo mismo sucede en todas las demás cosas.
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lunes, 3 de diciembre de 2012

ARISTÓTELES

LA GRAN MORAL
Capítulo II. 
División de los bienes

Sentados estos preliminares, procuremos distinguir las diferentes acepciones de la palabra bien. Entre los bienes unos son verdaderamente preciosos y dignos de estimación, otros sólo son dignos de alabanza, y otros, en fin, no son otra cosa que las facultades que el hombre puede emplear en un sentido o en otro. Entiendo por preciosos y dignos de estimación los que tienen algo de divino y que son lo mejor respecto a todo lo demás, como el alma y el entendimiento. también tengo por tal lo que es primero y anterior, lo que tiene el concepto de principio y las demás cosas de este género, porque los bienes preciosos son aquellos que se suponen de un gran precio y dignos de un gran honor, de cuya condición participan los que acabamos de enunciar. Y así la virtud es cosa muy preciosa cuando, debido a ella, se hace uno hombre de bien, porque entonces el hombre que la posee ha llegado a la dignidad y a la consideración de la virtud. Hay otros bienes que sólo son laudables; tales son, por ejemplo, las virtudes, porque la alabanza en este caso procede de las acciones que ellas inspiran. Otros bienes no son más que simples potencias y simples facultades como el poder, la riqueza, la fuerza, la belleza, porque estos bienes son de tal calidad, que el hombre de bien puede hacer de ellos un buen uso, lo mismo que el malvado puede hacerle malo. Por esto digo que estos bienes existen sólo en potencia. Sin embargo, también son bienes, porque la estimación que se da a cada uno de ellos se gradúa por el uso que de ellos hace el hombre de bien y no por el que hace el hombre malo. Además, los bienes de este género deben las más veces su origen al azar que les produce. En este caso, por lo común, están la riqueza y el poder, lo mismo que todos los otros bienes que se colocan en la categoría de simples poderes. Puede contarse también una cuarta y última clase de bienes, la de los que contribuyen a mantener y hacer el bien, como, por ejemplo, la gimnasia para la salud y otras cosas análogas.

También se pueden dividir los bienes de otra manera. Pueden distinguirse los bienes que siempre y en todas partes son deseables y otros que no lo son. La justicia, y en general todas las virtudes, son siempre y en todas partes deseables. La fuerza, la riqueza, el poder y las demás cosas de este orden no son siempre ni a todo trance apetecibles. He aquí otra división. Entre los bienes pueden distinguirse los que son fines y los que no lo son. La salud es un fin, un término, pero lo que se hace para conservarla no es un fin. En todos los casos análogos el fin es siempre mejor que las cosas por medio de las cuales se busca aquel; por ejemplo, la salud vale más que las cosas que deben procurarla. En una palabra, el objeto universal, en vista del cual se hace todo lo demás, siempre queda muy por encima de las otras cosas que se hacen para servirle. Entre los fines mismos el fin que es completo siempre es mejor que el fin incompleto. Llamo completo aquello que, una vez adquirido, no nos deja desear otra cosa, e incompleto cuando después de obtenido también por nosotros, aún advertimos la necesidad de alguna otra cosa. Por ejemplo, poseyendo la justicia, aún advertimos la necesidad de algo más que ella; pero teniendo la felicidad nada echamos de menos. El bien supremo que buscamos es, pues, el que constituye un fin último y completo; este fin último y completo es el bien; y hablando en términos generales, el fin es el bien.

Una vez sentado esto, ¿qué deberemos hacer para estudiar y conocer el bien supremo? ¿Será quizá suponiendo que haya de estar ligado a los otros bienes? Esto sería absurdo, y he aquí por qué. El bien supremo, el mejor bien es un fin último y perfecto, y el fin perfecto del hombre no puede ser otro que la felicidad. Pero como por otra parte consideramos la felicidad compuesta de una multitud de bienes reunidos, si, estudiando el mejor bien, le comprendéis igualmente entre todos los demás bienes, entonces el mejor bien será mejor que él mismo, puesto que es el mejor respecto del todo. Por ejemplo, si estudiando las cosas que proporcionan la salud y la salud misma, se fija uno en lo mejor de todo esto, y se halla que lo mejor es la salud, resulta de aquí que la salud es la mejor de todas estas cosas y la mejor en comparación con ella misma, lo cual es un absurdo. No es quizá este el mejor método para estudiar la cuestión del bien supremo, del mejor bien. ¿Pero será preciso estudiarle aislándole, por decirlo así, de sí mismo? ¿Y no sería también un absurdo este segundo método? La felicidad se compone de ciertos bienes, y averiguar si el mejor bien está fuera de los bienes de que se compone es un absurdo, puesto que sin estos bienes la felicidad separadamente no es nada, porque la felicidad la constituyen estos bienes mismos. ¿Pero no podrá encontrarse el verdadero método apreciando el mejor bien por comparación? Me explicaré: por ejemplo, comparando la felicidad compuesta de todos los bienes que sabemos con las otras cosas que no están comprendidas en ella, ¿no podremos indagar cuál es el mejor bien y por este medio descubrir la verdad? Pero el mejor bien que buscamos en este momento no es simple, y es como si se pretendiese que la prudencia es el mejor de todos los bienes con los cuales se hubiere comparado. Pero no es de esta manera quizá cómo debe estudiarse el mejor bien, puesto que buscamos el bien final y completo, y la prudencia por sí sola no es completa. No es este por consiguiente el mejor bien a que aspiramos, como no lo es ningún otro que se repute mejor en este mismo concepto.
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domingo, 2 de diciembre de 2012

ARISTÓTELES

LA GRAN MORAL
Capítulo I. 
De la naturaleza de la moral

Siendo nuestra intención tratar aquí de cosas pertenecientes a la moral, lo primero que tenemos que hacer es averiguar exactamente de qué ciencia forma parte. La moral, a mi juicio, sólo puede formar parte de la política. En política no es posible practicar cosa alguna sin estar dotado de ciertas cualidades; quiero decir, sin ser hombre de bien. Pero ser hombre de bien equivale a tener virtudes; y por tanto, si en política se quiere hacer algo, es preciso ser moralmente virtuoso. Esto hace que parezca el estudio de la moral como una parte y aun como el principio de la política, y por consiguiente sostengo que al conjunto de este estudio debe dársele el nombre de política más bien que el de moral. Creo por lo tanto que debe tratarse en primer término de la virtud, y hacer ver cómo es y cómo se forma, porque ningún provecho se sacará de saber lo que es la virtud si no se sabe también cómo nace y por qué medios se adquiere. Sería un error estudiar la virtud con el único objeto de saber lo que es, porque es preciso estudiarla para saber cómo se adquiere, puesto que en el presente caso queremos a la vez saber la cosa y conformarnos nosotros mismos a ella; y es claro que seremos incapaces de conseguirlo si ignoramos el origen de dónde procede y cómo puede producirse.

Por otra parte es un punto muy esencial saber lo que es la virtud, porque no sería fácil saber cómo se forma y cómo se adquiere, si se ignorara su naturaleza, como no lo sería el resolver cualquiera cuestión de este género en todas las demás ciencias. Un punto no menos indispensable es saber lo que otros antes que nosotros han podido decir sobre esta materia.

El primero que se propuso estudiar la virtud fue Pitágoras, pero no pudo lograr su propósito, porque queriendo referir las virtudes a los números, no creó con esto una teoría especial de las virtudes; pues la justicia, dígase lo que se quiera, no es un número igualmente igual, un número cuadrado. Sócrates, que vino al mundo mucho después que él, trató este punto con más extensión y profundidad, mas tampoco consiguió su objeto. Quiso convertir las virtudes en conocimientos, y es absolutamente imposible que semejante sistema sea verdadero. Los conocimientos sólo se forman con el auxilio de la razón, y la razón está en la parte inteligente del alma. Por consiguiente todas las virtudes se forman, según Sócrates, en la parte racional de nuestra alma. Y así, formando de las virtudes otros tantos conocimientos, suprime la parte irracional del alma, y destruye de un golpe en el hombre la pasión y la virtud moral. Sócrates, bajo este punto de vista, no estudió bien las virtudes. Después de estos dos filósofos vino Platón, que dividió muy acertadamente el alma en dos partes, una racional y otra que carece de razón, y a cada una de estas partes atribuyó las virtudes que le son realmente propias. Hasta aquí marcha bien, pero después ya no está en lo cierto. Mezcla el estudio de la virtud con su tratado sobre el bien, y en este punto no tiene razón, porque no es este el lugar que debe ocupar. Hablando de los seres y de la verdad ninguna necesidad tenía de hablar de la virtud, porque en el fondo estos dos objetos nada tienen de común.

He aquí cómo nuestros predecesores han tocado estas materias, y hasta qué extremo las han llevado. Exponiendo lo que tenemos que decir sobre este punto, no haremos sino continuar su obra.

Por el pronto es preciso tener en cuenta que todo conocimiento y toda facultad ejercida por el hombre tiene un fin, y que este fin es el bien. No hay conocimiento ni voluntad que tenga el mal por objeto. Luego si el fin de todas las facultades humanas es bueno, es incontestable que el mejor fin pertenecerá a la mejor facultad. Pero la facultad social y política es la facultad mejor en el hombre, y por consiguiente su fin es el bien por excelencia. Deberemos, pues, hablar del bien, pero no del bien entendido de una manera absoluta, sino del bien que se aplica especialmente a nosotros. No se trata aquí del bien de los dioses, porque esto requiere un estudio distinto e indagaciones de otro género. El bien de que tenemos que tratar, es el bien bajo el punto de vista político, para lo cual conviene hacer desde luego una distinción. ¿De qué bien se intenta hablar? Porque esta palabra bien no es un término simple, puesto que lo mismo se llama bien a lo que es mejor en cada especie de cosas y que es generalmente lo que es preferible por su propia naturaleza, que a aquello cuya participación hace que otras cosas sean buenas, y entonces entendemos que es la Idea del bien. ¿Nos ocuparemos de esta Idea del bien o deberemos despreciarla y considerar tan sólo el bien que se encuentra realmente en todo lo que es bueno? Este bien efectivo y real es muy distinto de la Idea del bien. La Idea del bien es cierta cosa separada, que subsiste por sí aisladamente, mientras que el bien común y real de que queremos hablar, se encuentra en todo lo que existe. Este bien real no es el mismo que ese otro bien que está separado de las cosas, mediante a que lo que está separado y lo que por su naturaleza subsiste por sí mismo, jamás puede encontrarse en ninguno de los otros{2} seres. ¿Deberemos por tanto ocuparnos con preferencia del estudio de este bien que se encuentra y subsiste realmente en las cosas? Y si no es posible desentendernos de él, ¿por qué deberemos estudiarle? Porque este bien efectivamente es común a las cosas, como lo prueban la definición y la inducción. Y así la definición, que se propone explicar la esencia de cada cosa, nos dice, que una cosa es buena o que es mala, o que es de tal o de cual manera. La definición en este caso nos enseña, que el bien tomado en general es lo que es apetecible en sí y por sí, y el bien que se encuentra en cada una de las cosas reales es igual al de la definición. Pero si la definición nos dice lo que es el bien, no hay conocimiento ni facultad alguna que diga de su propio fin, que él es bueno. Otra ciencia es la que está llamada a examinar esta cuestión superior; por ejemplo, ni el médico ni el arquitecto nos dicen que la salud o la casa sean cosas buenas, y se limitan a decirnos, el primero que da la salud y cómo la da, y el segundo que construye la casa y cómo la construye.

Esto nos prueba claramente, que no toca a la política explicar el bien que es común a todas las cosas, porque la política no es más que una ciencia como todas las demás, y ya hemos dicho que no pertenece a ninguna ciencia ni a ninguna facultad tratar del bien como su fin propio, y por consiguiente no compete a la política hablar de este bien común que nos ha dado a conocer la definición. Ni tampoco puede ella tratar de este bien común, según nos lo ha revelado el procedimiento de inducción. ¿Y por qué?, porque cuando queremos indicar especialmente un bien cualquiera en particular, podemos hacerlo de dos maneras. Primero, recordando la definición general, podemos hacer ver, que la misma explicación que conviene al bien en general, conviene también a esta cosa que queremos designar especialmente como buena. En segundo lugar, podemos recurrir al procedimiento de inducción; por ejemplo, si queremos demostrar que la grandeza de alma es un bien, diremos que la justicia es un bien, que el valor es un bien, y en general que todas las virtudes son bienes; es así que la grandeza de alma es una virtud, luego la grandeza de alma es un bien. Se ve, pues, que la ciencia política no tiene tampoco que ocuparse de este bien común que conocemos por inducción, porque la misma imposibilidad señalada arriba se ofrecerá en este caso como se ofrece con respecto al bien común dado por la definición, porque entonces la ciencia llegaría a decir también que su propio fin es un bien. Por consiguiente la política debe tratar del bien más grande, pero, añado yo, del bien más grande con relación a nosotros.

En resumen, se ve claramente, que ni a una sola ciencia, ni a una sola facultad pertenece hablar del bien en su totalidad y en general. ¿De dónde nace esto? Nace de que el bien se encuentra en todas las categorías: en la sustancia, en la cualidad, en la cantidad, en el tiempo, en la relación, en el lugar; en una palabra, en todas sin excepción. Pero en cuanto al bien que sólo se refiere a un momento dado del tiempo, en la medicina, por ejemplo, sólo el médico le conoce; lo mismo que en la náutica sólo el marino; y en general en cada ciencia el sabio que a ella se consagra. En efecto, el médico sabe el momento en que es preciso hacer una amputación, como el marinero sabe el momento en que es preciso hacerse a la vela. Cada uno en su esfera conoce el momento que es bueno para todo aquello que le concierne. Y así el médico no podrá conocer ese momento crítico en el arte náutico, como el marinero no lo conocerá en la medicina. No es pues así como debe hablarse del bien común en general, porque el bien relativo al tiempo es un bien común a todas las ciencias. Así también el bien, que se refiere a la categoría de la relación{3} y que está igualmente en las demás categorías, es común a todas. Pero ni a una sola ciencia ni a una sola facultad pertenece tratar del bien relativo al tiempo que se encuentra en cada una de las categorías, en la misma forma que la política no debe ocuparse del bien en general, y lo que debe estudiar es el bien real y el mejor de los bienes, pero el mejor con relación a nosotros.

Añado, que cuando se quiere hacer alguna demostración es preciso no servirse de ejemplos que no sean perfectamente claros; y sí valerse de otros evidentes, para aclarar las cosas que lo han menester; se necesitan ejemplos materiales y sensibles para las cosas del entendimiento, porque estos son mucho más tangibles; y he aquí por qué cuando se intenta explicar el bien no debe traerse a cuento la Idea del bien. Sin embargo, hay gentes que se imaginan, que no se puede hablar debidamente del bien sin acudir forzosamente a su idea o la Idea del bien. Es preciso, dicen, hablar de este bien, porque es el bien por excelencia, y como en todas las cosas la esencia tiene este carácter eminente, concluyen de aquí que la Idea del bien es el supremo bien. No niego que este razonamiento tenga algo de verdadero. Pero la ciencia, el arte político de que aquí se trata, no tiene en cuenta este bien, porque lo que indaga es el bien relativo a nosotros mismos. Así como ninguna ciencia ni arte dice que el fin que se propone es bueno, la política tampoco lo dice del suyo, y por consiguiente no discute ni habla del bien que sólo se refiere a la idea.

Pero se dirá quizá, que es conveniente y posible partir de este bien ideal como de un principio sólido, y tratar en seguida de cada bien particular. Rechazo este método, porque jamás debe recurrirse a otros principios que los que sean propios{4} de la materia que se va a estudiar. Por ejemplo, para probar que un triángulo tiene sus tres ángulos iguales a dos rectos, sería un absurdo partir del principio de que el alma es inmortal. Este principio nada tiene que hacer con la geometría, y un principio debe ser siempre propio y ligado con su objeto, y en el ejemplo que acabo de presentar se puede muy bien probar, que un triángulo tiene sus tres ángulos iguales a dos rectos sin el principio de la inmortalidad del alma. En la misma forma se pueden estudiar muy bien los demás bienes, sin acordarse de la Idea del bien, porque la idea no es el principio propio de este bien especial que se busca y se estudia.

Sócrates persigue una sombra cuando quiere convertir las virtudes en otras tantas ciencias. Mejor hubiera sostenido este otro principio de que en la naturaleza nada se hace en vano, y entonces, habría visto que si las virtudes son ciencias, como dice, resultaría necesariamente que las virtudes son perfectamente vanas. ¿Y por qué? Porque en todas las ciencias, desde el momento que se sabe de una lo que es, es uno, no sólo conocedor, sino poseedor de ella. Por ejemplo, si se sabe lo que es la medicina, desde aquel acto el que la sabe es médico, y lo mismo en todas las demás ciencias. Pero nada de esto sucede respecto a las virtudes, porque podrá uno saber lo que es la justicia, y no por esto se hace justo en el acto, y lo mismo sucede con todas las demás. Y así las virtudes serían perfectamente vanas en esta teoría, y es preciso decir que no consisten únicamente en la ciencia.

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{1} Este tratado, no obstante su título, es el menos extenso de los tres que constituyen la Moral de Aristóteles.
{2} Platón dice, por lo contrario, formalmente, que la Idea de bien se encuentra en parte en todas las cosas buenas, y que estas cosas son buenas en tanto que participan de la Idea del bien que las hace ser lo que son. Véase la obra de M. Cousin: De lo Verdadero, de lo Bello, de lo Bueno, pág. 73, segunda edición, 1854.
{3} Es decir, el bien relativo y no el bien absoluto; distinción exacta, pero que resulta oscura por falta de desenvolvimiento.
{4} Véanse los Últimos Analíticos, lib. I, cap. IX y X.
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sábado, 1 de diciembre de 2012

FRIEDRICH NIETZSCHE

DE SCHOPENHAUER COMO EDUCADOR
TERCERA CONSIDERACIÓN INTEMPESTIVA
Traducción de Luis Moreno Claros
Publicada en Madrid, por Valdemar.


Al preguntársele cuál era la característica de los seres humanos más común en todas partes, aquel viajero que había visto muchas tierras y pueblos, y visitado muchos continentes, respondió: la inclinación a la pereza. Algunos podrían pensar que hubiera sido más justo y más acertado decir: son temerosos. Se esconden tras costumbres y opiniones. En el fondo, todo hombre sabe con certeza que sólo se halla en el mundo una vez, como un unicum, y que ningún otro azar, por insólito que sea, podrá combinar por segunda vez una multiplicidad tan diversa y obtener con ella la misma unidad que él es; lo sabe, pero lo oculta como si le remordiera la conciencia. ¿Por qué? Por temor al prójimo, que exige la convención y en ella se oculta. Pero, ¿qué obliga al único a temer al vecino, a pensar y actuar como lo hace el rebaño y a no sentirse dichoso consigo mismo? El pudor acaso, en los menos; pero en la mayoría se trata de comodidad, indolencia, en una palabra, de aquella inclinación a la pereza de la que hablaba el viajero. Tiene razón: los hombres son más perezosos que cobardes, y lo que más temen son precisamente las molestias que les impondrían una sinceridad y una desnudez incondicionales. Sólo los artistas odian ese indolente caminar según maneras prestadas y opiniones manidas y revelan el secreto, la mala conciencia de cada uno, la proposición según la cual todo hombre es un milagro irrepetible sólo ellos se atreven a mostrarnos al ser humano tal y como es en cada uno de sus movimientos musculares, único y original; más aún, que en esta rigurosa coherencia de su unidad es bello y digno de consideración, nuevo e increíble como toda obra de la Naturaleza y en modo alguno aburrido. Cuando el gran pensador desprecia a los hombres, desprecia su pereza, porque por ella se asemejan a productos fabricados en serie, indiferentes, indignos de evolución y de enseñanza. El hombre que no quiera pertenecer a la masa únicamente necesita dejar de mostrarse acomodaticio consigo mismo; seguir su propia conciencia que le grita: «¡Sé tú mismo! Tú no eres eso que ahora haces, piensas, deseas».

Toda joven alma oye este grito día y noche y se estremece, pues presiente la medida de felicidad que, desde lo eterno, se le asigna cuando piensa en su verdadera liberación; mas de ningún modo alcanzará esa felicidad mientras se halle unida a la cadena de las opiniones y el temor. ¡Y qué desolada y absurda puede llegar a ser la vida sin esta liberación! No existe en la Naturaleza ninguna otra criatura más vacía y repugnante que el hombre que se aparta de su genio y no mira sino a derecha e izquierda, hacia atrás y al horizonte. Al final, es completamente ilícito atacar a un hombre así, pues no es más que envoltura exterior carente de contenido, una vestidura ajada, pintarrajeada, hinchada, un espectro aureolado que no suscita temor ni compasión. Y si con razón se dice del perezoso que «mata el tiempo», habrá que cuidarse seriamente de que un periodo, una época, que cifra su salud en la opinión pública, es decir, en las perezas privadas, muera realmente de una vez; quiero decir, que se la suprima de la historia de la verdadera liberación de la vida. Qué grande debe de ser la repugnancia de las generaciones futuras al ocuparse de la herencia de una época en la cual no regían hombres vivos sino apariencias humanas con opinión pública; por eso, probablemente nuestro tiempo será, para alguna otra lejana edad posterior, el más oscuro y desconocido, en tanto que el periodo más inhumano de la Historia. Camino por las calles nuevas de nuestras ciudades y pienso que de todas esas casas horribles que ha construido la generación de los que opinan públicamente no quedará nada en pie dentro de un siglo, y que también entonces se habrán derrumbado las opiniones de esos constructores de casas. En cambio, grande es la esperanza de quienes no se consideran ciudadanos de estos tiempos; y es que, si lo fuesen, habrían contribuido a matar su tiempo, y con su tiempo se habrían hundido; mientras que, por el contrario, ellos no querían sino que su época despertara a la vida, a fin de existir en esa misma vida.

Pero aun cuando el futuro no nos permitiera esperar nada, nuestra extraordinaria existencia en este «ahora» concreto -esto es, el hecho inexplicable de que sea precisamente hoy cuando vivimos a pesar de que existió un tiempo infinito para nacer, de que no poseamos nada más que un interesante y largo «hoy», y que es en él donde debemos mostrar la razón y el fin de que hayamos nacido justamente en este momento- nos alentaría enérgicamente a vivir según nuestra propia medida y conforme a nuestra propia ley. Tenemos que responder ante nosotros mismos de nuestra existencia; por eso queremos ser los verdaderos timoneles que la dirigen, y no estamos dispuestos a permitir que se asemeje a un puro azar carente de pensamiento. Esta existencia requiere que se la tome con cierta temeridad y cierto peligro, sobre todo cuando, tanto en el mejor como en el peor de los casos, siempre acabamos perdiéndola. ¿Por qué, pues, depender de ese pedazo de tierra, de esa profesión, por qué ocuparse en oír lo que dice el vecino? Es puro provincianismo comprometerse con opiniones que un par de cientos de millas más lejos ya no comprometen. Oriente y Occidente son trazos de tiza que alguien dibuja ante nuestros ojos para burlarse de nuestro temor. «Quiero hacer el intento de alcanzar la libertad», se dice el alma joven; y, sin embargo, se lo impedirá el hecho meramente causal de que dos naciones se odien y se combatan, o que haya un mar entre dos continentes, o que en torno a ella se enseñe una religión que, no obstante, hace un par de milenios aún no existía. «Nada de esto eres tú», se dice el alma. Nadie puede construirte el puente sobre el que precisamente tú tienes que cruzar el río de la vida; nadie, sino tú sola. Verdad es que existen innumerables senderos y puentes y semidioses que desean conducirte a través del río, pero sólo a condición de que te vendas a ellos entera; mas te darías en prenda y te perderías. Existe en el mundo un único camino por el que nadie sino tú puede transitar: ¿Adónde conduce? No preguntes, ¡síguelo! ¿Quién fue el que pronunció la sentencia: «Un hombre no llega nunca tan alto como cuando desconoce adónde puede conducirlo su camino»?

Pero, ¿cómo podremos encontrarnos a nosotros mismos? ¿Cómo puede el hombre conocerse? Se trata de un asunto oscuro y misterioso; y si la liebre tiene siete pieles, bien podría el hombre despellejarse siete veces setenta, que ni aun así podría exclamar: «¡Ah! ¡Por fin! ¡Éste eres tú realmente! ¡Ya no hay más envolturas!» Por lo demás, es una empresa tortuosa y arriesgada excavar en sí mismo de forma semejante y descender violentamente por el camino más inmediato en el pozo del propio ser. Corremos el riesgo de dañarnos de manera que ningún médico pueda ya curarnos. Y, además, ¿para qué sería necesario algo así cuando todo es un testimonio de nuestro ser: nuestras amistades y enemistades, nuestra mirada y la manera de estrechar la mano, nuestra memoria y lo que olvidamos, nuestros libros y los rasgos de nuestra pluma? Pero he aquí una vía para llevar a cabo este interrogatorio tan importante. Que el alma joven observe retrospectivamente su vida, y que se haga la siguiente pregunta: Qué es lo que has amado hasta ahora verdaderamente? Qué es lo que ha atraído a tu espíritu? Qué lo ha dominado y, al mismo tiempo, embargado de felicidad? Despliega ante tu mirada la serie de esos objetos venerados y, tal vez, a través de su esencia y su sucesión, todos te revelen una ley, la ley fundamental de tu ser más íntimo. Compara esos objetos, observa de qué modo el uno complementa, amplía, supera, transforma al otro, cómo todos ellos conforman una escalera por la que tú misma has estado ascendiendo para llegar hasta lo que ahora eres; pues tu verdadera esencia no se halla oculta en lo más profundo de tu ser, sino a una altura inmensa por encima de ti, o cuando menos, por encima de eso que sueles considerar tu yo. Tus verdaderos educadores y formadores te revelan cuál es el auténtico sentido originario y la materia fundamental de tu ser, algo que en modo alguno puede ser educado ni formado y, en cualquier caso, difícilmente accesible, capturable, paralizable; tus educadores no pueden ser otra cosa que tus liberadores. He aquí el secreto de toda formación: no presta miembros artificiales, narices de cera, ojos de cristal; antes bien, lo que tales dones ofrecen sería el envés de la educación. Mientras que aquélla no es sino liberación, limpieza de la mala hierba, de las inmundicias, de los gusanos que quieren alimentarse de los tiernos brotes de las plantas; es torrente de luz y calor, dulce caída de lluvia nocturna; es imitación y adoración de la Naturaleza allí donde ésta muestra sus intenciones maternas y piadosas, también es su retoque cuando procura evitar sus crueles e implacables envites transformándolos en algo beneficioso al cubrir con un velo las manifestaciones de sus propósitos de madrastra y de su triste locura.

Es cierto que existen otros medios para encontrarse a sí mismo, para salir del aturdimiento en el que habitualmente nos agitamos como envueltos en una densa niebla, pero no conozco ninguno mejor que el de recordar a nuestros propios educadores y formadores. Y he aquí por qué voy a recordar hoy a un educador y a un severo maestros del que puedo sentirme orgulloso: Arthur Schopenhauer, para recordar después a otros.
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