miércoles, 5 de septiembre de 2012

NICOLÁS BERDIAEV

EL SENTIDO DE LA HISTORIA

Capítulo primero
SOBRE LA ESENCIA DE LO HISTÓRICO
La importancia de la tradición

Las catástrofes y los cambios históricos bruscos, que se vuelven particularmente acerbos en determinados momentos de la historia universal, han predispuesto siempre a meditar sobre la filosofía de la historia, a intentar comprender el proceso histórico y a idear las más diversas teorías para explicarlo. En el pasado, esto ha sido siempre una constante. San Agustín nos dio la primera gran filosofía de la historia de la época cristiana y condicionó de una manera notable las sucesivas sistematizaciones de la filosofía de la historia; su teoría empalmó con la ruina del mundo antiguo y la caída de Roma, uno de los momentos más catastróficos de la historia universal.

La filosofía de la historia de la era precristiana (la primera que conocemos), la singular filosofía de la historia contenida en el libro del profeta Daniel, está ligada asimismo a acontecimientos especialmente catastróficos para los destinos del pueblo hebreo. Tras la revolución francesa y las guerras napoleónicas, el pensamiento humano comenzó también a construir los más diversos sistemas de filosofía de la historia e intentó abarcar y comprender de algún modo el proceso histórico. En las concepciones del mundo de De Maistre y de Bonald, la filosofía de la historia ocupa un lugar importante. Nadie puede negar hoy el hecho de que Rusia, Europa y el mundo en general están entrando en un período catastrófico de su historia. Estamos viviendo un viraje histórico gigantesco. Una nueva época histórica ha comenzado; está cambiando sustancialmente el ritmo del desenvolvimiento histórico, que ahora es esencialmente diferente del que seguía la historia de la humanidad antes de la guerra mundial y de las revoluciones rusa y  europea subsiguientes a ella, ritmo que sólo podemos calificar de catastrófico. En el subsuelo histórico han aparecido cráteres de lava, todo ha sido sacudido, y tenemos la impresión de que la realidad «histórica» experimenta una conmoción particularmente intensa y aguda. A nuestro modo de ver, esta sensación es razón suficiente para que el pensamiento y la conciencia del hombre vuelvan a plantearse las cuestiones fundamentales de la filosofía de la historia y traten de fundar esta filosofía sobre nuevos cimientos. Estamos entrando en una época en la que la conciencia humana se ocupará de estos problemas con más interés que nunca. Nuestro propósito es, justamente, centrarnos en estos problemas; pero antes de pasar al núcleo de las cuestiones fundamentales de la filosofía, o mejor, de la metafísica de la historia, hemos de hacer una introducción sobre el análisis de la esencia de lo «histórico».

¿Qué es lo «histórico»? Para captarlo, para que el pensamiento se disponga a percibirlo y a comprenderlo, es necesario pasar a través de una cierta dicotomización. En las épocas en que el espíritu humano permanece de un modo íntegro y orgánico en un ambiente perfectamente cristalizado, estabilizado y sedimentado, no surgen con la debida agudeza los problemas filosóficos referentes al movimiento histórico y al sentido de la historia. Vivir en una época histórica íntegra y estabilizada no favorece en absoluto el conocimiento histórico, ni la creación de una filosofía de la historia. Es preciso que ocurra una desintegración, una dicotomía en la existencia histórica y humana, para que surja la posibilidad de contraponer el objeto histórico al sujeto; es necesario que aparezca la reflexión para que dé comienzo el conocimiento histórico y nazca la posibilidad de construir una filosofía de la historia. De aquí que, en nuestra opinión, puedan distinguirse tres períodos fundamentales en las relaciones de la conciencia humana con lo «histórico». He aquí las relaciones de cada uno de estos períodos con el conocimiento histórico: en el primero, el hombre vive una existencia inmediata, integral y orgánica en un determinado ordenamiento histórico estable. Este es, ciertamente, un período muy interesante para el conocimiento histórico, pero en él aún no está presente el germen de tal conocimiento. Es un período en el cual el pensamiento permanece estático y, por consiguiente, el intelecto humano percibe muy mal la dinamicidad del objeto del conocimiento histórico. El segundo período es el momento inevitable (siempre y en todas partes) de la división, de la desintegración, cuando las instituciones históricas  estabilizadas comienzan a vacilar en sus mismos fundamentos, cuando empiezan el movimiento histórico, las catástrofes y los cataclismos históricos, cuyo ritmo es diferente en cada caso, pero que truncan el orden y el ritmo orgánico de una existencia integral. Esta división y desintegración comienza cuando, al no sentirse el sujeto conocedor sumergido inmediata e integralmente en su objeto histórico, nace la reflexión propia del conocimiento histórico. Este segundo período es importante para la ciencia histórica, pero no es favorable para realizar un verdadero trabajo de construcción de la filosofía de la historia, de reflexión sobre el proceso histórico, pues en él se produce un distanciamiento entre el sujeto y el objeto, una abstracción del sujeto reflexivo con respecto a su existencia inmediata. Aquí tiene lugar la separación entre esta misma vida interior y lo «histórico»; entre lo «histórico» y el sujeto cognoscente se establece una contraposición, que aleja al sujeto de la esencia interior de lo «histórico»: nos encontramos, pues, con una situación de alienación. En este período nace la ciencia histórica, y puede surgir incluso el «historicismo» como punto de vista general sobre la cultura; pero entre lo «histórico» y el «historicismo» no existe identidad alguna, sino más bien una enorme diferencia e incluso una oposición; ésta es una de las paradojas que aparecen en este campo, sobre la que volveremos con frecuencia. El historicismo, propio de la ciencia histórica, se aleja frecuente y gustosamente del misterio de lo «histórico», no conduce al misterio y ha perdido toda posibilidad de comunicarse con el mismo. El historicismo no comprende lo «histórico»; al contrario, lo niega. Para poder entrar en comunión con el misterio interior de lo «histórico» en el cual permanece el hombre de un modo inmediato en las épocas orgánicas e integrales (sobre las cuales no reflexiona, en la medida en que las vive de un modo directo), para poder comprender la naturaleza de lo «histórico», es necesario pasar por la contraposición entre sujeto cognoscente y objeto cognoscible, y, a través del misterio de la dicotomía, entrar en comunión de un modo nuevo con el misterio de lo «histórico». Es preciso retornar a los secretos íntimos de la vida histórica, a su significado interior, al alma de la historia, si queremos comprender su realidad y construir una verdadera filosofía de la historia: es lo que caracteriza al tercer período, el del retorno a lo «histórico». Cuando decimos que los momentos catastróficos de la historia son particularmente favorables para la construcción de una filosofía de la historia, nos referimos a aquellas catástrofes del espíritu humano en las que  éste, después de experimentar la ruina del ordenamiento y del orden históricos existenciales, el momento de la desintegración y de la dicotomía, puede confrontar y contraponer estos dos momentos (es decir, el de la permanencia inmediata en el seno de lo «histórico» y el del distanciamiento del mismo) para pasar a una tercera condición del espíritu, que nos da una conciencia particularmente aguda, una singular capacidad de reflexión. Al mismo tiempo, en este tercer período, el espíritu humano se abre de un modo especial a los misterios de lo «histórico». La situación más favorable para plantear los problemas de la filosofía de la historia es justamente ésta. Anteriormente hemos dicho que el segundo período (a saber, el período de la dicotomía y de la reflexión, en el que surge el conocimiento histórico y comienza a construirse una filosofía de la historia) nunca es lo bastante profundo, ni penetra en los más íntimos secretos de la historia; para clarificar esta afirmación, hemos de detenernos a examinar las características de la llamada época de la Ilustración de la cultura humana.

Al hablar de «Ilustración», no nos referimos únicamente a la del siglo XVIII, que, en la era moderna, es el período típico de ella. A nuestro modo de ver, las culturas de todos los tiempos y de todos los pueblos pasan por un período ilustrado. La evolución de las culturas de todos los pueblos tiene un cierto carácter cíclico; éste es un rasgo común a todas ellas, que muestra el desenvolvimiento orgánico de todas ellas. También la cultura griega, una de las más importantes que la humanidad haconocido, tuvo su época «iluminista», íntimamente análoga a la que vivió la humanidad en el siglo XVIII. El período de los sofistas es, a su modo, una página de la cultura griega saturada de las mismas características que distinguieron después a la época «ilustrada» del siglo XVIII, aunque tenga a la vez sus rasgos helénicos específicos. En esencia, la época «iluminística» de la cultura griega destruyó también el carácter sagrado de lo «histórico», su dimensión tradicional y orgánica y las tradiciones históricas, como hizo la Ilustración en el siglo XVIII y como hace cualquier época semejante. Se trata siempre de una época en la que la razón humana, limitada y, sin embargo, segura de sí, se pone por encima de los misterios del ser, de los divinos misterios de la vida, que son como la fuente de donde emanan la cultura y la vida de todos los pueblos de la tierra. En el período de las luces, la razón humana comienza a situarse fuera y por encima de estos misterios inmediatos de la vida. Una característica de tales épocas es el intento de convertir la insignificante razón humana en juez de los  misterios del universo y de la historia humana. De este modo, el hombre se ve privado de su instalación inmediata en lo «histórico». La época ilustrada niega el misterio de lo «histórico», niega lo «histórico» en cuanto realidad específica, lo descompone, lo somete a operaciones que lo vacían de su realidad primordial e integral, de tal manera que el espíritu y la razón del hombre quedan disociados de lo «histórico». Por eso, la Ilustración del siglo XVIII ha sido profundamente antihistórica. Si bien la expresión «filosofía de la historia» ha surgido en este siglo (fue Voltaire quien la utilizó por vez primera), y en él se escribieron numerosos libros y obras de historia, la aversión de este siglo por la historia es tan conocida, que no vale la pena insistir en ello. Todos reconocieron acto seguido que fue el movimiento romántico, la reacción romántica contra el iluminismo del XVIII, el que nos puso por primera vez en comunión con el misterio de lo «histórico» e hizo realmente posible un conocimiento del movimiento histórico. Sólo esta reacción nos incorporó espiritualmente a aquella realidad que la Ilustración había perseguido y suprimido, por ejemplo, a los mitos y tradiciones de la antigüedad. Esta reacción intentó acercarse a ellos y comprenderlos, pero a su modo.

La razón «iluminística» propia de los siglos XVIII y XIX es una razón que se autoafirma y se autolimita. No comunica íntimamente con la razón subyacente a la historia del mundo, con la razón de la historia misma, sino que se disocia de las mismas y se erige en su juez. La razón «iluminística» pretende ser el juez de la razón orgánica de la historia. Ahora bien, una razón superior no ha de limitarse a incluir el ámbito de la autoconciencia y de la razón humana propio de una determinada época orgánica, por ejemplo, los siglos XVIII y XIX con todos sus defectos y lagunas; la razón ha de estar también en comunión con la sabiduría primigenia del hombre, con la sensibilidad inicial del ser y de la vida, que nace en los albores de la historia humana e, inclusive, de la vida prehistórica, con la comprensión animista del mundo propia de todos los pueblos al comienzo de su evolución. Esta sabiduría de las épocas primordiales pasa después a través de las misteriosas profundidades de la historia del espíritu humano, a través del cristianismo primitivo y del medioevo, y llega hasta nuestros días. Sólo una razón semejante será verdadera, iluminada e iluminadora. En cambio, la razón de la época de las luces, que ha cosechado muchos triunfos en el siglo XVIII, sabe muy poco, no está en comunión con casi nada, su grado de comprensión es muy escaso, y está disociada  de la mayor parte de los misterios de la existencia histórica. Esta ceguera de la razón «ilustrada» es el castigo interior provocado por su actitud arrogante, por la autosuficiencia con que se ha colocado por encima de todo lo humano y de todo aquello que, por su misma naturaleza, trasciende al hombre.

El triunfo de la razón «ilustrada» dio origen a la ciencia que contrapone el sujeto cognoscente de la historia al objeto cognoscible, ciencia que ha avanzado grandemente en esta dirección. Ella ha llegado a distinguir, recopilar, acumular y conocer parcialmente muchas cosas, pero todo ello va unido a una profunda incapacidad de comprender la esencia misma de lo «histórico». Gradualmente, el objeto cognoscible ha ido alejándose del sujeto cognoscente, ha sido perdido de vista por él y ha cesado de existir en su realidad primordial, en virtud de la cual adquiere su carácter «histórico» y puede revelarnos el misterio de la historia. Este proceso se manifiesta con especial claridad en el ámbito de la crítica histórica. Sólo en el siglo XIX se hizo posible una verdadera ciencia histórica; afirmaciones gratuitas que se hacían en el XVIII (por ejemplo, que los sacerdotes inventaron la religión para engañar al pueblo) resultan imposibles de sostener en el siglo XIX. Este proceso podemos seguirlo mucho más claramente todavía en los estudios sobre la sagrada Tradición en el campo de la historia eclesiástica. Se trata de un campo nuevo, que hasta ahora era tabú. Es interesante contemplar de cerca lo que sucede en él. En el mundo cristiano, todo está fundado sobre la sagrada Tradición, sobre el carácter hereditario de esta Tradición. La crítica histórica ha comenzado ante todo por destruir ésta desde la época de la Reforma. Fue la Reforma la que empezó a poner en cuestión la sagrada Tradición, dejó de tenerla en cuenta, y, gracias a la parcialidad que lleva consigo toda reforma, se atuvo únicamente a la sagrada Escritura. Esta labor de destrucción de la Tradición sagrada avanzó cada vez más y, al final, ha llegado a destruir la misma Escritura. En efecto, la sagrada Escritura es inseparable de la Tradición, y, una vez rechazada esta última, se impone como consecuencia inevitable el rechazo de aquélla. Este ejemplo nos muestra cómo la crítica histórica se ha vuelto absolutamente incapaz de explicar el misterio mismo del fenómeno religioso. Ha continuado girando en torno al misterio del nacimiento del cristianismo, pero no ha podido en modo alguno comprenderlo. La enorme bibliografía alemana existente en este sector posee el indudable mérito de haber elaborado todo tipo de materiales, pero niega la posibilidad de entender este misterio, con lo cual todo se  le escapa de las manos y queda fuera de su campo visual. Un cierto misterio fundamental que venía dado a través de la comunión con la Tradición, a través de la comunión del sujeto con el objeto, se disipa para dejar tras sí el material inerte, el cadáver de la historia. En nuestra opinión, el mismo proceso que tiene lugar en el ámbito de la crítica de la historia eclesiástica acontece también en el campo de la historia en general. En efecto, no sólo existe la sagrada Tradición de la historia eclesiástica, sino también una tradición sagrada de la historia en general, de la cultura, así como tradiciones sagradas interiores. Sólo cuando el sujeto cognoscente mantiene vivo el vínculo con esta vida interior puede estar en comunión con su íntima esencia; por el contrario, cuando este vínculo queda cortado, el sujeto se ve forzado a recorrer hasta el final el camino de la autonegación. Sólo quedan entonces retazos de historia, pues se ha producido un desechamiento de las sagradas tradiciones históricas.

Una de las corrientes más interesantes de la filosofía de la historia fundada por Marx y llamada materialismo económico, tiene el enorme mérito de haber llevado a sus últimas consecuencias el proceso de desechamiento de las sagradas tradiciones de la historia, proceso que había iniciado el iluminismo en la ciencia histórica, aunque sin llevarlo hasta el final. En este campo sólo conocemos una corriente que destruya y aniquile hasta sus últimas raíces y de un modo coherente todo lo que hay de sagrado y de tradicional en la historia: la concepción marxista de la historia. La puesta en cuestión del misterio interior de lo «histórico» comenzó en la época de las luces (en el ámbito religioso, con la Reforma), alcanzó su apogeo en el siglo XIX y pasó a ser patrimonio común de toda la ciencia histórica; no obstante, quedó a medio camino. Todas las corrientes idealistas (en el amplio sentido de la palabra) de la ciencia histórica no desenmascaran ni destruyen hasta el final la tradición histórica. Todavía quedan retazos de ella. Sólo el materialismo económico lleva hasta las últimas consecuencias la cínica puesta en duda de toda tradición, de todo patrimonio espiritual, rebelándose de un modo radical contra «lo histórico» y rechazándolo en todos sus aspectos. En la concepción del materialismo económico, el proceso histórico queda definitivamente privado de toda alma; nada posee ya un alma, un misterio íntimo, una vida misteriosa interior. Esta puesta en cuestión de lo sagrado lleva a la conclusión de que la única realidad genuina en el curso de la historia es el proceso de la producción económica material y de que las formas económicas a  que da lugar constituyen la única realidad verdadera, ontológica, primaria; lo demás es sólo un derivado, un reflejo, una superestructura; la totalidad de la vida religiosa, espiritual, la totalidad del arte y de la vida humana sólo son reverberación, reflejo, no realidad genuina.

Se concluye así el proceso definitivo a través del cual la historia queda privada de su alma y sus misterios interiores quedan destruidos; esta destrucción es consecuencia del desechamiento de su misterio fundamental, que, según el materialismo histórico, es el de la producción, el del aumento de las fuerzas productivas de la humanidad. Con esto queda completada la labor crítica destructiva que, iniciada en la época de las luces, termina por rechazar la misma concepción «iluminista»; en efecto, el materialismo económico de Marx supera la forma racionalista de la ilustración, que triunfó en el siglo XVIII, y funda una forma de evolucionismo histórico que le es propia, rechazando a la vez los últimos brotes del método iluminista. Por aquí ya no se puede llegar más lejos: el materialismo económico ha revelado claramente la imposibilidad de llegar por este camino al misterio del destino interior y de la vida de los pueblos, el misterio del destino del hombre. El misterio queda convertido en puro espejismo, en problema ilusorio, creado únicamente por determinadas condiciones económicas. Pero en el materialismo económico queda de manifiesto una contradicción fundamental, que él mismo no puede comprender (incapaz como es de elevarse por encima de ella), y que sin embargo salta a los ojos de aquel que hace comparecer a esta doctrina ante el tribunal de la filosofía.

En efecto, si el materialismo económico afirma que toda la conciencia humana es únicamente una superestructura derivada de unas determinadas relaciones de producción, ¿de dónde proviene la razón de los heraldos del materialismo económico, de los Marx y Engels, que se eleva por encima de la mera reflexión pasiva de las relaciones económicas? Al crear la doctrina del materialismo económico, Marx pretende poseer un tipo de razón que es algo más que un mero reflejo de las relaciones de producción. Ahora bien, si el materialismo económico, en cuanto construcción ideológica, sólo es el reflejo de determinadas relaciones de producción, por ejemplo, de las relaciones creadas en el siglo XIX en base a la lucha entre el proletariado y la burguesía, no se comprende cómo los defensores de esta doctrina pueden reivindicar para sí una dosis de verdad mayor que la de otras doctrinas, que son simplemente una autoilusión engendrada por este reflejo. En tal caso,  el materialismo económico es una ilusión más, engendrada como las otras por la realidad económica. Por eso el marxismo lleva hasta el final las pretensiones y la presunción de la razón «ilustrada», cree estar en posesión de la razón iluminada e iluminante, que se eleva por encima de los destinos históricos universales de la humanidad, de la totalidad de su vida espiritual, de todas las ideologías humanas, y ve todos los errores e ilusiones como otros tantos reflejos del proceso económico, sin percatarse de que la doctrina marxista es un reflejo más. El marxismo se esfuerza por emparejar las pretensiones de la razón «ilustrada» con reivindicaciones mesiánicas análogas a las del antiguo Israel: en efecto, pretende hallarse en posesión de la única conciencia iluminadora, que, a su vez, se entiende a sí misma no como una de tantas ideologías, sino como la única y definitiva luz que pone al descubierto el misterio del proceso histórico. En realidad, el marxismo no desentraña el misterio del proceso histórico; se limita a poner de manifiesto la ausencia de historiadores con una comprensión global de la humanidad, el vacío terrorífico de la historia humana, el no-ser del espíritu humano, de toda la vida espiritual de la humanidad, de la religión, de la filosofía, de toda creación humana, de las ciencias, de las artes, etc. El marxismo sostiene que todo esto carece de realidad; aquí radica la fuerza singular y el poder de esta doctrina. A nuestro modo de ver, el mérito negativo de este sistema es muy grande, porque aniquila todas las corrientes inconexas, semiideológicas, que han venido formándose en los siglos XIX y XX, y plantea un dilema radical: o entrar en comunión con el misterio del no-ser y hundirse en este abismo, o retornar al misterio interior del destino humano y volver a las tradiciones y a los sagrados valores interiores a través del crisol de la prueba y de la tentación, recorriendo sucesivamente los diferentes estadios de esta época nuestra, destructora, crítica, negativa.

El conocimiento histórico y la filosofía de la historia han de poseer una gnoseología y una teoría del conocimiento propias, como todos los demás sectores del saber humano. En este ámbito se movían las reflexiones anteriores. A fin de cuentas, todas se orientan hacia un único objetivo: reconocer la esencia de lo «histórico» como una realidad específica determinada en la jerarquía de los niveles del ser. Se trata, pues, de reconocer el carácter absolutamente específico y sui generis de un objeto, que es irreductible a otros objetos materiales o espirituales. Evidentemente, no podemos considerar lo «histórico» como una realidad de orden material, fisiológico, geográfico u otros  similares; por otra parte, tampoco tiene sentido descomponer la realidad histórica en otras tantas realidades psíquicas. Lo «histórico» es un specificum, una realidad de un género particular, y admitir la tradición histórica, la condición hereditaria de la historia, tiene una enorme importancia para el conocimiento de este specificum. El pensar histórico deviene imposible fuera de las categorías de la tradición histórica; la aceptación de la tradición constituye una especie de a priori, una especie de categoría absoluta de todo conocimiento histórico. Fuera de esta categoría sólo pueden darse, a lo sumo, conocimientos parciales e inconexos. El proceso contra la historia puesto en marcha por el materialismo histórico lleva inexorablemente a un fraccionamiento de la realidad histórica, a una pulverización de la misma. La realidad histórica es, ante todo, una realidad concreta, no abstracta, y, fuera de ella, no existe ni puede existir ninguna otra realidad concreta. Lo «histórico» es propiamente la forma compacta del ser – pues el vocablo «concreto» significa literalmente «compacto» – que expresa una idea contraria a la del término «abstracto», que quiere decir recortado, desunido, desintegrado. En la historia no hay nada de abstracto, y todo lo abstracto es, por su misma esencia, contrario a lo «histórico». Lo abstracto puede ser objeto de la sociología; la historia sólo puede ocuparse de lo concreto. La sociología opera con conceptos como clase, grupo social, que, en definitiva, son categorías abstractas. El grupo social, la clase, son una construcción mental que no existe en la realidad. Por el contrario, lo «histórico» es un objeto totalmente diverso; no sólo es concreto, sino también individual, en tanto que lo sociológico no sólo es abstracto, sino también genérico. La sociología no opera con conceptos individuales, la historia sólo lo hace con éstos. Todo lo que es auténticamente histórico tiene un carácter individual y concreto. En este territorio, en tal día, puso pie Juan Sin Tierra, dice Carlyle, el más concreto e individualizante de los historiadores; esto es la historia.

Existe también una tentativa de construir una filosofía de la historia sobre los principios de la filosofía kantiana: es el intento de Rickert, de la escuela de Windelband, que se basa en el hecho de que el conocimiento histórico se distingue del de las ciencias naturales en que elabora siempre el concepto de lo individual, mientras que las ciencias de la naturaleza operan con el de lo universal. La concepción de Rickert es bastante unilateral, pero, en cualquier caso, ha planteado un interesante problema: el de la realidad concreta e individual como objeto de la historia. El planteamiento es erróneo en el sentido  de que también lo universal puede ser individual. Tomemos, por ejemplo, el concepto de «nación histórica». Es un concepto general pero, al mismo tiempo, trata de una nación históricamente concreta y, por tanto, es un concepto perfectamente individual. La vieja disputa escolástica entre nominalistas y realistas revela una insuficiente comprensión del misterio de lo individual. En Platón, lo individual aún no está presente. Conocer el ser como una gradación de individualidades no significa nominalismos, pues también «lo universal» puede ser conocido como individualidad. Para comprender cuanto va seguir, es muy importante establecer la contraposición entre lo histórico y lo sociológico.

Las presentes lecciones serán dedicadas no a cuestiones de sociología, sino a los problemas de la filosofía de la historia, a conocer los destinos históricos. Por eso llevan el título de «El destino del hombre»: tal es la tarea concreta de la filosofía de la historia. El conocimiento histórico, la filosofía de la historia, es uno de los caminos que nos llevan al conocimiento de la realidad espiritual, es una ciencia del espíritu que nos hace entrar en comunión con los misterios de la vida espiritual. Se ocupa de una realidad espiritual concreta, que es mucho más rica y compleja que la que se manifiesta, por ejemplo, en la psicología humana individual. Es justamente la filosofía de la historia la que toma al hombre en la plenitud concreta de su esencia espiritual; en cambio, la psicología, la fisiología y los otros sectores del saber que se ocupan del hombre, no lo consideran en toda su concreción, sino que lo contemplen únicamente desde vertientes o perspectivas diferentes. La filosofía de la historia estudia al hombre en cuanto situado en el ámbito en que se desarrolla la interacción de las fuerzas universales, esto es, en su máxima plenitud y concreción. Si se comparan con esta visión del hombre en su realidad concreta, todos los demás saberes resultan abstractos. Sólo podemos comprender el destino del hombre a partir de ese conocimiento concreto que nos da la filosofía de la historia; las otras disciplinas científicas no se ocupan del destino humano, pues éste es el resultado de la interacción de todas las fuerzas universales. Es justamente este complejo de fuerzas lo que engendra la realidad de orden superior que llamamos realidad histórica. Se trata de una realidad espiritual especial y superior. Si bien las fuerzas materiales y los factores económicos también actúan y desempeñan un papel importante en la historia (de tal manera que no podemos dejar de reconocer la parte de verdad existente en el materialismo histórico, a pesar de que lo rechacemos desde una perspectiva espiritual), el mismo factor  material depende de la realidad histórica espiritual. Toda la vida económica de la humanidad tiene una base, un fundamente espiritual. Volveremos sobre esto al tratar de las diferentes cuestiones de la filosofía de la historia.

El hombre es en gran medida un ser histórico; el hombre vive en lo «histórico» y lo «histórico» habita en el hombre. Entre el hombre y lo «histórico» existe una solidaridad tan profunda y misteriosa en su fundamento primordial, una reciprocidad tan concreta, que es imposible separarlos. No se puede separar al hombre de la historia, no se le puede considerar en abstracto; tampoco se puede establecer una disociación entre la historia y el hombre, ni considerarla como algo fuera del hombre, separado de él. Es imposible asimismo considerar al hombre fuera de la profundísima realidad espiritual de la historia. En nuestra opinión, no tiene sentido considerar lo «histórico» únicamente como un fenómeno (como hacen en la mayoría de los casos las diferentes corrientes de la filosofía de la historia), como manifestación del mundo percibido exteriormente y dado a nuestra experiencia, contraponiéndolo a la realidad del noúmeno (como hace Kant), a la esencia del ser, a la secreta realidad interior. La historia y lo «histórico» no son sólo fenómenos. A nuestro entender, el principio según el cual lo «histórico» es un noúmeno es el supuesto más radical de la filosofía de la historia. En lo «histórico» se revela de un modo genuino la esencia del ser, la esencia interior del mundo, la esencia espiritual interior del hombre. Por su misma esencia, lo «histórico» es profundamente ontológico, no fenoménico; está arraigado en un cierto fundamento primordial profundísimo del ser y nos da la posibilidad de comprenderlo y de entrar en comunión con él. Lo «histórico» es una cierta revelación de la más profunda esencia de la realidad mundana, del destino del mundo y de lo que constituye su número fundamental: el destino del hombre. Lo «histórico» es una revelación de la realidad nouménica. La aproximación a lo «histórico» nouménico deviene posible en virtud del nexo concreto existente entre el hombre y la historia, entre el destino del hombre y la metafísica de las fuerzas históricas. Para poder penetrar el secreto de lo «histórico», hemos de comprender, ante todo, la historia y lo «histórico» como algo profundamente nuestro, como historia, como destino propio. Debemos sumergirnos en el destino histórico y sumergir el destino en nuestra propia profundidad humana. En las profundidades del espíritu humano se revela la presencia de un cierto destino histórico. Todas las épocas históricas, comenzando  por las primordiales y acabando en la actual, son nuestro destino histórico, todo es nuestro. Aquí es preciso tomar una dirección totalmente opuesta a la de la labor crítica destructiva, que disocia al hombre, al espíritu humano y a la historia, y los vuelve incomprensibles, adversarios y extraños entre sí; hay que dar marcha atrás, y no considerar el proceso histórico como algo extraño a nosotros, como un proceso contra el que nos sublevamos, como algo que nos viene impuesto, que nos esclaviza y contra lo que nos rebelamos con todas nuestras fuerzas. De lo contrario, su meta sólo será un vacío abismal que engulle a la historia y al nombre mismo. La dirección opuesta a la que nos referimos y que es preciso tomar, pues es la única que se hace posible como verdadera filosofía de la historia, es la que tiene como supuesto la identidad profunda entre nuestro destino histórico y el de la humanidad, que nos es tan próximo. En el destino de la humanidad hemos de descubrir nuestro propio destino, y a la inversa. Sólo de este modo es posible entrar en comunión con el misterio interior de lo «histórico», descubrir los grandiosos destinos espirituales de la humanidad. Y, a la inversa, sólo así es posible descubrir en nosotros mismos, no el vacío de la soledad que se contrapone a toda la riqueza de la vida histórica del mundo, sino la totalidad de las riquezas y de los valores, para, de esta manera, unir el propio destino interior individual al destino histórico universal.

Por eso, para la filosofía de la historia, el verdadero método consiste en partir de la identidad entre el hombre y la historia, entre el destino del hombre y la metafísica de la historia. Por esta razón hemos escogido como título de nuestras lecciones «el destino del hombre (metafísica de la historia)». En cuanto realidad espiritual grandiosa, la historia no es un dato empírico, simple, un conjunto de meros hechos; si así fuese, la historia no existiría como tal, y sería imposible conocerla. La historia viene conocida mediante la memoria histórica, que es una actividad espiritual, una cierta relación espiritual con lo «histórico» a través del conocimiento histórico, que, de este modo, queda íntimamente transfigurado y espiritualizado. Sólo mediante un proceso de espiritualización y transfiguración de la memoria histórica se clarifica el nexo interior y el alma de la historia. Esto puede aplicarse lo mismo al alma de la historia que al alma humana. En efecto, una persona humana no unificada a través de la memoria no nos permite el acceso al alma humana como realidad.

La memoria histórica, en cuanto modo de conocimiento de lo «histórico», está indisolublemente ligada a la tradición, fuera de la cual ni siquiera existe la  memoria histórica. Un conjunto de documentos históricos desprovistos de vida nunca nos dará la posibilidad de conocer lo «histórico», de ponernos en comunión con el mismo. No basta con trabajar sobre documentos históricos (por más que sea una tarea importante y necesaria), es preciso transmitir la tradición a la que va ligada la memoria histórica. Sólo así queda sólidamente establecido el vínculo de unión entre el destino espiritual del hombre y el de la historia. No es posible comprender ninguna de las grandes épocas de la historia (el Renacimiento, el florecimiento de la cultura medieval, el apogeo de la cultura helénica) más que a través de la memoria histórica, en cuyas revelaciones podemos reconocer nuestro pasado espiritual, nuestra cultura, nuestra patria. Para comprender las grandes épocas de la historia es necesario vivirlas interiormente, asumirlas en nuestro propio destino; si las consideramos desde fuera, quedan convertidas en algo inerte, en meros cadáveres. 
Ahora bien, esta memoria histórica que nos hace entrar en comunión con lo «histórico» va indisolublemente ligada a la tradición. La tradición es precisamente esta memoria interior en cuanto transferida al destino histórico. La filosofía de la historia es una especie de espiritualización y transfiguración del destino histórico. En cierto modo, la memoria histórica es como la declaración de guerra de la eternidad al tiempo, y la filosofía de la historia atestigua continuamente las grandiosas victorias de la eternidad sobre el tiempo y la corrupción. En esencia, el conocimiento histórico y la filosofía de la historia no se vuelven hacia lo empírico, sino que más bien tienen por objeto la vida de ultratumba. La consideración de la existencia individual es inseparable de la de la existencia de ultratumba; de igual modo nos volvemos al grandioso pasado histórico, al mundo del más allá.

Por eso, al volverse hacia el pasado, la memoria histórica experimenta el sentimiento especial de entrar en comunión con otro mundo y no sólo con la realidad empírica, que nos oprime por todas partes como un íncubo y que debemos vencer, a fin de elevarnos a otro nivel, es decir, al de la realidad histórica, que es una revelación genuina de otros mundos. Asimismo, la filosofía de la historia se orienta hacia los mundos de ultratumba, no hacia la realidad empírica. Cuando viajamos a través de la campiña romana, en donde tiene lugar una misteriosa fusión entre el mundo de ultratumba y el histórico, en donde los monumentos históricos se han transformado en fenómenos de la naturaleza, nos comunicamos con otra vida, con los misterios del pasado, con los misterios del más allá, con los misterios de un mundo en el que  la eternidad triunfa sobre la muerte y la corrupción. De aquí que la verdadera filosofía de la historia sea la de la victoria de la verdadera vida sobre la muerte; esta filosofía es una comunión del hombre con la realidad, diferente, infinitamente más amplia y rica que aquella a la que es arrojado por la empiria inmediata.

Si el hombre individual no pudiese entrar en comunión con la experiencia de la historia, ¡cuán vacía y muerta sería su existencia! Ahora bien, el hombre, en su vida presente, reencuentra la auténtica realidad del grandioso mundo histórico a través de la memoria, de la tradición interior, de la comunión interior entre los destinos de su espíritu individual y los de la historia, y no sólo encuentra esto al construir una filosofía de la historia (tarea en la que raramente se ocupa), sino también en muchos actos espirituales de su vida. De este modo, entra en comunión con una realidad infinitamente más rica, vence su corrupción e insignificancia y trasciende su pobre y angosto horizonte.
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martes, 4 de septiembre de 2012

ALBERTO MORAVIA

Un horrible bloqueo de la memoria

¿Ha sucedido o no ha sucedido? En mi cabeza se ha formado un vacío ambiguo, que podría deberse igualmente al trauma de lo que ha ocurrido o al cambio que significa lo que está por ocurrir; y no acierto a llenar ese vacío. Sin embargo, la cosa en cuestión me concierne directa e inmediatamente: si no sucedió hace quince minutos, debe suceder dentro de quince minutos. Pero las dos posibilidades tienen en común un mismo sentimiento de impaciencia casi frenética, que me impide esperar que los hechos me proporcionen la explicación definitiva que necesito. No puedo esperar ni siquiera un minuto no sólo porque debo prepararme para enfrentar dos situaciones muy distintas, o sea, aquella de lo ya ocurrido y aquella de lo no ocurrido todavía, sino también y sobre todo porque debo indispensablemente superar lo antes posible esta especie de bloqueo que me impide hacer algo para mí fundamental: tomar conciencia. En efecto, precisamente de eso se trata, y no hay quien no vea la enorme diferencia que hay entre tomar conciencia antes de la acción y tomar conciencia después de la acción. Pero, ¿cómo se hace para tomar conciencia cuando la acción está, por así decirlo, en la punta de la lengua y no se decide a adoptar el aspecto sea de lo ya visto, ya hecho, ya padecido, sea el de lo todavía no visto, todavía no hecho, todavía no padecido?
Con una mano sola me llevo el cigarrillo a la boca; lo tomé del paquete que está sobre el tablero y lo prendo con el encendedor del automóvil. Entretanto, sigo apretando con el brazo izquierdo, doblado, el cierre relámpago de la chaqueta, que, no sé cómo, se ha trabado y quedó abierta, de modo que la empuñadura de la pistola se asoma visiblemente. Se me ocurre que para saber si la cosa ha sucedido o aún debe suceder yo podría, en vista de que la memoria está bloqueada, interrogar la realidad, buscar indicios de lo ya ocurrido o lo no ocurrido todavía. Por ejemplo, el cierre relámpago trabado. Ayer funcionaba, por lo tanto se trabó esta mañana. Pero, ¿se trabó después de algo hecho, o antes de algo que todavía falta hacer, debido a un tirón demasiado brusco, causado por la sorpresa de lo ya ocurrido, o por la nerviosidad de lo que todavía no ocurrió?
Abandono de pronto el tema porque reconozco allí la misma ambigüedad indescifrable que hay en el principio de la amnesia; y me digo que hay una sola manera de comprobar inmediatamente si el hecho se ha consumado ya o no: examinar la pistola, verificar si ha disparado. El alivio con que recibo este proyecto me dice que he pensado con exactitud. ¿Cómo no se me había pasado ya por la cabeza una solución tan lógica y tan simple?
Pero el alivio dura poco. Sí, la pistola puede proporcionarme la prueba que tan afanosamente estoy buscando; pero es una prueba “exterior”. Es como si le pidiera a las ropas que llevo puestas, a los zapatos que calzo, la prueba de mi existencia. Prueba que debe ahora, en cambio, residir en la certeza de que existo sin necesidad alguna de pruebas: en el hecho mismo de que nadie busca pruebas. Por otra parte, la prueba de la pistola me espanta, porque confirmaría esta disociación mía, funesta e insoportable. Después de la prueba, sabré con certeza que la cosa ha sucedido o no ha sucedido; pero tendré al mismo tiempo otra certeza, desconcertante, la de que la cosa ya ha sucedido o no “a otro”, puesto que yo, “dentro” de mí, seguiré ignorando si el hecho se ha verificado o no.
Sin embargo, debo saber, no puedo esperar. Es como si me hubiera sumergido hasta el fondo del mar, mi escafandra de buzo se hubiera averiado, y yo me sofocara y supiese que sólo tengo pocos segundos para salir a flote. Mi urgencia de saber, por lo demás, es justificada por un embotellamiento de tránsito donde mi automóvil se ha encastrado, según todas las apariencias, irremediablemente y como para siempre. Estamos en un gran camino periférico que no conozco. Los automóviles están quietos, en cuatro filas de ambos lados, adelante y detrás. Exactamente frente a mí, la visión es interrumpida por el rectángulo negro y amarillo de un colosal camión de transporte. A la derecha del camión, allá lejos, la luz del semáforo ya se tornó tres veces alternativamente verde y roja, sin que los vehículos se hayan movido. Debe de tratarse de un accidente; o bien de uno de esos bloqueos inextricables que pueden durar varias horas. Y yo, antes de que el embotellamiento se resuelva, tengo absoluta necesidad de llegar a saber sólo por mis propios medios, es decir, exclusivamente con ayuda de la memoria, y no gracias a indicios proporcionados por objetos, si la cosa ya sucedió o todavía debe suceder.
Recuerdo en este momento (mi memoria funciona tanto mejor cuanto más lejos están los hechos que intento recordar) que hace algunos años atravesé el Sahara, de Túnez a Agadesh, y que varias veces me extravié por perder el camino. ¿Qué hacía entonces para encontrar el camino correcto? De acuerdo con una regla dictada por la experiencia, volvía atrás hasta el punto de donde había partido. De allí partía de nuevo y, en efecto, al cabo de un recorrido más o menos largo, descubría el lugar preciso donde me había desviado. Una vez debí recorrer tres o cuatro veces el mismo camino equivocado antes de descubrir el error. Me perdía siempre de la misma manera, siempre en el mismo lugar. Al fin, sin embargo, cuando estaba ya por desesperar, con el sol cerca del poniente y la perspectiva de quedar sin gasolina, de pronto encontraba el camino. Estaba tras un matorral no más alto que un niño, y borrado por un tramo no mayor de tres o cuatro metros. Es fácil perderse en el desierto.
Ahora haré lo mismo. Volveré atrás hasta el punto en que mi memoria dejó de funcionar; hasta el punto en que empieza el vacío (estuve por decirme “el desierto”). Pero debo apresurarme a emprender esta operación mnemónica, porque de un momento a otro el embotellamiento de la ruta puede resolverse; y en ese caso es muy probable que minutos después llegue a saber con certeza si la cosa ya sucedió o todavía debe suceder. Pero no llegaré a saberlo por mérito propio, sólo gracias a mis fuerzas, sino por obra del choque con la realidad: eso jamás podré perdonármelo, y por otra parte no resolvería nada, porque mi problema ya no consiste en saber sino en recordar.
Veamos, entonces, en qué momento de la mañana (ahora son cerca de las doce) mi memoria dejó de funcionar. Entonces, con súbito sentimiento de estupor, descubro que no recuerdo nada hasta... hasta el momento del despertar. Esto quiere decir que sólo recuerdo el despertar, y nada más, porque antes del despertar está el vacío de la noche, que pasé durmiendo; y después del despertar está el vacío del bloqueo mental. Pero el despertar, esos pocos o muchos minutos que pasé en la oscuridad esta mañana, antes de levantarme, ese instante lo recuerdo muy bien y puedo describirlo con todos sus particulares. De modo que, ahora, lo describiré, y mediante esa descripción, estoy seguro, recobraré la punta de la madeja de la memoria; descubriré, como en el desierto, el pequeño matorral tras el cual se esconde el camino.
Por lo tanto, coraje. Me desperté más o menos a la hora fijada, pero por mí mismo, antes de que sonara el despertador. Encendí la luz, miré el reloj de pulsera y vi que faltaban cinco minutos; mi primer impulso fue apagar la luz, acurrucarme y dormirme de nuevo. Pero no era posible; no se puede dormir nada más que cinco minutos; de modo que apagué la luz, pero me quedé sentado en la cama, con los ojos perdidos en la oscuridad. No pensaba en nada; o, más bien, pensaba en el color de la oscuridad. ¿Qué color tenía la oscuridad? ¿Color café muy tostado? ¿Color negro de humo? ¿Color ébano? ¿Color tinta? ¿Y qué consistencia tenía, de qué estaba hecha? ¿Era un hormigueo de moléculas negras sobre un fondo imperceptiblemente luminoso, o en un hormigueo de partículas luminosas sobre un fondo uniformemente negro?
Recuerdo que descarté una tras otra esas definiciones porque no me satisfacían; pero sentí, en compensación, que la oscuridad me “apetecía”, que tenía hambre de ella, como se tiene hambre de comida después de un largo ayuno. Recuerdo también que de vez en cuando encendía la lámpara, miraba el reloj, veía que habían pasado dos minutos, después tres, después cuatro, y cada vez apagaba de nuevo la lámpara, para gozar, aunque fuera durante un minuto, durante treinta segundos, de esa oscuridad deliciosa.
Por fin encendí la lámpara sabiendo que era la última vez que lo hacía y que ya era hora de que me levantara. Fue justamente en ese instante, precisamente en esa diminuta fracción de tiempo en que encendí la luz, cuando dejé de registrar lo que hacía, porque a partir de entonces no recuerdo nada más de lo sucedido.
Observo el rectángulo amarillo y negro de la parte trasera del camión de transporte; veo que no se ha movido; por otra parte, la luz del semáforo, allá lejos, pasado el camión, está roja; tal vez me quede todavía un minuto; tal vez, si al prenderse la luz verde los vehículos no avanzan, haya todavía dos minutos. Entonces reanudo con encarnizamiento la reconstrucción del despertar. La memoria, pues, se apagó en el preciso instante en que se encendió la lámpara. ¿Qué significa esto? ¿Cómo puede haber ocurrido semejante cosa? ¿Y por que precisamente a mí?
Me digo que no es difícil imaginar lo que hice. Soy una persona más bien rutinaria: he de haberme levantado, he de haberme duchado, he de haberme afeitado, etcétera, etcétera, etcétera. Pero todo esto, como lo advierto de pronto, no lo recuerdo; me limito a reconstruirlo sobre la base del recuerdo de mis otros despertares anteriores. Y en cambio debo recordar precisamente el momento de asearme esta mañana, no el de alguna otra. Sólo si lo recuerdo podré recordar lo que aconteció después; es como encontrar de nuevo el matorral tras el cual se esconde el camino.
Hago un gran esfuerzo; me repito: “Entonces encendí la lámpara... entonces encendí la lámpara... entonces encendí la lámpara...”
Ya demasiado tarde. La luz del semáforo ahora es verde; y, casi instantáneamente, toda la calle se pone en marcha. Se mueven los automóviles que están delante, detrás y a ambos lados del mío; se mueve el rectángulo amarillo y negro del camión de transporte. Así pues, muy pronto sabré si la cosa ya ocurrió o aún debe ocurrir. Pero comprendo con angustia que no seré yo, con mi memoria, quien lo descubrirá; en cambio, me lo revelarán los objetos y las circunstancias.
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lunes, 3 de septiembre de 2012

MARÍA CLAUDIA FALCONE

Hoy, se discute la posibilidad de que los jóvenes de 16 años puedan emitir su voto; muchos, pero muchísimos, dicen que no están capacitados, que no pueden pensar con rasocinio, que no sé cuantas cosas más, dicen...
Hipócritas, les digo.
Mientras ella...

María Claudia Falcone (1960 - primera semana de enero de 1977?) fue una de las estudiantes secundarias que, habiendo militado por el derecho al uso del boleto escolar, entre otros pedidos, resultó detenida-desaparecida la noche del 16 de septiembre de 1976 (la llamada Noche de los Lápices), durante la dictadura militar autodenominada Proceso de Reorganización Nacional, en la ciudad de La Plata (provincia de Buenos Aires).
En este mes, se cumplen Treinta y Seis Años de su Desaparición
¡TENÍA DIECISÉIS AÑOS!





DE PABLO DÍAZ
PARA CLAUDIA FALCONE

Hoy 
me he quedado inmóvil observando en el recuerdo 
el beso que se estrellaba en el muro. 
Flor o acero. Ni ángel ni desángel. 
Sólo la verdad desnuda. 
La voz es un reclamo de amor y un instante duro. 
Pero las manos no pierden el momento de tus manos. 
¿dónde estás, en qué tiempo, en qué mundo te encuentro? 
¿Hasta dónde estiro la mirada para verte? 
Si me dieras una señal, el próximo 31 de diciembre 
me llegaría hasta vos. 
No creas que no te busco, no me olvido, 
pues no hubo adiós; nos dijimos hasta luego. 
Por favor, que las aguas del mar te traigan hasta mí. 
O la soledad del otoño, 
o las flores de la primavera. 
Como quieras. 
Pero no dejes de volver a lo que soñamos. 
Si no es conmigo, ojalá que igual estés en paz. 
¿Te acordás? 
Habíamos quedado en ir de vacaciones 
o de juntarnos todos los chicos a tomar cerveza. 
Pero estoy solo, ni vos ni ellos han vuelto. 
Y yo camino mirando a ver si los encuentro. 
Me junto con sus madres, padres, hermanos, 
tíos, amigos, 
y no sé qué decirles, ¿dónde están las palabras para ellos? 
Todavía no he aprendido a no desafinar, 
¿y las idas a las villas? 
¿Qué es esto de sobreviviente? ¡Por favor! 

Que algún día los encuentre.
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ALEJANDRO DOLINA

ORÁCULOS
          
Mi lejano señor y amigo:
Llega este informe hasta tus azarosas tiendas de campaña para prevenirte una vez más acerca del pe­ligro de los oráculos y sus embustes. Aprovechando tus au­sencias y la tardanza de las noticias, una vasta morralla de conspiradores insiste en imitar la voz de las divinidades, pa­ra darnos falsas profecías de tu muerte y tu desgracia.
Como sabrás, ya he dejado de creer en los dioses. Las co­sas suceden por impulso de una muchedumbre de fuerzas imposibles de calcular. Estamos solos en el mundo. Estoy de acuerdo, sin embargo, con tu sabia rutina de cumplir con los sacrificios y ritos que impone la tradición para favorecer la sujeción de las tropas y los pueblos. Pero no debemos permi­tir que la superstición guíe nuestras conductas y, menos aún, que sea utilizada para el menoscabo de nuestro poder.
A principios del mes de bysios, junto a un grupo de jóve­nes leales, me he trasladado al templo de Delfos, más para rastrear la traición y la corruptela que para oír las clásicas predicciones. Debo decir que fuimos disfrazados de merca­deres ingenuos para poder preguntarlo todo sin despertar sospechas.
Es sabido que la virtud oracular de la grieta de Delfos se reveló a los hombres gracias a las cabras. En el lugar donde hoy atienden las Pitias, la abertura dejaba escapar unos va­hos que a nadie llamaban la atención. Sin embargo, unas ca­bras que pastaban en las inmediaciones se ponían a saltar de un modo asombroso cuando se acercaban al agujero. Un pastor, impresionado por aquellas acrobacias, se aproximó a la grieta con fines indagatorios. No bien aspiró las emanacio­nes, el hombre entró en estado de entusiasmo y se puso a predecir.
Enterados de este prodigio, los campesinos de la región tomaron por costumbre asomarse a la rajadura y, al poco tiempo, aquel paraje solitario se convirtió en una verdadera asamblea de rústicos clarividentes. Hombres más pretenciosos dieron tono de explicación a la siguiente redundancia: los vapores invadían el cuerpo de los campesinos a través de todos los orificios Y los dotaban al instante de la virtud pro­fética.
Muy pronto se descubrió que no era posible predecir el propio porvenir. Ante esta limitación, los visitantes acudían en grupo y se adivinaban mutuamente.
Algunos peregrinos, perturbados enteramente, se arroja­ban por el agujero y se precipitaban en los abismos. Los ha­bitantes de la región decidieron entonces restringir el acce­so a las exhalaciones y designaron a una mujer como profetisa única. Se construyó el trípode de bronce que, ubi­cado sobre la grieta, sirve hoy de asiento a la mujer elegida. Se estableció asimismo que, además de la aspiración de va­pores, esta dama debía beber unas cuantas tazas de agua del arroyo Cassotis que también tiene propiedades inspiradoras.
Las primeras pitonisas eran vírgenes hermosas. Pero vino a suceder que un tesalio llamado Ejécrates se enamoró de la Pitia de turno, la raptó y la violó. A partir de entonces se es­tableció que los oráculos fueran despachados por mujeres mayores de cincuenta años. También se dispuso que se pro­fetizara sólo una vez al año, en el aniversario del nacimien­to de Apolo. Después, se ofrecieron oráculos el siete de ca­da mes. Hoy en día, tres pitonisas reciben consultas: dos es­tán sobre la grieta y una permanece en reserva, ya que son frecuentes los desmayos.
Como bien sabes, las consultas no son gratuitas. En otros tiempos bastaba con presentar una torta consagrada, el pela­nós, una ofrenda previa que otorgaba el derecho a aproxi­marse al altar para hacer un sacrificio. Pero la torta fue sus­tituida por una suma de dinero que sigue llamándose pelanós y que se entrega a los sacerdotes que custodian el oráculo.
Antes de la consulta, tuvimos que pasar por unas enojo­sas pruebas para saber si el dios Apolo consentía en ser inte­rrogado. Unos burócratas arrojaron agua sobre una cabra.
El animal se estremeció y se nos dijo entonces que eso signi­ficaba que el dios daba su aceptación. Después esperamos largas horas junto a centenares de visitantes, en un vasto pa­tio de tierra. Los funcionarios echaron suertes para estable­cer los turnos. Se nos explicó que al dios no le importaba el orden de llegada y que prefería asignar prioridades siguien­do los dictámenes del destino. Más tarde, nos revelaron que los magistrados de la ciudad de Delfos otorgan un privilegio escrito que se llama promanteia y que es una carta de priori­dad que favorece a consultantes poderosos. Los que poseen este documento son atendidos inmediatamente.
A pesar de que las mujeres no pueden interrogar al orá­culo, pudimos ver a muchas de ellas instruyendo a miembros de su familia para que preguntaran en su lugar.
Finalmente, fui admitido en el templo que cubre la grie­ta, que es ahora de mármol y bronce. Con la mayor solemni­dad, pregunté por el futuro de Macedonia y por la suerte de nuestro ejército y de nuestro jefe. La Pitia, en verdad una vul­gar campesina intoxicada, empezó a gemir y a pronunciar unas palabras que no me fue posible entender. Un oráculo debe utilizar un lenguaje ambiguo, oscuro, impreciso. Es de­seable que los dictámenes admitan más de un significado. Los tropos son siempre preferibles a la literalidad, tal como suce­de en la poesía. Por lo demás, cuanto más indeterminada sea una respuesta, más improbable será que se haga patente su desacierto. El oráculo no adivina el futuro: sólo ejerce un ar­te del enunciado en el que ningún hecho sobreviniente pue­de contradecirlo.
A la salida del templo, pasé por el khresmographion, u ofi­cina de los oráculos. Allí, unos escribanos labran el acta ofi­cial de la consulta y traducen en verso la respuesta de la pi­tonisa.
Las palabras reveladas fueron éstas:
Los soldados, los reinos y las alianzas serán dispersos. Como dispersas serán las cenizas de su general, cuando pise los dispersos restos de Babilonia.
Corno verás, todo es un engaño preparado para obtener dinero de las personas vulgares. A tu regreso, ilustre jefe, arrasaremos estas guaridas de truhanes o, mejor aún, hare­mos que mujeres leales profeticen la gloria eterna de Alejan­dro de Macedonia.

ORÁCULOS II

Durante muchos años, se creyó que la estatua del Monje, que existe en un rincón de la plaza Flores, tenía virtudes oraculares. La noticia de tal prodigio era difundida por la bella hechicera y vidente Hilda M. de Sormani.
El procedimiento para obtener un dictamen de aquel bronce milagroso era bastante complicado. En primer lugar, había que presentarse en el domicilio de la señora de Sorma­ni. La hermosa bruja tomaba nota de los antecedentes del consultante, lo anotaba en una lista de precedencia, le cobra­ba cincuenta pesos y le recomendaba una dieta rigurosa que duraba dos semanas. La noche anterior a la de la consulta co­menzaba un estricto ayuno. A la hora señalada, animado tal vez por un licor de mandarina que preparaba la propia seño­ra de Sormani, el postulante era conducido ante la estatua. Esto ocurría, casi siempre, a la madrugada y -según la he­chicera- el Monje era más locuaz cuando llovía.
Algunas veces, se vendaban los ojos del peregrino. La pre­gunta debía ser formulada en voz muy alta, casi a los gritos. Unos momentos después, el oráculo se pronunciaba con una voz extraña y con palabras que no siempre era posible enten­der. Por suerte, la señora de Sormani se hallaba siempre pre­sente para interpretar los párrafos oscuros de la respuesta.
El ruso Salzman, que sospechaba de la integridad de la hechicera, le preparó una trampa. Después de algunos segui­mientos y falsas consultas, descubrió que la voz del Monje era, en realidad, el chueco Ordóñez, un mozo de la confite­ría Tourbillon al que habían dejado cesante por tartamudo.
Salzman se presentó ante la adivina y cuando llegó la no­che de su consulta ante la estatua, dispuso que sus amigos in­terceptaran a Ordóñez y lo reemplazaran, escondidos detrás del monumento. Manuel Mandeb, Jorge Allen e Ives Castag­nino se encargaron de tales comisiones.
A las tres de la mañana, Bernardo Salzman, vendados sus ojos y sintiendo en sus hombros las manos de la señora de Sormani, gritó su indagatoria.
—Quiero saber, oh, Diosa, si podré encontrar el amor en la tarde de mi vida. ¿Hay alguna mujer que me ame? ¿Hay al­guna mujer que arda de pasión y lujuria por mí?
Inmediatamente se oyó la voz de Jorge Allen, que tal vez hablaba apretándose la nariz.
—La mu-mu-mujer que te ama está cerca, ta-ta-ta-tan cer­ca que-que-que-que sus manos tocan ahora tus hombros. Da­da-date vuelta, tómala entre tus brazos y hazle el amor aquí mismo, que la mina está de-de-desesperada.
Salzman se quitó la venda y se dispuso a asustar a la bru­ja con unos visajes lujuriosos, pero la bella señora de Sorma­ni ya había huido al galope.
Una semana más tarde, se cruzó con ella atrás del hospi­tal Álvarez. La saludó amablemente, pero con una sonrisa so­carrona. Ella lo miró a los ojos y le dijo:
—La Diosa habla por boca de cualquiera, tanto sea una estatua como un ser humano. El que cree que se burla de la Diosa acaba por convertirse en su instrumento.
Salzman reaccionó inmediatamente.
—¿Quiere decir que la respuesta del otro día fue verda­dera?
—Sí —dijo ella y lo arrastró contra el paredón. Esa mis­ma noche se hicieron amantes.
Bernardo Salzman empezó a creer en los oráculos y si­guió haciéndolo hasta la pascua siguiente, cuando la seño­ra de Sormani lo dejó, con el pretexto de que el marido sospechaba.
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domingo, 2 de septiembre de 2012

LILIANA HEKER

Los que vieron la zarza
Publicado con autorización de la autora, a quien agradezco enormemente y de quien tengo el honor de la amistad
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Desde una visión subjetiva -como lo es toda apreciación valorativa respecto del mundo del arte- colijo que éste, es uno de los mayores cuentos de Liliana Heker. A la vez se me hace muchísimo más intenso de los que se pudieron haber escrito sobre el mundo del boxeo. HB.
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-Es así -había dicho Néstor Parini-; va la vida en eso.

Se lo había dicho a Irma (su Negrita la llamaba él entonces) pero ella esa vez no prestó atención a las palabras; sólo le interesaban los ojos de él mientras las decía. De alucinado. 

Nueve años más tarde, también a Anadelia los ojos de su papá le gustaban más que todo, aunque, en cierto sentido, tampoco le parecía mal que él fuera boxeador. Ella había visto boxeadores en la televisión y una vez la llevaron al lugar donde se entrenan, pero no era por eso: hasta le había dado miedo que se pegaran así y esa cara que ponían. Mamá le había explicado que papá no tenía nada contra el otro: boxear es como un juego, dijo. Anadelia no le creyó pero igual le gustaba haber tocado sus guantes y saber, algunos sábados a la noche, que él está por la radio y prestando atención se pesca algo desde la cama, otra formidable izquierda, esto ya no es una pelea, amigos, y adivinar que todo eso lo está diciendo por su papá, aunque era mucho más lindo antes, cuando ella no tenía que adivinar nada porque no había que oír la radio desde la otra pieza, metida en la cama.

Era distinto antes. Los sábados que Néstor peleaba no se hablaba de otra cosa y a la noche se reunían los tres, Irma, Rubén y Anadelia, para escuchar la transmisión; Irma mordía su pañuelo y, al que hacía barullo, le daba una bofetada. A veces lloraba. Hubo madrugadas en que los vecinos aún no se habían dormido y oyeron gritos. De cualquier modo, decía Anadelia, estaba bien que él fuera boxeador para asustar a las amigas. Si no, ya los va a agarrar mi papá.

Su hermano Rubén no opinaba así. Un domingo a la mañana había dejado de preguntar qué pasó anoche y era preferible eso, se dijo Irma, es prefirible que ande trompudo y sin hablar, y no tener que explicarle siempre lo mismo: Ayer papá se sentía enfermo, ¿sabés? no habría tenido que, o La mejor pelea de su vida, pero la arreglaron para el otro, o Un muchacho nuevito, sabés, Rubén, a veces no es tan importante ganar, mientras, Néstor gritaba que hasta cuando habría que darle explicaciones: hubiera escuchado, carajo. Pero no era bueno ese silencio del chico; al día siguiente de cada pelea no quería salir ni para hacer un mandado.

-Otra vez se la dieron a tu viejo.

Y sí, había perdido. Acaso se creían que en el box únicamente importa ganar, o porque es el padre de uno no tiene derecho a perder nunca. Pero igual ya no quería salir: se quedaba todo el domingo en la casa, pateando lo que se le ponía en el camino y maldiciendo a la gente.

Néstor también se quedaba adentro esos domingos. Salvo una vez que se había ido dando un portazo y no había vuelto hasta dos días más trade. Antes de salir había roto la ventana de un puñetazo y la había herido a Adelina que estaba mirando: volvió el martes, tiritando de borracho. Salvo esa vez nunca salió. Se quedaba todo el domingo en la casa, durmiéndose de acá para allá, con el cuerpo desnudo hasta la cintura y lustroso de aceite verde. Raro que al fin se hubiera acostumbrado al olor del aceite verde. En otro tiempo Irma se reía. Que sea la última vez que se me viene así, con machucones; si no, la próxima negrita ya se la puede ir buscando en el Riachuelo, bien que para enamorarme se venía perfumado. Pero estas cosas habían pasado en otro tiempo. Ahora los domingos olían así, e Irma no se reía. Hasta que uno no iba a la calle no se daba cuenta.

Pero lo peor de los domingos no era ese olor, pensaba Irma: es el fútbol. Y no por los gritos que les llegaban a través de la ventana. Por lo gritos del chico, adentro. Desmedidos. A propósito. Vengándolo, a cada gol que vociferaba, de la mano de Néstor un año atrás, la mano grande de su padre arrancando de la pared la cartulina con la foto del equipo. Para que aprendás, le había dicho, y al principio Rubén lo había mirado con miedo. Un hijo de él tenía que saber romperse el alma sólo, para llegar, yo a tu edad. Nada más que con éstas me las arreglé (y se miraba las manos como si fueran extrañas), porque hay que vérselas con todos, sólo frente a todos para demostrar quién es uno. Ponerles el cuerpo, entendés. Y vos me venís con once maricones, actores de cine, parecen, que los cambian como figuritas y si les ponés un dedo encima no saben para dónde disparar.

Entonces, como si hubiera crecido de golpe, le cambiaron los ojos a Rubén. Ahí parado frente a Néstor Parini que de un manotazo le había descolgado el cuadro y ahora lo trataba de marica, le cambiaron los ojos. Quién era ese para enseñarle lo que hay que hacer, a él, que ni siquiera podía salir a la calle después de cada pelea. Porque una vez uno les dice, sí, perdió, y qué. Pero hasta cuando. Cualquiera viene un día y te pregunta: "Decime, qué tiene de boxeador tu viejo". Tenían razón. Y después venía a insultar. Por eso ahora Rubén está pensando ¿Miedo a quién? y lo mira fijo. Y lo sigue mirando fijo a pesar de que Irma acaba de cruzarle la cara de una bofetada, para que aprendás a sonreír cuando habla tu padre. Y Néstor Parini ha tenido que aguantar la mirada de su hijo.

-El chico salió malo -dijo esa noche.

Irma contestó que no: un poco rebelde pero incapaz de una maldad. Y Anadelia pensó que su mamá estaba mintiendo. Rubén lo odiaba, podía jurarlo ella que lo conocía a papá mejor que nadie porque un domingo a la mañana, cuando se había acercado para verlo dormir, él se despertó. Fue un susto porque no hay que despertarlo cuando duerme, decía mamá, pero papá la apretó contra su pecho, que era grande y duro, y preguntó quién era él.¿Qué mierda soy? fue la pregunta, y Anadelia contestó que el mejor de todos porque era boxeador. Papá lloró y ella también. Nadie más sabía cómo era y Rubén menos que nadie.

Pero Irma también terminó por admitirlo. Fue un martes a la noche, cuatro días antes de la última pelea. Acababa de decirle a Rubén que fuera al mercadito a buscar la carne. El chico entonces giró lentamente -¿burlonamente?- la cabeza y miró la ventana. Los vidrios de la ventana empañados por el frío, la lluvia detrás de los vidrios.

-Tenés que ir igual -dijo Irma- tiene entrenamiento mañana.

Y percibió en la mirada de su hijo, ahora fija en ella, que algo había falseado sus palabras. Ya no se oían como aquellas  que a Irma, nueve años atrás, otra noche pero con olor a primavera recién hecha que da unas ganas locas de estar con Néstor hasta que amanezca, la hicieron comprender que esta noche no. Él tiene entrenamiento mañana. Así que ella va a volver a su casa temprano y sola, y no va a protestar. Porque una cosa tiene que enternder su Negrita si es cierto que lo quiere como dice: él va a llegar a campeón a cualquier precio; si no, no vale la pena vivir.

Rubén se encogió de hombros e Irma intuyó dos cosas: que tal vez era cierto que el chico no lo quería, y que todo esto debía ser grotesco. Grotesco que a las seis de la mañana Néstor Parini comiera un bife jugoso, y que ella tuviera que levantarse a las cinco para tenerle todo listo, y que su hijo saliera en plena tormenta para que mañana no falte la carne. Por qué todo esto.

-Porque tiene entrenamiento, idiota- gritó. Y durante unos segundos tuvo miedo de que Rubén fuera a decir algo. Precintió caóticamente palabras crueles, hirientes, incontestables. Palabras que en cuanto Rubén abriera la boca le derrumbaría el mundo. Su parte de ese mundo alocado, ajeno y vertiginoso que Irma Parini no podía conocer pero en el que habitaba, la comarca en la que había entrado como en un sueño cuando a los dieciocho años, de puro enamorada, se dejó caer en la locura de otros, de los que arden en la vigilia acosados por una pasión que los elevará hasta las regiones inconmensurables, o los quema de muerte hasta las entrañas.

***

-Con éstos -ha dicho Néstor mirándose a los puños, y ella le ha creído.

Lo ha dicho de noche y en Barracas. Antes están caminando por Parque Patricios, atardece, e Irma es feliz. Él acaba de decirle que boxea. Irma hace como que se asombra mucho pero ya lo sabía. La vez que se lo contaron (lo averiguó una amiga porque a Irma, desde que lo ha visto, no se le puede hablar de otro) se rió con risa contenta de mujer que sabe de estas cosas. Ahora a todos se les da por eso, dijo, y quería decir que se dejasen de pavadas y le contasen algo que valiese la pena sobre el muchacho de los ojos.

Hoy vienen caminando desde temprano y no existirá sobre la tierra día más jubiloso que éste en que Irma aprende las manos de Néstor, establece lo que es querer para toda la vida, y decide que nada importa fuera del muchacho loco. Es un muchacho loco: un chico. Ahora anochece en San Cristóbal y ella lo sabe bien ya que lo ha visto como no lo vio nadie. Desatado porque se enamoró. Él se detiene en una esquina y, auqneu la gente mira, ha encogido los brazos sobre el pecho y está desafiando al aire. Un golpe de costado, otro, definitivo, en plena cara; gritándole a su Negrita riente y al viento que el mundo lo lleva aquí adentro, repartido entre estos dos, y que se lo regala.

Salta el pecho de verlo así. Por eso, porque ahora Irma tiene unas ganas locas de correr hacia él y alborotarle el pelo, se inventa mujer de golpe, mujer sabihonda que ayer ha dicho ahora a todos se les da por eso y hoy volvía a decirlo para él. Para que aprenda. Néstor se ha acercado y ella ríe; lo está zarandeando, ¡qué gusto!, a él, que es tan grande. Lo dirá ahora como burlándose de estos berretines. 

-¿Pero qué les ha dado a todos? -La voz le ha salido severa, recrimininando. Justa.

Todos; su hermano también: chiflado por el futbol. En casa lo quieren matar; que trabaje, dicen. No entienden que son cosas de muchachos. Hay que dejarlo, sentencia ella; ya se le va a pasar. Y se ríe, dichosa de esta formidable misión de proteger hombrones.

No sabe cuándo ha dejado de reír. En algún momento Néstor la ha agarrado brutalmente del brazo y ella ha conocido el horror de perderlo todo en un segundo.

Después, mientras lo busca por calles oscuras, recuerda que ha sido la mirada, no la mano, lo que hizo estallar el universo.

El porqué lo sabe más trade, contra un murallón. Él se ha mirado las manos y dice que el box es otra cosa. Están los que no entienden, sabés, pero ésos no boxean: hacen deporte. Esto se merece otra cosa, Negrita, y si no lohago yo no hay quién lo haga. Desde chico lo sé: lo veía al viejo dándole al fratacho todos los días y para qué viven, me querés decir. Yo no. Yo tengo que llegar arriba, más arriba que todos, y con éstos, entendés, con estos puños y con este cuerpo. Porque el box es eso; darle con todo lo que tenés. No salvás nada. Llegás porque te jugaste hasta el alma. Lo otro es deporte para el domingo.

Ella no entiende. Pero no tiene más que mirarle los ojos, encendidos, extraños, para decir que le cree. Después, sobre la tierra anochecida del descampado, entre los brazos de Néstor, imagina que sí, que ese mundo de vértigo y agonía que apenas un rato antes leyó con miedo en la cara de él, ya es de los dos. Para toda la vida.

***

Pero Rubén no dijo nada: volvió a encogerse de hombros y se fue. Cuando volvió con la carne se fue derechito para la pieza sin siquiera mirarla; las marcas húmedas que iban dejando sus zapatillas le parecieron a Irma una provocación. A través de la puerta lo oyó estornudar; iba a gritarle que se cuidase pero era absurdo, ¿Acaso no fuiste vos la que me mandó a la lluvia?

-Qué te pasa.

También eso era absurdo: la pregunta de Néstor a las cinco de la mañana, al día siguiente.

-¿Por? -dijo ella.

Antes de salir, él dijo:

-Mi negra se está cansando.

-Vaya tranquilo -dijo ella-, su negra no se cansa.

Y nueve años atrás habría dicho la verdad.

***

Fue a mirarlo dormir al chico y se dijo que no: hoy no iría al colegio. Que se había resfriado con la mojadura, le explicó más trade; que siguiera en la cama nomás. ¿Y ella no saldría a trabajar? No, no saldría; se iba a quedar en casa para cuidarlo.

-Cuando yo sea grande -dijo Rubén- no vas a tener que trabajar más.

Ella sonrió.

Y tres días después, el sábado, un rato antes de que Néstor saliera para el estadio, ella, de espaldas al hombre, mientras seguía limpiando una ventana, dijo:

-Mi hermano pone una heladería.

Néstor levantó la cabeza sorprendido porque un momento antes había vuelto a preguntar qué te pasa.

Cuando Irma se dio vuelta, la mirada de él seguía interrogándola sin entender. No iba a entender nunca, era inútil; en el fondo seguía siendo el de antes. Pero hay cosas que están bien cuando se tiene veintiún años, o cuando Néstor Parini está conquistando a la muchacha. Ahora tiene treinta; a esa edad, dijo un día, un boxeador está liquidado. Ése es el momento de largar, entendés irma, que no llegués a dar lástima. ¿Y después? Borrarse de un sqwue. No había después, dijiste, y daba miedo. Pero hace nueve años de eso. ¿Qué estamos esperando ahora?.

Vio como una ráfaga la cara de Néstor y así supo que era ella la que estaba gritando.

-¿Me querés decir qué diablos estamos esperando ahora? ¿Qué un día te maten en el ring para que al fin se hable de vos en este mundo? ¿No te das cuenta que estás terminado? ¿O para que podamos comer en esta casa te tienen que poner a barrer los pisos del estadio? A ver, decime ahora que vos no naciste para heladero; repetí que naciste para otra cosa. Para hacer el payaso delante de todo el mundo, para eso naciste. Para que tus hijos se mueran de vergüenza mientras su padre salta a la soga delante del espejo. Para ser un castrado en la cama, así tu entrenador mañana va a quedar satisfecho de vos. Andá, que hoy te toca. Andate nomás que vas a llegar tarde. Reventá ahí adentro, Néstor Parini. Como quien sos.

La puerta se cerró antes de que Irma pronunciara todas las palabras. Un vecino comentaría después que Néstor Parini estaba pálido al salir de su casa; Irma, parada aún junto a la ventana, quiso convencerse de que todo aquello no era cierto: ella nunca podía haberle gritado; en la calle tuvieron que separarlo a Rubén del que dijo que el escándalo de la madre se había oído hasta en el infierno; Irma le contestó a Anadelia que esta noche no iba a haber boxeo y ya era hora de irse a dormir, y la chica lloró más fuerte que antes; Rubén, cuando entró, le sonrió a su madre y Anadelia tuvo ganas de pegarle. A las diez y media Irma encendió la radio y, hasta que empezó a funcionar, tuvo el presentimiento de que iba a suceder algo insensato que ya estaba inexorablemente desencadenado. El comentarista estaba diciendo ésta no es una pelea que despierte gran entusiasmo. Irma escuchó Néstor Parini y se tranquilizó porque las cosas marchaban sin novedad. Anadelia, en la cama, escuchó Parini y dejó de llorar. Y Néstor Parini, que una noche de hacía veinte años, delante de un farol de la calle de un pueblo cerró los puños de su sombra gigantesca y decidió elevarse por sobre todos y escuchó un clamor unánime gritando su nombre, también esta noche escuchó Néstor Parini.

Y supo cómo se gana.

Del mismo modo que se comprende el verdadero tamaño del sol, y ya no se lo olvida. Con la sencillez con que una mañana, luego de haber estado en el suelo maravillados ante el misterio de los hombres verticales, nos elevamos sobre nuestras piernas y estamos caminando. Así supo Néstor Parini cómo se gana. Ahora, frente a Marcelino Reyes. Mañana, cuando vuelva a subir al ring. Ayer, en cada pelea que tuvo. Y en las altas, las lejanas y altas, las que consumó durante las noches de insomnio. Las que no tendría nunca.

Irma, que apenas prestaba atención, tuvo que acercar la cabeza a la radio. En el cuarto round dijo gracias Dios mío y fue a llamar a los hijos. Los vecinos se despertaron cuando desde la otra casa, imperiosa, se empezó a oír la transmisión. "Algo pasa con los Parini", dijo el vecino, y encendió la radio. El comentarista declaró que en todos estos años era la primera buena pelea de Néstor Parini. Y Néstor Parini pensó si era para esto, para que dijeran esto, que él se había pasado trece años manoteando una bolsa de arena.

Irma trajo nueces. Las iba partiendo despacio para sus hijos, sentados en el suelo en ropa de dormir. Había encendido todas las luces de la casa. Estaban los tres reunidos alrededor de la radio, alertas, tratando de no perder una sola palabra. Rubén le explicó a Anadelia lo que era un cross.

-Papá gana y vos llorás -le dijo a la madre-. Quien entiende a las mujeres. -Y le pidió que mañana no lo despierte muy tarde. Porque él tiene que hacer algo mañana. En la calle. Irma pensó lo linda que puede ser la vida, lo linda que es la vida cuando el marido de una empieza a ser alguien.

Y Néstor Parini recordó su sombra inconmensurable, creció hasta hacerse del tamaño de su sombra, se elevó hasta las alturas de las que no se regresa, y dijo no. No es para eso. Y asestó un formidable golpe en el hígado de Marcelino Reyes. No es para eso. Y pegó en sus riñones. No es para eso. Y el puño, luego de describir una fría parábola, se estrelló en los testículos de Marcelino Reyes.

Los espectadores vociferaron su indignación, el comentarista lo explicó con alaridos, Irma acostó a los chicos, los vecinos comentaron que Néstor Parini se había vuelto loco. Y, hasta el momento en que el árbitro dio por terminada la pelea, Néstor Parini siguió golpeando.

Dos horas más tarde, mientras cien mil personas todavía trataban de dar una explicación para esta conducta insólita, una ambulancia cruzó Buenos Aires. Y un rato después, cuando Irma por fin había encontrado la manera más hermosa de pedirle perdón, un oficial de policía le comunicó la muerte de Néstor Parini. Dijo que se había tirado bajo un tren por causas que aún no estaban determinadas.
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sábado, 1 de septiembre de 2012

MARYSE CHOISY

Psicoanálisis de la prostitución
Tomado del libro del mismo nombre, de Ediciones Horme, 1964

De la prostitución sagrada a la profana

Los autores griegos y romanos, así como los moralistas modernos, se preguntan cómo pudo ser alguna vez sagrada la promiscuidad. Pero si enfocamos esta cuestión desde un punto de vista religioso, se convierte en el enigma de la salvación personal y colectiva. En Asia, donde la gente se arrebaña en hatos lóbregos, donde en las noches cálidas duerme mezclada con sus vacas, sus mangostas y sus pulgas en alguna incómoda estación ferroviaria o en las orillas de algún río sagrado; todos, sean hindúes, budistas o confucianos, creen sólo en la salvación personal. Nosotros, los occidentales, que somos tan exigentes respecto a nuestra propiedad individual, que nunca hablamos con un extraño en un ómnibus, que podemos perecer de inanición en una gran ciudad, nos volvemos entusiastas de la salvación colectiva y la coparticipación del mérito. Llegamos hasta pensar que algún santo, mortificando su carne y viviendo sólo de habas secas, purifica realmente nuestras almitas sucias, mientras nosotros continuamos alegremente comiendo langosta en lujosos “night clubs”, acompañados por “call girls” ¿Proyectamos al cielo lo que nunca poseemos sobre la tierra?
Quizás existan dos océanos anónimos. En la zona infrarroja, antes de que se constituya un fuerte “Yo”, estamos incluidos, a través del seno materno, en todo el magma material. Luego se produce la diferenciación de lo que Freud llama el “ello”, y se crea un “yo” separado. Más allá de eso, en la zona ultravioleta, nos fundimos nuevamente, pero esta vez en el mundo espiritual. Describiría ese estado como una participación suprabiológica en lo Absoluto. Entonces tenemos que agradecer al olvido de nuestros pequeños yos en el divino nirvana.
El amor más alto implica la pérdida de personalidad. En él compartimos la infinitud de Dios. ¿Pero no está ya prefigurada la caridad en el mismo orgasmo? ¿Y no es el orgasmo un ir más allá de los límites carnales de los humanos?
Cuando se examina el aspecto puramente fisiológico del amor, lo que llama la atención es la cualidad particular del placer sexual. Es imposible reducirlo a la satisfacción del apetito o la extinción de la sed, o aún, (para tomar el ejemplo de Aristófanes) al alivio que proporciona el rascarse cuando nos pica la espalda. Aun sus expresiones inferiores, desviadas, degradadas, sí, hasta el libertinaje con todos sus excesos, son una búsqueda de trascendencia, un esfuerzo desesperado para quebrar la estructura del mundo de la representación. En el ápice del placer, la sangre irrumpe hacia la superficie de la piel, todo el cuerpo tiende a la expansión. En el dolor y en la ansiedad, se contrae. El orgasmo es un movimiento hacia el universo, una unión con otros seres. La ansiedad es una retirada del mundo, una huida dentro de sí mismo, una separación de los demás.
Penosamente oculta en sus contracciones, alguna materia viva, por temor a ser atrapada en un círculo cerrado, aspirando a integrarse en el universo, se arriesgará inclusive a morir. Durante la estación del apareo, los animales son ciegos ante el enemigo, sordos a los disparos. Algunos, como el cortón y las arañas, serán devorados en el acto sexual. ¿Cómo? ¿El yo narcisista se rehusaba a mezclarse con los demás? ¿Temía por su misma existencia? Ahora se rinde a la voluntad y al ritmo de otra criatura. El amante renuncia a ser él mismo para convertirse en el otro amado, en un movimiento que los sobrepasa a ambos. Y a través de ese otro amado, a través de la inmediata realidad existencial, en su expresión ya infinita, todo el universo lo provoca y lo ataca.
La entrega erótica es el regreso a la básica unidad del ser, donde todo valor individual es abolido, donde todo dualismo con el cosmos desaparece. Es en el nivel somático la exacta analogía del viejo mito hindú.
Un alma golpea la puerta del paraíso.
-¿Quién eres?
-Soy yo.
-Vete –contesta Dios- aquí no hay lugar para ti y yo.
Mil años más tarde la misma alma implora una vez más su admisión en la puerta del paraíso, y nuevamente Dios le pregunta:
-¿Quién eres?
-Eres tú –contesta el alma.
-Entra –dice Dios.
La sumisión erótica se parece a la sumisión mística. No hay que sorprenderse de que santos y amantes utilicen las mismas palabras. Cuando en el Brihad Aranyaka Upanishad el maestro trata de explicar el samadhih (es decir, el éxtasis sagrado), lo compara al orgasmo. “Así como un hombre totalmente abrazado a su amada esposa no es consciente de nada, externa o internamente, así este ser infinito (el Yo), totalmente abrazado por el Yo Supremo, ya no es consciente de nada, sea externa o internamente” (Brihad Aranyaka Upanishad, IV, 3, 21.)

En mi libro Le scandale de l’amour he hablado de los distintos usos mágicos del amor. Aquí me limitaré a mencionar algunos de mis hallazgos.
Los textos mazdeístas describen a un hombre desnudo yaciendo junto a una mujer desnuda. Se abrazan continuamente, pero nunca deben alcanzar el orgasmo. Este viejo manuscrito ofrece una detallada técnica para transformar la fuerza erótica es liberada. Después de haber sido debidamente transmutada, puede ayudar a lograr éxito en el mundo, objetivos políticos, riqueza, salud, bienestar, y -¿por qué no?- consecuciones espirituales.
Los taoístas practican también el amor interruptus. En el Viejo Testamento se nos dice que los reyes patriarcas, al llegar a viejos, esperaban lograr una renovada vitalidad haciendo pasar la noche en el lecho real a jovencitas desnudas, que conservaban no obstante su doncellez. En mi libro “Yoga y Psicoanálisis” he descrito una técnica similar de sublimación practicada por los tantristas.
La pasión romántica tan en boga entre los poetas medievales, tuvo su origen en estas tradiciones. No se puede efectuar el amor interruptus con cualquier persona. El valor y la virtud del objeto amoroso son menos importantes que la fuerza erótica que surge de un gran deseo. La mujer más hermosa y más inteligente, si no se la ama con intensidad, no sirve para fines mágicos. Es el fuego lo que es eficaz. La pasión es hija de la magia. Pronto se convierte en pasión por la pasión misma.
No hay duda respecto a la significación religiosa tanto de la excesiva sexualidad como de la severa castidad. No son virtudes morales en sí mismas.
En la mayoría de las tribus australianas, los guerreros tienen relaciones sexuales antes del combate. Sus esposas permanecen intactas en sus chozas. Allí tejen y hacen encantamientos para alejar el peligro de sus esposos. ¿No es eso precisamente lo que hacía la dama del castillo, que tejía y oraba por el caballero que en tierras lejanas luchaba contra infieles o dragones? Bachofen insiste en el simbolismo sexual del tejido. Lo mismo hace el etnógrafo Marcel Griaule. ¿Y por qué pregunto, elegiría el caballero como dama de sus pensamientos a la esposa de otro, si no fuera por el hecho de que intenta practicar con ella el amor interruptus?
La gran dinámica que está detrás del arquetipo, se ha transmitido hasta a los modernos ateos. En una película soviética de la segunda guerra mundial (“Espérame”), un aviador vuela sin sufrir daño sobre territorio enemigo mientras su esposa le es fiel. En el mismo momento en que ella besa a otro hombre, el aviador es herido.
El viejo símbolo es aquí evidente. El guerrero busca protección contra el peligro en la fuente de toda vida: el seno materno. Así es que la espada que se interpone entre Tristán e Isolda tiene una significación esencial. Es el amor interruptus, del que provino el amour courtois (amor galante). André Le Chapelain, quien es una autoridad en el tema, nos dice que el caballero tenía derecho a acariciar a la dama de sus pensamientos totalmente desnuda, siempre que “nunca tuviera lugar el acto último”.
Es así como los trovadores interpretaban los principios de San Bernardo, quien enseñó que las caritas era un impulso transmutado. Pero ellos entendían “postergado” en lugar de “transmutado”. Según René Nelli, los mismos beatos de San Francisco practicaban ese “autocontrol del último minuto”
En las sociedades pre-cristianas había más énfasis en el exceso sexual que en la castidad. Una pintura rupestre de la edad mesolítica, en Cogul, provincia de Lérida, en la España oriental, es un curioso ejemplo de erotismo hierático. Nueve mujeres danzan en torno a un joven desnudo con un pene bastante ambicioso. Sus actitudes exhiben esa sacra admiración de las nueve pastoras junto a Krishna o de las nueve musas alrededor de Apolo. El famoso arqueólogo Jacques Mauduit, especialista en arte prehistórico, ha demostrado que otros grabados eróticos en las cavernas tenían el propósito de favorecer el éxito en la agricultura, la cría del ganado y la caza. Muchos analistas de campo han informado que entre algunas tribus primitivas australianas, durante la época de la siembra, se ordena a un muchacho y una joven que copulen en la pradera. En el momento del orgasmo tienen que mojar el suelo, para asegurar su fertilidad. Algunos indios norteamericanos se masturbaban sobre el campo.
En la actualidad, se puede producir lluvia por ionización. La electricidad celeste está siendo transformada. Pero el hechicero de la época de Neanderthal encontraba su electricidad en el lingam o en el yoni. No conocía otra fuente de energía que el sexo.
Las esculturas eróticas en lo alto de los templos de Nepal tenían la finalidad de proteger al edificio del trueno y del rayo. Aquí es muy evidente la importancia eléctrica que se le atribuía al sexo.
Otro ejemplo de gran interés es el grabado mural que se ha descubierto recientemente en una cueva del Sahara. Lo reproduzco con el permiso que amablemente ha concedido Jacques Mauduit.


El artista anónimo pinta una extraña manera de cazar el avestruz. Una cinta (¿pretende ser un vínculo magnético?) que se origina entre las piernas de la mujer une sus órganos sexuales con el pene del hombre. Entonces se convierte en un venablo que tendrá que alcanzar al veloz avestruz. ¿Puede hallarse una descripción más vívida de la magia sexual?
Sólo en el contexto del culto al yoni es posible comprender a la prostitución sagrada. En el principio, significó por cierto un progreso esencial para el hombre religioso. Pero una gran parte de lo que se nos ha transmitido acerca de ella es de segunda mano, está separado del contexto teológico del cual forma parte. Los comentadores son extranjeros y hablan del tema de una manera anacrónica, proyectando sobre los hechos los arraigados prejuicios de su propia cultura posterior.
Cuando el ingenioso y escéptico Herodoto dijo que el culto de Mylitta era una “costumbre vergonzosa”, quiso decir que era “vergonzosa” para los griegos de su tiempo, pero para los babilonios que crearon esta institución, era ciertamente sagrada.
Herodoto ES uno de los mayores periodistas que ha conocido el mundo. Ve las cosas desde afuera. Sus descripciones están llenas de detalles preciosos. Pero si queremos entender lo que sucedió realmente, tenemos que tratar a su reportaje como hacen los freudianos con el material asociativo de sus pacientes. Examinemos cuidadosamente el texto de Herodoto:
“Toda mujer nacida en el país debe, una vez en su vida, sentarse en el precinto de Afrodita, y tener allí contacto sexual con un extraño. Muchas de la clase más rica, demasiado orgullosas para mezclarse con los demás, llegan al precinto en carruajes cubiertos, seguidas de un buen número de sirvientes, y toman allí su puesto. Pero el mayor número se sienta dentro del recinto sagrado, con guirnaldas de cordel en torno a sus cabezas, y aquí hay siempre una gran muchedumbre, unos viniendo y otros saliendo; trozos de cordel marcan caminos entre las mujeres, en todas direcciones, y los extraños las siguen para hacer su elección. Una vez la mujer se ha sentado en su sitio, no puede volver a su casa hasta que uno de los extraños le arroja en el regazo una moneda de plata, y la lleva con él fuera del terreno sagrado. Cuando arroja la moneda, él dice: “Te convoco en nombre de la diosa Mylitta”. (Afrodita es llamada Mylitta por los asirios) La moneda de plata puede ser de cualquier tamaño; no se la puede rehusar, pues está prohibido por la ley, dado que una vez arrojada es sagrada. La mujer va con el primer hombre que le arroja el dinero, y no rechaza a nadie. Cuando ha copulado con él, satisfaciendo así a la diosa, vuelve a su casa, y desde entonces ningún obsequio, por grande que sea, tendrá resultado con ella. Las mujeres que son esbeltas y hermosas pronto quedan libres, pero otras que son feas tienen que permanecer un largo tiempo antes de cumplir con la ley. Algunas han esperado tres y cuatro años en el precinto. En ciertas partes de la isla de Chiore se encuentra una costumbre muy parecida a ésta”
Al principio, esta descripción no nos dice nada. Pero si leemos un párrafo anterior, descubrimos entre líneas la doctrina erótica que inspiró este ritual.
“Cuando un babilonio ha tenido contacto sexual con su esposa, se sienta ante un incensario donde se quema incienso, y la mujer se sienta frente a él. Al amanecer, se lavan; pues hasta no lavarse no pueden tocar ninguno de los vasos comunes. Los árabes observan también esta práctica”
¿No está claramente indicada la significación sacra del comercio sexual por el “incienso que se quema” y “la mujer sentada frente al esposo toda la noche? También el lavado es un ritual ortodoxo de purificación, que los árabes mantuvieron cuando se hicieron mahometanos. No tiene nada que ver con la higiene, que es una racionalización moderna de una antigua costumbre, una vez perdido su significado original. En todas las doctrinas ocultas se supone que el lavarse impide que las radiaciones del cuerpo sutil sean maculadas por las impurezas cotidianas del cuerpo ordinario. La actividad sexual es de naturaleza magnética. No debe tener relación con el uso de “vasos comunes”.
En todas las religiones hallamos huellas de esta creencia. Eros es el eslabón entre el mundo material y el mundo invisible. El contrato sexual se realiza en el nivel sutil de las vibraciones. Por consiguiente, ejerce una influencia duradera sobre la profunda Esencia.
Dios quiso hombres espirituales. Para asegurarse de que sería obedecido, asoció su evolución a sus más fuertes impulsos instintivos. Pero a nosotros corresponde distinguir las fuerzas superiores e inferiores que se oponen a nuestro cuerpo. No es la carne la que es perversa, sino las fuerzas inferiores que la invaden.
La moralidad y la biología ven solamente una finalidad en el comercio sexual: los hijos. Pero realmente, si la fuerza que atrae al hombre hacia la mujer ha sido creada por la necesidad de propagar la especie, todo observador imparcial se preguntará: ¿cuál es la razón de todo ese derroche de naturaleza? Hay una cantidad mucho mayor de esta energía que la necesaria para la continuación de la especie. ¿Qué se hace de ese “mucho más”?
Los zoólogos les dirán que durante la estación del pareo los pájaros machos comienzan a cantar y a construir nidos para seducir a la hembra. ¿Pero por qué continúan cantando después de la unión? Si el canto es sólo un “subproducto” del instinto sexual, ¿qué positivista osará negar que hay mucho más canto que el necesario para la propagación de la especie? ¿Por qué no invertir la explicación? Quizás por alguna armonía general de la naturaleza, Dios quiso una raza canora. Para asegurarse de que cantarían, asoció el canto, la principal función de la especie, al impulso sexual. De modo que lo que parece ser, desde un punto de vista antropomórfico, una función colateral del amor, puede ser en realidad la misma razón de ser de la especie.
Probablemente, esto también es cierto respecto a los hombres. Freud ha mostrado cómo la actividad creadora del amor está en la misma raíz de nuestra civilización. Eros hace que la humanidad cumpla su función principal, de la cual nada sabemos, aunque en ocasiones alcancemos brumosamente algún vislumbre de nuestro destino.
En realidad, el amor es un fenómeno cómico en el cual las pasiones de los hombres son meros accidentes. En mi libro “Le scandale de l’amour”, señalé que todo fragmento de materia que se une con otro fragmento siente dolor y placer de alguna manera oscura. Quizás el alimento, masticado, destruido, y no obstante hecho parte de otra vida, disfruta la experiencia y responde a la sexualidad oral con una sexualidad masoquista elemental. En todo contacto con el mundo, se eleva la potencialidad y se suscita una corriente. Esta corriente es de carácter erótico. Quizás siempre que la vida se afirma a sí misma negando una falsa rigidez, siempre que progresa hacia el cosmos, superando en su camino a toda limitación, se erotiza y gana energía.
Aun entre las amebas aparece el fenómeno de la fagocitación, de una unión que no está vinculada a ningún modo con la perpetuación de la especie, dado que los protozoos se reproducen por segmentación. La sexualidad es solamente un medio para la unión cósmica en un estado de flujo. Freud, de quien nadie sospechó nunca que fuera un místico, escribe que “El fin de Eros es establecer cada vez unidades más grandes y preservarlas así, es to es, mantenerlas juntas” Esta extraña energía del amor es la misma atracción que ejerce sobre cada elemento vivo el Centro del Universo en devenir. La propagación de la especie se funde en el gran éxtasis de la participación en el Absoluto. A través de la mujer, todo el cosmos se acerca al hombre.
El amor es una deidad que está más allá del hombre, la mujer, y los mezquinos acontecimientos de la vida terrenal. Ouspensky llega a escribir:
“Quizás el amor es un mundo de extraños espíritus que a veces establecen su morada en los hombres, sometiéndolos, haciéndolos instrumentos para la realización de sus inescrutables propósitos. Quizás es alguna región particular del mundo interior, donde las almas de los hombres entran a veces, y donde viven de acuerdo con las leyes de ese mundo, mientras que los cuerpos permanecen en la tierra, confinados por las leyes terrenas. Quizás es una operación alquímica de algún Gran Maestro, en la cual las almas y los cuerpos de los hombres juegan el papel de elementos con los cuales se compone una piedra filosofal, o un elixir de la vida, o alguna misteriosa fuerza magnética que alguien necesita para algún incomprensible propósito.”
Todas las religiones reconocen la importancia del amor. Pero cada una de ellas ofrece una explicación diferente de su enigma. Sus actitudes varían entre el todo-sexo y el nada-de-sexo. La cristiandad, temerosa de las combinaciones magnéticas implicadas, y a pesar de su enunciado básico de que Dios es amor, rechazó la sexualidad totalmente. Se les prescribe a sus místicos la más rígida castidad.
En algunos cultos antiguos, en cambio, especialmente en el culto de la Gran Diosa, se albergaba la esperanza de acelerar la unión cósmica mediante el sagrado comercio con un viandante anónimo. Pero, ¿no es este viandante el antepasado del “prójimo” idealizado?
“Ama a Dios por sobre todas las cosas, y ama a tu prójimo como a ti mismo”. En ese mandamiento, Dios está primero. Si Dios no existe, mi prójimo no es mi hermano, sino mi rival. El amor terrenal es imposible sin hacer u rodeo largo a través del cielo. Sólo cuando uno se siente parte de la Vida Infinita del Creador puede interesarse por alguna criatura viviente finita.
Por otra parte, ¿quién es mi prójimo? Cuando se preguntó esto a Jesús, contó la parábola de la Buena Samaritana. Lo que me llama la atención aquí es que “mi prójimo” parece ser alguien a quien la benefactora nunca ha visto antes, ni volverá a ver. La Samaritana lo cuida, pone bálsamo en sus heridas, paga sus gastos de alojamiento y luego se va discretamente, sin dejar una tarjeta de visita. La benefactora y el beneficiado siguen siendo desconocidos el uno para el otro.
Si fuéramos los suficientemente amplios mentalmente y tuviéramos la suficiente imaginación para comprender a las personas piadosas que vivieron unos pocos milenios antes de Cristo, podríamos ver que la prostitución sagrada fue inspirada por la misma intención. Se ama primero a la Diosa, y es porque se la ama que se consiente, una vez en la vida, en tener contacto sexual con un prójimo anónimo. De esta manera se logra lo que Freud llama el objetivo de Eros: establecer unidades cada vez mayores.
Por supuesto, la costumbre babilónica descrita por Herodoto revela una institución ya en vísperas de su declinación, así como Afrodita o Mylitta son imágenes decadentes de la primitiva Gran Madre. Pero los sentimientos básicos son evidentes. Mientras que la prostitución profana involucra el odio de la mujer contra el hombre, y la confesada intención de éste de degradar a la mujer, la prostitución sagrada nos habla del amor desinteresado de la mujer hacia el hombre, y del culto del hombre a la femineidad en cuanto expresión terrenal de la Magna Mater.
Aun en nuestros días se puede observar esta diferencia en la India, que es un museo de todas las religiones, y donde junto a los burdeles, en general propiedad de occidentales, quedan todavía en algunas remotas regiones del país una media docena de cortesanas sagradas.
La prostitución sagrada es, en el nivel carnal, un ingenuo ensayo de amor universal. Pero entraña el peligro de cortocircuito. Amar a todo el mundo significa a menudo no amar a nadie. Todo-sexo es semejante a nada-de-sexo.
Observando desde el exterior con ojos desinteresados, el comercio sexual parece ser solamente el contacto de dos epidermis. Pero cada una de éstas puede contener fuerzas subhumanas que pueden dañar el alma. En el momento del acto sexual, las dos fuerzas latentes en los dos cuerpos se unen fácilmente, de modo que las dos identidades no tiene ya  la sensación de separación. Se encuentra esta creencia en todas las tradiciones esotéricas, detrás de la noción de almas gemelas, tan bien ilustradas en el Simposio de Platón. Pero éste es un caso ideal, tal como lo hallamos en Tristán e Isolda, Filemón y Baucis, y todos los lazos amorosos sagrados. Es interesante observar que el secreto del amor espiritual superior le fue reservado a Sócrates por Diótima, que era una sabia cortesana.
Como lo expresa J. G. Bennett: “El compañero sexual ocupa una posición intermedia en cuanto puede ser instrumento del mundo inferior, pero también un medio de exaltar al hombre al mundo verdaderamente humano en el cual no existe la separación.”
¿Qué sucede en un breve enredo amoroso, cuando un hombre y una mujer mantienen unas pocas relaciones sexuales, o inclusive un único contacto sexual, y luego se separan? Desde el punto de vista exterior, pueden olvidarse mutuamente, olvidar el acto mismo, y no conocer siquiera el nombre del otro. Pueden pensar que no ha quedado en sus cuerpos más huellas de la experiencia que, como dice el Rey Salomón, la que deja “el vuelo de un águila en el aire”. Y sin embargo, las fuerzas de cada efímero compañero amoroso se han incorporado en el otro. Permanecen de algún modo en ambos cuerpos, y así ocasionan el deterioro (o por lo menos el cambio) de su propio contenido interno.
Durante el acto sexual con una mujer que ha tenido muchos amantes, un hombre siempre comparte de alguna manera las fuerzas y el destino de sus predecesores. Esa creencia está tan arraigada en nuestro inconsciente, que todavía hoy se esconde tras el interés que muestran los hombres por una mujer que ha sido la amante de un político poderoso o de un artista famoso. Cuando comenzaron los motines en el ex Congo-Belga, los negros no violaron hermosas vírgenes blancas, como podríamos haber pensado ligeramente. Prefirieron mujeres comunes, de cuarenta años, que eran esposas de ex altos funcionarios a quienes habían temido antes del día de la independencia. ¿No constituye este acto sexual la incorporación edípica del mana del padre-jefe, que tanto desearon robar en el útero de la madre?
De la misma manera, el hombre que se ha acostado con muchas mujeres antes de casarse, perturbará el estado interno de su esposa. Las fuerzas inferiores y depravadas que fluyen del esposo pueden ejercer sobre ella un efecto terrible, hasta el punto de que su personalidad interna se tiñe de tendencias muy ajenas a su propio destino.
La relación entre hombres y mujeres es en realidad una lucha de fuerzas, que tiene por resultado el surgimiento de un vencedor y de un vencido. Por lo tanto, parece poco justificada la opinión  de que importa poco de que uno tome el placer sexual allí donde lo encuentre. La misma esencia del hombre puede correr peligro. El obstáculo para la perfecta unión personal en un hombre y su esposa, no es el cuerpo físico, sino las fuerzas inferiores que constituyen el contenido del cuerpo físico.
Un varón que tiene el hábito de frecuentar burdeles y meretrices, se mezcla con las fuerzas de otros hombres (y sabemos por el estudio de casos que ese varón tiene fuertes tendencias homosexuales), hasta el punto de que puede quedar destruida toda su personalidad interna verdadera. O bien puede salir de este crisol convertido en un santo.
Pero lo que puede superar la influencia de todas estas fuerzas extrañas que invaden su cuerpo no es el cuerpo ni el hombre mismo, sino la Gran Fuerza Vital del Supremo Yo, que toca al hombre cuando éste está en condiciones de recibir la gracia divina.
En los tiempos precristianos, los sacerdotes sostenían que se ganaba muy poco si los hombres evitaban deliberadamente a las mujeres, o las mujeres a los hombres. La decisión de un ser humano de rechazar el matrimonio equivale a abndonar todo contacto consigo mismo.
Las sacerdotisas de la Gran Diosa ensayaron una respuesta diferente. Estando abiertas a todo el mundo, pensaron que el infinito número de fuerzas que luchaban en ellas se aniquilarían mutuamente. Pero el principal factor era aquí la consagración de todos los actos sexuales. Y así se entregaban al Poder Divino, creyendo que eso aventaría las influencias de las fuerzas inferiores.
Loa transición de la prostitución sagrada a la profana tuvo lugar, muy probablemente, durante las grandes Guerras Púnicas. Podemos ver un ejemplo de ella en la protohistoria romana. Los etruscos expulsados de Asia debido a su obstinado culto del yoni (en una época en que triunfaba el culto del lingam), se establecieron en Italia unos ocho siglos antes de la fundación de Roma. Eran un pacífico pueblo de agricultores. Por supuesto, conservaban sus instituciones matriarcales, sus ritos y sus imágenes de la Gran Diosa.
Es interesante recordar bajo esta luz de la leyenda nde Rómulo y Remo, amamantados por una loba. La palabra latina lupa fue usada más tarde para designar también a una prostituta (de donde proviene lupanar). El segundo rey de Roma, Numa, solía atender los sabios consejos de una ninfa de los bosques, llamada Egeria. La influencia femenina es aún predominante.
¿Quién hubiera sospechado que en el origen del más grande estado patriarcal de la antigüedad estuvo una cortesana sagrada? Las guerras entre dos civilizaciones no conocen la misericordia. El vencedor borra todas las huellas de las ideologías y aspiraciones anteriores.
La lupa se convirtió en un mito cuando llegó a significar la madre del primer rey, y se convirtió en un insulto en la Roma patriarcal, que despreciaba a la prostitución en una época en la que Grecia y toda Asia toleraban aún a sus Aspasias.
El matrimonio mixto no siempre se efectuó en beneficio del varón nómade. El orgulloso conquistador pudo haber sido conquistado a menudo. Tuvo que defenderse contra las dos armas más peligrosas: el encanto sexual de la mujer, y su propio deseo.
Así como los árabes convirtieron al colegio de sacerdotisas en un harén, las sociedades patriarcales hicieron de las cortesanas sagradas, mujeres de la calle. Llevaron a cabo una metódica profanación. Lo que había sido sagrado se convirtió en vergonzoso. El código moral se transformó. Las cortesanas ya no fueron sacerdotisas, sino esclavas que tenían que obedecer las órdenes del hombre, y que podían ser vendidas y compradas. Los patriarcas ponen precio a las mercancías sexuales.
Puede verse en esto la inversión que sucede a cada cambio de religión. Lo que es divino en el templo anterior, se convierte en diabólico en la nueva iglesia.
Pero la profanación puede ser resultado casi natural, asimismo, de las transformaciones de las pautas sociales. Un buen ejemplo de esto es la evolución de las bailarinas sagradas de la India. En esta parte del mundo, donde la Magna Mater ha sido honrada durante tantos siglos, existe la vieja tradición de separar de sus familias a hermosas niñitas, a la edad de siete años. Se les evita toda tarea doméstica y todo otro trabajo manual. Viven en el templo. Se les enseña los secretos de su arte. Se las inicia en los ritos religiosos. La bailarina india es devadasi, es decir, una escalva de Dios. Su vida está dedicada a su servicio, así como la de una monja cristiana. Cuando llega a la pubertad, la doncella ofrece su virginidad al lingam de piedra de Shiva. Después de este hecho sagrado, los sacerdotes que representan a Dios en la tierra, tienen licencia ritual para acostarse con ella. La vestal se ha convertido en una cortesana sagrada. Hallamos aquí la ya mencionada vacilación entre el sortilegio de fertilidad obtenido a través de la fuerza reprimida de la castidad, y la dinámica de una actividad sexual intensificada.
Pero en la India, el colegio de las bailarinas sagradas se convirtió pronto en el ballet real. La degradación es sólo parcial. Antes la amante de Dios, ahora la prostituta sagrada es la concubina del maharajá. Pero, ¿no es también el príncipe sagrado, no es él también delegado de Dios en la tierra? Además, el arte sigue siendo en la India una oración.
La profanación verdadera tiene lugar más tarde en Occidente. Durante un largo tiempo la nobleza francesa, por ejemplo, mantuvo la tradición, aunque sin tener conciencia de su origen sagrado, hasta 1914, todas las bailarinas de la Ópera eran mantenidas por miembros del Jockey Club.
Con la llegada al poder de la burguesía, desaparece la última gloria. Aunque hubiera perdido todos sus vínculos con lo sagrado, el arstócrata daba al menos algún status social a su amante mantenida, aunque sólo fuera en razón de que toda persona que le pertenecía a él, tenía que ser respetada.
Cuando el burgués quiso imitar al gran señor, él también tuvo su bailarina. Pero nunca tenía seguridad acerca de su gusto ni de su escala de valores. Si su hermosa querida era muy admirada, se sentía culpable y tosco. Cuando ella era trivial, él se avergonzaba de ella.
Ya no hay grandes cortesanas en la actualidad. Sólo quedan las “call girls”. Pero cuanto más bajo cae una prostituta, más agresión acumula contra su compañero. Y cuanto más se convierte el sexo en una breve transacción comercial, más proyecta el cliente su vieja frustración y sus viejas decepciones sobre ella. De tal modo, la prostitución se transforma en un eterno círculo de odio. Allí reside su tragedia. Su finalidad era el amor.
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