Tomado de “El artista y la sociedad”, Guadarrama, 1975
Me pregunto si alguien se
representa claramente hasta qué punto es espinoso el tema que se nos ha
propuesto. Se duda mucho, creo yo, de ello, y se le presenta bajo un aspecto
inocente. ¿Por qué no decir enseguida: «El artista y la política», puesto que
detrás de la palabra sociedad se
disimula la política? Por lo demás, se disimula allí muy mal, porque el artista
que se dedica a la crítica de la sociedad, es ya un artista político,
«politiqueante», o, para decirlo todo, moralizador. Llevado a su verdadera
acepción, el tema debería, pues, titularse: «El artista y la moral», forma, por
otro lado, muy maligna de plantear el problema, y como hecho a pedir de boca
para ponernos en un apuro. Porque se sabe muy bien que el artista es
originariamente de una esencia no moral, sino estética, que su propósito
esencial es el juego y no la virtud, e incluso que se arroga con toda
ingenuidad el derecho de jugar dialécticamente con los problemas planteados y
todas las antinomias de la moral…
No quiero rebajar al artista al
constatar el flojo vínculo que existe entre él y la moral y, por lo tanto, con
la política y, sin embargo, con el problema de la sociedad. Me resultaría
imposible censurar al artista que declarara que la mejora del mundo en el
aspecto moral no es asunto de sus semejantes, que él «mejora» el mundo por
otros medios que la enseñanza ética, es decir, fijando la vida del mundo, y
así, de una manera representativa, la vida en general, presentándole un sentido
y una forma y haciendo aflorar, a través de esta apariencia, lo que Goethe
llamaba «la vida de la vida», el espíritu. Me resultaría imposible
contradecirle si sostiene que la misión del arte es la de ser un animador en todas las acepciones, y nada
más. En Goethe, al que cito tan gustosamente, porque es él el que ha emitido
sobre la mayor parte de las cosas de este mundo los juicios más justos y de la
forma más encantadora, se lee, aunque parezca imposible: «Sin duda, es posible
que una obra de arte tenga consecuencias morales; pero exigir del artista
intenciones y metas, equivale a estropearle el oficio». La palabra «oficio»
tiene aquí un tono singularmente modesto; pero el pudor que el artista
experimenta para moralizar revela bien la modestia, como lo atestigua todavía
con mayor claridad otra frase de Goethe, al decir un día en su vejez: «Jamás ha
estado en mi manera de ser salir a la lucha contra las instituciones, esto me
ha parecido siempre presunción, y puede ser que yo me haya sometido demasiado
pronto a las leyes de la civilidad. En resumen, ello no estaba dentro de mi
forma de ser, y he aquí por qué no he hecho nunca otra cosa que rozar de lejos
el tema.» Al decir esto, denuncia manifiestamente la crítica moral, política y
social, ejercida por el artista, como un atentado contra la modestia. O ¿no
debería serle natural?
Esta le resulta profundamente
natural, en las relaciones que mantiene no solamente con la realidad y sus
«instituciones», sino también con el propio arte, ante el cual el artista
aislado se siente en general muy pequeño, pequeño hasta no poder creer que
pueda tener algo en común con él y que participe de alguna manera en su
dignidad. ¡Pensad, pues! El arte es una cosa de la mayor importancia, una aspiración
solemne de la cultura humana, a la que los Estados y los mismos gobiernos
testimonian una consideración oficial. En la conciencia de la humanidad ocupa
el mismo rango que la ciencia, e incluso que la religión; resumiendo, se le
asimila a los supremos intereses espirituales. La filosofía llega hasta
declarar que la facultad creadora, así como la facultad receptiva, constituyen
el estado supremo del hombre, porque equivalen a la depuración de la idea a
través de la apariencia, y al desenlace de la voluntad en la contemplación
psíquica; entonces, el artista se contraría con que era el mayor benefactor de
la humanidad, y su creación, ¡la única genial! Todo esto podría llenar de
suficiencia a aquello en el que manifestase el arte, a su representante, el
artista, podría hacerle perder toda ponderación cuando se le juzgase; en
resumidas cuentas, amenazaría con ceder a una embriaguez de orgullo. Sin
embargo, la verdad es muy diferente.
La verdad es que el arte parte de
alguna forma siempre de cero en sus realizaciones y manifestaciones
individuales, y camuflado de ingenuidad, sin conocerse o, por decirlo mejor,
reconocerse a sí mismo, renace a la vida cada vez, por primera y única vez, a
la pequeña felicidad. Cada una de sus manifestaciones es un caso aislado,
altamente específico y personal, que hace muy difícil para su representante, la
tarea de sintetizar la gran idea general del arte, ¡además de que no le viene a
la mente hacerlo! Para ilustrar mis palabras les contaré una pequeña anécdota:
En el invierno de 1929,
encontrándome en Estocolmo en un almuerzo en casa de el editor Bannier, tuve
por vecina a Selma Lagerlöf, la gran novelista, laureada con el Premio Nóbel de
Literatura y miembro de la Academia Sueca.
Una mujer sencilla, a la que su trabajo había hecho un poco seria, pero de
naturaleza afable y sin ninguno de los estigmas fisonómicos del genio, sin nada
majestuosos en el perfil ni vanidoso en el aspecto. No pusimos a hablar de su
obra más popular, la saga de Gösta
Berling, célebre en el mundo entero, y de la asombrosa carrera de este
libro en todas las lenguas y más allá de las fronteras. «Dios mío, sí, me dice
ella. Así ha sucedido pero no crea que yo le he dado gran importancia al
componerla. La he escrito para mis sobrinos y sobrinas. Fue una diversión como
otra cualquiera. Pensábamos que allí había algo para reír.» Su reflexión me
encantó, porque a mí me sucedió exactamente lo mismo, y se lo dije a mi vecina,
con el libro que en mi vida de escritor ha jugado poco más o menos el mismo
papel que la saga de Gösta Berling en la de Sela Lagerlöf . También él había
sido al comienzo un asunto y una diversión familiares, las garambainas casi
chistosas de un joven de veinte años no muy conformista, que leía a los míos y
que nos hacía reír hasta llorar. Que el mundo se sentiría impresionado por esta
novela (o cualquier nombre que se le quiera dar), que sería un día el motivo de
mi presencia en Estocolmo y que me permitiera sentarme al lado de la autora de
Gösta Berling, semejante eventualidad, ninguno de nosotros la habría tenido
presente, por lo que estallamos a reír a carcajadas.
Se lo conté a Selma Lagerlöf a
cambio de su confidencia y les cito ambos casos para atestiguar que este famoso
arte no se reconoce nunca a sí mismo en sus manifestaciones individuales, sino
que se considera más o menos como una chanza frescamente inventada, privada y
atrevida, que no se puede vincular a esta preocupación de la humanidad tan
respetada, y por la cual no se podría llegar al interés y a la estima del
mundo. El autor de estas chanzas, ciertamente, no tiene el sentimiento de
dedicarse a una ocupación particularmente respetable. Según su convicción, que
durante largo tiempo no será el único en participar, él se entretiene, se burla
de lo serio de la vida, de una manera muy incongruente y al margen de las conveniencias,
y su conciencia (en tanto de miembro de la sociedad humana cuyas inclinaciones
tan frívolas descuidan los imperativos), no es en absoluto de las mejores.
Describo allí el estado bohemio del artista, porque la bohemia, vista bajo el
ángulo psicológico, no es otra cosa que el desorden social, la mala conciencia,
disuelta en la ligereza, el humor y la ironía con respecto a uno mismo, ante la
sociedad burguesa y sus exigencias.
No obstante no se definiría por
completo el estado bohemio del artista, que nunca abandona del todo, si no se
le concediera un cierto sentimiento de superioridad intelectual e incluso moral
sobre la sociedad burguesa enfurecida, lo que hace de su estado un estado
intermedio entre la original inconsciencia individual, broma, del arte, y la
toma de conciencia de su dignidad suprapersonal, en la que se atreve a
participar el individuo. Así la ironía adquiere un carácter al menos equívoco,
y constituye a la vez una ironía con respecto a sí mismo y dirigido contra la
sociedad burguesa. Pero predomina y predominará quizá por largo tiempo la
primera de las dos ironías, quizá por siempre, y por buenas razones.
En el artista, que gracias a
éxitos involuntarios comienza a participar personalmente en la dignidad suprapersonal
del arte, se da una resistencia instintiva y burlona contra todo lo que se
denomina éxito, contra los honores terrestres y las ventajas del éxito, una
resistencia debida a su apego al estado primitivo del arte, todavía
completamente individual, completamente inútil, libre y juguetón, en el tiempo
en que el arte no sabía todavía qué era «El arte» y se reía de sí mismo. En el
fondo, el artista querría retenerlo en ese estadio. A su entender, el arte no
debería jamás cesar de reírse de sí mismo; y el propio artista, en todo caso,
querría poder reír siempre por su parte, en lugar de acoger con un aire solemne
los honores y las dignidades, renegando de esta forma de su juventud indócil y
solitaria. Experimenta un profundo pudor ante esta glorificación de su
existencia, una confesión púdica, porque en primer lugar y ante todo, ella es
el pudor del artista ante el arte.
Esto es muy comprensible. El
artista y el arte forman dos. Existe una gran diferencia entre el arte y el
fenómeno prodigioso, único, inaccesible y casi inconocible de su esencia, de la
que el artista es el representante, y me gustaría mucho ver al creador que
ignorase el súbito rubor en presencia de obras magistrales surgidas a su lado y
ante él. Esto quiere decir precisamente que todo ejercicio del arte implica una
nueva adaptación de lo que es personal e individual al arte en general; y el
individuo aislado, aunque fuese después de reconocidos éxitos, puede
preguntarse comparándose a maestros extranjeros: «¿Cómo es posible citar mi
avenencia personal con estas cosas, en el mismo soplo? ¿Cómo es posible?» Tal
es la modesta y ponderada pregunta del artista ante el arte.
¿Y cómo desaparecería esta
modestia natural, cuando no se trata del dominio que le es más propio, el arte,
sino de la realidad, de la comunidad humana, de la sociedad burguesa?
Conviene decir aquí una palabra
de vínculo particular que relacione el arte con la crítica.
Es sabido que muchos artistas son
al mismo tiempo jueces y críticos del arte, que se erigen como tales, uno
estaría tentado por decirlo, ante la contradicción inherente al hecho de que
cualquiera que se sienta pequeño ante el arte, no obstante se cree cualificado
para hablar en nombre suyo y para decidir desde arriba. Pero, en suma, el
elemento crítico es inseparable de todo arte, es indispensable para su
productividad disciplinada, y por lo tanto es asunto de adiestramiento
interior, aunque muy a menudo se inclina a girar hacia fuera y a hacer de la
estética crítica, a examinar y a apreciar como esteta. Observemos que esta
tendencia se manifiesta muy a menudo y con mucha intensidad en la esfera
poética, literaria, bajo su forma en apariencia más delicada y más púdica, el
lirismo. De forma mucho más chocante que el drama y el arte narrativo, el
lirismo está ligado a la crítica, y esto quizá atañe a su subjetividad, a la
inmediatez de su expresión, al carácter directo con el cual, en el poema
lírico, se sustituye la palabra por el sentimiento, al estado de ánimo, a la
visión de la vida.
¡La palabra! ¿No es una crítica
en sí misma, una flecha del arco de Apolo que vibra y toca y toda temblorosa se
fija en el blanco? Aunque bajo la forma del canto, y precisamente bajo la forma
del canto, es un crítico, la crítica de la vida, como tal es un poco molesta
para el mundo. Se comprenderá que estudiando las relaciones del artista y de la
sociedad, se piensa en seguida en el artista del verbo, en el artista encarnado
en la poesía, en el escritor, y conviene
entonces destacar que una especie de oposición a la realidad, a la vida, a la
sociedad, es indisoluble de la existencia del artista poeta, justamente porque
se ha consagrado al verbo.
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