lunes, 7 de mayo de 2012

THOMAS MANN

El artista y la sociedad
Tomado de “El artista y la sociedad”, Guadarrama, 1975

Me pregunto si alguien se representa claramente hasta qué punto es espinoso el tema que se nos ha propuesto. Se duda mucho, creo yo, de ello, y se le presenta bajo un aspecto inocente. ¿Por qué no decir enseguida: «El artista y la política», puesto que detrás de la palabra sociedad se disimula la política? Por lo demás, se disimula allí muy mal, porque el artista que se dedica a la crítica de la sociedad, es ya un artista político, «politiqueante», o, para decirlo todo, moralizador. Llevado a su verdadera acepción, el tema debería, pues, titularse: «El artista y la moral», forma, por otro lado, muy maligna de plantear el problema, y como hecho a pedir de boca para ponernos en un apuro. Porque se sabe muy bien que el artista es originariamente de una esencia no moral, sino estética, que su propósito esencial es el juego y no la virtud, e incluso que se arroga con toda ingenuidad el derecho de jugar dialécticamente con los problemas planteados y todas las antinomias de la moral…
No quiero rebajar al artista al constatar el flojo vínculo que existe entre él y la moral y, por lo tanto, con la política y, sin embargo, con el problema de la sociedad. Me resultaría imposible censurar al artista que declarara que la mejora del mundo en el aspecto moral no es asunto de sus semejantes, que él «mejora» el mundo por otros medios que la enseñanza ética, es decir, fijando la vida del mundo, y así, de una manera representativa, la vida en general, presentándole un sentido y una forma y haciendo aflorar, a través de esta apariencia, lo que Goethe llamaba «la vida de la vida», el espíritu. Me resultaría imposible contradecirle si sostiene que la misión del arte es la de ser un animador en todas las acepciones, y nada más. En Goethe, al que cito tan gustosamente, porque es él el que ha emitido sobre la mayor parte de las cosas de este mundo los juicios más justos y de la forma más encantadora, se lee, aunque parezca imposible: «Sin duda, es posible que una obra de arte tenga consecuencias morales; pero exigir del artista intenciones y metas, equivale a estropearle el oficio». La palabra «oficio» tiene aquí un tono singularmente modesto; pero el pudor que el artista experimenta para moralizar revela bien la modestia, como lo atestigua todavía con mayor claridad otra frase de Goethe, al decir un día en su vejez: «Jamás ha estado en mi manera de ser salir a la lucha contra las instituciones, esto me ha parecido siempre presunción, y puede ser que yo me haya sometido demasiado pronto a las leyes de la civilidad. En resumen, ello no estaba dentro de mi forma de ser, y he aquí por qué no he hecho nunca otra cosa que rozar de lejos el tema.» Al decir esto, denuncia manifiestamente la crítica moral, política y social, ejercida por el artista, como un atentado contra la modestia. O ¿no debería serle natural?
Esta le resulta profundamente natural, en las relaciones que mantiene no solamente con la realidad y sus «instituciones», sino también con el propio arte, ante el cual el artista aislado se siente en general muy pequeño, pequeño hasta no poder creer que pueda tener algo en común con él y que participe de alguna manera en su dignidad. ¡Pensad, pues! El arte es una cosa de la mayor importancia, una aspiración solemne de la cultura humana, a la que los Estados y los mismos gobiernos testimonian una consideración oficial. En la conciencia de la humanidad ocupa el mismo rango que la ciencia, e incluso que la religión; resumiendo, se le asimila a los supremos intereses espirituales. La filosofía llega hasta declarar que la facultad creadora, así como la facultad receptiva, constituyen el estado supremo del hombre, porque equivalen a la depuración de la idea a través de la apariencia, y al desenlace de la voluntad en la contemplación psíquica; entonces, el artista se contraría con que era el mayor benefactor de la humanidad, y su creación, ¡la única genial! Todo esto podría llenar de suficiencia a aquello en el que manifestase el arte, a su representante, el artista, podría hacerle perder toda ponderación cuando se le juzgase; en resumidas cuentas, amenazaría con ceder a una embriaguez de orgullo. Sin embargo, la verdad es muy diferente.
La verdad es que el arte parte de alguna forma siempre de cero en sus realizaciones y manifestaciones individuales, y camuflado de ingenuidad, sin conocerse o, por decirlo mejor, reconocerse a sí mismo, renace a la vida cada vez, por primera y única vez, a la pequeña felicidad. Cada una de sus manifestaciones es un caso aislado, altamente específico y personal, que hace muy difícil para su representante, la tarea de sintetizar la gran idea general del arte, ¡además de que no le viene a la mente hacerlo! Para ilustrar mis palabras les contaré una pequeña anécdota:
En el invierno de 1929, encontrándome en Estocolmo en un almuerzo en casa de el editor Bannier, tuve por vecina a Selma Lagerlöf, la gran novelista, laureada con el Premio Nóbel de Literatura y miembro de la Academia Sueca. Una mujer sencilla, a la que su trabajo había hecho un poco seria, pero de naturaleza afable y sin ninguno de los estigmas fisonómicos del genio, sin nada majestuosos en el perfil ni vanidoso en el aspecto. No pusimos a hablar de su obra más popular, la saga de Gösta Berling, célebre en el mundo entero, y de la asombrosa carrera de este libro en todas las lenguas y más allá de las fronteras. «Dios mío, sí, me dice ella. Así ha sucedido pero no crea que yo le he dado gran importancia al componerla. La he escrito para mis sobrinos y sobrinas. Fue una diversión como otra cualquiera. Pensábamos que allí había algo para reír.» Su reflexión me encantó, porque a mí me sucedió exactamente lo mismo, y se lo dije a mi vecina, con el libro que en mi vida de escritor ha jugado poco más o menos el mismo papel que la saga de Gösta Berling en la de Sela Lagerlöf . También él había sido al comienzo un asunto y una diversión familiares, las garambainas casi chistosas de un joven de veinte años no muy conformista, que leía a los míos y que nos hacía reír hasta llorar. Que el mundo se sentiría impresionado por esta novela (o cualquier nombre que se le quiera dar), que sería un día el motivo de mi presencia en Estocolmo y que me permitiera sentarme al lado de la autora de Gösta Berling, semejante eventualidad, ninguno de nosotros la habría tenido presente, por lo que estallamos a reír a carcajadas.
Se lo conté a Selma Lagerlöf a cambio de su confidencia y les cito ambos casos para atestiguar que este famoso arte no se reconoce nunca a sí mismo en sus manifestaciones individuales, sino que se considera más o menos como una chanza frescamente inventada, privada y atrevida, que no se puede vincular a esta preocupación de la humanidad tan respetada, y por la cual no se podría llegar al interés y a la estima del mundo. El autor de estas chanzas, ciertamente, no tiene el sentimiento de dedicarse a una ocupación particularmente respetable. Según su convicción, que durante largo tiempo no será el único en participar, él se entretiene, se burla de lo serio de la vida, de una manera muy incongruente y al margen de las conveniencias, y su conciencia (en tanto de miembro de la sociedad humana cuyas inclinaciones tan frívolas descuidan los imperativos), no es en absoluto de las mejores. Describo allí el estado bohemio del artista, porque la bohemia, vista bajo el ángulo psicológico, no es otra cosa que el desorden social, la mala conciencia, disuelta en la ligereza, el humor y la ironía con respecto a uno mismo, ante la sociedad burguesa y sus exigencias.
No obstante no se definiría por completo el estado bohemio del artista, que nunca abandona del todo, si no se le concediera un cierto sentimiento de superioridad intelectual e incluso moral sobre la sociedad burguesa enfurecida, lo que hace de su estado un estado intermedio entre la original inconsciencia individual, broma, del arte, y la toma de conciencia de su dignidad suprapersonal, en la que se atreve a participar el individuo. Así la ironía adquiere un carácter al menos equívoco, y constituye a la vez una ironía con respecto a sí mismo y dirigido contra la sociedad burguesa. Pero predomina y predominará quizá por largo tiempo la primera de las dos ironías, quizá por siempre, y por buenas razones.
En el artista, que gracias a éxitos involuntarios comienza a participar personalmente en la dignidad suprapersonal del arte, se da una resistencia instintiva y burlona contra todo lo que se denomina éxito, contra los honores terrestres y las ventajas del éxito, una resistencia debida a su apego al estado primitivo del arte, todavía completamente individual, completamente inútil, libre y juguetón, en el tiempo en que el arte no sabía todavía qué era «El arte» y se reía de sí mismo. En el fondo, el artista querría retenerlo en ese estadio. A su entender, el arte no debería jamás cesar de reírse de sí mismo; y el propio artista, en todo caso, querría poder reír siempre por su parte, en lugar de acoger con un aire solemne los honores y las dignidades, renegando de esta forma de su juventud indócil y solitaria. Experimenta un profundo pudor ante esta glorificación de su existencia, una confesión púdica, porque en primer lugar y ante todo, ella es el pudor del artista ante el arte.
Esto es muy comprensible. El artista y el arte forman dos. Existe una gran diferencia entre el arte y el fenómeno prodigioso, único, inaccesible y casi inconocible de su esencia, de la que el artista es el representante, y me gustaría mucho ver al creador que ignorase el súbito rubor en presencia de obras magistrales surgidas a su lado y ante él. Esto quiere decir precisamente que todo ejercicio del arte implica una nueva adaptación de lo que es personal e individual al arte en general; y el individuo aislado, aunque fuese después de reconocidos éxitos, puede preguntarse comparándose a maestros extranjeros: «¿Cómo es posible citar mi avenencia personal con estas cosas, en el mismo soplo? ¿Cómo es posible?» Tal es la modesta y ponderada pregunta del artista ante el arte.
¿Y cómo desaparecería esta modestia natural, cuando no se trata del dominio que le es más propio, el arte, sino de la realidad, de la comunidad humana, de la sociedad burguesa?
Conviene decir aquí una palabra de vínculo particular que relacione el arte con la crítica.
Es sabido que muchos artistas son al mismo tiempo jueces y críticos del arte, que se erigen como tales, uno estaría tentado por decirlo, ante la contradicción inherente al hecho de que cualquiera que se sienta pequeño ante el arte, no obstante se cree cualificado para hablar en nombre suyo y para decidir desde arriba. Pero, en suma, el elemento crítico es inseparable de todo arte, es indispensable para su productividad disciplinada, y por lo tanto es asunto de adiestramiento interior, aunque muy a menudo se inclina a girar hacia fuera y a hacer de la estética crítica, a examinar y a apreciar como esteta. Observemos que esta tendencia se manifiesta muy a menudo y con mucha intensidad en la esfera poética, literaria, bajo su forma en apariencia más delicada y más púdica, el lirismo. De forma mucho más chocante que el drama y el arte narrativo, el lirismo está ligado a la crítica, y esto quizá atañe a su subjetividad, a la inmediatez de su expresión, al carácter directo con el cual, en el poema lírico, se sustituye la palabra por el sentimiento, al estado de ánimo, a la visión de la vida.
¡La palabra! ¿No es una crítica en sí misma, una flecha del arco de Apolo que vibra y toca y toda temblorosa se fija en el blanco? Aunque bajo la forma del canto, y precisamente bajo la forma del canto, es un crítico, la crítica de la vida, como tal es un poco molesta para el mundo. Se comprenderá que estudiando las relaciones del artista y de la sociedad, se piensa en seguida en el artista del verbo, en el artista encarnado en la poesía, en el escritor,  y conviene entonces destacar que una especie de oposición a la realidad, a la vida, a la sociedad, es indisoluble de la existencia del artista poeta, justamente porque se ha consagrado al verbo.
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