El poeta depuesto apareció en la revista Causa popular, número 6, año 2006. .
En La Nación del 17 de noviembre de 1963, H. A. Murena, objetando polémicamente al crítico uruguayo Rodríguez Monegal ciertas apreciaciones de su libro Narradores de esta América, dice, refiriéndose a mí: “Marechal constituye un caso remoto por la doble razón de ser argentino y de que, a causa de su militancia peronista, se hallaba excluido de la comunidad intelectual argentina”. Ciertamente, desde 1955 yo venía registrando en mí los efectos de tal “exclusión” operada, según la triste característica de nuestros medios intelectuales, con el recurso poco viril de los silencios y olvidos “prefabricados”.
La declaración de Murena fue, pues, un acto de valentía intelectual y su confirmación de lo que yo había experimentado me llevó a estas dos conclusiones: 1ª, la “barbarie”, real o no, que Sarmiento denunciara en las clases populares de su época se había trasladado paradójicamente a la clase intelectual de hoy, ya que sólo bárbaros (¡oh, bárbaros muy bien vestidos!) podían excluir de su comunidad a un poeta que hasta entonces llamaban Hermano, por el solo delito de haber andado en pos de tres banderas que creyó y cree inalienables; y 2a, desde 1955, no sólo tuvo nuestro país al Gobernante Depuesto, sino también al Médico Depuesto, al Profesor Depuesto, al Militar Depuesto, al Cura Depuesto y (tal es mi caso) al Poeta Depuesto. Cierto es que las “deposiciones” de muchos contrarrevolucionarios de América no van más allá del significado médico fisiológico que también lleva esa palabra. De tal manera, los “muertos civiles” de una contrarrevolución gozan de buena salud (con excepciones muy lloradas, ¡oh noble sombra de Juan José Valle!). Y lo que se logra es excluir de la vida nacional a los hombres y a las ideas que pueden y quieren realizar los destinos posibles de la sufrida Patria; con lo cual esos destinos no abandonan su mera “posibilidad', y nos quedamos en los “estancamientos” que los políticos sobrevivientes utilizarán luego en sus reiteradas e inútiles elegías.
En esta singladura de mi navegación voy a decirles, pues, a los intelectuales que obraron mi exclusión literaria cómo y por qué fui “justicialista” (y uso esta denominación porque la otra fue igualmente depuesta). No revelaré sus nombres ahora ni denunciaré los vergonzosos recursos de que se valieron, porque sé que la “vergüenza nacional” es la suma exacta de todas las vergüenzas individuales que se dan en un pueblo, y porque no me ha gustado nunca ser un pintor de la ignominia. Por otra parte, al escribir estas páginas, lo hago sin resentimiento ninguno, ya que los diez años de mi proscripción fueron los más dichosos y fértiles de mi vida. Sólo quiero dar mi testimonio de los hechos, a través de una experiencia útil y una desapasionada meditación.
Mi linaje americano se inicia con mi abuelo Leopoldo Marechal, nacido en París y en el seno de la rica y orgullosa clase media de Francia. Siendo un adolescente aún, sus “ideas avanzadas” lo llevaron a militar en La Comunne, fuerza revolucionaria que se instaló en París no bien los prusianos levantaron el sitio de la capital y se produjo la insurrección del 18 de marzo de 1871. Naturalmente, mi abuelo se convirtió en la “oveja negra” de la familia; y cuando a fines del mismo año el gobierno de Thiers asedió a París con sus tropas regulares, La Comunne llegó a su término y sus afiliados debieron enfrentarse con la persecución y el castigo. Mi abuelo decidió exiliarse en la América del Sur, hasta que los acontecimientos franceses evolucionaran en favor de su retorno: se instaló en Carmelo, República Oriental del Uruguay; abrió una herrería y se dedicó al trabajo de los metales y a la lectura de los volúmenes de Economía Social que había traído a su destierro y que muchos años después recogí yo como despojos de aquel naufragio. El comunero de París aguardaba su vuelta, sin sospechar que otras eran las figuras de su destino: en el Carmelo dio con la mujer de su vida; se casó con ella y tuvo una prole numerosa. Murió tempranamente, sin volver a pisar las orillas del Sena. Claro está que no llegué a conocerlo; y a través de mi padre sólo recibí de aquel rebelde los libros mencionados, algunas anécdotas y dos o tres canciones de la douce France. Supe que de sobremesa, discutía violentamente sobre política con sus amigos exiliados como él. Supe que, durante la fiebre amarilla, se dedicó a enterrar a los muertos de peste, sin otro recurso preventivo que el de trotar alrededor de la plaza, entre un entierro y otro, y el de empinar la botella de coñac Martel al fin de cada vuelta. Y supe que dio a sus hijos una educación basada en el concepto de la justicia militante, única herencia que nos dejó a sus descendientes, amén del paso corto y rápido de la infantería francesa.
Con la muerte de mi abuelo, una dispersión extraña se dio en la familia. Mi padre, Alberto Marechal, se trasladó a Buenos Aires en busca de nuevos horizontes: traía una vocación ferviente por la mecánica y las técnicas de fundición, torno, soldaduras y ajustes que requiere un oficio tan ingenioso. Además traía su guitarra y su violín, que convirtieron su alegre soltería de Buenos Aires en una fiesta de serenatas, bailes y torneos orfeónicos en los que se le llamaba “el oriental” y que concluyeron llevándolo al matrimonio según la infalible y honesta costumbre de aquel tiempo. Se casó con mi madre, Lorenza Beloqui Mendlluce, de origen vasco español y de santidad crística. Fui el primer vástago de aquel matrimonio, y de mi niñez guardo sólo recuerdos felices. Mi padre, como trabajador especializado, cubría holgadamente las necesidades económicas de la casa; de igual modo su pericia en objetos mecánicos le ganaba el amor de la vecindad (nos habíamos instalado en Villa Crespo), ya que, sin remuneración alguna, componía los relojes, las máquinas de coser y otros artefactos de los vecinos. Lo que le sucedía en el fondo era que toda maquinaria nueva se le presentaba como un desafío a su ingenio, y toda maquinaria enferma como una solicitud a su arte de curar los humildes robots de comienzo de siglo. Fue gracias a su habilidad que, pese a nuestra digna pobreza, tuve los juguetes más insólitos, los manomóviles más rápidos, los más certeros fusiles de aire comprimido, los patines más voladores, obra de sus manos inquietas y de su invención que no dormía. Por otra parte, su afición a las técnicas introdujo en el hogar la primera cámara fotográfica, con su laboratorio de revelación, el primer fonógrafo (a cilindros) que conoció el barrio y las primeras instalaciones eléctricas que sucedieron al gas o a la luz de carburo. Cuando el primer aviador francés que llegó al país hizo en Longchamps una exhibición de vuelo en su máquina de varillas y telas, mi padre y yo asistimos a ese milagro de volar cien metros y a cuarenta de altura; y regresamos de Longchamps con un entusiasmo que nos convirtió en aeromodelistas. Construimos entonces una miniatura de avión, y mi padre se desveló en el problema de darle motores. Le falló un mecanismo de reloj (era excesivamente pesado), e inventó al fin un sistema de gomas de honda retorcida que al desenrollarse nos ofreció un despegue insuficiente pero consolador. Tal vez habría sido yo un buen técnico industrial, si mi madre, que había observado en mí ciertas comezones intelectuales y una muy temprana cuanto furtiva inclinación a las Musas, no me hubiera inscripto en la Escuela Normal de Profesores “Mariano Acosta” y en su Departamento de Aplicación. Al aprobar mi sexto grado, y listo para seguir el Curso Normal di en el inconveniente de que me faltaba un año para tener la edad reglamentaria del ingreso. Pedí entonces una “habilitación de edad” cuyo trámite debí mover personalmente; y me inicié así en el caos de la burocracia, mendigando una licencia para estudiar, con mi sonrisa de niño y mis ojos elocuentes, ante señores Vocales del Consejo que fumaban cigarros enormes y me oían como quien oye llover. Naturalmente, la habilitación me fue denegada. Más tarde conocí el origen político social de aquellos figurones de la oligarquía; y supe que su atención, en el Consejo, estaba eminentemente puesta en los cigarros oficiales o en alguna maestrita heroica que solicitaba su designación. “¡Que Dios les dé por lo que dieron!”, como suele decir Elbiamor en cita de San Pablo.
Frente a un año vacante, me debí enfrentar con el dilema “estudiar o trabajar” que se imponía en la tabla de valores de la época. El estudio me había sido vedado por ahora; luego, yo debía trabajar. Mis padres, enteramente ajenos a mi dilema, ni sospechaban el estado de angustia moral que cubría mis noches de insomnio. Cierta mañana, salí furtivamente a buscar trabajo; y lo hallé muy pronto en una fábrica de cortinas de la calle Lavalleja: mi habilidad manual, adquirida junto a mi padre, me valió como jornalero el importante salario de ochenta centavos por día. Regresé a la casa y le transmití a mi padre la buena nueva. Ni aprobó ni desaprobó, se mantuvo en silencio; no obstante, pude ver que una sonrisa, mezcla de orgullo, ternura y humorismo, se dibujaba entre las dos guías de su bigote galo.
Comencé a trabajar en la fábrica de cortinas, entre muchachones villacrespenses que no llegaban a los dieciocho años. Mis primeras emociones y fatigas me identificaron con el pequeño Jack de Alfonso Daudet que yo había leído en la Biblioteca Popular Alberdi sita en Villa Crespo. Mas, ¡ay!, también había leído Los Miserables de Víctor Hugo, a cuya sombra la degradación económico social de los muchachones que integraban el personal de la fábrica empezó a resultarme insufrible. Y entonces, como era fatal, organicé una huelga en demanda urgente de reivindicaciones. Para mi desgracia, el Director Gerente del establecimiento me sorprendió una tarde cuando arengaba a mis compañeros de sudor en una calle vecina. El Director Gerente decretó in situ mi exoneración: yo tenía catorce años. De regreso en mi casa, confesé mi derrota cívico militar; y en los ojos de mi padre creí ver un fogonazo de barricada parisiense. De cualquier modo, la consigna de trabajar o estudiar volvió a torturarme (siempre tuve una obstinación en la cual reconozco mi ascendencia vasca). Y muy luego me di a cultivar el terreno adjunto a nuestra casa, en una obra de agricultura que me llevó a los éxtasis de la égloga. Tuve mi éxtasis último cuando, llegada la hora de cosechar, mi hermana y yo trenzamos en una riestra las doradas cebollas, fruto de mi sudor virgiliano. Al año siguiente, y con mis quince años de reglamento, ingresé al Curso Normal: me vi allá en una mazorca de muchachos entusiastas (¡Estrella Gutiérrez, Fresquet, Veronelli, Giacobucci!), casi todos los cuales llegaron a ser “alguien” en sus disciplinas. Recuerdo sobre todo a Hugo Calzetti (el mayor de todos nosotros pues ingresó a los veinte años), que luego se hizo marxista militante, se convirtió después al cristianismo, escribió un Antimarx valeroso y murió en el verdor de su edad y sus batallas. Me gustaría hoy depositar en su tumba este ramito de recuerdos. Evocaré también la figura de Gaspar Mortillara, que había nacido, no con un pan, sino con una revolución debajo del brazo: fue guerrillero vocacional y visceral, y murió en Cuba con la bomba puesta; yo visité su tumba en La Habana.
Una desgracia irreparable vino a cortar el hilo de mi felicidad o facilidad juvenil. Estábamos en 1918, y mi padre contrajo la bronconeumonía que tuvo ese año en el país un carácter endémico. Merced a su robusta naturaleza, logró vencer los primeros rigores del mal y habría sobrevivido si una convalecencia prudente hubiera respaldado su curación. Pero en aquellos años no había leyes sociales que asegurasen licencias a los trabajadores enfermos; por lo cual, y ante las instancias del establecimiento donde trabajaba, mi padre volvió a su quehacer, tuvo una recaída y murió veinte horas después en mis brazos y en medio de una fiebre que lo hacía delirar con maquinarias y agitar sus dedos como si apretase tuercas y manejara tornos. Lo lloré largamente, sobre todo por aquellas demiúrgicas manos que habían construido nuestro alegre universo familiar. Y me pregunto ahora si este Alberto Marechal, el trabajador uruguayo, y aquel Leopoldo Marechal, el comunero de París, bendecirían hoy a este otro Leopoldo, el poeta, que se vio excluido de la intelectualidad argentina por seguir un color a su entender indeclinable.
Naturalmente, a los dieciocho años, el deber cívico en la instancia de votar me llevó a elegir honradamente al entonces juvenil Partido Socialista que gobernaban Juan B. Justo, Nicolás Repetto y Alfredo Palacios: era, por otra parte, el movimiento donde militaban mis tíos ferroviarios José y Gregorio Beloqui de cuya lealtad en vida y muerte se nutrió el entusiasmo de mi juventud. Nadie podrá negar ahora ni en el futuro que aquel Partido Socialista, en su brega parlamentaria, logró victorias que merecen el recuerdo y la gratitud de los que conocimos, en tiempo y lugar, el desamparo de los humildes. ¿Recordaré al Foguista Ciego (amigo de mi padre) a quien el calor de las hornallas había producido sinusitis crónica y un flujo nasal continuo que le valió el apodo de “aceitera automática”; y que fue despedido sin gratificación alguna cuando la vejez y el fuego lo hicieron inútil? ¿Recordaré al Aserrador Manco (amigo de mi adolescencia) que perdió un brazo en el aserradero y al cual toda indemnización le fue negada? ¿Y es pura casualidad que al año siguiente (1919), durante la Semana Trágica, cuando iba marchando yo con los trabajadores por la calle Corrientes, vi al Aserrador Manco a mi derecha y al hijo del Foguista Ciego a mi izquierda?
Pese a los afanes de la literatura en que se vio envuelta mi vida, seguí votando reiteradamente por el P. S. que sin duda estaba envejeciendo. Por aquel entonces el radicalismo, a la sombra de don Hipólito Yrigoyen, se constituía en otro polo atrayente de las masas. Es evidente que Yrigoyen era un conductor nato de los que suscitan casi mágicamente la fe y la esperanza de la multitud. Los pueblos, en su concreta “substancialidad”, han encarnado siempre y encarnarán en un hombre al Poder (en “abstracto”) que ha de redimirlos, ya sea monarca, presidente o líder. Si bien se mira; todas las gestas de la Historia se han resuelto por un caudillo “esencial” que obra con un pueblo “substancial”, así como la forma (en el sentido aristotélico) actúa sobre una materia. De tal modo, la democracia se hace visible y audible en un multitudinario “asentimiento” rico en energías creadoras; y tal “asentimiento” es la vox populi y la vox Dei, origen del Poder que la democracia reconoce en el pueblo “soberano”. Cuando le falta ese asentimiento popular, el gobernante se ahoga en un “vacío” del Poder que no supo ganar o no pudo. Retornando a Yrigoyen, obtuvo sin duda el asentimiento de una gran mayoría; pero fue un asentimiento de cuño sentimental, y como “en potencia” de los actos que debía cumplir el líder y que no se dieron jamás. Desde Francia seguí yo en 1930 el epílogo de aquella historia: el derrumbe de un conductor fantasmal, inmóvil e invisible como un ídolo en su isla de la calle Brasil; y el derrumbe de un régimen que vegetaba merced a un asentimiento popular ya estéril al no recibir ninguna respuesta.
En aquellos días una gran crisis espiritual me llevó al reencuentro del Cristianismo. Dije “reencuentro” en atención a la fe cristiana de mi linaje que yo había olvidado más que perdido. En realidad, se dio en mí una “toma de conciencia” del Evangelio, vívida y fecunda por encima de tantas piedades maquinales. Y naturalmente, en su aplicación al orden económico social (el único que atañe aquí al Poeta Depuesto), se me impuso la doble y complementaria lección crística del amor fraternal, y la condecoración del “rico” en tanto que su pasión acumulativa trastorna el orden y la justicia en la “distribución”, asignado tan admirablemente a la Providencia Divina en el Sermón de la montaña. Por aquellos años, en los Cursos de Cultura Católica y en las reuniones del Convivio que gobernaba con alegres teologías el inolvidable César Pico, fui conociendo a los jóvenes nacionalistas que le orientaban a lo político sus vocaciones. Luego advertí que las luchas internas (y su consecuente división en grupos antagónicos) no les permitiría llegar a la acción: su intelectualismo cerrado los llevó a concretar sólo un parnaso teórico de ideas y soluciones, un acervo de slogans, cuya rigidez no era de buen pronóstico. Se repite aún hoy día esta definición vaga y general: “La política es el arte de lo posible”, sin tener en cuenta que todo, en el universo, es un arte de lo posible. Más exacto es decir que la política es el arte “contingente” de lo posible, y que su mayor virtud consistiría en hacer que una posibilidad abandone su “potencia de ser” y se concrete en un “acto de ser”, lo cual no se logra con rigideces de doctrina insuperables (y esto es válido para todas las teorizaciones políticas). El nacionalismo no salió de su órbita especulativa; y además (yo añadiría “sobre todo”) le faltó el conocimiento de lo popular. “El conocimiento precede al amor”, dice una vieja fórmula. Nadie ama lo que no conoce, y el amor al pueblo se logra cuando se lo conoce. Un pueblo, al saberse conocido y amado, se rinde a las empresas que lo solicitan. Por lo contrario, la ignorancia engendra el temor; y el que no conoce al pueblo lo teme como a una entidad peligrosa en su misterio substancial.
Llegamos así al Justicialismo, esbozado como doctrina revolucionaria desde 1943 a 1945 por un líder cuyo nombre también fue silenciado por decreto: la revolución justicialista se nos presenta como una síntesis “en acto” de las viejas aspiraciones nacionales y populares tantas veces frustradas, y lo hacía enarbolando tres banderas igualmente caras a los argentinos: la soberanía de nuestra nación, su independencia económica y su justicia social. No es extraño, pues, que el 17 de octubre de 1945 se diera la única revolución verdaderamente “popular” que registra nuestra historia (incluyendo la del 25 de Mayo), y que se diera en una expresión de masas reunidas, no por el sentimiento ni por el resentimiento, sino por una conciencia doctrinaria que les dio unidad y fuerza creativa. Yo estuve con ellos y marché con ellos en aquella madrugada increíble, y doy fe de que supieron lo que hacían y lo que querían. Y sostengo ahora que la gran virtud del justicialismo fue la de convertir una “masa numeral” en un “pueblo esencial”, hecho asombroso que muchos no entienden aún, y cuya intelección será indispensable a los que deseen explicar el justicialismo en sus ulterioridades inmediatas y mediatas; o a los que se pregunten por qué, desde 1955, nuestro país es ingobernable.
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